En los últimos meses, en torno al centenario del golpe militar de 1923, ha resurgido la vieja polémica sobre el papel del rey Alfonso XIII en la instauración de la dictadura del general Primo de Rivera.  Este artículo –incluido en el libro de próxima aparición, Josep Pich, Alfonso Bermúdez y Gerard Llorens (eds.), La Dictadura de Primo de Rivera. La primera dictadura española del siglo XX, Barcelona, Icària, 2024- sintetiza las diversas posturas al respecto, señala los errores que se cometen al tratar de exculpar al monarca de cualquier responsabilidad en el triunfo de los golpistas y explica cuál es, a su juicio, la interpretación más verosímil sobre la decisiva actuación del jefe del Estado y del ejército en aquel acontecimiento, crucial en la historia contemporánea de España.

 

Javier Moreno Luzón [1]
Universidad Complutense de Madrid

 

 “…un golpe de Estado militar que, si no de real orden, sí fue de real beneplácito.”

Santos Juliá[2]

 La cuestión parecía resuelta, o al menos pasada de moda: un tema de otro tiempo y de otra historiografía. Nuestra época está marcada por debates muy distintos, en torno a identidades colectivas y fenómenos culturales, de la nación y el género a la memoria o el ritual. Pero el reciente centenario del golpe de 1923 lo ha puesto otra vez sobre la mesa: ¿cuál fue el papel del rey Alfonso XIII en el cuartelazo encabezado por el general Miguel Primo de Rivera, que instituyó la primera dictadura militar en la España del siglo XX?, ¿estuvo implicado en su preparación?, ¿hasta qué punto conoció los planes que se trazaban y compartía los propósitos de los sediciosos? Y, sobre todo, ¿resultó decisivo en su triunfo? Las facultades constitucionales del monarca, que le concedían la libertad de nombrar y despedir a sus ministros, su estrecha relación con el ejército y con la guerra colonial que se desarrollaba a trancas y barrancas en Marruecos, su indudable peso en la vida política, como árbitro y a la vez protagonista del juego entre los partidos parlamentarios, todo contribuye a subrayar el interés de semejante problemática, que ocupó a los historiadores hace años y ahora resurge.

Alfonso XIII y Miguel Primo de Rivera en un acto de jura de bandera (foto:  ABC)
Un asunto controvertido

Las pesquisas históricas se vieron precedidas por las impresiones de los testigos coetáneos, condicionadas a menudo por sus preferencias monárquicas o republicanas. Nadie puede ignorar que en 1931 las Cortes de la Segunda República condenaron in absentia al ex-rey por alta traición, una fórmula que contenía delitos como los de lesa majestad –contra la soberanía popular—y rebelión militar. Numerosos ensayistas se erigieron en acusadores del perjuro don Alfonso, violador de la Constitución que había jurado guardar en 1902. Y a la vez surgieron múltiples paladines alfonsinos, que alimentaron durante décadas una amplia literatura apologética, dedicada a salvar su figura. Algunas publicaciones de 2023, en especial las empeñadas en hacer ruido mediático, prolongan esa tradición y atribuyen las miradas críticas al monarca a motivos políticos espurios. Abundan asimismo las actitudes de quienes, cuando se enfrentan a un nuevo trabajo biográfico sobre un rey o una reina, tan sólo se preguntan si el autor está a favor o en contra del personaje, y no por sus tesis acerca de la importancia y evolución de la corona y de su titular. Tales prejuicios tienden a menospreciar la labor historiográfica, que achacan a una militancia u otra, no al empleo de los métodos convalidados por el oficio.

Sin embargo, muchos investigadores se han ocupado de documentar con minuciosidad e interpretar las acciones de Alfonso XIII, en el crucial periodo que desembocó en los días 12-15 de septiembre de 1923, y han llegado a conclusiones diversas. Por una parte, el grueso de los especialistas considera al rey, en mayor o menor medida, responsable del golpe. Entre ellos se cuentan algunos de los pioneros en el estudio sistemático de la dictadura. Así, en 1983 Shlomo Ben-Ami creía inconcebible que el ejército secundara la revuelta sin la aprobación de su jefe supremo, y señalaba cómo don Alfonso, guiado por sus tendencias absolutistas, había torpedeado a su gobierno a la hora de frenar la militarada. Además, Ben-Ami seguía la estela de su maestro Raymond Carr, al ver en aquellos hechos un corte crucial en la historia de España, pues habían impedido que se consolidara la parlamentarización y futura democratización de la monarquía liberal, lo cual incrementaba los cargos historiográficos contra el monarca[3]. María Teresa González Calbet se mostraba en 1987 más pesimista acerca del futuro del régimen, pero no albergaba ninguna duda sobre el rol de Alfonso XIII: “el Rey colaboró activamente por acción y por omisión en el golpe”. Había contribuido como nadie a la extensión del pretorianismo, desplegado una ideología autoritaria y, con sus reacciones, facilitado la victoria de los rebeldes. Más aún, para esta autora resultaba clara la implicación del monarca en la trama golpista, que sin su ayuda no se habría impuesto[4].

 

La suma de testimonios y fuentes no modificó lo fundamental de estas impresiones, avaladas después por historiadores de toda solvencia. Para ilustrarlo, bastará con escoger un par de ejemplos. Eduardo González Calleja revisaba en 1999 una pléyade de documentos para opinar que, pese a la falta de pruebas fehacientes sobre el impulso real a los preparativos militares, había razones para creer que Alfonso XIII estaba al tanto de los mismos, manifestó su voluntad de acaudillar una salida autoritaria y, como árbitro constitucional, se inclinó por los sublevados, que se comportaron como si tuviesen su respaldo[5]. Condensaba estos mismos argumentos en 2004 Fernando del Rey, proclive a la hipótesis de Carr y Ben-Ami sobre la posible llegada de la democracia a España, de no haber mediado el golpe y la subsiguiente experiencia dictatorial. Tras destacar la escasez de los apoyos que al comienzo había recabado Primo de Rivera entre las guarniciones militares del país, ratificaba que, “en el supuesto discutible de que el Rey no estuviera implicado en el pronunciamiento, si hubiera apoyado abiertamente al Gobierno en la noche del día 12 y en la mañana del 13, resulta absolutamente improbable que la sublevación hubiera triunfado”[6]. Como puede comprobarse, la materia más relevante no se hallaba ya en el grado de compromiso del soberano con la conspiración, sino en los motivos y consecuencias de sus cruciales decisiones.

Por otro lado, un puñado de académicos ha nadado a contracorriente respecto a estas posturas mayoritarias y se ha esforzado por librar a Alfonso XIII de toda responsabilidad. El primero y más persistente fue Carlos Seco Serrano, a medio camino entre el encomio y la práctica historiográfica cuando publicó, ya en 1969, una biografía que iniciaba su “aproximación cordial” al personaje. A su parecer, como al de los panegiristas que le habían precedido, una sola fuerza había movido el comportamiento regio: el patriotismo. De modo que en 1923, lo mismo que en 1931, don Alfonso había pensado únicamente en el bien de España. No tuvo nada que ver en la preparación del golpe, pero, cuando hubo de optar, procuró evitar una guerra civil entre españoles y aceptó lo que imponían tanto los militares como la opinión pública, mejor representada por ellos que por el parlamento. Contravino los preceptos constitucionales, pero lo hizo de acuerdo con ese constante imperativo moral, pues “no confundió nunca a España con la Constitución de 1876; como no la confundió tampoco, con la misma monarquía” [7]. Estos mismos mimbres sostuvieron sus trabajos posteriores.

Más adelante, Javier Tusell, admirador y colaborador de Seco, acumuló en su monografía sobre el pronunciamiento, de 1987, una enorme cantidad de fuentes primarias y siguió –con todo detalle pero sin notas que remitieran a la documentación correspondiente—lo acaecido en las jornadas clave de 1923, hasta descartar las complicidades y culpas del rey. Sin embargo, de modo un tanto confuso enfatizó no tanto los sacrificios patrióticos de Alfonso XIII, sino más bien sus dudas en medio de una situación insostenible, ante un gobierno, el de la concentración liberal, tan torpe que, a juicio del historiador, “se tiene la tentación de afirmar que fue ella la verdadera culpable principal del golpe que la expulsó del poder”. Tusell, como Seco, no compartía en absoluto el optimismo de Carr o Ben-Ami sobre el porvenir de aquel sistema político, que creía finiquitado, y retrataba en realidad a un monarca débil, arrastrado por las circunstancias, puramente reactivo y sin capacidad para cambiar el rumbo de los acontecimientos[8]. Ignacio Olábarri, en un duro comentario, puso de relieve las inconsistencias de aquella obra y de otras publicaciones posteriores del mismo autor, dominadas por la yuxtaposición de testimonios variopintos[9]. En su biografía extensa del monarca, Tusell y Genoveva García Queipo de Llano justificaron de nuevo y con mayor claridad la actuación del rey, quien, sorprendido por el golpe, se había limitado a convalidar la victoria de los audaces conspiradores frente a un completo vacío de poder[10].

Por último, y después de muchos años de calma historiográfica, ha entrado en escena Roberto Villa, con un libro muy extenso que promete una interpretación rompedora acerca de 1923 y lecciones aplicables a 2023. En realidad, una pormenorizada crónica política en la que desmenuza problemas variados, apenas aporta datos nuevos y lee las fuentes de manera bastante discutible. Dedica, por ejemplo, una atención exhaustiva a las campañas en Marruecos, que contempla no como una guerra principalmente colonial, sino como la necesaria defensa de las fronteras meridionales de España, donde los vocacionales militares africanistas se las veían con cabilas belicosas, arriscadas y traidoras. Sus explicaciones confluyen en muchos puntos con las de Seco y Tusell, a quien reconoce su magisterio, aunque su posición sobre el destino del régimen constitucional resulta más matizada, pues sólo sentencia a la coalición liberal, no al sistema en su conjunto. Así, el fraccionamiento de los liberales y su ineficacia gubernamental en el manejo de la cuestión marroquí, o de las amenazas revolucionarias anarcosindicalistas, le hacen empatizar con la desesperación y las actitudes rebeldes dentro del ejército. Todo ello despeja su objetivo principal, que consiste en una defensa cerrada de Alfonso XIII, la cual le lleva a extremos no frecuentados con anterioridad por la historiografía. Porque no sólo lo tiene por ajeno a la insurrección, sino que niega sus veleidades dictatoriales y lo presenta como un luchador por el mantenimiento de la legalidad, derrotado in extremis por los hábiles golpistas[11].

En fin, la acumulación de fuentes no ha zanjado la controversia, pues hay numerosos hechos relevantes que no conocemos, y que quizá no conozcamos nunca, y otros que se prestan a interpretaciones contrarias. Para ciertos factores, las suposiciones y los indicios predominan sobre las pruebas y menudean los juicios dudosos. Por tanto, conviene fijar unas cuantas certezas, discernir lo más probable y subrayar elementos fundamentales, que permitan trazar unas conclusiones verosímiles. Al tiempo, han de tenerse en cuenta los factores culturales, la mentalidad del rey y las características de su entorno. Es decir, procurar que los árboles nos dejen ver el bosque. Aquí se incide en cuatro aspectos: la evolución política de Alfonso XIII, su comportamiento durante la etapa de gobierno de la concentración liberal, su acciones y omisiones entre el 12 y el 15 de septiembre de 1923 y, por fin, su actitud tras el triunfo del golpe, en los primeros pasos de la dictadura.

La evolución política del rey[12]

El reinado efectivo de Alfonso XIII, de casi tres décadas, no sólo fue muy largo –el de su malogrado padre, Alfonso XII, había durado tan sólo un decenio; la regencia de su madre, María Cristina de Habsburgo-Lorena, algo más de dieciséis años—, sino que contó con un protagonismo innegable del monarca en la vida política española, mucho mayor que el de sus progenitores. Esa relevancia se sustentaba en varios factores complementarios. Para empezar, las facultades regias que preveía la Constitución de 1876, articulada sobre el principio de soberanía compartida entre las Cortes y el rey, cabeza del ejecutivo y co-legislador. El sistema político asentado durante la primera parte de la Restauración, en el que dos grandes partidos –conservador y liberal—se alternaban de mutuo acuerdo en el poder y procuraban atraerse a los grupos externos, aprovechaba esas funciones constitucionales para convertir al monarca en su pieza clave. No sólo cambiaba al gobierno cuando el vigente se agotaba, sino que también disolvía las Cortes y, contando con el inveterado fraude inducido desde arriba y las reforzadas costumbres clientelares, facilitaba que sus nuevos ministros se fabricaran una mayoría parlamentaria afín. Al mismo tiempo, el monarca ejercía como jefe del ejército, rey-soldado que debía evitar la tradicional injerencia militar en la política, y dirigía la acción exterior del Estado.

En términos formales, la monarquía española no se distinguía en exceso de otras monarquías constitucionales europeas, aunque en la práctica se asemejaba más a las del sur y el centro del continente que a las del norte y noroeste, que en aquellas décadas interseculares discurrieron hacia una progresiva parlamentarización, basada en elecciones libres y competitivas, capaces de movilizar cuerpos electorales que tendían a la universalidad. Un escenario en el que cada vez más soberanos se veían obligados a aceptar la pérdida de capacidades decisorias y su dedicación preferente a labores ceremoniales y representativas, como emblemas nacionales situados por encima de las querellas partidistas. En esa tendencia influyeron, hasta cierto punto, las personalidades de los respectivos monarcas, desde el autoritario kaiser Guillermo II de Alemania hasta el prudente Jorge V del Reino Unido. La de Alfonso XIII –que juró la Constitución en 1902, al llegar a la mayoría de edad—estaba marcada por varios rasgos que impulsaban su implicación política, sobre todo cuando conservadores y liberales se dividían en facciones irreconciliables o los militares chocaban con el poder civil.

Simpático, lenguaraz e impulsivo, apasionado de las maniobras políticas, Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena se hallaba imbuido de una misión providencial, que le habían inculcado desde niño, y empapado del ambiente que rodeó al desastre colonial de 1898, verdadera crisis de identidad nacional: el joven rey debía regenerar o salvar a España, sacarla de su decadencia y aislamiento para erigirla en una potencia respetada y próspera, y con ese fin estaba dispuesto a dejar su huella en la vida pública, sin resignarse a ser un mero emblema de la nación. Al mismo tiempo, cultivaba su indudable popularidad por toda clase de medios, desde los viajes regios hasta el cine, convencido de que comprendía mejor que los políticos los deseos de su pueblo, con el cual mantenía una comunicación privilegiada. Más aún, su imagen estaba estrechamente unida al mundo militar, como una especie de pequeño kaiser. Se puso de parte del ejército cuando este comenzó a actuar de nuevo en la arena política, en defensa de sus intereses corporativos y de la unidad nacional frente a los nacionalismos subestatales, de modo que podría considerársele un soldado-rey, más que un rey-soldado. Esos componentes –nacionalismo providencialista, vocación política, sesgo populista y militarismo—no le abandonaron nunca.

30 de mayo de 1919, Alfonso XIII, en presencia del nuncio papal Francesco Ragonesi, y del arzobispo de Madrid, Prudencio Melo, durante el acto celebrado en el Cerro de los Ángeles en Getafe para inaugurar el monumento dedicado al Sagrado Corazón de Jesús y “consagrar la nación española a su protección”

Sin embargo, y dentro de ese marco general, las ideas de Alfonso XIII se transformaron con el tiempo. En la primera etapa de su reinado, hasta 1913-1914, los rasgos predominantes de su mentalidad se combinaron con el mantenimiento de un cierto equilibrio entre las opciones partidistas renovadas en la época: por un lado, un conservadurismo católico y amigo de la descentralización; por otro, el nuevo liberalismo intervencionista y secularizador. En 1913, con los partidos monárquicos divididos a causa de razones estratégicas y de pugnas por la jefatura, se acercó incluso a los republicanos más moderados o accidentalistas, que se erigieron en adalides circunstanciales del rey. Pero la Gran Guerra lo trastornó todo, en especial cuando dio lugar a las revoluciones rusas de 1917, que provocaron la abdicación del zar y terminaron por entregar el mando a la izquierda radical bolchevique. Don Alfonso, alarmado por las amenazas subversivas, adoptó posturas que, con tal de preservar el trono, blindaban una neutralidad a ultranza al gusto de la germanofilia hispánica y estaban dispuestas a ceder ante las juntas de defensa, los sediciosos sindicatos de oficiales que bordearon ese mismo año un golpe de estado. Como mostró el historiador José Luis Gómez-Navarro, el temor a la revolución comunista –el monarca no distinguía muchos matices entre leninistas y anarco-sindicalistas—se ubicó en el centro de las preocupaciones regias durante años[13]. España era una especie de Rusia de occidente y, contra los peligrosos revolucionarios que actuaban en ambos extremos de Europa, cabía emplear todas las herramientas disponibles.

El rey llegó a pensar en conceder la autonomía a Cataluña para atraerse a la derecha nacionalista de la Lliga en la convulsa Barcelona, agitada por el anarco-sindicalismo, pero la militancia españolista le quitó esa idea de la cabeza. Más seguro parecía el pacto de la corona con la Iglesia, doctrinalmente antiliberal, sellado de una forma espectacular en 1919 con la consagración oficial de España al Sagrado Corazón de Jesús, cuya estatua se erigió a las afueras de Madrid. No es que antes el rey hubiera renegado de esa fuente de legitimidad, pero ahora le daba un carácter central, con ayuda de elementos cortesanos y confesionales encabezados por el incansable activista católico Claudio López Bru, marqués de Comillas, hombre muy próximo al monarca. El propio Alfonso XIII, acompañado de un gobierno ultra-conservador de Antonio Maura, puso a la nación, al menos de un modo simbólico, bajo la autoridad eclesiástica. El emblema cristiano, de raíz integrista, encarnaba la lucha del catolicismo contra los adelantos secularizadores en todo el mundo. Al mismo tiempo, el monarca promovía la labor de la Confederación Nacional Católico-Agraria, dique contra la revolución en el campo, y hasta fundó una colonia confesional en los reales sitios. En los sectores católicos, como en la corte, abundaban las críticas al liberalismo parlamentario y los argumentos en favor de alguna fórmula dictatorial.

Y, junto a la Iglesia, el ejército, que don Alfonso consideraba el fundamento imprescindible de su trono, frente a las contingencias que derribaban monarquías en otros países. Si en 1917 tuvo que ver cómo una parte de la oficialidad ponía en duda su figura, por el cultivo del favoritismo en los ascensos coloniales, después procuró caminar sin caerse por el alambre de los choques entre junteros y africanistas. Respaldó, desde luego, la militarización del orden público en Barcelona, donde las autoridades castrenses actuaban como virreyes cuasi-absolutos, sin garantías constitucionales y a menudo al margen de la legalidad, para combatir el sindicalismo revolucionario de la Confederación Nacional del Trabajo. Así, el monarca se mostró comprensivo con las juntas y protegió a personajes como el muy alfonsino Joaquín Milans del Bosch, capitán general entre 1918 y 1920. Milans se permitió humillar a un gobierno liberal del conde de Romanones, dimitido tras fracasar en su empeño por rebajar la tensión con los sindicalistas. Cuando el general se vio obligado a marcharse, su señor le dio refugio al frente de su casa militar, donde permaneció entre 1920 y 1924. Severiano Martínez-Anido, antiguo ayudante del rey, continuó y endureció aún más esta obra.

Alfonso XIII con los generales Primo de Rivera y Milans del Bosch, en una imagen de fecha desconocida (foto: Wikimedia Commons)

En cuanto al desempeño de sus labores constitucionales por parte de Alfonso XIII, la definitiva atomización de las fuerzas gubernamentales y la injerencia constante de los militares en la trayectoria de los gabinetes, que detonó numerosas crisis, le dio más poder que nunca. Por ejemplo, pudo conceder dos disoluciones de Cortes seguidas a distintos grupos conservadores, en 1919 y 1920, algo que no se había hecho antes. Apostó primero por soluciones contrarias al turno, como los gobiernos de unidad nacional o los de facción, fueran romanonistas o mauristas, pero después, y ante la agudización de los conflictos sociales, se inclinó por auspiciar una cierta unidad de las derechas, donde podían caber, en torno al liderazgo de Maura, hasta los tradicionalistas que habían sustentado a la rama dinástica alternativa, la del viejo carlismo. Una opción que no cuajó, por la resistencia de lo que quedaba del partido conservador, fiel a las reglas del sistema. En todo caso, entre abril de 1919 y diciembre de 1922 no hubo ningún presidente del consejo de ministros procedente de los grupos liberales, malquistos por las juntas castrenses y partidarios de una política más dialogante con los sindicatos.

Como hacían otros contrarrevolucionarios europeos, don Alfonso no se recató a la hora de criticar el funcionamiento del parlamentarismo, que creía ineficaz y débil frente a los desafíos de la postguerra mundial. Ese era el sentido del famoso discurso que, alentado por aristócratas y cortesanos como su caballerizo mayor, el marqués de Viana, pronunció en Córdoba en mayo de 1921. Allí acusó a los parlamentarios de servir tan sólo a sus móviles políticos y de no preocuparse por resolver los problemas de España, como la falta de infraestructuras. Para obligarlos a hacerlo, llamó a un movimiento popular de apoyo al rey, que debía comenzar por las provincias. Según el ministro que lo acompañaba, el derechista Juan de la Cierva, dijo que, “dentro o fuera de la Constitución, tendría que imponerse y sacrificarse por el bien de la Patria”[14]. Cierva no pudo evitar que se conociesen sus palabras, con el consiguiente escándalo, pues una de las dos instituciones co-soberanas, la corona, se enfrentaba sin tapujos a la otra, las Cortes. No se trataba de una mera demanda de racionalización del parlamento, como alega Roberto Villa, algo que por otra parte ya se estaba produciendo desde que en 1918 se habían introducido mecanismos para acortar los debates, sino de un choque institucional sin precedentes[15]. Del mismo modo, en otra intervención Alfonso XIII aclaró cómo veía su propio papel: lejos de conformarse con funciones rituales, se ponía al frente de los españoles, que tanto le amaban, para guiarles por una senda de prosperidad. “Es un concepto nuevo, pero mucho más fundamental para la Monarquía ese concepto democrático”, concluía[16]. Él interpretaba la voluntad nacional mejor que los políticos. Su patriotismo regenerador –con toques providenciales, populistas y tecnócráticos—se mezclaba con la búsqueda de remedios antisubversivos para decantar, todavía de forma ambigua e imprecisa, una actitud favorable a remedios autoritarios, a lo que entonces se llamaba el poder personal.

Por último, tampoco era un secreto para nadie que Alfonso XIII estaba implicado en la guerra que se libraba en Marruecos a través de su ascendiente sobre el ejército colonial. Compartía la cultura militar africanista, que exaltaba el arrojo viril a costa de la preparación, y promovía a jefes que le agradaban. A la altura de 1921, tanto el alto comisario en Marruecos, Dámaso Berenguer, como el comandante de Melilla, Manuel Fernández Silvestre, eran connotados generales alfonsinos, que habían pasado por palacio y pertenecían al impetuoso cuerpo de caballería. Lo mismo que Milans del Bosch o José Cavalcanti, su sucesor en la casa militar. Silvestre, uno de los favoritos del monarca, presumía de esa alta protección y anunció que contaba con ella para un rápido avance hacia Alhucemas, que uniría las dos partes del protectorado. La campaña acabó en desbandada y la catastrófica derrota –en torno a 11.000 españoles muertos—puso en riesgo la ciudad de Melilla. La investigación subsiguiente, que desembocó en un procedimiento judicial contra los mandos que habían sobrevivido y en la apertura de varias comisiones parlamentarias, afectó de lleno a la imagen del rey, acusado por los socialistas de ser el culpable del desastre. Unas semanas antes de Annual, el general había dicho, ante periodistas y colegas, que escalar aquellos peñascos costaría sacrificios, pero “¡Allí subiremos nosotros! ¡Subiremos!”. “¿Tenía una tácita autorización para ello del propio monarca?”, se preguntaba el corresponsal del diario monárquico Abc a los pocos días de la debacle: “Desde luego (…), Silvestre se mostró eufórico”[17]. Tras su muerte, un subordinado recogió papeles confidenciales de su despacho en Melilla y visitó al rey. No pudo probarse una orden directa, pero aquello supuso un gran disgusto para don Alfonso, sumado a su desconfianza hacia las Cortes.

Alfonso XIII con un grupo de militares entre los que se encuentra (detrás, a la derecha del rey) el general Silvestre (foto: postal editada por Ed. Gregorio G. Galarza. San Sebastián)
Una dictadura regia

Así estaban las cosas a finales de 1922, cuando cayó el último gobierno conservador, el presidido por José Sánchez Guerra, a causa de la polémica que dividió al Congreso por las responsabilidades políticas en el desastre de Annual. Esta muestra de vitalidad del parlamento, protagonista en la vida política después de años de crisis, acompañaba a una cierta normalización del sistema constitucional: el gabinete Sánchez Guerra había recuperado las garantías legales y disuelto las juntas de defensa, en un ambiente favorable a sus rivales dentro del ejército, los africanistas, que contaban además con la simpatía de Alfonso XIII. Se había atrevido incluso a destituir a Martínez Anido, el gobernador de Barcelona que encarnaba la represión alegal del sindicalismo. Todo ello abría la posibilidad de recuperar el turno bipolar, y finiquitar por tanto los experimentos anteriores, con la vuelta al poder de los liberales, unidos en una concentración que encabezaba el expresidente Manuel García Prieto, marqués de Alhucemas, e integraba asimismo a los republicanos reformistas. Pero el rey no lo tenía claro, y antes de llamar a los coligados pensó en un nuevo gabinete Maura, jefe de la extrema derecha dinástica que había dimitido meses atrás por una maniobra del monarca, y hasta le ofreció el mando al nacionalista Francesc Cambó: a decir del interesado, don Alfonso le propuso gobernar, con Cortes o sin ellas, a cambio de olvidarse de su catalanismo, una sugerencia que no pudo sino ofenderle. Ante la situación militar y social, prefería apoyarse en las derechas. Al final, no le quedó más remedio que contar con los liberales.

No sin vaivenes, el recelo que sentía el monarca hacia los componentes de la coalición, armados de proyectos de reforma constitucional y minados por discrepancias internas a propósito de la política que debía seguirse en Marruecos, no desapareció durante los meses sucesivos. En los mentideros del liberalismo se comentaba que aquel gabinete duraría poco, pues se había formado “contra la voluntad del rey”, que en cualquier momento les daría “el puntapié”[18]. Por ejemplo, don Alfonso se prodigó en gestos hacia la Iglesia, enfrentada con las pretensiones liberales de prohibir la exportación de sus bienes artísticos, pertenecientes al patrimonio nacional, y de reformar el artículo 11 de la Constitución para permitir las manifestaciones públicas de todas las confesiones. El decreto se rebajó y el proyecto reformista –como todos los anteriores, rechazados siempre por el rey—se descartó. De otro lado, el monarca se mostró de acuerdo con los oficiales que, sin autorización gubernamental, planeaban una operación de castigo a los rifeños que después de Annual habían maltratado a los prisioneros españoles, liberados con la negociación de un rescate que el propio soberano había respaldado. Aquel giro servía para reconciliarse con los que le atacaban desde los cuarteles. Don Alfonso no provocó crisis de gobierno de modo intencionado ni negó la disolución de las Cortes a sus ministros, ni la consiguiente manufactura de una mayoría parlamentaria acordada con los conservadores ortodoxos. Pero tomó partido por quienes defendían la profundización de la guerra en Marruecos frente a los que abogaban por una retirada parcial, para ahorrar gastos y vidas de soldados. Es decir, siguió ejerciendo como un actor político protagonista.

En cualquier caso, y pese a este comportamiento, formalmente correcto, el rey no ocultó a quien quiso oírle su propensión, ahora explícita, a pensar en una dictadura en la que él mismo ejerciera el poder, siquiera de forma temporal. Era el producto de su sempiterno nacionalismo providencialista y de su reciente deriva reaccionaria, compartidos en buena medida por quienes le rodeaban y adobados por la fe en su habilidad para comprender, mejor que nadie, lo que querían los españoles. Esa tendencia se hizo presente al menos en dos coyunturas, a través de ocurrencias regias que adoptaban diseños distintos y que merecen repasarse con algún detenimiento. La primera consistía en un plan que a casi todos pareció disparatado, pero que el monarca se tomaba en serio y repitió una y otra vez durante al menos dos meses, entre diciembre de 1922 y febrero de 1923, a políticos conservadores y liberales, incluido el presidente Alhucemas. En resumen, se trataba de esperar al 11 de mayo de ese último año –fecha en que el príncipe de Asturias cumpliría la edad que la Constitución exigía para reinar—y entonces convocar un plebiscito que diera a Alfonso XIII poderes especiales para gobernar sin intermediarios. Si esa opción se veía rechazada por el pueblo, podría abdicar en su hijo y preservar la monarquía. Otra vez, la idea de un monarca demócrata, con un concepto de democracia bastante particular, que esta vez aspiraba a dictador por el bien de la patria.

Alfonso XIII con los miembros de la Junta de Defensa Nacional (foto: Ramón Alba en ABC 27 de febrero de 1916)

Todos conocían lo irrealizable de esta fantasía, más aún cuando el heredero, Alfonso de Borbón y Battenberg, era un joven muy enfermo, cuya hemofilia no le permitía llevar una vida normal, mucho menos cumplir con las obligaciones que habría acarreado subir al trono. Algunos de sus interlocutores quitaron hierro a esta salida de tono, una de tantas de una persona tan indiscreta, irreflexiva y variable en sus juicios. Lo mismo han hecho historiadores como Villa, quien la achaca al enfado pasajero del rey por el conflicto de las responsabilidades, y habla de su voluntad de recuperar sus “prerrogativas históricas”, sin precisar si se refiere a las ejercidas en su día por Fernando VII, tanteando “soluciones fuera de las rigideces de las convenciones constitucionales”[19]. Sin embargo, sobresalen la persistencia del plan en el tiempo y, más aún, la predisposición que revela a contemplar alternativas antiliberales, sostenidas por un refrendo plebiscitario, para asumir un caudillaje al que le animaban los círculos mauristas y decenas de cartas recibidas en palacio. Una actitud más próxima al modelo napoleónico francés que a las tradiciones dinásticas, que sin duda se dejaría notar en los meses siguientes.

Porque Alfonso XIII no abandonó esa búsqueda, sino que, a lo largo del estío de 1923, planteó otra posible solución autoritaria. Probablemente comentó en junio al ministro romanonista Joaquín Salvatella que un gobierno militar resultaba inevitable, y en agosto soltó a un delegado británico que, ante la falta de coraje de los políticos monárquicos y los ataques obreros, “él sab(ía) cómo dar un golpe que no sólo sorprendería a los socialistas y revolucionarios, sino a otras muchas partes”[20]. Poco después, el monarca consultó a Antonio Maura, a quien aún respetaba, un plan mucho más concreto: emplearía la Junta de Defensa Nacional, compuesta por militares y civiles, para establecer un ejecutivo fuerte bajo dirección regia. Dos años más tarde, convocaría Cortes para que sancionaran su obra. La Junta de Defensa Nacional –no del Reino, como se la llama a veces—era un órgano encargado de coordinar a los elementos castrenses, creado en 1907 y cuya composición había regulado otro decreto de 1916: la formaban el presidente del consejo, sus ministros de Guerra y Marina, cinco militares de alto rango y hasta cuatro expresidentes del consejo, no todos los vivos. A mediados de agosto de 1923, figuraban en ella siete soldados –ocho si se sumaba al rey, que la presidiría—y cinco civiles: el presidente liberal en ejercicio y cuatro expresidentes conservadores[21]. Una especie de directorio político-militar que, según don Alfonso, actuaría como el consejo supremo inventado por los bolcheviques, bajo la autoridad de Lenin y Trotsky, con un gobierno ejecutor a sus órdenes. El ejemplo escogido, entre dictatorial y tecnocrático, no parecía muy afín al parlamentarismo liberal.

La respuesta del anciano Maura fue muy negativa: estaba convencido de la incapacidad para gobernar de las fuerzas turnantes, ayunas de apoyo social, pero la “conversión en dictadura, de suyo transitoria” de la corona conduciría a su pronto suicidio. La Junta de Defensa, que implicaba hasta cierto punto a los políticos monárquicos, tampoco resolvía nada, pues sus representantes no militares “personifica(ban) a los partidos mismos del turno, a los cuales cuatro de los cinco están supeditados” (el propio Maura se excluía de esa subordinación). Desnaturalizar a la Junta, sacándola de sus funciones legales, “paralizaría toda acción, no sin complicar en el fracaso a la augusta autoridad presidencial”[22]. Es decir, al rey. Por lo tanto, sólo quedaba a su juicio un mal menor, el que causaría un daño más llevadero a la institución monárquica: entregar el mando al ejército. La sugerencia real, tan impracticable como la anterior, no tenía garantizada la aceptación de nadie. Don Alfonso se echó atrás, convencido quizá por las advertencias de un escéptico estadista que se inclinaba ya, como el grueso de sus seguidores, en favor de una aventura militar. No era, por supuesto, el único que así razonaba, y aquellas semanas aparecieron otros candidatos a caudillo, con partidarios entre sectores muy diversos, incluidos los republicanos.

Como reconocía Javier Tusell, “Alfonso XIII desconfiaba radicalmente del sistema liberal parlamentario a la altura del verano de 1923, y en especial, de la Concentración Liberal” y “quería una situación autoritaria” que se despejara mediante algún acuerdo con la clase política[23]. Por su parte, Roberto Villa piensa que aquella idea alfonsina no contravenía el ordenamiento constitucional, pues cree que la Junta de Defensa contaba con una “mayoría de civiles”, “reconstituía algo parecido al Gobierno nacional de 1918” y sería un “Parlamento de urgencia” tras recibir facultades provisionales de las Cortes. La ve como una fórmula similar a las excepcionales utilizadas por Francia o el Reino Unido durante la guerra y la postguerra mundiales[24]. Una interpretación difícil de sostener: en la Junta había una mayoría de militares, no de civiles, y no distribuía el poder entre delegados de los grupos monárquicos, como había hecho el gabinete de unidad dirigido por Maura cinco años antes, que había ejercido con las cámaras abiertas; el rey no se proponía, hasta donde sabemos, solicitar el encargo al parlamento, lo cual habría suscitado reacciones encontradas, sino pedir la convalidación de sus logros dos años más tarde; y su proyecto tenía poco que ver con los gobiernos pluripartidistas británicos o franceses, coaliciones formadas por políticos parlamentarios y presididas por civiles. Lo más relevante, en todo caso, residía en el pertinaz, aunque intermitente, empeño de don Alfonso por protagonizar una dictadura. Descartado o aplazado ese movimiento, podía tolerar otras dosis de autoritarismo que, de acuerdo con su diagnóstico de la coyuntura, resolviese los problemas nacionales –Marruecos, la conflictividad sindical, el separatismo—sin derribar al trono ni dividir al ejército, su principal sostén, y todo a ser posible bajo su regia batuta.

Los generales Primo de Rivera y Martínez Anido (foto: archivo de La Opinión de A Coruña)
Las horas decisivas

Los historiadores se han preguntado asimismo si Alfonso XIII compartía –o al menos conocía—la conspiración militar en marcha que, a partir de junio de 1923, orquestó Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella y capitán general de Cataluña, y atrajo a los generales destinados en Madrid y conocidos como el cuadrilátero: José Cavalcanti, Leopoldo Saro, Federico Berenguer y Antonio Dabán. Todos africanistas, contrarios a la depuración de responsabilidades y palatinos de estricta obediencia, cuyas carreras habían progresado al amparo del rey. Destacaba entre ellos el aguerrido Cavalcanti, héroe de la caballería en el Rif y procesado por Annual. Se hace muy complicado creer que, durante unas semanas en que los rumores de golpe de Estado no dejaron de aumentar y Primo de Rivera no se privaba de trompetear sus intenciones, el monarca desconociese lo que se tramaba, o que sus contactos castrenses más próximos no le enteraran de lo que ocurría. De hecho, como mínimo hay dos indicios de que sí lo hicieron: en la Real Academia de la Historia se conserva un documento bajo el rótulo de “Notas de un ayudante de un general comprometido (¿Cavalcanti?)”, que afirma lo siguiente: “En el mes de agosto de 1923, el general Cavalcanti, en conversación con el rey, le dijo que las cosas políticas iban de tal modo que se imponía dar un golpe militar, y hacer una dictadura que impidiese la catástrofe en España. El rey, sin darle ni quitarle en absoluto la razón, le pidió que cuando en tal sentido se hiciese algo se lo comunicasen”[25].

Con mayor seguridad, sabemos que Cavalcanti y Saro visitaron el 2 de septiembre a don Alfonso, quien a continuación recibió al presidente Alhucemas. El propio monarca lo contó, una semana después de la cuartelada y en abril de 1924, a sendos diplomáticos británicos, y años más tarde a un biógrafo. Primero dijo que los generales le habían dejado caer que “había algo en el aire”, pero él no le concedió mayor trascendencia, a causa de los múltiples rumores que se oían en España. Luego, que, hartos del régimen vigente, se le habían declarado dispuestos a rebelarse o sublevarse (revolting), a lo que el rey les había replicado que su rebeldía caería sobre sus regias espaldas y les recomendó hablar con el presidente, y a este hacer lo propio con los militares[26]. En la conversación ulterior con Charles Petrie, repitió estos términos pero con otro vocabulario: le habían dicho que “debía cambiarse el sistema por completo” y él se quejó de que una revuelta le impediría encontrar ministros civiles. Sus interlocutores le avisaban de lo que pensaban hacer, para que el monarca lo estudiara con sus consejeros. En cualquier caso, quedaba claro el malestar de los generales, al borde de la sedición, y que Alfonso XIII no reaccionó con advertencias disciplinarias sino procurando que su gobierno negociara con ellos. Podría interpretarse, como hace Villa, que sólo pedían la expulsión del ministro Santiago Alba, bestia negra de los conspiradores, pero ese relevo no habría supuesto un cambio completo del régimen o del “sistema”, términos que se utilizaban para hablar del constitucional, del parlamentario o del turnista. Además, el monarca certificó la relevancia de aquel anuncio cuando, ya desencadenado el pronunciamiento, reprochó a Alhucemas su pasividad: “Ya se lo advertí, mi querido presidente, hace unos diez días y le aconsejé que se pusiera usted en contacto con los generales. Usted se ha metido en el lío (y) usted es el que debe salir de él”[27]. El rey se lavaba las manos frente a una amenaza de uso de la fuerza y atribuía la responsabilidad a quien no había cedido ante ella.

Sin embargo, lo que a la postre adquiere más relieve, por la posición estratégica que ocupaba Alfonso XIII, no es tanto constatar su implicación en el golpe, y sus consiguientes habilidades para el disimulo, o su conocimiento de los detalles del mismo, que quizá le hurtaron los muy monárquicos generales para proteger a la corona si la cosa salía mal. En palabras de Ignacio Olábarri, “lo realmente decisivo es el modo en que resolvió la crisis y el papel del Rey en ella”[28]. Es decir, lo que hizo, y también lo que no hizo, entre el 12 y el 15 de septiembre de 1923, en una secuencia que se conoce bastante bien. Dejando a un lado si le sorprendió o no la iniciativa adelantada de Primo de Rivera, sobre lo cual hay testimonios enfrentados, cuando en la tarde del día 12 le comunicaron que esa misma noche iba a levantarse el capitán general de Cataluña, no tuvo ninguna prisa por volver a Madrid desde San Sebastián y ponerse al lado de sus ministros, frenar la intentona y defender la Constitución de sus enemigos. No se sentó al volante de uno de sus modernos automóviles para atravesar la meseta, como había hecho tantas veces, la última tan sólo unos días antes, sino que, con una prudencia insólita en él, esperó hasta el final de la tarde del 13 para tomar un tren que lo depositara en la capital la mañana del 14. Como sentenció con sorna el reformista Manuel Azaña, “el rey tergiversaba. Las carreteras no estaban buenas; él se hallaba acatarrado; iba a ponerse en camino de un momento a otro…”[29]. Tampoco autorizó por medios telefónicos o telegráficos el castigo a los alzados, ni reprendió a Primo de Rivera al ponerse al habla con él. O sea, desperdició unas horas cruciales, en las que el gobierno liberal fue perdiendo terreno y autoridad ante los golpistas, sin que el jefe del Estado, del poder ejecutivo y del ejército hiciera nada más que informarse y esperar.

Miguel Primo de Rivera tras jurar su cargo como presidente del gobierno (foto: archivo GTres)

La tarde-noche del 12-13, el marqués de Alhucemas llamó al soberano varias veces, con noticias sobre lo que estaba ocurriendo en Barcelona y ruegos para que regresara, pero el monarca estimó de entrada que sus temores resultaban exagerados, le reprochó asimismo su pasividad y, en vez de autorizar el cese fulminante del general, le aconsejó que se cerciorase de sus propósitos y le hiciera desistir. Cuando el ministro de la Guerra cumplió esas órdenes, Primo de Rivera interrumpió de mala manera la conferencia y, arropado por alfonsinos tan destacados como el marqués de Comillas y su sobrino el conde de Güell, mandó mensajes a don Alfonso que arremetían contra los políticos corruptos y enfatizaban su lealtad al trono. Esto fue una constante en las horas siguientes: los sucesivos telegramas y el manifiesto del marqués de Estella reiteraban su adhesión a Alfonso XIII y vitoreaban a España y al monarca. Ese lenguaje no se les cayó de la boca en ningún momento, ni a él ni a otros complotados, por lo que parece aventurado especular sobre la republicanización del movimiento. Los golpistas se sublevaban al grito de “¡Viva el rey y abajo los políticos actuales!”[30]. Más aún, aunque hubiera un sector antidinástico entre los junteros, la inmensa mayoría de los jefes y oficiales españoles reconocía la autoridad de don Alfonso, que apenas puso pegas a Primo y sus secuaces.

La madrugada del 13, el rey encargó al jefe de su casa militar, Milans del Bosch, que sondeara la opinión de todas las guarniciones y acto seguido se fue a dormir, sin responder a las nuevas llamadas de Alhucemas. El antiguo azote del sindicalismo no sentía gran aprecio por los gobernantes liberales, pero al cumplir con su tarea comprobó que la mayoría de las unidades no se alineaba de forma inequívoca con el golpe, aunque muchos de sus miembros sintieran simpatías por él, sino que se ponía a disposición del monarca, su comandante supremo. Algunas capitanías y la marina se declaraban abiertamente en favor del gobierno legal. A lo largo del 13, siguieron las consultas. Ese mediodía, Alfonso XIII se vio con Sánchez Guerra, que narró enseguida su charla a su amigo el liberal Natalio Rivas. Este apuntó en su diario que el monarca reclamó su consejo y el jefe conservador, derrotista, le sugirió que llamara a Primo a componer un gobierno que, “aunque en el fondo sea de Dictadura, tenga vestidu­ra y apariencias Constitucionales» «Esa es mi opinión también, y así lo haré», le contestó el Rey”[31]. Como interpreta Miguel Martorell, biógrafo de Sánchez Guerra, don Alfonso “ya tenía decidido qué hacer” mediado el día 13: dar el mando al caudillo rebelde[32]. Villa se basa en testimonios más tardíos de otros políticos para asegurar que ofreció el poder al conservador, en un intento de salvar el régimen civilista –o, dados los antecedentes, para reservarse una carta adicional en aquel juego, cabría sospechar—, pero no fue eso lo que contó el interesado ese día. Lo que sí dijo, con claridad, es que el monarca había resuelto convalidar el pronunciamiento y, sabedor de los riesgos que asumía, darle forma constitucional. Y eso es lo que hizo a continuación.

A partir de ahí, la impaciencia del marqués de Estella hubo de lidiar con el manejo de los tiempos por parte del rey, que no quería perder el control de la situación. El general siguió enviando pruebas de su fe alfonsina a San Sebastián, mientras su señor le ordenaba tan sólo mantener el orden público, sin una palabra de reproche por su sediciosa actitud. La correlación de fuerzas entre el gobierno y los sublevados se decantaba poco a poco a favor de estos, pero elementos clave como el capitán general de Madrid, Diego Muñoz Cobo, insistieron en esperar al monarca y nunca barajaron otra alternativa que cumplir sus mandatos. En realidad, en 1923 no podía esperarse otra cosa de los militares de mayor graduación, para los cuales la monarquía, identificada con España, aún era consubstancial con sus vidas. Cuando finalmente apareció don Alfonso, el presidente Alhucemas, que no había dimitido, le propuso destituir a los insurrectos y acudir a las Cortes, pero el rey provocó su renuncia al mostrarle su intención de abrir consultas. Otro amago de aparentar cierta normalidad, aunque una nueva visita de Maura o Sánchez Guerra, a aquellas alturas, no habría trastornado la decisión regia. Los golpistas madrileños presionaron al soberano para que nombrase cuanto antes a Primo, que, muy nervioso, amagaba ya con un derramamiento de sangre si los políticos civiles se resistían. El monarca transigió. Se formó un directorio provisional y se declaró el estado de guerra. Al día siguiente, 15 de septiembre, el marqués de Estella accedió a los deseos de don Alfonso y juró ante el ministro de Gracia y Justicia saliente como jefe de gobierno. Es decir, se convirtió en ministro responsable, al modo constitucional, aunque para ello se sacase de la manga un directorio militar inédito, en el que su presidente acumulaba todos los departamentos y se ayudaría de subsecretarios castrenses. El ínclito Martínez Anido, que al parecer había viajado con el rey a Madrid, se ocuparía de Gobernación. Con el fin de jurar su cargo, Primo de Rivera se había presentado en palacio con su llave de gentilhombre de cámara de Su Majestad, símbolo de sus vínculos con la corona. La suerte estaba echada.

Madrid, 19 de septiembre de 1923.- El rey Alfonso XIII y el presidente del Directorio Militar, Miguel Primo de Rivera, momentos después de celebrar el primer Consejo de ministros del nuevo Gobierno en el Palacio Real (foto: EFE/Archivo Díaz Casariego)
Regocijos reales

Cuando comprobó que no surgían resistencias significativas al golpe de Estado, ni entre los militares ni entre las principales fuerzas políticas y sociales, Alfonso XIII se relajó y mostró un entusiasmo sin límites. Una de sus principales preocupaciones fue desmentir ante los embajadores extranjeros su conocimiento previo del complot, pero no podía evitar las bromas al respecto, al definirse a sí mismo como “rey absoluto”. Al francés le pareció que se asemejaba a “un escolar el primer día de vacaciones”[33]. Es posible que Miguel Primo de Rivera no fuera su candidato ideal para dictador, pues su monarquismo sin tacha se mezclaba con una trayectoria llena de incidentes y salidas de tono, era un tipo con ideas propias con el que tal vez le sería duro convivir. A Santiago Alba, cuando fue a despedirse, le espetó que se le haría cuesta arriba despachar a diario con “semejante pavo real”[34]. Joaquín Milans del Bosch, cuya cercanía a don Alfonso estaba fuera de toda duda, escribió a su mujer, la tarde del 14 de septiembre, que “Ya estamos en lo que tú pedías, la despedida de los profesionales de la política, en ello estamos conformes”, aunque el golpe, un “salto en elevación que da Miguel Primo con ligereza”, se le antojaba “un hecho mal avenido con la disciplina militar”. Quizá el jefe de la casa del rey habría preferido una receta dictatorial distinta, como las que había pergeñado su señor semanas atrás, pero desde luego compartía la inquina contra los políticos parlamentarios y pensaba que “peor, no se podría marchar”[35]. En todo caso, ambos se avinieron con gusto a las nuevas coordenadas. Milans, al salir de palacio, desempeñó largos años el cargo de gobernador civil de Barcelona, ariete de la política anticatalanista del primorriverismo.

A la hora de justificar sus actos, el soberano recurrió a varios argumentos. Por un lado, quería evitar una guerra civil, inevitable a su juicio si se hubiera opuesto al cuartelazo. Una hipótesis poco verosímil, vista la identidad monárquica del grueso de los oficiales. El fanfarrón Cavalcanti presumió más adelante de su predisposición a combatir al rey si no les hacía caso, pero resultaba muy dudoso que muchos de sus compañeros de armas le hubieran seguido en semejante traición. No tenían otra alternativa que la continuidad de don Alfonso. Por otro lado, el asentimiento real habría obedecido a los deseos de la nación, que anhelaba el final de una pesadilla de caos y desgobierno. Aquí el monarca retomaba sus temores conservadores, denigrando, en confidencias y declaraciones a la prensa internacional, el parlamentarismo decadente y corrompido, minado por la politiquería caciquil e incapaz de plantar cara a los comunistas. De no haber mediado el pronunciamiento regenerador, que había traído la tranquilidad a las calles de España –venía a decir—, habrían tomado la delantera los elementos criminales y subversivos. Tal vez Alfonso XIII sufrió una repentina mutación, y pasó de buscar la preservación del entramado político liberal a tenerlo por el pozo de todos los males, pero resulta más probable que viera en el golpe la realización de sus anhelos reaccionarios. Su indecible alegría en el inmediato viaje a la Italia fascista, donde no se cansó de alabar su disciplina social y confirmó que los españoles seguían el mismo camino, avaló esa sensación, lo mismo que su compromiso con la cirujía inicial y los rituales de la dictadura.

Para terminar, Alfonso XIII sabía que aquella determinación traía consigo un vuelco político capital, de ahí sus escrúpulos legales. Había roto con el espíritu pactista y civil de la Constitución de 1876, pues no sólo ponía en cuestión el principio de soberanía compartida con las Cortes, que disolvió con su firma y tras otorgar a los decretos del directorio fuerza de ley, sino que también hacía añicos el vapuleado ideal del rey-soldado, garante de la estabilidad política frente a la violencia cuartelera. La violación constitucional culminó unos meses después, al no convocarse el parlamento en el plazo establecido. Cuando los presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado le recordaron sus exclusivas obligaciones, don Alfonso, ofendido, repuso que “el resultado de vuestro sistema” (otra vez el sistema) todos lo conocían y que él se atenía al “artículo tácito de toda Constitución (:): salvar a la Patria”[36].

«De la vida que pasa.—España se transforma». Página de la revista La Esfera (22 de septiembre de 1923) con los retratos de los integrantes del Directorio Militar.

Sin embargo, la irrupción de Primo de Rivera se limitó a suspender algunos de los artículos constitucionales, los que se contemplaban en casos de emergencia. “Formalmente –escribió el constitucionalista Joaquín Varela Suanzes-Carpegna—, el golpe de Estado del general Primo de Rivera no derogó la Constitución de 1876”, sino que suspendió de modo parcial su aplicación práctica[37]. Se disolvieron asimismo los ayuntamientos y diputaciones, pero, contra lo que opina Villa, quedó en pie una parte del armazón constitucional, donde se hallaban las prerrogativas regias de sancionar las leyes –o los decretos-leyes—y nombrar y despedir a los ministros. Encerrado por el dictador en un papel secundario y ceremonial, algo que siempre había rechazado, el rey tenía difícil oponerse a sus directrices y prescindir de él, pues una crisis de gobierno implicaría necesariamente la quiebra del régimen dictatorial. Es decir, el reconocimiento de un enorme fiasco, de salida endiablada. Pero, pese a las ilusiones de Primo, las prerrogativas mantenían su vigencia, como reafirmaba día a día la Gaceta. De no haber sido así, no habrían tenido sentido las interminables especulaciones de los años veinte acerca de la posible despedida del dictador, el retraso intencionado de la firma del rey en asuntos cruciales o la propia dimisión forzada del caudillo. Desde un punto de vista legal, tampoco podría haber cambiado el directorio por un consejo de ministros en 1925 o nombrado al sucesor de su presidente en 1930.

Así pues, Alfonso XIII resultó decisivo en el triunfo del golpe de Estado de septiembre de 1923. Hay aún puntos oscuros, pero sabemos lo suficiente para afirmar que, en esas fechas, y tras una maduración ideológica que había arrancado en los años de la Gran Guerra, compartía las ideas y actitudes que lo justificaban –nacionalistas, contrarrevolucionarias, pretorianas y antiliberales. A ellas sumaba su propia misión, como soldado y salvador de la patria, asumida desde su adolescencia y alimentada por gentes variopintas. Se erigió de este modo en emblema del nacionalismo católico y militarista, sin dejar de pensar que él conocía mejor que ningún otro los intereses populares y debía guiar a la nación por una senda que superara la ineficaz política parlamentaria. Imaginó varias fórmulas dictatoriales que le habrían colocado al frente de esa providencial tarea, aunque no fue capaz de aplicarlas. Cuando menos, supo de la existencia de la trama golpista, en la que participaban generales palatinos, le quitó importancia y dejó que cuajara.

No obstante, lo más significativo vino más tarde. En los momentos clave, abandonó a su gobierno, difirió los castigos disciplinarios a los sediciosos y no hizo uso de su autoridad sobre el ejército, que casi nadie discutía, para atajar la rebelión, alentada por individuos de su círculo más cercano, del cuadrilátero a los Comillas. Tampoco amenazó con abdicar, como había hecho en otras horas críticas para salirse con la suya o expresar su disgusto. No se sabe si fue una sublevación de real orden, como la definió el socialista Indalecio Prieto, pero lo fue sin duda de real beneplácito. Consciente de la trascendencia de los acontecimientos, todo un ataque al régimen constitucional que había jurado custodiar, don Alfonso quiso darle cobertura legal, aunque luego prefirió incumplir la Constitución de manera flagrante. En el fondo, no le faltaba razón a Carlos Seco Serrano cuando aseveraba que, henchido de patriotismo, el rey no confundió a España con la carta magna. Una patria, eso sí, prendada de su pasado imperial y fundida en su imaginación con una Iglesia enemiga de los valores liberales y democráticos, unos militares levantiscos y varios sectores dispuestos a lanzarse a una peripecia autoritaria. Al facilitar la instauración de la dictadura, se alejó del modelo británico de Jorge V y se aproximó al del italiano Víctor Manuel III y de otros monarcas europeos que emularon más tarde sus apuestas, como Alejandro I de Yugoslavia o Jorge II de Grecia. En definitiva, su corona quedó asociada a uno de los momentos más catastróficos que registró la tortuosa historia española del siglo XX.

Los reyes de España visitan Italia junto a Primo de Rivera. En la imagen aparecen junto a Mussolini y el rey Víctor Manuel (foto de Campúa en La Esfera de 1 de diciembre de 1923)
Notas

[1] Agradezco sus comentarios y sugerencias a Guillermo María Muñoz, Miguel Martorell Linares, Alejandro Quiroga Fernández de Soto y Fernando del Rey Reguillo.

[2] JULIÁ, Santos, “Reivindicación del Rey Alfonso”, El País, 3 de enero de 2002.

[3] BEN-AMI, Shlomo, La dictadura de Primo de Rivera 1923-1930, Barcelona, Planeta, 1984 (ed. or. 1983), pp. 25-33 y 45-52.

[4] GONZÁLEZ CALBET, María Teresa, La Dictadura de Primo de Rivera. El Directorio Militar, Madrid, El Arquero, 1987, pp. 111-116 (cita en p. 111).

[5] GONZÁLEZ CALLEJA, Eduardo, El máuser y el sufragio. Orden público, subversión y violencia política en la crisis de la Restauración (1917-1931), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1999, pp. 270-274.

[6] REY REGUILLO, Fernando del, “¿Qué habría sucedido si Alfonso XIII hubiera rechazado el golpe de Primo de Rivera en 1923?”, en Nigel TOWNSON (dir.), Historia virtual de España (1870-2004). ¿Qué hubiera pasado si…?, Madrid, Taurus, 2004, pp. 93-137 (cita en p. 97).

[7] SECO SERRANO, Carlos, Alfonso XIII y la crisis de la Restauración, Madrid, Rialp, 1992 (ed. or. 1969), cita en p. 172. “Aproximación cordial”, en SECO SERRANO, Carlos, Alfonso XIII, Madrid, Arlanza, 2001, p. 16.

[8] TUSELL, Javier, Radiografía de un golpe de Estado. Al ascenso al poder del general Primo de Rivera, Madrid, Alianza, 1987, cita en p. 260.

[9] OLÁBARRI GORTÁZAR, Ignacio, “Problemas no resueltos en torno al pronunciamiento de Primo de Rivera”, Revista de Historia Contemporánea, 7 (1996), pp. 223-248.

[10] TUSELL, Javier y GARCÍA QUEIPO DE LLANO, Genoveva, Alfonso XIII. El rey polémico, Madrid, Taurus, 2001, pp. 421-436.

[11] VILLA GARCÍA, Roberto, 1923. El golpe de Estado que cambió la historia de España. Primo de Rivera y la quiebra de la monarquía liberal, Madrid, Espasa, 2023.

[12] A partir de aquí, el texto sigue las conclusiones de mi libro El rey patriota. Alfonso XIII y la nación, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2023, donde podrán encontrarse desarrolladas y mejor justificadas. No obstante, se introducirán algunas referencias imprescindibles.

[13] GÓMEZ-NAVARRO, José Luis, El régimen de Primo de Rivera. Reyes, dictaduras y dictadores, Madrid, Cátedra, 1991, pp. 111 y ss.

[14] CIERVA Y PEÑAFIEL, Juan de la, Notas de mi vida, Madrid, Reus, 1955, cita en p. 234.

[15] VILLA, 1923…, pp. 494-497.

[16] GUTIÉRREZ-RAVÉ, José (comp.), Habla el Rey. Discursos de Don Alfonso XIII, recopilados y anotados por —, Madrid, s.e., 1955, cita en p. 215

[17] M.R. Blanco Belmonte, “Hablando con el general Silvestre”, Abc, 24 de julio de 1921.

[18] Archivo Natalio Rivas (ANR) L11/8909 8 y 12 de febrero de 1923. Esta fuente tiene un gran valor, pues el político Natalio Rivas, amigo político del jefe de la Izquierda Liberal, Santiago Alba, anotaba en su diario las impresiones de muchos personajes relevantes del momento.

[19] VILLA, 1923…, citas en pp. 232 y 236.

[20] Cita en Gurney a Lloyd Thomas, 2 de agosto de 1923, National Archives (Londres) Foreign Office (NA FO) 371/9490.

[21] Reales Decretos de 30 de marzo de 1907 (Gaceta del 31) y 23 de enero de 1916 (Gaceta del 25).

[22] Citas, en MAURA GAMAZO, Gabriel, Al servicio de la historia. Bosquejo histórico de la dictadura, I, Madrid, Javier Morata, p. 30; y TUSELL, Javier y AVILÉS, Juan, La derecha española contemporánea. Sus orígenes: el maurismo, Madrid, Espasa Calpe, 1986, p. 290.

[23] TUSELL, Radiografa de un golpe de Estado…, cita en p. 131.

[24] VILLA, 1923…, citas en pp. 491-492.

[25] “Episodios del golpe de Estado, 13-septiembre-1923”, en Archivo Alba, Real Academia de la Historia, sin signatura.

[26] Howard al rey del Reino Unido, 21 de septiembre de 1923, NA FO 371/9490; y Rumbold a Mac Donald, 28 de abril de 1924, NA FO 371/10593.

[27] PETRIE, Charles, Alfonso XIII y su tiempo, citas en pp. 186-187.

[28] OLÁBARRI, “Problemas no resueltos”…, cita en p. 235.

[29] AZAÑA, Manuel, “La dictadura en España” (novimbre de 1923), en Obras Completas, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007, vol. II, pp. 355-368, cita en p. 356.

[30] Agustín Robles, “Una página de la historia de España”, ANR 11/8921, cita en p. 14.

[31] Cita en ANR L11/8909, 13 de septiembre de 1923.

[32] MARTORELL LINARES, Miguel, José Sánchez Guerra. Un hombre de honor (1859-1935), Madrid, Marcial Pons Historia, pp. 346-347.

[33] Informe de Defrance, 20 de septiembre de 1923, citado por GONZÁLEZ CALLEJA, El máuser y el sufragio…, p. 274.

[34] Citado por TUSELL, Radiografía…, p. 205.

[35] Cartas conservadas en el archivo familiar de Milans, citadas en CARDONA, Gabriel, Los Milans del Bosch, una familia de armas tomar. Entre la Revolucion liberal y el Franquismo, Barcelona, Edhasa, 2005, pp. 288-289.

[36] El rey a Romanones, 14 de noviembre de 1923, Archivo General de Palacio, Cª 15601/13.

[37] VARELA SUANZES-CARPEGNA, Joaquín, “Estudio preliminar” a La Constitución de 1876, Madrid, Iustel, 2009, pp. 17-97 (cita en p. 96).

Fuente: Conversación sobre la historia. Forma parte del libro de próxima aparición, Josep Pich, Alfonso Bermúdez y Gerard Llorens (eds.), La Dictadura de Primo de Rivera. La primera dictadura española del siglo XX, Barcelona, Icària, 2024.

Portada: Miguel Primo de Rivera y el rey Alfonso XIII, durante su primer despacho tras el golpe. BNE

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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