Jordi Amat

 

Cuando empecé a leer el ensayo biográfico de Javier Moreno Luzón sobre el reinado de Alfonso XIII enseguida pensé que yo no era un lector muy adecuado para valorar este libro. Me fascina el género de la biografía y me interesa mucho la cultura política de las cuatro primeras décadas del siglo XX español, pero la posición desde la que empecé a subrayar El rey patriota, me invalidaba de algún modo para valorar las hipótesis que plantea el prestigioso catedrático de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Complutense de Madrid. Cuando digo «posición» me refiero al lugar desde el que he interpretado el período, es decir, los prejuicios que determinan cómo está hecho el mundo. Y me ha parecido que podría ser interesante describir este lugar para acabar explicando por qué el libro ha modificado la posición desde la que, me parece, entenderé este período histórico a partir de ahora.

Quien escribe este latido —y disculpad la confesión— es un filólogo hispánico que se ha dedicado a estudiar, poco o mucho, el discurso de los intelectuales catalanes y españoles a lo largo del siglo XX. En la comprensión de lo que era España, por tanto, ha pesado la imagen decadente del país grande construida por los intelectuales modernistas que tradicionalmente han sido conceptualizados como la «generación del 98». Ante una patria derrotada, que describían con tonos espectrales y lúgubres, proponían una reconstrucción a través de un espiritualismo encarnado en el pueblo y la geografía castellana.

Ellos no tenían que describir objetivamente qué había acabado con la pérdida de Cuba y las Filipinas, ni tampoco cuál era la calidad democrática de aquel Estado en comparación con los países vecinos. Ellos, a través de novelas, poemas y ensayos, proponían un imaginario crítico para una regeneración nacional. Nada les obligaba a hacer una disección de cuál era el estado del Estado. No tenían que proponer políticamente cuál debía ser la evolución de España cuando había dejado de ser una nación imperial y se convertía así en un país secundario en su época. Es desde este punto, constato ahora, desde el que Alfonso XIII asumió que tenía que reinar, convencido de que sería un rey regeneracionista.

Esta confusión entre Estado post-imperial e imaginario decadente la hemos heredado, creo, la mayoría de quienes hemos creído que entendíamos el período desde la óptica construida a partir del 98. El otro lugar desde el que había interpretado el período es la historia de España elaborada por una determinada cultura política, la mía, por cierto: la del catalanismo. El relato dominante del catalanismo, en relación con el Estado, prioriza siempre aquellos episodios del pasado en los que el modelo territorial español se discute o se transforma: su tema es la tensión entre uniformidad y plurinacionalidad, entre centralización y descentralización.

Alfonso XIII con el gobierno de concentración constituido en marzo de 1918. De izquierda a derecha, Pidal, Santiago Alba, Romanones, Antonio Maura, el rey Alfonso XIII, Dato, García Prieto, González Besada, Cambó y Marina (foto: Ramón Alba para ABC, 22 de marzo de 1918)
El rol del monarca

En el caso que nos ocupa valdría para explicar la relación del monarca con Francesc Cambó, asunto clave de la trayectoria política del líder regionalista, y que Borja de Riquer ha retomado en su último libro. Y sí, pero no del todo. Mucho más trascendente que la tensión entre Cambó y el Borbón —que supo torear con bastante facilidad al político catalán, todo sea dicho— fue la controversia entre el Rey y el líder conservador Antonio Maura, que englobaba la cuestión regional, pero abarcaba muchas otras, empezando por el replanteamiento de cuál debía ser el rol del monarca.

La óptica catalanista para explicar la historia de España durante aquel período es del todo legítima, pero diría que simplifica o vuelve menos compleja la comprensión del objeto de estudio más relevante. Confunde porque pone en el centro lo que es secundario. El modelo territorial es importante, pero no es central. Yo partía de estos sesgos —los relatos de los intelectuales y del catalanismo— y los he ido perdiendo, espero, mientras transitaba por los treinta años que van de la jura el monarca, en 1902, al advenimiento de la Segunda República, en 1931, pasando por el apoyo tácito al golpe de estado militar de 1923. También, durante este período, el aspecto nuclear —y lo hablábamos hace pocos días con el compañero de latido Jaume Claret— es la construcción del Estado. La clave de bóveda para la historia política es explicar la institucionalización de la democracia durante la modernidad.

Digerido el libro, creo que podría concretar cuándo caí del caballo: en la página 155. La acción se traslada fuera de España. Allí se explica lo que pasó en Londres el día 20 de mayo de 1910. Una cabalgata acompañó el traslado de los restos del rey Eduardo VII de Inglaterra desde Westminster hasta la estación de Paddington, desde donde saldría el tren que llevaría al muerto a Windsor para ser enterrado allí. La fastuosidad que hemos contemplado a raíz de la muerte de Isabel II nos puede ayudar a ponernos en situación. También entonces pareció que el mundo quedaba paralizado por un cadáver coronado. Detrás del rey difunto iba su caballo, luego el heredero —Jorge V—, y lo acompañaban un grupo nueve jinetes. Uno era el hermano del muerto y los otros eran monarcas. Uno de ellos, Alfonso XIII.

Monarcas asistentes a los funerales de Eduardo VII de Inglaterra. 20 de mayo de 1910: 1. Haakon VII de Noruega 2. Fernando de Bulgaria 3. Manuel II de Portugal 4. K. Guillermo de Alemania 5. Jorge I de Grecia 6. Alberto I de Bélgica 7. Alfonso XIII de España 8. Jorge V de Inglaterra 9. Federico VIII de Dinamarca
De duelo y con pompa

En la página 157 Moreno Luzón interrumpe esta descripción y hace una reflexión general sobre las monarquías en Europa. Los reyes estaban allí para reconocer a la primera potencia global. Al mismo tiempo, componían una estampa heredada del Antiguo Régimen, cuando las sociedades en las que se había gestado ya no tenían nada que ver con él. La fuente moderna de autoridad legítima ya no era la dinastía, sino la nación. La adecuación de las casas reales a aquel mundo las obligaba a fundir al monarca con la nación, haciéndolos indisociables entre sí. Esta era la condición que había de permitirles mantenerse en el trono y seguir ejerciendo, todo o en parte, el poder. Porque toda aquella pandilla uniformada que cabalgaba de duelo y con pompa sobre los caballos por las calles de Londres todavía tenía poder en sus estados respectivos. «Incluso en las monarquías más avanzadas, los soberanos conservaban una notable influencia, sobre todo en dos ámbitos muy conectados entre sí que solían asociarse a la corona: el ejército y la política exterior».

Diría que en esta página se exponen los problemas de fondo sobre los cuales reflexiona el libro. Constatado que la nación que sustentaba el Estado había colapsado cuando dejó de ser una nación imperial, el reinado de Alfonso XIII tenía que responder a la adaptación a las nuevas coordenadas de la derrota y a la urgencia de renacionalizar un país con una conciencia generalizada de marasmo. Así se explica desde la relación con Joaquín Sorolla hasta los viajes por el país —con el paradigmático a Las Hurdes— o todo tipo de liturgias militares, religiosas o estrictamente nacionalistas que protagonizó. Porque se trataba de construir una nueva forma de reinar. Lo que reconstruye Moreno Luzón es la relación entre el rey, el gobierno y la sociedad en un país en el que la mecánica del poder constitucionalizada por la Restauración funcionaba a través de la cosoberanía compartida, sobre todo entre el primer ministro y el rey, y que, como tantos otros estados europeos, sufriría un giro reaccionario después de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa.

Alfonso XIII presidiendo un acto en compañía de los generales Primo de Rivera y Berenguer
La cuestión marroquí

Con una variable en el caso español que afectaba de lleno a aquellas dos atribuciones clásicas del monarca —la política exterior y el ejército— y que condicionaría del todo la evolución de su reinado: la cuestión marroquí. Si allí el Rey imaginó que podría rehacer el imperio perdido, si allí creyó que el honor nacional estaba en juego, la apuesta resultaría catastrófica. La reacción ante la ofensiva marroquí fue «la exaltación del patriotismo belicista» en el cual se volcó la familia real, y el fervor guerrero transfirió a los oficiales africanistas una centralidad en el nuevo nacionalismo abanderado por el Rey que lo invalidaría como activador de una regeneración del Estado.

A principios de la década de los 20, ya fascinado por la solución fascista italiana y cada vez más crítico con los políticos y el Parlamento, tomó partido. «Más que una evolución democratizadora, que suponía la progresiva pérdida de poderes por parte del trono, sus tendencias contrarrevolucionarias y populistas le hacían atisbar un orden social y político garantizado por el rey, quien actuaba en nombre de la nación». El giro reaccionario sería su camino.

Fuente: Política i Prosa 1 de marzo de 2023

Reseña del libro de Javier Moreno Luzón El rey patriota. Alfonso XIII y la nación Barcelona: Galaxia Gutenberg, 2023

Portada: Llegada a Dar Riffien del Rey Alfonso XIII el 5 de octubre de 1927, escoltado por el alto comisario de España en Marruecos, teniente general José Sanjurjo y el coronel del Tercio Eugenio Sanz de Larín. Tras ellos, Millán Astray, Franco y Berenguer (foto de Bartolomé Ros, web de la galería Blanca Berlín)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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