Alfonso XIII fue un personaje poderoso. Al llegar a la mayoría de edad le presentaron como el salvador de España. Pero tres décadas más tarde tuvo que partir al exilio, barrido por los republicanos y acusado de corrupto. Este libro estudia su figura desde un punto de vista inédito: el de las relaciones entre monarquía e identidad nacional. Como otros monarcas, adoptó el lenguaje del nacionalismo y el gusto por los espectáculos dinásticos. Sin embargo, nunca aceptó un mero papel representativo, sino que quiso ser un rey patriota, activo en política. Convencido de su sintonía con el pueblo, ejerció hasta el límite sus poderes constitucionales. Evolucionó de un españolismo regeneracionista, compatible con los proyectos liberales, a posiciones contrarrevolucionarias que abominaban del parlamento y fundían a España con la fe católica. Así pues, no se erigió en un emblema nacional indiscutido, sino que, al respaldar una dictadura militar, terminó por perder la corona.

Javier Moreno Luzón
Introducción

 

En Alfonso XIII llegará la posteridad a reconocer
un generoso, un impaciente, un constante y entusiasta afán
de desposarse con España.

Antonio Goicoechea[1]

 

Bajo el manto de la virgen

El manto no llegaba. En los momentos de lucidez, el enfermo perdía la paciencia y preguntaba a su ayuda de cámara, o a las monjas que lo cuidaban: “¿Pero aún no ha llegado el manto?” El 26 de febrero de 1941, miércoles de Ceniza, habían pasado ya catorce jornadas desde el primer ataque grave de angina de pecho y aquello obsesionaba a Alfonso de Borbón, moribundo a sus 54 años en una suite del Grand Hotel de Roma. Quería tener a su lado, antes de fallecer, el manto de la virgen del Pilar. Sentado en una butaca articulada, donde respiraba algo mejor que en la cama, el dolor y el ahogo no remitían, sin apenas esperanzas de curación. Al final arribaron, el día 27, no uno sino dos mantos. El primero lo portaba el conde de Aybar, intendente de la Real Casa, que volaba en hidroavión desde Barcelona y permaneció varado 48 horas, a causa del temporal, en la isla de Cerdeña. Era un manto sencillo, de los que se cedían a quienes buscaban consuelo para sus dolencias, y sus manchas aún delataban ese uso. El segundo lo trajo, también por vía aérea y con permiso del cabildo del Pilar, el jurista y militante católico aragonés Luis Horno. No se parecía mucho al anterior, pues se trataba del que había regalado al santuario la reina madre María Cristina de Habsburgo-Lorena, madre de don Alfonso, y estaba bordado en oro con un anagrama de la virgen presidido por la corona real. Solía adornar a la imagen en las visitas regias a Zaragoza.

Cuando vio el primer manto, Alfonso XIII pareció revivir, y hasta llamó al médico para mostrarle que un católico y español no necesitaba nada más para recuperarse. Se le escapó entonces una de sus bromas, castizas y aplebeyadas: “se habrá quedado patitieso”, dijo del doctor italiano. De inmediato se puso a disposición de la virgen. Si su vida servía al bien de España, que se la conservara; si no, que se la quitase y él rogaría desde el cielo por la patria. En la mañana del viernes 28 de febrero, hecho polvo, sólo tuvo fuerzas para pedir el manto, antes de besar un crucifijo y expirar, entre las once y el mediodía. Enseguida se montó una capilla ardiente en la que el cadáver, tendido sobre el suelo de la habitación–según la costumbre de la nobleza española—y amortajado con el hábito de gran maestre de las órdenes militares, recostaba su cabeza en la bandera nacional del barco que lo había conducido al destierro en abril de 1931, bajo un testero en el que colgaban banderines del Regimiento Inmemorial de infantería, el favorito de palacio. Cubrían los pies el pendón morado de Castilla, estandarte del rey, y, claro está, el manto más lujoso. Enfrente, en un pequeño altar donde se sucedían las misas a cargo de sacerdotes españoles, una imagen de la virgen del Pilar. Luego de depositar el cuerpo en un ataúd, junto a los banderines y a un saquito con tierra de todas las provincias de España, el 3 de marzo se celebraron los funerales en un templo cercano al hotel y se enterró después el féretro en la iglesia de Montserrat, propiedad de la obra pía que administraba en Roma el Gobierno español, bajo la tumba de los papas aragoneses de la familia Borgia.[2]

Aquella agonía, marcada por las continuas pruebas de fe del exrey, podía interpretarse como un abrazo tardío a la religión de alguien que no había demostrado mucho celo en el cumplimiento de las normas morales de la Iglesia. Al modo del aristócrata andaluz que retrató el poeta Antonio Machado en su “Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido”, jaranero de joven y a la vejez gran rezador.[3] Pero esa devoción a la virgen del Pilar, igual que la consagración del país al Sagrado Corazón de Jesús en 1919 –que don Alfonso recordó con su confesor en tan angustioso trance—, poseía también un profundo significado político, al fusionar la identidad nacional española con el catolicismo, en este caso a través de la corona. El propio monarca había mimado ese vínculo en numerosos viajes a Zaragoza. Había otorgado a la virgen honores de capitán general en 1908 –en el centenario de los sitios de la ciudad durante la Guerra de la Independencia, la gran epopeya nacionalista—y la había declarado en 1913 patrona de la Guardia Civil, la policía militarizada que garantizaba el orden público. El 12 de octubre, día del Pilar y aniversario del Descubrimiento de América, se celebraba desde 1918 con rango de fiesta nacional, como Fiesta de la Raza, para reivindicar la vertiente ultramarina de la españolidad. Y en una de sus giras, el rey había pregonado que, con el fin de movilizar a España, “por la Virgen del Pilar, voy a vencer”. Ya sin monarquía, durante la guerra civil su basílica se sostuvo milagrosamente en pie tras un bombadeo republicano en 1936 y engrosó así las leyendas del bando rebelde, que completó los homenajes previos cuando la dictadura de Francisco Franco bautizó el Pilar como templo nacional y santuario de la Raza en 1939. Poco antes de la muerte del antiguo soberano se conmemoró con grandes fastos el XIX centenario de la aparición mariana ante Santiago Apóstol, evangelizador de España. En fin, nadie ignoraba que, a partir de su eclosión a fines del Ochocientos, el nacionalismo católico exhibía a la virgen del Pilar como uno de sus emblemas principales.[4]

Consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús (foto: Wikimedia Commons)

Durante sus últimos años, Alfonso XIII había vivido múltiples conflictos, personales y políticos. Por una parte había roto con su esposa, Victoria Eugenia de Battenberg, cuando las tensas relaciones entre ellos –que venían de atrás— desembocaron en una agria disputa a cuenta de la devolución de su dote. La exreina asistió no obstante al fatal desenlace en Roma, aunque es probable que el matrimonio no se reconciliara nunca. Por otra, el monarca en el exilio no descartó opción táctica alguna para volver al trono y se resistió casi hasta el final a abdicar en su hijo Juan. Las intrigas dividieron a sus partidarios entre restauracionistas, ansiosos por conducir a don Alfonso de nuevo a Madrid, e instauracionistas, que veían en el príncipe una alternativa capaz de resolver las querellas con el carlismo, la otra rama de la dinastía, y librar a la corona de sus estigmas liberales. Y no es que el titular conservara demasiado afecto por el régimen constitucional sobre el que había reinado, del cual renegaba a menudo. Cuando por fin cedió a las presiones y renunció a sus derechos, en enero de 1941, dejó claro que apoyaba a los vencedores en la guerra de liberación y que hacía falta otro monarca que superase las divergencias dinásticas y borrara los vicios del pasado para servir a una España nueva. Al aceptar el legado, su heredero fue aún más explícito y habló, en sentido político, de una futura monarquía tradicional. Alrededor del lecho de muerte se reunieron unos cuantos fieles de marchamo reaccionario, del conde de los Andes al marqués de Quintanar, procedentes en su mayoría del círculo derechista que, con el beneplácito del exrey, había sostenido la revista doctrinal Acción Española en la década de los treinta y aspiraba a una solución monárquica, confesional y autoritaria. Un origen ideológico compartido con el embajador franquista ante la Santa Sede, José de Yanguas Messía, que se hizo cargo de los restos del finado.[5]

Lejos de hurgar en las cuestiones más delicadas, la prensa española narró un episodio sin aristas, con la afligida familia real apiñada en torno a don Alfonso. Lo presentó como una figura trágica a la que habían tocado tiempos muy difíciles, por la inevitable degeneración del parlamentarismo y los desafíos revolucionarios, una autoridad que pese a todo había sacado adelante a España. Algo que sólo había cuajado, por supuesto, gracias a su respaldo a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera, entre 1923 y 1930, una etapa de paz y progreso. Esas premisas hacían comprensible el duelo oficial decretado en España, que cerró oficinas públicas, suspendió un sorteo de loterías y ordenó honras fúnebres en las capitales de provincia, con asistencia a las de Madrid del propio Franco y de su Gobierno en pleno, mientras algunos balcones se sumaban al luto. Las crónicas de aquellos días subrayaban, de manera unánime, un rasgo fundamental en la personalidad de Alfonso XIII: su indiscutible patriotismo. Quizá se había equivocado en vida, pero todo lo había hecho por el bien de España, que conocía como nadie y amaba sin tasa, lo cual le había empujado a secundar con entusiasmo el levantamiento militar de 1936. Buena muestra fueron los artículos de José Antonio Giménez Arnau, falangista y agregado de prensa en la Roma de Benito Mussolini, quien tituló uno de ellos “La muerte española de un español” e insistía en esa idea: “Antes que en la Corona pensó en la comprometida existencia de España”. Algo parecido destacaba en su sermón un veterano clérigo alfonsino, el arzobispo de Sevilla y cardenal Pedro Segura, al afirmar que el rey lo había dado todo “por una mayor gloria de su Patria”.[6]

Alfonso XIII con el hábito de gran maestre de las órdenes militares, retratado por Carlos Vázquez Úbeda en 1928 (Museo del Prado)
El rey patriota

Desde que se produjo, los monárquicos mitificaron el fallecimiento de Alfonso XIII en términos tan católicos como nacionalistas. Ese mismo año, el jesuita Ignacio Ortiz de Urbina dio a conocer múltiples detalles, gracias a los testimonios del confesor Ulpiano López –de su misma orden, profesor de Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana y hombre cercano a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas— y de las enfermeras Teresa Lacunza e Inés Bengoa, del Instituto de Siervas de María, que habían asistido al paciente. Tanto López como Lacunza ratificaron tres décadas después estas impresiones, según las cuales el monarca sólo pensaba en España, hablaba de ella sin cesar y creía que nada tenía que perdonarle porque la quería de corazón, al tiempo que reafirmaba su confianza en la virgen del Pilar. El gentilhombre de cámara Quintanar, delegado de la Grandeza en aquella oportunidad, completó en 1955 la descripción de una agonía “españolísima” y ejemplar, extinguida en un murmullo con el nombre de la patria. Otro testigo del velatorio, el escritor Agustín de Foxá, que combinaba su elitismo aristocrático con una temprana militancia fascista, le dedicó aún en 1941 un romance solemne: “En el cuarto de un hotel/está muerto el Rey de España,/con el manto de la Virgen/y la Cruz de Calatrava”.[7] Terminaron por equiparar el tránsito de don Alfonso con el del emperador Carlos V, cuyo retiro en el monasterio de Yuste se había reproducido en el Grand Hotel de Roma, con el de Fernando III –el rey santo— y con el del mismísimo Cristo, que pedía en la cruz por quienes le habían traicionado.[8]

Tal era la línea de defensa del personaje adoptada, antes y después de su desaparición, por la caudalosa literatura encomiástica que abordó su biografía. Para empezar, su perfil cuadraba con los estereotipos corrientes acerca de lo español, pues el rey se dejaba llevar por la campechanía, el apasionamiento y el individualismo característicos del país. Cualidades a las que sumaba una virilidad también muy hispánica, valiente y dada a la galantería, y que en conjunto lo convertían en “la encarnación misma de España”. Además, todas sus acciones encontraban justificación en la entrega incondicional a su patria, atento como estaba a los deseos de un pueblo con el que se comunicaba sin dificultad. Esos motivos explicaban su aquiescencia al pronunciamiento de 1923 y su decisión de exiliarse en 1931, con el mismo objetivo en ambas ocasiones: evitar una contienda civil entre españoles. La versión más depurada de estos argumentos se hallaba, por ejemplo, en los trabajos del historiador Carlos Seco Serrano, según el cual don Alfonso apenas cometió errores porque captaba como nadie la voluntad nacional, que en aquellas coordenadas representaba mejor el ejército que el Parlamento, e impidió así el temible estallido de la violencia fratricida, aunque esa actitud implicara saltarse la legalidad: “el monarca no confundió nunca a España con la Constitución de 1876; como no la confundió tampoco, con la misma monarquía”. Naturalmente, comprobar su pericia innata para percibir los deseos de la opinión pública resultaba, entonces como ahora, una misión tan voluntariosa como incierta.[9]

En todo caso, se contraponía al rey patriota con sus ministros constitucionales, que según los panegíricos monárquicos lo tuvieron atrapado y condujeron a España al caos y al filo de una revolución. Uno de sus adalides más prolíficos, el periodista Julián Cortés-Cavanillas, enfrentaba a Alfonso XIII a un tajante dilema: “interés nacional o partidos políticos”. Muchos pensaban que las cosas habrían ido por derroteros más felices si el monarca hubiera impuesto antes sus ideas, en bien de la ciudadanía, frente a unos políticos embarrados en la corrupción caciquil y el egoísmo faccioso. Sobre esa oligarquía caían los improperios moldeados ya por la tradición regeneracionista más radical, que la contemplaba como un tumor adherido al cuerpo enfermo de la patria, convicción que se adjudicaba asimismo al rey. Mientras los biógrafos extranjeros de don Alfonso aseguraban a menudo que el sistema parlamentario no se había hecho para la indomable psicología española, el grueso de la literatura apologética bebía en España de un antiliberalismo que alababa al cirujano de hierro primorriverista, llegado para descuajar el caciquismo, atacaba a la república y veía en Franco al salvador de España. Cuando se apagaron sus ardores guerreros, quedó en pie la principal acusación contra liberal-conservadores y liberales a secas, que alentaban las intervenciones del monarca, le echaban la culpa de cuanto pasaba y se revolvían, rencorosos, contra él. Al menos, como en la semblanza escrita por Winston Churchill, los jefes parlamentarios le habían transferido las cargas que sólo a ellos correspondían. Aquel capitán navegaba, en plena tormenta, con una tripulación de marineros ineptos, cuando no traidores.[10]

Alfonso XIII con José Canalejas en la inauguración de la Exposición Regional Valenciana de 1910 (foto de autor desconocido / Patrimonio Nacional)

Frente a estas tesis hagiográficas se acumularon los juicios contrarios, muy críticos con Alfonso XIII, a quien retrataban con rasgos menos amables desde trincheras liberales, demócratas y revolucionarias, sin que faltara algún francotirador de extrema derecha. Frívolo y superficial, aficionado a los negocios turbios, partidario del militarismo y enemigo decidido de la Constitución, que traicionó para entregar España a una dictadura, no fue una sorpresa que el pueblo lo expulsara y las Cortes republicanas lo juzgasen, por corrupto y por perjuro. Era en realidad un digno heredero de su bisabuelo Fernando VII y aspiraba a monarca absoluto, por lo que escogió a políticos sumisos, meros criados a su servicio, y se forjó una guardia pretoriana dentro de la milicia. En opinión de algunos enemigos, no dejó nunca de ser un niño grande, enviciado con la politiquería, que para ensanchar su poder manipulaba a quienes lo rodeaban y se dedicaba a dividir a los partidos dinásticos: el famoso borboneo, que seducía con el engaño. Se trataba de un tipo de poco fiar, que decía a cada cual lo que deseaba oír y no respetaba su palabra. Un rey nada patriota sino más bien antiespañol, descendiente de dinastías extranjeras –“los estilos regios no son nacionales”, sentenciaba su antagonista el escritor Miguel de Unamuno— y más preocupado por sus intereses personales que por los del país. Alguien, en definitiva, capaz de preparar “una sublevación de Real Orden” –en palabras del socialista Indalecio Prieto— con el fin de tapar sus responsabilidades y dar rienda suelta a sus ambiciones, y obligado a huir cuando, abandonado por todos, no le quedó otro remedio y corrió para ponerse a salvo. En España la nación, no digamos la soberanía nacional, resultaba incompatible con la monarquía.[11]

Aunque sus intenciones fueran distintas, ambas familias interpretativas, la encomiástica y la crítica, compartían con frecuencia unos cuantos puntos esenciales: don Alfonso reinó en una época clave para la historia contemporánea de España y, erigido en una de las personalidades más influyentes de su tiempo y de todo el siglo XX, quiso llevar a cabo una política propia y no se conformó con funciones que creía decorativas, las de un mero emblema nacional ubicado por encima de las trifulcas políticas. Lo opuesto a aquellos monarcas de la Europa occidental que, en esos mismos años, aceptaron roles más bien simbólicos dentro de sus respectivos regímenes parlamentarios, del Reino Unido a los países escandinavos pasando por el Benelux. Una conclusión bien explicada, quizá de forma involuntaria, por uno de sus defensores más inteligentes, el conde de los Villares: “era Alfonso XIII demasiada persona y demasiado patriota para ocupar el trono como un monigote, sin inteligencia ni voluntad”. Fuera por obligación, para atajar los peligros revolucionarios y guerracivilistas, o por tapar sus vergüenzas y hacerse con el mando, se alejó del constitucionalismo liberal y apostó por una alternativa autoritaria que acarreó su ocaso definitivo. Y, sincero o mentiroso, bien intencionado o sinvergüenza, alegó para ello razones nacionalistas, pues España no se le caía de la boca.[12]

Los historiadores se han alzado sobre estas tesis contrapuestas para discutir, durante décadas, sobre el papel del rey Alfonso en la evolución política de España, en su transición fallida del liberalismo a la democracia. Como un hombre poderoso que provocó la fragmentación de los partidos gubernamentales y contribuyó así a deteriorar el sistema bipartidista que cimentaba el acuerdo constitucional, siempre partidario de los militares en sus querellas con el poder civil; o como una figura sobresaliente pero arrastrada por la situación, casi una víctima del entramado político, que trató de mediar entre corporaciones y grupos e hizo lo único que cabía hacer en cada coyuntura. El rey fuerte o el rey débil. Una polémica inserta en otra de mayor alcance, la que enfrentó a los más optimistas, quienes afirmaban que la monarquía constitucional transitaba hacia la democracia representativa cuando se interpuso en su camino el golpe de 1923, consentido o incluso inspirado por don Alfonso; con los pesimistas, que consideraban irrecuperable el decrépito liberalismo español, al que Primo de Rivera se limitó a desconectar el respirador ante la resignada mirada del monarca. Un “recién nacido” estrangulado, en la célebre expresión de Raymond Carr, vs. un enfermo “que murió de un cáncer terminal, de resultado conocido de antiguo, y no de un infarto de miocardio”, según el diagnóstico de Javier Tusell. Lo curioso es que el grueso de la historiografía, como también la publicística de combate, atribuía a Alfonso XIII posiciones casi idénticas a lo largo de su entera trayectoria vital, como si le estuviese vedada la posibilidad de cambiar de actitud.[13]

El rey con los ministros tras la toma de posesión del gobierno en 1918 (foto de autor desconocido / Patrimonio Nacional)

Este libro, aunque se basa en las abrumadoras investigaciones acumuladas acerca de este crucial personaje, vuelve sobre él para estudiarlo desde una perspectiva nueva. Más que a una biografía interna al uso –ceñida a su carácter, opiniones y comportamientos personales—, se acercaría a una biografía externa, que aspire a explicar problemas generales a través de una trayectoria vital, o incluso a una historia biográfica, capaz de cruzar esferas distintas y de conjugar la autonomía e influencia del individuo con las grandes cuestiones históricas que le tocaron en suerte. Así pues, le concede al rey, por un lado, la capacidad de decidir por sí mismo y de evolucionar conforme a las circunstancias. Pero, por otro, toma en serio los manidos argumentos sobre su patriotismo para darles la vuelta y situar su actuación política en un marco casi inexplorado hasta el momento: el de los diversos proyectos nacionalistas que le dieron sentido durante el reinado, tan evidentes como mal conocidos.

Con ese fin, el trabajo se vale de un enfoque inserto en la historia cultural de la política, que no sólo contempla, como ha sido habitual, las ideas y los movimientos de don Alfonso en sus tratos con los jefes partidistas, las crisis de Gobierno y las disoluciones parlamentarias, sus manejos cerca de los militares y sus negociaciones diplomáticas, sino que abre el objetivo de su cámara historiográfica para incluir también en el análisis las ceremonias, las imágenes y los discursos tejidos en torno a la corona y su difusión, las iniciativas culturales y propagandísticas, y la participación en ellas de múltiples actores y de la sociedad civil. Es decir, concibe la vida política como un campo de juego mucho más extenso que el frecuentado por los historiadores hasta hace poco, sin ánimo de sustituir a las personas y organizaciones por relatos o estructuras culturales que aplasten su libertad hasta dejarles sin margen de maniobra, pero sí de vincular los unos con los otros, en una interrelación constante. Tal y como recomendaba David Cannadine, un autor pionero en el estudio cultural de las monarquías contemporáneas, una visión amplia de lo político que incluya también el ritual y no se olvide del contexto.[14]

Este terreno ha sido explorado por una bibliografía reciente e innovadora, centrada en los regímenes monárquicos que, desde mediados del Ochocientos, se las arreglaron para sobrevivir en mitad de la política de masas, de la creciente participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Un escenario en el que el nacionalismo adquirió, de modo ineludible, un relieve extraordinario, porque los poderes políticos dependieron cada vez más de sus apelaciones a la soberanía nacional. En esa tesitura, como ya indicó Benedict Anderson, se expandieron por doquier los planes nacionalistas oficiales para preservar las jerarquías existentes. La Europa de las naciones fue en el largo siglo XIX un continente monárquico, ya que hasta la Gran Guerra las repúblicas escaseaban: Francia, Suiza y Portugal, más la minúscula de San Marino. De acuerdo con Dieter Langewiesche, las amenazas del constitucionalismo y la nacionalización no hicieron mucha mella en instituciones que, provenientes del Antiguo Régimen, se adaptaron al mundo moderno por medio de dos estrategias casi siempre unidas: asumir sus funciones constitucionales, nada despreciables en la mayoría de los casos; y esforzarse por encarnar a la nación, fuente suprema de legitimidad y mecanismo integrador en tiempos de transformaciones radicales. Las dinastías se naturalizaron –los Saboya se italianizaron, los Romanov se rusificaron— y los monarcas se presentaron como paladines de sus respectivas patrias, a menudo al frente de sus ejércitos. Tras el terremoto bélico de 1914-1918, el panorama ya no fue el mismo, pues se evaporaron los imperios derrotados, pero todavía podían contarse numerosas casas reinantes que fortalecieron los compromisos nacionalistas con sus respectivos estados, viejos o recién creados, ahora en frecuente connivencia con los adversarios de los equilibrios liberales entre poderes y afectos en cambio a alguna receta autoritaria, de Italia a Grecia. En ciertos casos, como Yugoslavia o Rumanía, el propio soberano se erigió en dictador.[15]

Alfonso XIII con Primo de Rivera, Mussolini y el rey Víctor Manuel en Roma, 1923 (foto de autor desconocido / Patrimonio Nacional)

Ese descomunal proceso de adaptación se ha vinculado al surgimiento de las llamadas monarquías escénicas, nacionalizadas y al mismo tiempo agentes de nacionalización, que desplegaron toda clase de gestos y ceremonias públicas asociados con la historia patria, sus tradiciones y sus símbolos, desde los viajes regios hasta los desfiles y exposiciones, y convirtieron los acontecimientos dinásticos en grandes espectáculos, de las bodas y funerales a las coronaciones y los jubileos, de plata, oro o diamantes, con numerosas tradiciones inventadas. Cuanto más visible fuera una familia real, en esos ritos divulgados en la prensa –luego en el cine y más tarde en la radio—, mejor para su causa. Semejantes escenificaciones no estaban reñidas con el ejercicio del mando por parte del monarca, aunque, como había teorizado el ensayista británico Walter Bagehot en 1867, no le conviniera implicarse en las pugnas partidarias, porque ese desgaste cotidiano le arrebataría su dignidad y su misterio: “Su puesto debe ser elevado y solitario”, advertía Bagehot, “parece mandar, pero jamás parece luchar”. A la larga, en Europa sólo sobrevivieron aquellas coronas que se avinieron a convivir con la democracia y se conformaron, de buena gana o a su pesar, con el desempeño de tareas representativas.[16]

La de Alfonso XIII no constituyó, en absoluto, un caso excepcional. Devino con su mayoría de edad en 1902 una monarquía escénica, que aunó los ceremoniales palatinos con una gran visibilidad en giras e inauguraciones, y se embarcó en proyectos nacionalistas que le asignaban una influencia decisiva en el rumbo de España. Contra lo que han afirmado buena parte de sus estudiosos, el reinado alfonsino no estaba destinado al fracaso desde sus comienzos, ya que atravesó periodos muy diferentes, duró casi tres décadas y adoptó sucesivas soluciones al correr de los años, algunas con bastante éxito. En su etapa inicial, los mensajes españolistas exaltaban al joven rey como el regenerador del país tras la humillación que había acarreado la derrota ultramarina en la guerra con Estados Unidos de 1898, conocida como el desastre. Su quehacer protocolario se veía acompañado por una actividad política incesante, tanto dentro como fuera de España, compatible con el mantenimiento del ordenamiento constitucional y con las reglas del turno –establecidas en décadas anteriores— entre el partido liberal y el conservador, cada cual con sus ideas particulares acerca del rol que correspondía al monarca. Esa vocación regeneracionista aceptaba las exigencias del ejército, con el rey-soldado o soldado-rey de su parte, y buscaba tanto el avance económico como el logro de una categoría aceptable para España dentro de la arena internacional, lo que suponía asumir una nueva coda colonial en Marruecos. Y pareció valer también para encontrar acomodo a opciones democráticas y hasta entonces marginales, como el catalanismo y la reformista de raíces republicanas. A la altura de 1913, la crisis política marcada por la división de las fuerzas gubernamentales otorgaba a don Alfonso, ungido por el aura de salvador de la patria, más poder que nunca.

Los años de la Primera Guerra Mundial trastornaron esas premisas, con un cierto descuido por la dimensión escénica de la corona y los esfuerzos propagandísticos concentrados en la labor humanitaria que se realizaba en palacio, ligada a la neutralidad española y a su vocación mediadora. Al mismo tiempo, el rey se alejaba de los proyectos regeneradores –pero liberales— que le habían alentado en sus primeros pasos para deslizarse, como otros dirigentes europeos de la época, hacia posturas contrarrevolucionarias y cada día más cercanas al autoritarismo, del brazo de su ejército y de los sectores derechistas y confesionales de su entorno. Las revoluciones rusas de 1917, las protestas obreras y el derrumbe de tantos tronos seculares al final de la contienda le afectaron sobremanera. Más todavía, un nuevo desastre imperial, esta vez en África, asestó un mazazo a su prestigio, ya tocado por sus continuas injerencias en un tablero partidista atomizado y por rumores acerca de sus comportamientos inapropiados y sus corruptelas. El golpe de Estado del general Primo de Rivera contó pues con su aquiescencia y propulsó una nacionalización monárquica más intensa, en la que don Alfonso redobló sus apariciones públicas afines a un nacionalismo católico y anticatalanista, dictatorial y cuartelero, que se volcó en grandes festejos y exposiciones internacionales. Lo cual, aunque sonase paradójico, redujo a su mínima expresión la capacidad política del soberano. Hasta que decidió prescidir del dictador y regresar a la normalidad constitucional, un empeño que se mostraría inviable para una figura poco respetada y herida por la experiencia autoritaria, carente ya de potencia integradora. Aquel proyecto nacionalista y reaccionario que presidió su crepúsculo, el de esa España que tachaba a sus enemigos de antiespañoles y se refugiaba bajo el manto de la virgen del Pilar, culminaría ya sin su concurso.

Alfonso XIII junto al general Primo de Rivera a la vuelta de su viaje a Italia en 1923

 

[1] Antonio Goicoechea, “Alfonso XIII, Figuras de la raza. Revista Semanal Hispanoamericana, nº 21, 31.3.1927, cita en p. 25.

[2] El relato se basa en los de Ortiz de Urbina (1941), Quintanar (1955) y Cortés-Cavanillas (1966). Véase también Cayetano Luca de Tena, “En Roma, tras los recuerdos de Alfonso XIII en el 30 aniversario de su muerte”, Blanco y Negro, 20.2.1971, pp. 38-63.

[3] El poema, de 1912, en Machado (1981), pp. 213-215.

[4] Cita en Ramón (2014), p. 282. También Ramón Salanova,  “S.M. el Rey Don Alfonso XIII, devotísimo de la Virgen del Pilar”, Abc, 12.10.1969.

[5] González Calleja (2003). Acción Española, en González Cuevas (1998), pp. 146-164.

[6] Véanse, por ejemplo, Abc y La Vanguardia Española, 1-4.3.1941. José A. Giménez Arnau, “Don Alfonso XIII”, Legiones y Falanges, 6 (4.1941), pp. 9-10 (cita en p. 10). Segura, en Abc, 4.3.1941.

[7] Ortiz de Urbina (1941). Quintanar (1955). Blanco y Negro, 20.2.1971, pp. 47-50 y 60-63. Agustín de Foxá, “Romance del Rey muerto” (1941), reproducido en Abc, 13.1.1980. AESI-A Fondo Bética, Personas Ulpiano López. “Fallecimiento del Rey de España Alfonso XIII”, AGSMR.

[8] Vallotton (1945), p. 216. Villares (1948), p. 42. José María Pemán, “Alfonso XIII, el pueblo y los intelectuales”, Abc, 28.2.1963.

[9] Sobre las diversas tesis y polémicas acerca de Alfonso XIII, que se resumen a continuación, véase Moreno Luzón (2003). Las citas, en Vallotton (1943, 1945), xv; y Seco (1969, 1992), p. 172.

[10] Cita en Cortés-Cavanillas (1966), p. 82. Churchill (1960).

[11] Citas en Miguel de Unamuno, “El dilema”, España, 19.5.1923, en Unamuno (1977), p. 357; y en Indalecio Prieto, “Una sublevación de real orden” (1923), en Prieto (1990), 2, pp. 137-141.

[12] Cita en Villares (1948), p. 38.

[13] Citas en Carr (1966, 1992), p. 505; y Tusell (1987), p. 267.

[14] Sobre las posibilidades de la historia biográfica, véase por ejemplo Burdiel y Foster (2015). Cannadine (1987, 1992).

[15] Anderson (1983, 1993), pp. 123-160. Langewiesche (2012), pp. 119-132.

[16] Sobre monarquías escénicas (performing monarchies), véanse Cannadine (1983, 1992), Van Osta (2006) y Moreno Luzón (2013). Cita en Bagehot (1867, 2010), p. 56.

Alfonso XIII retratado por Modesto Teixidor (fecha desconocida), retrato encargado por la Asociación de Navieros y Consignatarios de Barcelona (foto: Francisco Villanueva/Patrimonio Nacional)
Índice de la obra
Introducción

Bajo el manto de la virgen
El rey patriota

1.  Esperanza de la patria

Monumento nacional
El espectáculo de la jura
Comienza la regeneración
Un joven del desastre

2.  Algo más que un árbitro

Aquel consejo
Soberanía compartida
Cómo se elige a un jefe
Reformas imposibles

3.  Fiestas reales

Los días del rey
Capilla pública
Gente de palacio
Una boda sonada

4.  La magia del viaje regio

Heroínas y héroes
De gira por España
Experiencias monárquicas
Conde de Barcelona

5.  Patrimonio nacional

Culto al genio
La imagen de la nueva España
Turismo patriótico
Sitios reales

6.  Embajadas

Nueve reyes
La entente
Entre Portugal y Marruecos
Rey de las Españas
La otra América

7.  De uniforme

Se le hizo piel
Jurar bandera
La nación militar
Exploradores

8.  Salvador de España

Sancho Alegre
La nueva Inquisición
Un rey demócrata
El momento reformista
Centro de la vida política

9.      Prince de la pitié

Españoles sin patria
Archivo de las lágrimas
La reina enfermera
Mediación frustrada
Gran Cruz

10. Ni guerra ni revolución

Rusia
Neutralidad a ultranza
Gobierno nacional

11. Sagrado Corazón

Día de la Raza
La fiebre wilsoniana
Unión monárquica
Jesús reina en España

12. Los españoles y la corona

Un país legendario
Cosas que pedir a los reyes
Sportsman
De Santander a Deauville

13. Cid Campeador

El sepulcro del guerrero
Impulsiva caballería
Reconquista y venganza
Responsabilidades

14. Contra el Parlamento

Córdoba
Todo por el orden
Las derechas
Concentración liberal
El rey, ¿dictador?

15. Campeón de la nueva cruzada

Las dos Romas
El rey tergiversa
Desenmascarado

16. Patria, Dios, Rey

Fuego de campamento
Futuros ciudadanos
Un ejército victorioso
Coronaciones

17. Escaparates de España

Veinticinco años
Una ciudad ideal
Barcelona, urbe española
Sevilla regia

18. Alfonso se queda solo

La madre
Dilemas constitucionales
Conspiradores y agraviados
Marea antialfonsina
La derrota final

Epílogo

No se ha ido, lo hemos echado
La monarquía que fue, y la que no

Fuente: introducción (parcial)  e índice del libro de Javier Moreno Luzón El rey patriota: Alfonso XIII y la nación (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2023), pp. 15-20

Portada: Los reyes Alfonso XIII y Victoria Eugenia con el general Primo de Rivera en la inauguración de la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1928

Ilustraciones: Conversación sobre la historia y procedentes del libro

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