Introducción

Aunque el antifascismo, por su fortaleza, parecía un dique suficiente, el revisionismo histórico en España fue extendiéndose sin gran dificultad a finales del XX. Así, los envejecidos referentes surgidos del tardofranquismo como Ricardo de la Cierva o Carlos Seco Serrano pudieron pasar el relevo a una nueva generación surgida durante el cambio de siglo.

La ‘nueva’ historiografía revisionista marcaba su propio territorio desde la defensa de la historia ‘objetiva’ (científica) para distanciarse de la historia estructural de clases con afirmaciones como esta: “Aunque el franquismo no puso conscientemente las bases de la democracia, su evolución interna, sus políticas e incluso su legislación, amén del desarrollo económico del país, propiciaron cambios que resultarían decisivos durante la Transición” (Álvarez Tardío, 2001). No todo el argumentario era tan explícito, pero pocas dudas caben del éxito conseguido en el análisis peyorativo de la Segunda República cuya destrucción había alentado el golpe militar del 18 de julio. No es que se la demonizara necesariamente, pero se la lanzó al rincón antiliberal con la excepción del periodo del Bienio Negro. [1]

Hasta épocas recientes, el consenso entre historiadores había sido considerado un indicador fiable del conocimiento –en un grupo humano particularmente heterogéneo, amplio y no sometido a coerción— (Tuckler, 2015). En poco más de una década se ha debilitado seriamente el consenso que existía en la historiografía académica de la Segunda República española. Edward Malefakis es un ejemplo elocuente.[2] Obviamente no había unanimidades, pero el oficio de historiador se atenía a las normas que configuran la profesión: exploración y crítica de fuentes, hipótesis de partida, contrastación, etc. Estaban claras las fronteras entre el revisionismo filofranquista, liderado por Pío Moa y adláteres, y lo que se investigaba o se explicaba en la mayoría de los departamentos universitarios.

La reseña de Jordi Amat es una nueva  evidencia de cómo dicho consenso sobre el pasado –y significativamente sobre el periodo de entreguerras— se ha ido resquebrajando. En su texto, Amat agrupa tres de los últimos libros dedicados, coincidiendo con su centenario, a diferentes aspectos de la dictadura del general Miguel de Primo de Rivera. Especialmente relevante es la constatación de cómo se han ido consolidando académicamente lecturas revisionistas que, haciendo caso omiso de la validación de los profesionales de la disciplina, habían contado con el favor de un público especialmente sediento de ratificarse en sus prejuicios. Esta deriva evidencia las consecuencias de actitudes contemporizadoras, echa en falta una mayor combatividad desde la Academia y ataca directamente la calidad de la producción historiográfica en nuestro país. Más allá de lamentarse, se necesita que la profesión reaccione denunciando las falacias, cherry-peaking e intereses ocultos de estos autores, y participe del debate público para ofrecer claves interpretativas no viciadas a la sociedad (El Informe sobre Prieto, Largo Caballero y Vox o el Manifiesto de los profesores del Departamento de H. Contemporánea de la Universidad de Zaragoza son  buenos ejemplos a tener en cuenta). Resulta necesario investigar y divulgar los resultados de las investigaciones orientadas por el método histórico y la utilidad social colaborando a la tarea de El pasado en construcción.

 A medida que pasan los años este esfuerzo colectivo y profesional resulta cada vez más arduo y urgente para evitar que, como denunciaba Walter Benjamin, se apoderen del pasado, es decir de su interpretación, quienes buscan un uso espurio que justifique unos determinados intereses políticos, casi siempre alineados contra lo colectivo, lo democrático, lo digno:

Articular el pasado históricamente no significa reconocerlo “tal y
como propiamente ha sido”. Significa apoderarse de un recuerdo que
relampaguea en el instante de un peligro. Así, en cada época es preciso
intentar arrancar de nuevo la tradición al conformismo que siempre se
halla a punto de avasallarla.

Walter Benjamin, Uber den Bregiff der Geschichte, 1940.

Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa García en los estudios de es.radio durante una entrevista con Federico Jiménez Losantos, el 24 de marzo de 2017, con motivo de la publicación de su libro 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (foto: Youtube),
Nota:

El primer libro que ha sistematizado los revisionismos históricos de la historiografía contemporánea fue el editado por C. Forcadell, I. Peiró y M. Yusta El pasado en construcción. Revisionismos históricos en la historiografía contemporánea (Zaragoza, IFC, 2015) al que se puede acudir para matices y bibliografía que no caben en esta introducción. La idea inicial y buena parte de los textos surgen del coloquio celebrado en Jaca en 2012, “Batallas por la historia”.[3] Diez años más tarde, con una temática más o menos parecida, volverá a celebrarse una doble jornada de reflexión y debate el 30 de noviembre y 1 de diciembre de este año en la Institución Fernando el Católico de Zaragoza.

 [1] La revolución  «a la española» de 1917 inauguró un ciclo autoritario que no concluyó hasta 1975. ¿Acaso no hubo algún paréntesis que escapara a esta tendencia? En efecto, uno de los pocos intersticios liberales que se rescatan habría sido precisamente el que se denominó «bienio negro» de 1933/34-1935 (Villa, 2021)

[2] En el artículo La Segunda República y el revisionismo publicado en El País en junio de 2011  Malefakis hizo un encendido elogio de la Segunda República, “un régimen democrático del que España debe sentirse orgullosa” . De forma para mí sorprendente, menos de dos años después publica ≪Alguna bibliografía reciente sobre la Guerra Civil española≫, Revista de Occidente, no 382, 2013, ejemplo de acrobacia historiográfica queriendo quedar bien tanto con el rojo Preston como con el azul Moa.

[3] Batallas por la Historia: los caminos de los revisionismos, Jaca 5 y 6 de julio de 2012, dirigido por Carlos Forcadell e Ignacio Peiro, Universidad de Zaragoza e Institución Fernando el Católico.

Conversación sobre la historia


 

Centenario de 1923: tres libros para interpretar el golpe de Estado de Primo de Rivera

De la implicación de Alfonso XIII a la crisis de la restauración, varios ensayos abordan el alzamiento que dio lugar a la dictadura militar, del que se cumplen cien años

 

Jordi Amat

 

La práctica del profesor Roberto Villa es un ejemplo prototípico del revisionismo historiográfico concebido para legitimar una determinada cultura política. Primero fue el cuestionamiento de la legitimidad democrática de la Segunda República en 1936. Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular, que coescribió con Manuel Álvarez Tardío. Pero desde 1917. El Estado catalán y el soviet español, publicado en 2021 y que ya proyectó sobre el pasado el espejo deformante del Procés, su propuesta es mucho más ambiciosa. La clave es la construcción de un relato mixtificador sobre el final de la Restauración que blanquea la deriva antidemocrática del reaccionarismo español al travestirlo en un dique liberal que, ay, al fin se habría visto superado por las pulsiones revolucionarias —nacionalistas, comunistas y demás ralea— que cuestionaban un sistema pretendidamente liberal. El éxito comercial y mediático está asegurado porque la historia interesa mucho más a los lectores y medios conservadores españoles que a los progresistas. Precisamente por ello, en este caso, el silencio público de la academia es más preocupante. Que 1923. El golpe de Estado que cambió la Historia de España vaya a ser el libro de referencia del centenario es la prueba más evidente de una claudicación intelectual y no tengo manera de controlar la nostalgia por la rigurosa autoridad que ejercía el añorado Santos Juliá.

Para empezar, como hará en diversos pasajes de un libro que usa enormes cantidades de documentación, Villa relee el diario de sesiones del Congreso. En este caso, es un flashback astuto. Nos situamos en agosto de 1931. Se constituye una comisión de “responsabilidades políticas” para elaborar un dictamen sobre el pasado reciente cuyo propósito es legitimar el régimen republicano en construcción por oposición al anterior. Porque ayer y hoy, siempre que puede, la política no resiste la tentación de usar la historia para imponer como verdad lo que, en realidad, es una versión simplificada e interesada. “Pactaron un dictamen que presentaba la dictadura de Primo de Rivera como la desembocadura lógica y natural de la ejecutoria de Alfonso XIII durante todo su reinado”. Si eso era así, por tanto, la monarquía quedaba definitivamente deslegitimada, pero ese uso político de la historia por parte de republicanos y socialistas, en la lógica que Villa desarrollará a lo largo de su estudio, implicaba ocultar lo que el reinado sí había sido porque la Restauración, constitucionalmente, lo era: una monarquía liberal y democrática quebrada no por su fracaso sino por las tensiones —de Marruecos a Barcelona— que la habían quebrado.

El problema de esta interpretación es que no inscribe el caso español en la crisis de los estados liberales tras el colapso de sus imperios (no ejercíamos el colonialismo en Marruecos, no qué va) ni tampoco con las dificultades posteriores a la Primera Guerra Mundial para sincronizar los respectivos regímenes políticos con la sociedad de masas y todos los conflictos asociados a ella. Al no inscribirlo en esta dinámica, como sí hacía Alejandro Quiroga en su biografía sobre el populismo de Miguel Primo de Rivera, es normal que el autor se formule esta ingenua pregunta: “¿Cómo fue posible que quebrara un régimen que carecía de agudos problemas de legitimidad?”. Pero es que por supuesto los tenía. Porque así era percibido con temor por sus elites, cuya principal apuesta ante la crisis fue “el repliegue reaccionario” que evidencia Javier Moreno Luzón en su biografía de Alfonso XIII: “El monarca se echó en brazos de un nacionalismo español cada vez más conservador y católico, fortaleza segura frente a las amenazas revolucionarias de postguerra”. “Alfonso XIII resultó decisivo en el triunfo del golpe”, Moreno Luzón dixit. “El general Miguel Primo de Rivera había protagonizado el pronunciamiento —sui generis, sin movimiento de tropas fuera de los cuarteles— que Alfonso XIII había estado buscando”, Joan Maria Thomàs dixit.

Toda vez que el régimen arrastraba más y más problemas de legitimidad, ante los problemas y la incapacidad de resolverlos, se trató de preservar el orden económico y social amenazado por la revolución de los de abajo que ya no consentían aquel statu quo. Preservar el orden, si era necesario, bloqueando la posible democratización que era posible desde el gobierno o el Parlamento y usando la violencia institucional ultrapasando los límites del estado de derecho. Sobre esta dimensión de la agonía de la Restauración y su necesaria inscripción en la crisis de los sistemas liberales se ha publicado un ensayo innovador y sugestivo: El fascio de Las Ramblas, de Xavier Casals y Enric Ucelay.

La tesis de los dos historiadores es que entre 1919 y 1923, en Barcelona, se desarrolló un primer fascismo español. Ese proceso habría sido el resultado de adaptar en la capital catalana, sacudida por tensiones y contratensiones de la postguerra mundial, la “Capitanía cubana”: un modelo de gobernanza represivo que se había ensayado por primera vez en la Cuba colonial. La fórmula era esta: “La asunción del poder civil por Capitanía de forma dictatorial, con el apoyo de las élites locales y una milicia civil auxiliar”. Las Ramblas fueron el lugar donde se mostraron esas primeras tramas fascistas que eran una forma de reacción violenta ante una profunda crisis de legitimidad. Los que instauraron ese régimen de dictadura militar constitucionalizada en Cataluña, con el apoyo de las elites locales, fueron tres capitanes generales: Milans del Bosch, Martínez Anido (“cerdo epiléptico”) y Primo de Rivera (“ganso real y fantoche”).

Esas dos elegantes caracterizaciones son de Miguel de Unamuno. Como cuentan Colette y Jean-Claude Rabaté en Unamuno contra Miguel Primo de Rivera, un libro con una buena idea documentada con detalle pero mal desarrollada, el intelectual obligado a exiliarse consideraba que los dos últimos militares más el Rey eran el “trío dictatorial” y contra él luchó desde París. Primo de Rivera contratacó. Porque Unamuno no se amilanó ni tampoco dudaba entonces como ahora no dudan los historiadores rigurosos. Casals y Ucelay: “El aval regio a la dictadura permitía al titular de la ‘Capitanía cubana’ sortear la Carta Magna y tener un amplio margen de discrecionalidad”. La opción de Alfonso XIII fue clara: “Dejó vía libre a Primo para articular su complot”.

El fascio de las Ramblas. Los orígenes catalanes del fascismo español

Xavier Casals y Enric Ucelay
Pasado & Presente, 2023
595 páginas, 29 euros

Unamuno contra Miguel Primo de Rivera. Un incesante desafío a la tiranía

Colette y Jean-Claude Rabaté
Galaxia Gutenberg, 2023
297 páginas, 21,50 euros

Fuente: El País 14 de octubre de 2023 y Conversación sobre la historia

Portada: Miguel Primo de Rivera, retratado en su despacho en torno a 1925 (foto: Hulton Archive/Getty Images)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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