Juan Antonio Ríos Carratalá
Universidad de Alicante

 

Andrés Trapiello ha escrito  en El Mundo un artículo (1) sobre el primer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores durante el período 1939-1945: Las armas contra las letras. Por desgracia, el texto solo es accesible para suscriptores y, como es lógico, no estoy autorizado a publicarlo, tal y como sería mi gusto. No obstante, os paso el correspondiente enlace con el deseo de que lo podáis leer por su indudable interés:

https://www.elmundo.es/la-lectura/2024/02/08/65c26c2dfdddffcb798b45a8.html

Andrés Trapiello merece todos mis respetos y así lo hago constar en mi libro, donde le cito positivamente en varias ocasiones. No obstante, mi metodología y conclusiones entran a veces en abierta contradicción con las suyas, como es habitual en este tipo de debates sobre temas históricos. He solicitado a la Universidad de Alicante que le invite para tener un encuentro acerca de lo que expone en su artículo. Si acepta la invitación, a pesar de las limitaciones económicas de una universidad pública a la hora de organizar este tipo de actos, para mí sería un honor participar en el mismo. Yo lo hago gratuitamente porque soy funcionario y, a estas alturas de mi casi jubilación, no espero obtener los «réditos académicos» de los que habla al final de su artículo. Solo me resta jubilarme como emérito y ya cumplo los requisitos.

Aparte de que no me llamo José Antonio, el nombre corresponde a mi fallecido hermano, en el artículo hay planteamientos muy discutibles y solo me han molestado dos afirmaciones. Yo, como cualquier historiador, podré acertar o no con mis hipótesis, pero nunca «fabulo» en un ensayo donde todas y cada una de las afirmaciones quedan sustentadas en la documentación utilizada y citada. La posibilidad de «fabular» en un trabajo de microhistoria es mínima, a diferencia de lo que sucede en otros, como el suyo, que es una brillante síntesis de lo sucedido entre 1936 y 1939. En cualquier caso, para ejemplo de fabulación está la invención de un libro inexistente citado en el artículo: Tiros de gracia, de José Luis Salado. Doy la referencia, aceptando que es un error sin importancia, porque cualquier acusación de recurrir a la «fabulación» debería ser ejemplificada y citada con el mayor detalle posible. Lo contrario es caer en lo genérico, siempre agradecido en un artículo periodístico y nunca procedente en un ensayo universitario.

Y, por supuesto, las víctimas de la represión franquista no siempre son héroes y algunas tuvieron comportamientos cuestionables durante la guerra. Así lo señalo en el libro, incluso para decepción de unos pocos descendientes de esas víctimas. Por otra parte, soy plenamente consciente del «terror rojo» estudiado por Julius Ruiz entre otros, que tantas barbaridades provocó. También cito, al final del libro, a los periodistas partidarios del general Franco que fueron represaliados de forma tan brutal como injustificada. El problema es que yo he acotado temporalmente mi investigación, 1939-1945, y durante ese período las barbaridades fueron hegemonizadas por el bando vencedor, porque el otro bastante tenía con intentar preservar la vida.

Jamás afearía a Andrés Trapiello que en su libro nunca hable de los consejos de guerra celebrados entre 1939 y 1945 porque su acotación temporal es de 1936 a 1939. El mío se centra en la represión ejercida durante la posguerra y eso, por supuesto, no supone ignorar lo sucedido anteriormente. Puestos a pensar en algunas víctimas que tuvieron comportamientos rechazables, le recomiendo el capítulo dedicado a Augusto Vivero (pp. 157-168). No es el único donde cuestiono a la víctima, pero tal vez sirva como muestra.

Andrés Trapiello indica que ninguno de los procesados habría merecido la posterioridad de no mediar su represión en un consejo de guerra. Al margen de que en el segundo volumen verá casos como el de Antonio Buero Vallejo, yo soy consciente de que los estudiados no son como el admirado Chaves Nogales. El problema es que mi libro no pretende valorar críticamente su aportación a las letras, sino testimoniar la barbarie de la que fueron víctimas. Y, para tal fin, basta con haber pasado por un sumarísimo de urgencia con independencia de la brillantez periodística o literaria. Por cierto, ya que Andrés Trapiello elogia a Miguel Hernández, al menos podría haber citado que también dediqué un volumen previo a su caso.

El periodista Augusto Vivero, director de ABC en 1936, fusilado por los sublevados en 1936 (foto: Wikimedia Commons)

Por último, nunca he pretendido ser equidistante y, por supuesto, deseo ser ecuánime porque es uno de los requisitos de mi trabajo. La cuestión es otra. Entre quienes fusilaron y los fusilados de aquella posguerra no puedo, ni quiero, ser equidistante porque respeto el derecho a la libertad de expresión, incluyendo a quienes la utilizaron durante la guerra con poco o nulo acierto. Acerca de lo ecuánime o no de mi trabajo, con mucho gusto, debatiría con mi admirado Andrés Trapiello, que tampoco parece demasiado ecuánime en su artículo, probablemente por la falta de espacio y hasta por vincular una obra de Javier Cercas con «el procés» ya que supuestamente comparten el rasgo de la ensoñación. Vaya destino para Soldados de Salamina….

La invitación para el debate público en la sede de la Universidad de Alicante está servida y en sus manos dejo la respuesta, que de antemano tendré en cuenta para futuras entregas de Las armas contra las letras.

(1) «A las mil maravillas. Sálvese quien pueda»  se publicó el 9 de febrero.  A continuación sigue  esta observación:  «José A. Ríos Carratalá relata los procesos de varios represaliados republicanos en ‘Las armas contra las letras’, libro de parte: más preocupado por que no le llamen equidistante que por ser ecuánime»  (Conversación sobre la historia).

Fuente: Varietés y república 9 de febrero de 2024


Los tiros fueron al blanco

En 2014 y a petición de Abelardo Linares, preparé la edición de Tiros al blanco, de José Luis Salado, que editó Renacimiento. Ya había analizado la peculiar trayectoria de este periodista en trabajos anteriores y la ocasión me permitió trazar con más detalle su quehacer en la prensa republicana. La sección de La Voz que da título al volumen apareció durante la guerra y ha sido comentada por varios especialistas. Mi objetivo era conocer los antecedentes de quien había cobrado protagonismo en unos momentos trágicos. La recopilación de datos, siempre trabajosa, me condujo a una personalidad distanciada de las militancias más radicales del momento, pero coherente con el ideario republicano hasta el final, justo cuando tantos militantes habían huido o caído en el derrotismo.

José Luis Salado cometió errores en su sección. Los tiempos no eran propicios para la ponderación y el equilibrio. Sin embargo, sus tiros -siempre metafóricos porque no me consta que alguno se convirtiera en realidad por su culpa- apuntaban en una dirección crítica donde muchos aparecen como oportunistas y chaqueteros, sin menosprecio de los aprovechados y cínicos (2). Los hubo en el seno del bando republicano, como es lógico, y el testimonio del periodista ayuda a comprender una realidad compleja porque se distancia un poco del tono propagandístico tan previsible en aquellas cabeceras.

José Luis Salado fue una víctima, pero no un héroe. Nunca pretendí presentarlo como tal y, si me atrajo, fue en buena medida porque su trayectoria anterior a 1936 no invitaba a pensar en un compromiso tan notable con la II República. Algo similar me ocurre ahora con Santiago de la Cruz, del que ya he adelantado algunas conclusiones en este blog y tendrá un amplio capítulo en el segundo volumen de Las armas contra las letras gracias a la documentación de su familia.

Ambos eran tipos divertidos y hasta frívolos que andaban por los ambientes de las variedades en compañía de conocidas vedettes. Sus trayectorias estaban completamente alejadas de las propias de tantos militantes de izquierdas, a menudo previsibles en sus comportamientos por esa misma militancia. Sin embargo, llegado el momento de resistir bajo las bombas, cuando tantos encontraron los más variados motivos para abandonar la capital, ellos permanecieron trabajando en la prensa y hasta en el frente. Lo pagaron caro, muy caro.

El trabajo de meses recopilando textos dispersos y datos perdidos en recónditos lugares de la hemeroteca no debería ser rebatido con una frase rotunda, escrita con las prisas de quien debe realizar una tarea ciclópea en las letras para dar cuenta de todos los compromisos. Así se hizo y en Las armas contra las letras lamenté esa crítica impresionista tan ajena a la argumentación filológica. El episodio apenas tiene importancia, pero me encuentro ahora un artículo de Andrés Trapiello publicado en El Mundo (9-2-2024) donde el libro que edité aparece citado como Tiros de gracia.

 

José Luis Salado (sentado en el centro, señalado con una x), protagonista involuntario del lapsus de Andrés Trapiello (imagen de ABC tomada del blog Varietés y República)

El despiste es disculpable. Yo mismo lo podría haber tenido con cualquier otra obra y habría pedido disculpas si un lector me lo hubiera advertido. Sin embargo, el ficticio título revela un prejuicio hacia José Luis Salado que, en mi opinión, resulta injustificado. El periodista no participó en los temidos “paseos” ni pidió dar tiros de gracia a nadie. Ni siquiera a quienes, a veces de manera injusta, criticó por su falta de compromiso con la II República.

Andrés Trapiello me honra con su lectura de Las armas contra las letras y conocerá que el nombre de José Luis Salado aparece en varios de los sumarios estudiados. Los procesados sabían que el periodista estaba lejos de Madrid y, puestos a repartir responsabilidades, se las atribuyeron para salvar el pellejo. A veces, de manera absurda o incoherente, que los militares nunca comprobaron. Así, en el silencio de esa documentación hasta ahora inédita, José Luis Salado casi acabó siendo uno de los líderes de la “adhesión a la rebelión”. Curioso destino a la vista de su pasado desde que marchara a París para asistir a los inicios del cine sonoro.

La mentira para salvar la vida tiene disculpa. Al fin y al cabo, lo sucedido en aquellos sumarísimos de urgencia se asemeja a cuando algún muerto asume, a tenor de los testimonios aportados por los implicados en un juicio, todas las responsabilidades. José Luis Salado padeció la muerte civil en la lejana URSS y tampoco le imagino preocupado por su reputación en los juzgados militares.

Nosotros, al cabo de tantas décadas, ya no tenemos necesidad de mentir y podemos valorar el testimonio de aquellos españoles con la ponderación que exige la tarea del historiador. El de José Luis Salado, en mi opinión, resulta interesante porque se separa de lo previsible y hasta cuestiona en algunos aspectos la propaganda republicana. También se equivocó, a veces de manera lamentable por falta de información, pero como otros en cuyos artículos acaban apareciendo unos inoportunos «tiros de gracia».

(2) Sobre este periodista vallisoletano véase el artículo de Ríos Carratalá «El singular caso de Jose Luis Salado»,(Conversación sobre la historia)

Fuente: Varietés y república 10 de febrero de 2024

Portada: cubierta de los libros Las armas y las letras de Andrés Trapiello y Las armas contra las letras de Juan A. Ríos Carratalá.

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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2 COMENTARIOS

  1. Es pasmoso que Trapiello acuse a Ríos Carratalá de «equidistante» al tratar de la Guerra civil y de la violencia que suscitó, él que fijó esa postura como nadie en su «Las armas y las letras», donde parte de la aberrante idea de que la mayoría de los españoles, «uno y otro bando», estaban deseosos de matarse mutuamente y tras la sublevación «corrieron a aniquilar al enemigo en un baño de sangre». La guerra sería una de esas ocasiones en las que «los pueblos empiezan no solo a desear, sino a reclamar (…) la guerra y la revolución». Menos mal que de este maniqueísmo moral se salvaron los de la «Tercera España», cuya adhesión a la libertad o al liberalismo se manifestó poniendo tierra de por medio en cuanto pudieron, como fue el caso de Clara Campoamor o de Chaves Nogales, grandes totems de Trapiello. Nogales escribió que «me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados», pero le duró poco el compromiso y prefirió irse a Londres, pues no quería ser un «abisinio», como los partidarios de Franco, «ni un kirguís de Occidente», como quisieran los agentes del bolchevismo» (léase los republicanos).
    Así de simple es la visión de Trapiello, quien afirma que no escribe un libro de historia quizá para curarse en salud, ya que después no duda en inventarse referencias, como cuando pone en boca de Largo Caballero una cita falsa («la solución…, un baño de sangre»), equivocar autores (Pedro Luis de Gálvez por Agustí Calvet como ideador de la «Tercera España») o especular con que Alberti firmó sentencias de muerte en un largo párrafo que empieza diciendo que no existe prueba alguna al respecto. No hacer historia le permite ignorar la muy abundante literatura académica sobre la represión «de uno y otro bando» que ya existía cuando salió su libro. Por ejemplo, sobre los consejos de guerra, que ya empezaron a funcionar desde el primer momento en la zona sublevada con abundantes condenas a muerte o a cadena perpetua por «rebelión». Por eso, contra lo que dice el artículo, sí se le puede afear que no lo tenga en cuenta aunque hable del periodo 1936-1939.

  2. Esa suerte de esencialismo cainita que Trapiello y otros atribuyen a los españoles como supuesta razón para entender la guerra civil del 36 es, simplemente, un apriorismo ahistórico. Su “equidistancia” sólo es la tapadera con la que sortean el rigor y la hermenéutica de todo buen historiador como J. A. Ríos.

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