Las transformaciones que siguieron al Plan de Estabilización de 1959 exigieron la adaptación constante de la lucha contra el franquismo. Las limitaciones impuestas por la lógica bipolar de la Guerra Fría y la capacidad represiva del régimen se combinaron con los efectos ambivalentes que sobre la sociedad española tuvo el desarrollismo. A la vez que generaron nuevas condiciones de posibilidad para el crecimiento de movimientos sociales muy beligerantes, estimularon hábitos hostiles a los cambios políticos intensos. La tensión entre ambos polos fue prefigurando las posibles salidas de la dictadura. Ante este escenario móvil los partidos del antifranquismo trataron de regular sus aspiraciones y estrategias, así como algo más complicado: el ritmo al que desplegar prácticas e iniciativas, la gestión de un tiempo político que también lo era de vida. Impasse, precipitación, espera o anticipación fueron respuestas múltiples a un tiempo al final demasiado largo, sobre todo cuando se vivió allí donde más lento discurría, en la cárcel. Aquel tiempo lo protagonizaron militantes de distintas tendencias políticas, especialmente de la tradición comunista: personas únicas atravesadas por la historia, que en algún momento lograron embridarla. La historiografía académica ha mostrado dificultades para dar cuenta de estas vidas comunes y grandes. Otras formas de aproximación al pasado lo han logrado a veces, arrastrando, no obstante, otros problemas. En este artículo el historiador Juan Andrade reflexiona sobre todo ello al hilo del último libro de Enric Juliana.
Juan Andrade
Autor entre otros libros de «El PCE y el PSOE en (la) transición» (Siglo XXI, 2012, 2015)
Universidad Complutense de Madrid
Enric Juliana ha escrito un libro de historia. El libro se centra en la vida de Manuel Moreno Mauricio, militante comunista a quien conoció y admiró. La trayectoria de Manuel Moreno sirve a Juliana de eje narrativo para ir articulando planos de la historia de España, con referencias constantes al contexto internacional. De fondo, varias tesis del autor: el impacto del desarrollismo franquista en la configuración histórica de este país, la difícil adaptación de la lucha antifranquista a sus efectos y el encaje más o menos equilibrado que, a su entender, se produjo en la transición entre ambas realidades para generar un bienestar hoy en peligro. En el trasfondo del libro hay varios debates (políticos, antropológicos, existenciales) que han atravesado la contemporaneidad. Juliana los recrea en la voz y en la experiencia de sus protagonistas, donde cobran autenticidad. Los podríamos traducir al lenguaje más abstracto de las ciencias sociales: la tensión entre la acción política y el peso de las estructuras, la conexión entre tiempo histórico y tiempo vivencial, las relaciones (o fusiones) entre vida personal y compromiso político o los vínculos entre individuo y comunidad. En la superficie está lo más interesante del libro: la multitud de acontecimientos, ambientes, situaciones y emociones que Juliana no solo narra con pulso de cronista avezado, sino que dota de significado en términos históricos y culturales. El final de la Guerra Civil, la huida de un campo de concentración, los periplos por el exilio y las conferencias internacionales en el ocaso de la Segunda Guerra Mundial, la lucha clandestina en España, la guerrilla, delaciones, caídas, juicios sumarios y años de cárcel, debates e ideas en formación, entusiasmo y desesperación, vínculos afectivos que se traban, relaciones que se rompen y mentalidades que chocan, acuerdos diplomáticos, trasformaciones económicas y el surgimiento de movimientos sociales, transiciones, transacciones y transformismos, memorias y evocaciones. La historia en vida y las vidas atravesadas por la historia.
El libro tiene tramoya y estilo, diseño arquitectónico y elementos en fachada que no son simplemente decorativos, sino parte esencial de la obra. La arquitectura del libro se levanta sobre la tensión entre dos militantes del PCE, Manuel Moreno y Ramón Ormazábal, ambos presos antifranquistas en el Penal de Burgos. Según Juliana, personifican, respectivamente, dos tendencias o dos almas que atraviesan la estrategia y la mentalidad de los comunistas en concreto, pero también de todo aquel que quiere intervenir en política con ambición. Manuel Moreno representa la apuesta por una acción medida y gradual, ajustada a la fuerza de la dictadura, al peso de la Guerra Fría y a los cambios del incipiente desarrollismo. Ormazábal encarna la apuesta por una acción resolutiva y arriesgada, que confía en la capacidad de imponerse a las dificultades del momento por el empuje que recibe de una fuerza mayor, la fuerza moral y racional del ideal que la inspira. En la arquitectura del libro Moreno y Ormazábal personifican en los debates del penal de Burgos las posiciones homólogas que en el famoso Comité Ejecutivo de 1964 enfrentarán al “lúcido y prudente” Fernando Claudín con “el voluntarista e impaciente” Santiago Carrillo, o que en la segunda mitad de los setenta enfrentarán a éste (reconvertido a las tesis de su antiguo adversario) con los sectores que cuestionen los pactos de la transición. En el trasfondo está la clásica tensión entre subjetividad y objetividad que atraviesa, vía Hegel, el pensamiento contemporáneo y, de manera particular, Marx mediante, la tradición comunista.
A este juego de tensiones y contrastes se suman otros elementos arquitectónicos, como la alternancia de escalas espaciales: del marco geopolítico de los acuerdos entre España y EE.UU. a la soledad en la celda de una prisión castellana, pasando por el exilio en México, la resistencia en el sur de Francia, los flujos migratorios que atravesaron España de Jaén a Cataluña o las protestas de la gente corriente en las fábricas y barrios de Badalona. Si lo expresamos con prurito técnico, un valor del libro es la conexión entre lo micro y lo macro. El trazado general del libro se dispone en orden cronológico, pero se alterna con frecuentes flash backs y montajes en paralelo. Lo primero traslada al lector, a lo largo de 350 páginas, la sensación de amplitud de la vida de Manuel Moreno y la prolongación de la dictadura. Las alteraciones reflejan los momentos de intensidad y encrucijada que esa vida larga y esa dictadura extenuante experimentaron o pudieron experimentar.
El estilo es el característico de Enric Juliana. Frases cortas apenas adjetivadas que se suceden para atrapar una sustancia y esbozar con pocos trazos un cuadro complejo y amplio. También para dar sensación de motilidad, generar expectación o resultar asertivo. Imágenes cargadas de sentido, metáforas sugerentes y anécdotas con fuerza de categoría componen el lienzo.
El libro está liberado del aparato crítico característico de la Historia que podríamos calificar de “académica” o “científica”. No hay, porque no se ha pretendido, notas a pie de página que den soporte documental a lo que se dice, remisión directa a fuentes bibliográficas o de archivo. El libro pretende otra forma de conocimiento histórico, y, por tanto, no se le puede juzgar con esos patrones. Sus recursos y carencias componen un artefacto que funciona bien, emparentado con varios géneros que se hibridan: la novela, la crónica periodística o el ensayo histórico. Su verdad radica en su verosimilitud, pero, en última instancia, en el acto de fe que se le pide al lector.
La lectura del libro de Juliana ofrece una buena oportunidad para pensar, en el marco de esta revista de Historia, sobre la producción del conocimiento histórico, sobre el fructífero diálogo entre la Historia como disciplina reglada y otras formas muy útiles de aproximación al pasado, sobre los límites y posibilidades de la una y las otras. En la disciplina de la Historia el aparato crítico y el sistema probatorio son una carga que ralentiza el trabajo, pero que dan seguridad y veracidad a las afirmaciones que se hacen. En algunos libros académicos no solo son una carga, sino un peso muerto que no les permite llegar a ninguna parte. En otros, una coartada para justificar a posteriori ideas preconcebidas. Las formas o géneros que se aproximan al pasado prescindiendo de este aparato crítico y de este sistema probatorio permiten ir más rápido y, a veces, más lejos; pero también son más propensas a resbalar o estrellarse en su intento de aproximación.
El libro de Juliana llega lejos y, sobre todo, llega a lugares recónditos, a recovecos muy interesantes que están más allá de las fuentes, pero a los que solo se puede llegar desde ellas. Por eso hubiera estado bien que las explicitase con cierta frecuencia. En el estilo culto y personal de Juliana radica la fuerza del libro. Sirva de reflexión general para la escritura de la historia que la voluntad de estilo es de agradecer, pero también encierra peligros. A veces el estilo se busca a sí mismo y se evade de la historia, el recurso literario efectivo puede derivar en efectismo y la realidad compleja que suele condensar una imagen sugerente puede quedar ensombrecida u oculta tras ella.
La arquitectura y el dispositivo narrativo del libro, tan funcionales y atractivos, también tienen límites. Las polaridades son útiles no cuando expresan posiciones extremas, sino campos opuestos de atracción, entre los que suele bascular una misma tendencia o persona. En la vida de Manuel Moreno también hubo momentos de impaciencia y acciones resolutivas, como nos cuenta el propio Juliana. Y en la vida de Ramón Ormazábal también hubo estudio, un tiempo más lento de reflexión y apoyo a políticas muy contenidas, como han contado otros historiadores. Sostener la tensión entre una polaridad es complicado. En la tradición marxista de la que habla Juliana lo llaman dialéctica.
Por otra parte, la polaridad, los dualismos y las tensiones binarias a veces no son suficientes para explicar las opciones políticas, las encrucijadas estratégicas o las pulsiones vitales. La realidad, más que binaria, es poliédrica y de las disyuntivas no solo se puede salir con el triunfo de un polo o con una síntesis de ambos, también con una alternativa. Junto a los polos enfrentados de Santiago Carrillo y Fernando Claudín hubo en el PCE otras figuras de talla intelectual, poniendo matices a debates del momento, parándose a pensar sin dejar de actuar, creado cultura y pensamiento alternativos, sufriendo, también, mucha frustración e impotencia. En el exilio, por ejemplo, tenemos a Adolfo Sánchez Vázquez. En el interior, especialmente, a Manuel Sacristán. Es contradictorio que en la página 35 se califique a Manuel Sacristán como “el principal teórico marxista que ha tenido España” y que luego, en la recopilación bibliográfica que ha servido al autor para contar y analizar los hechos, aparezcan Carrillo y Claudín, pero no Sacristán, que también los vivió y escribió sobre ellos.
Por otra parte, las posiciones, cuando se polarizan en su representación, pueden resultar algo exageradas. Carrillo tampoco era tan ingenuo como para pensar que se pudiera tumbar al régimen con una gran huelga convocada por su partido de un día para otro. Es verdad que en los sesenta sus análisis infravaloraban la fuerza del régimen y que en su propuesta sobrevivía el mito de la huelga como acción puntual y resolutiva. Pero no lo es menos que muchas de estas convocatorias tenían por objeto servir más bien de estímulo y revulsivo a una militancia muy sufrida, y que, a la postre, la llamada Huelga Nacional Pacífica (o política) se entendió más bien como una prolongación, generalización, intensificación y articulación de conflictos múltiples con los que colapsar la dictadura. Ese colapso nunca tuvo lugar, pero en algunos momentos de aquel año de 1976 -en el que España fue el país de Europa con un mayor número de conflictos laborales, tan politizados todos ellos- no estuvo tan lejos. Ha sido exagerado tachar de visionario a un Claudín que formuló sus análisis en 1964, y cuya prospectiva, que no trazó para tanto tiempo, luego se ha tratado de preservar de contingencias que pudieron sobrevenir y de la acción política que se fue desplegando en una dirección que rebasó sus cálculos iniciales.
Finalmente, los extremos de una comparación a veces no son tan distintos. El esquema de Carrillo para el cambio en España no distaba tanto, en su lógica interna, del de Claudín, por más que el de este fuera más ajustado al momento y se expresara de manera más refinada. Ambos bebían de una concepción etapista y finalista de los procesos sociales, muy propia del marxismo canónico de la época. Contemplaba un destino final a partir del cual se deducían retrospectivamente las fases que debía sucederse para llegar hasta él. Carrillo quería enlazar lo más rápido posible la crisis del régimen (que nunca terminaba de llegar) con una democracia avanzada. La vía debía ser un proceso de ruptura democrática propiciado por esa gran huelga nacional. De ahí luego se podría dar el gran salto al socialismo. Claudín constataba que el régimen era más compacto de lo que se pensaba y que el desarrollismo le permitiría construir nuevos consensos pasivos, además de generar tendencias culturales hostiles a los cambios bruscos. En eso llevaba razón. Pero su propuesta de cambio no hacía sino prolongar las etapas de las que hablaba Carrillo y, sobre todo, sumar una más, una etapa previa en la que la oposición tendría que negociar con el régimen el paso a una democracia lo más homologable posible a las europeas, para, desde ahí, saltar luego a esa democracia avanzada y, desde esta, al socialismo. Las mismas “cuentas de la lechera reformista” a las que se refería Sacristán en los años en los que ambos antagonistas, Claudín y Carrillo, convergieron en un eurocomunismo muy a la española, para al final llegar al mismo lugar y no tan lejos, a la órbita de la socialdemocracia, del PSOE. El “paciente” Claudín lo hizo antes y de forma directa. El “impaciente” Carrillo, más tarde y con sus maneras oblicuas. Ambos se incorporaron de un modo u otro al panteón nacional de la nueva democracia. Juliana matiza, problematiza y cuestiona con frecuencia la formación de este canon, pero no nos saca de él.
En el libro están muy bien descritos el despliegue y el impacto del desarrollismo, pero la atracción que Juliana siente por algunos técnicos que lo diseñaron resbala a veces hacia una idea que, a la postre, estos han reivindicado. A saber, que las transformaciones acometidas por el franquismo a partir de 1959 generaron la base material que hizo posible la democracia. La archicitada frase de Fabián Estapé, “La democracia vino en el seiscientos”, condensa la vieja idea mecanicista de la transición como ajustamiento de las formas políticas a una sociedad ya modernizada, que necesitaba liberarse del corsé de la dictadura para actualizar las potencialidades adquiridas en ella. El párrafo tan lúcido con el que Juliana arranca el libro promete una tensión, que cuesta sostener, entre la política y la historia, entre la acción y las estructuras: entre las estrategias de los partidos y movimientos sociales de oposición a la dictadura, por un lado, y la fría geopolítica, la fuerza bruta de la dictadura y las nuevas condiciones sociales y culturales del desarrollismo, por otra. La idea más interesante de una acción política que, ajustándose a las tendencias de época, las contagia de su esencia, las acelera o las hace virar, cede lugar en el libro a la idea más básica de la inevitable -y, por tanto, estimable- adaptación de los proyectos políticos a esas tendencias estructurales. El mismo Juliana que cuestiona la creencia de algunos comunistas en que su acción triunfaría porque se disponía en el sentido racional de la historia, parece abogar por la adaptación a otra suerte de racionalidad histórica: la de la modernización capitalista de la sociedad de consumo, que debería ser gestionada por un sistema parlamentario y complementada con medidas de bienestar social. Juliana identifica acertadamente una línea de continuidad entre la política económica del Plan de estabilización de 1959, los Pactos de la Moncloa de 1978 y otros momentos decisivos de la política económica de la España democrática, entre los que podrían citarse, en primera instancia, los programas de ajuste y reconversión de Miguel Boyer y Carlos Solchaga en los ochenta y noventa. El problema, a mi modo de ver, es que identifica esa línea de continuidad como una línea de racionalidad histórica, que trata de remontar, además, a la República. Juliana reivindica y demuestra la ascendencia que Joan Sardá tuvo en el diseño del plan de estabilización del 59 y los planes posteriores de desarrollo. Elabora un retrato rico y apasionado de esta figura excepcional del republicanismo catalán. Al hacerlo sugiere la idea de que Sardá trasladó la pericia técnica del mundo de la República y hasta su espíritu modernizador a la política económica franquista, aunque fuera a pesar de los franquistas. Sin embargo, el proyecto de la República, incluso en sus versiones más liberales y moderadas, era otra cosa.
El libro de Juliana trata de tres cuestiones centrales, del tiempo, la política y la prisión. El comunismo es una tradición de tiempos cruzados y contradictorios. El comunismo nace como impaciencia frente a los tiempos lentos decretados por los teóricos alemanes de la Segunda Internacional. El tiempo de la acumulación progresiva de reformas parciales decretado por Eduard Bernstein. Y el tiempo episódico de Karl Kautsky, que solo podría acelerarse cuando se hubiera recorrido una larga etapa previa. Los bolcheviques se saltaron hacia adelante la larga fase de desarrollo burgués establecida por Kautsky. El comunismo se concebía a sí mismo como la quilla de un barco al que favorecía, pese a tormentas y oleajes, el viento de cola de la historia. Pero también como la liberación del peso secular de la misma, como fundación de un tiempo nuevo, como trascendencia. El comunismo nació como aceleración, pero se modeló como parón o impasse. La revolución mundial que pretendía desencadenar Lenin se abortó a comienzo de los años veinte en toda Europa, y los comunistas se vieron arrojados a otros tiempos: el de la acumulación de fuerzas para una nueva embestida, el de la ocupación del lugar de la socialdemocracia para acelerar sus tiempos lentos, o el más lento de todos los tiempos, el de una larga condena en prisión. Antonio Gramsci es la figura central en este momento de impasse. Su planteamiento fue conjugar el tiempo lento de la “guerra de posiciones” con la aceleración que permitiría una “guerra de movimientos”. Y en esa combinación jugaba un papel fundamental la idea de anticipación: el desarrollo de una práctica que expandiera y probase en múltiples y pequeñas escalas, en la sociedad civil, la viabilidad y la deseabilidad del mundo nuevo que se pretendía construir ocupando también el Estado. Esto lo pensó en el tiempo lento de la cárcel.
De la cárcel trata el libro de Juliana, que ha leído a Gramsci. En el penal de Burgos, uno de los más duros de la dictadura, discurren muchos de los episodios apasionantes que narra. Cuenta los seminarios de estudio que los comunistas pusieron en marcha, los clubs de lectura donde leían novelas censuradas por el franquismo (o por la URSS) o las sesiones periódicas de cine. Una universidad en la que formarse para cuando hubiera que intervenir y en la que disfrutar mientras tanto, porque el conocimiento era un valor en sí mismo. Juliana cuenta también los intensos debates de los comunistas en la cárcel de Burgos y cómo el Comité de la organización del PCE en la prisión salía de dudas consultando a las bases. Así lo hizo, por ejemplo, para definir la acción con que afrontar dentro del penal la inminente ejecución de Julián Grimau en 1963. La prisión, espacio por excelencia de supresión de derechos y libertades fundamentales, funcionaba en algunos momentos como un espacio liberado para el ejercicio de la democracia, tan reducida luego no solo en el PCE, sino en todos los partidos de la transición. Juliana va señalando una contradicción fuerte de la tradición comunista, más fuerte en el PCE: su incapacidad para enriquecerse orgánicamente de la multitud de experiencias democráticas, resistenciales o culturales que sus militantes desarrollaban a nivel capilar.
Juliana describe al detalle el sistema de comunas que pusieron en marcha en la prisión. Organizadas en grupos de seis o siete, todos ponían en común lo que recibían del exterior: comida, libros, ropa o dinero que gastar en el economato. Una socialización de bienes de procedencia privada. Los presos médicos habían determinado el nivel mínimo de calorías que debían ingerir según su peso o estado de salud, y un responsable de intendencia de cada comuna acopiaba los bienes y los repartía igualitariamente, es decir, según las necesidades de cada cual. Todo se hacía con organización. Era una puesta en común organizada, una combinación de ética y técnica, es decir, comunismo.
Es loable el rescate que Juliana realiza de una tradición tan rica, diversa y contradictoria como la comunista, a la contra de las simplistas y redundantes crónicas negras sobre el fenómeno, que han hecho un todo de sus reales manifestaciones represivas y autoritarias. Mas, por otro lado, Juliana expresa una oposición fuerte y constante a esta tradición. En última instancia, sostiene que el comunismo es una tradición defendida en muchos casos por buena gente, como los protagonistas de su libro, pero nucleada en torno a ideas inviables o peligrosas. La cuestión es que eso no casa del todo con explicaciones que desarrolla en el libro, por ejemplo, cuando cuenta cómo los comunistas resistieron mejor a la cárcel no solo por apego mental a un ideal abstracto, sino por organizarse técnicamente de acuerdo con ese ideal comunitario más funcional. Se trataría de una de las muchas formas de anticipación del socialismo de las que habló Gramsci, experiencias a escala que, de alguna forma, por remota que sea, alumbraban la viabilidad de su generalización.
A esta idea de anticipación se podrá oponer que lo que resulta funcional para resistir en la cárcel no lo es para organizar un Estado; que lo que ayuda a sobrevivir en condiciones extremas no sirve para vivir bien en condiciones normales; o que, como nos explicó Aristóteles hace siglos, la Polis no se puede gestionar como el oikos. Sin embargo, llama la atención que, desde los discursos de la modernización, con su semántica sobre la creatividad, la experimentación o la potencia del estudio y el trabajo de laboratorio, no se contemple, como caminos a recorrer, las vías abiertas por una constelación de experiencias de organización y gestión, de creación de instituciones democráticas o producción de bienestar social, más históricas que ideales. Entre estas están no solo comunas carcelarias o pequeñas redes de apoyo mutuo, sino la gestión de grandes cooperativas, municipios, regiones y gobiernos nacionales en coalición que, fuera de la órbita del Socialismo Real y durante el largo ciclo de postguerra, se desarrollaron también desde esa tradición comunista. Juliana se hace eco de esa constelación, pero niega que, a partir de ella, ni con creatividad, ni con auto-revisión, ni con estudio, se pueda pensar en construir otro sistema. Para él la tradición comunista cumplió una función loable como ariete con el que tumbar el bastión de la dictadura, pero para abrir paso a las tendencias racionales de la modernización susodicha. En todo caso, el movimiento comunista desempeñó para él otra función estimable, como elemento correctivo de las posibles derivas antisociales de esta racionalidad. Por eso su reconocimiento al PCE lleva implícito el aplauso al partido que se inmola por esas causas en la transición. Y por eso rinde un homenaje profundamente ético, pero políticamente parcial – en cualquier caso, personalmente honesto – a muchas de las figuras del PCE/PSUC que conoció, sobre todo a muchas personas comunes que no lo han recibido ni de las instituciones del Estado ni de los cenáculos culturales y mediáticos.
El libro de Juliana tiene virtudes que pueden ayudar a los historiadores a reflexionar sobre su oficio. En este oficio abundan las historias que hablan de la condición humana, pero son pocas las que logran penetrar en la gente, o siquiera tocarla. Lo bueno del libro de Juliana no es cuando el autor utiliza las figuras Manuel Moreno o Ramón Ormazábal como personificaciones de tendencias políticas. Resulta más interesante cuando los caracteriza como tipos antropológicos o representantes de una generación militante; pero sobre todo cuando cuenta sus vidas excepcionales y los retrata como personas únicas atravesadas por la historia y en combate con(tra) ella. La historia académica ha purgado su otrora propensión a la épica en pos de un necesario enfoque desmitificador, capaz de percibir los claroscuros o ambivalencias de la vida social. Pero este enfoque se viene inflamando y forzando por un anhelo de cientificidad y formalidad. Muchas narrativas académicas se vienen reduciendo a una retórica -o bien descreída o bien entusiasta de personajes medios y mesurados – incapaz de percibir la influencia histórica de las acciones sociales alimentadas por la honestidad personal y colectiva, e incapaz de percibir las vidas grandes, realmente históricas, de mucha gente común. Lo mejor del libro de Juliana es la narración y el reconocimiento de estas vidas.
Reseña de Enric Juliana, Aquí no hemos venido a estudiar, Barcelona, Arpa Editores, 2020, 360 pp.
Fuente: Segle XX, Revista catalana d’història, 13 (2020), pp. 338-344
Portada: grupo de reclusos de la Prisión Central de Burgos durante la visita del pianista José Iturbi, en noviembre de 1957 (foto: Todos los Nombres). Esta foto se realizó el mismo día que otra, correspondiente a la misma secuencia, que aparece en el libro de Juliana y que procede de la colección de PereRuzafa.
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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