Historia con memoria de las revoluciones.  Una verdad incómoda[1]

Raimundo Cuesta 
Fedicaria-Salamanca

 

Volver la mirada crítica hacia el pasado de los grandes y polimorfos fenómenos revolucionarios de la era Contemporánea no deja de ser un asunto engorroso que comporta un compromiso intelectual lleno de zozobras y perplejidades, porque, como sostiene Arno J. Mayer, “entre luces y sombras, las revoluciones continúan siendo una de las cuestiones históricas y políticas más incómodas” (2014, p. 42). En efecto, su colosal trabajo de prospección sobre las tempestades de sangre y fuego desatadas a consecuencia de ellas esculpe un friso de contradicciones imposible de explicar y valorar fríamente acudiendo en exclusiva a las armas metodológicas de los cultivadores de Clío. En realidad, y sea cual fuere nuestra profesión, esos jalones de la modernidad han empapado las vidas y pensamientos de hombres y mujeres durante el siglo XX, bien sea para atisbar un fanal de promesas y de esperanzas o bien sea para abominar de su misma existencia y posterior legado.

El reciente libro Revolución. Una historia intelectual criatura de la pluma de Enzo Traverso (2022) sirve de fuente principal a mi reflexión y glosa acerca del tema abordado. Su autor es uno de los escasos historiadores lúcidos de nuestro tiempo capaces de proyectar una luz omnicomprensiva y universal sobre el mundo contemporáneo. De origen italiano, en él se cumple la materialización de un pertinaz nomadismo, de una vida académica y política que va de una orilla a otra del Atlántico, representando de esta guisa el paradigma, tan olvidado en nuestro tiempo, del intelectual que combina una vocación global y un indesmayable espíritu crítico, vertido en textos que se han pergeñado en muy distintos países y lenguas. Si fuera menester ofrecer una brevísima síntesis, a modo de ráfaga iluminadora inicial, se podría afirmar que este libro contiene una memoria recapituladora y un análisis valorativo principalmente acerca del ciclo de revoluciones que se remonta a 1789, esas convulsiones y grandes hitos de la modernidad que constituyen “la respiración de la historia” (Traverso, 2022, p. 23) o “arrebatadores momentos de inspiración” (Trotski, 1978, p. 349). La disección y crítica del pensamiento que las inspiró y la evaluación de los sujetos históricos, individuales y colectivos, que las protagonizaron se alzan como la diana de este ambicioso, y en algunos aspectos, discutible empeño de interpretación histórica.

Jean-Baptiste Lallemand, toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789, Musée Carnavalet (Wikimedia Commons)

Revolución. Una historia intelectual es un texto frondoso y profundo que se fraguó y benefició del involuntario pero “útil” enclaustramiento de su autor en Ithaca (Estado de Nueva York), causado por los estragos de la pandemia de la COVID-19. No quiero desvincular del todo esta glosa mía de otro libro suyo (Melancolía de izquierda. Después de las utopías), que data de 2019 y anuncia la problemática, los contenidos y el método de aproximación a la vertiginosa e intermitente historia de las revoluciones. Fíjese quien esto lea que en el subtítulo de la edición española reza “después de las utopías”, donde en la versión inglesa pone marxism, history and memory.  Ambos libros se escribieron tras el naufragio y los consecuentes pecios flotantes a la deriva de la experiencia comunista, aunque nuestro historiador no da por consumado el entierro definitivo de las utopías porque su quehacer se inspira, en parte, en la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch a la hora de sostener que el impulso liberador y los sueños humanos de emancipación persisten por más que sus concreciones y experiencias históricas, sobre todo las del comunismo en el siglo XX, representen la evidencia de una lacerante frustración. No obstante, considera obligada la crítica histórica de las revoluciones y sus frutos contradictorios, si bien simultáneamente propugna la pertinencia de mantener viva la memoria de las pulsiones, experiencias y luchas de las clases trabajadoras en pos de un mundo mejor que, en su opinión, deben hoy pasar a formar parte del bagaje de la futura construcción de una nueva “imaginación revolucionaria”.

Ya en su ensayo titulado Melancolía de izquierda apostaba por le pari mélancolique (la apuesta melancólica) promovida por Daniel Bensaïd (2010). Melancolía de izquierda, Linke Melancholie, fue le designación que Walter Benjamin utilizó, en la época de la República de Weimar, para desacreditar las posiciones de escritores izquierdistas y vanguardistas de la nueva objetividad, tales como como Kurt Tucholsky o Eric Kätsner. De los poemas de este último afirma que se parecen más a los cólicos intestinales que a la revolución, porque desde siempre el estreñimiento y la melancolía estuvieron asociados (Benjamin, 1931). ¡Quién lo diría! Pero al final El propio Benjamin y, tras su estela, Traverso caerían de lado de los estreñidos. En efecto, la “melancolía”, ese particular estado del alma tuvo inicialmente unas connotaciones peyorativas (pasividad, sumisión, sentimiento de impotencia), que, no obstante, el pensador alemán luego busca modificar radicalmente otorgando al término una renacida potencialidad heurística cuando, en una pirueta de cambio brusco de rumbo, vincula la “melancolía de izquierda” a una lectura renovada del pasado en clave de recuerdo y redención de las luchas  evolucionarias, viraje semántico que nuestro historiador incorpora a su propia obra como él mismo reconoce (Traverso, 2019, pp. 100-101).

Así pues, en ese texto pionero y embrión del que ahora comentaré con más extensión, la solidaridad con las ilusiones de los que participaron en las esperanzas revolucionarias se verifica en forma de memoria y melancolía: “melancolía significa memoria y conciencia de las potencialidades del pasado: una fidelidad a las emancipatorias promesas de la revolución, no a sus consecuencias” (Traverso, 2019, p. 107). Afirmación, como luego se verá, que no deja de ser una salida por la tangente porque eso de hacerse cargo solo de las promesas y no de las consecuencias suena a querer escapar de las responsabilidades de cada cual por haber depositado ilusiones desmedidas e infundadas en ideas y personas que malograron los deseos revolucionarios.

Mijaíl Cheremnyj y Viktor Deni, «El camarada Lenin barre la escoria de la Tierra», cartel soviético. 1920.

Nuestro autor pretende hacer una historia atenta a las nociones y conceptos inspiradores de la acción de los protagonistas del fenómeno estudiado, aunque sin excluir una memoria crítica que busca explorar los sentimientos y experiencias de los sujetos individuales y colectivos del pasado revolucionario. En todo caso, por encima de cualquier reproche o reserva, afortunadamente en el nuevo libro la “melancolía”, concepto de un campo emocional ambiguo y polisémico donde los haya, deja ser foco de atención prioritario en favor de la memoria crítica, de eso que me gusta llamar historia con memoria.

“No he escrito este libro como un testigo y tampoco para reconciliarme con el pasado; no adopto una actitud de arrepentimiento ni procuro ajustar cuentas con adversarios o críticos. Simplemente, me siento parte de la historia que cuento, cargada como está de utopías, generosidad, fraternidad y grandeza, pero también de errores, ilusiones, engaños y, a veces, monstruosidades” (Traverso, 2022, p. 5).

La quintaesencia de ese pasado que no pasa, que no puede quedar inadvertido y olvidado es la encarnación del ideal revolucionario en los diversos ensayos del comunismo tras la Revolución soviética. Si bien Traverso se refiere a la revolución como persistente aspiración humana e interrupción del curso de la historia, su marco temporal y reflexivo queda directamente adherido al hito insurreccional bolchevique que impregna de luces y sombras la totalidad del “corto siglo XX” (1914-1991). Ello no obsta para que una y otra vez, regrese a 1789, 1848, 1871, los grandes jalones revolucionarios europeos que abren una nueva generación de estremecimientos sísmicos de la pasada centuria alentados y cobijados bajo la bandera del comunismo y cuyas sacudidas alteran el orden establecido a escala mundial (Rusia, China, Cuba, Vietnam, etc.). Se diría que su deuda, nada ajena a su primera militancia política en el marxismo “operario” italiano y en su cercanía a Trotski, se reviste de una historia crítica del movimiento comunista, de sus ideas y prácticas, de los intelectuales marxistas que participaron en las soberbias mutaciones del siglo pasado. Al respecto, la coexistencia de juicios encontrados atraviesa su obra a modo de llave maestra que trata de abrir e iluminar la explicación de lo a veces inexplicable. Justificando su punto de vista, logra evitar tanto la visión idílica como la catastrofista y, en consecuencia, persigue comprender que la historia del comunismo ofrece múltiples y paradójicas dimensiones dentro de un amplio espectro de luces y sombras (Traverso, 2022, pp. 443-444). Por una rara asociación, la lectura de su visión aporética y en claroscuro de lo sucedido me recuerda el genial comienzo   de Charles Dickens en su novela Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos (…), la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”.

La primavera y el invierno del comunismo, la reunión de contrarios en un mismo movimiento histórico, se resuelve aludiendo a la complejidad histórica de esa magmática y trascendental empresa encaminada a cambiar de raíz el mundo, que finalmente desemboca en criaturas tan dispares que hoy llevan a un sutil historiador como Traverso a sustentar la tesis de que el comunismo del siglo XX ha resultado ser un mosaico formado por teselas distintas y a menudo opuestas. Según él, cabría entender la experiencia comunista del siglo xx con arreglo a cuatro aspectos: 1) El comunismo como revolución; 2) el comunismo como “régimen”; 3) el comunismo como anticolonialismo; y 4) el comunismo como una variante de la socialdemocracia. O sea, se trataría de un fenómeno polimorfo que abarca desde el momento de ruptura revolucionaria en nombre de la lucha de clases, la dictadura del proletariado y la extinción del capitalismo hasta la coyuntura de petrificación burocrática (por ejemplo, en la era de Stalin), pasando por la independencia de las colonias tras la Segunda Guerra Mundial o la “capitulación” reformista de signo socialdemócrata (verbi gratia, el eurocomunismo del Partido Comunista de Italia). Esa pluralidad de encarnaciones y morfologías corre paralela a los virajes doctrinales y a las distintas ubicaciones geográficas e ideológicas del intelectual revolucionario (dentro de los que subraya la importancia de los “judíos no judíos”), tipo humano al que Traverso dedica una parte sustancial de su libro, mostrando una y otra vez cómo navegan entre la ortodoxia de un canon doctrinal marxista prefijado y la heterodoxia de un modo de vida nómada y rebelde.

«Golpea a los blancos con la cuña roja»(1919), obra de El Lissitzky (Wikimedia Commons)

En su monumental trabajo de información y esclarecimiento de las revoluciones el autor enseña sus cartas desde el principio de la partida, sus deudas teóricas más influyentes, Karl Marx y Walter Benjamin, y sus intenciones.

“El objetivo de este libro no es en modo alguno la definición o transmisión de un modelo revolucionario sino, antes que nada, una elaboración crítica del pasado. No apunta, en síntesis, a construir un tribunal póstumo ni un museo, y menos aún una serie anacrónica de instrucciones para el levantamiento armado (…). Si las revoluciones de nuestro tiempo deben inventar sus propios modelos, no pueden hacerlo en una tabula rasa o sin dar cuerpo a una de memoria de luchas de tiempos idos (…). Trabajar con el pasado es inevitable (…). Al provocar el estallido del continuo de la historia, las revoluciones rescatan el pasado. Contendrán en sí mismas-sean o no conscientes de ello- las experiencias de sus ancestros. Esa es otra razón por la que necesitamos meditar sobre su historia” (Traverso, 2022, pp. 41-42).

Ciertamente, la labor de Traverso, consiste en hacerse cargo del pasado de las revoluciones, a la manera de lo que he llamado hacer historia con memoria, esto es, evocar el pasado conforme al caudal de conocimiento científico disponible pero simultáneamente atendiendo a la experiencia del sufrimiento, los recuerdos y las aspiraciones emancipadoras de los seres humanos. Este modo de proceder elimina de raíz la rememoración del tiempo pretérito como algo muerto y acabado y, en cambio, propugna traer el pasado al presente actualizando los deseos de liberación de nuestros antepasados. Tal operación siempre conlleva la conciencia de cierta orfandad y un punto de vacío, una suerte de vislumbre de lo incompleto de la vida humana.

Tan descomunal propósito lo afronta con pensamiento libre, pluma ligera y desparpajo argumentativo, aunque naturalmente parte de su fértil cosecha de especulaciones acarree a veces motivo de disentimiento. En todo caso, en su obra se huye del tono apologético porque no se busca levantar vacuos monumentos a los éxitos revolucionarios, sino escrutar con mirada crítica, aunque a menudo cómplice con las vertiginosas y radicales interrupciones que conmovieron en el devenir del mundo contemporáneo. Marx calificó tales mutaciones del orden social, empleando una potente metáfora ferroviaria muy del siglo XIX, como “locomotoras de la historia”, imagen de la que se vale nuestro autor para dar título a su magnífico primer capítulo. Ese recurso expresivo metafórico sería una plasmación del culto al progreso científico en el siglo XIX y la quintaesencia de una de las dos almas del marxismo, la positivista (la otra fue el voluntarismo), que, una y otra vez, comparece en la historia. El historiador italiano, en cambio, acudiendo a la tesis Sobre el concepto de historia (1940) de Walter Benjamin, se apoya en una cita muy conocida: ‹‹ Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia. Pero quizá las cosas sean bastante distintas. Quizá las revoluciones sean un intento de los pasajeros de ese tren, a saber, de la raza humana, de activar el freno de emergencias›› (citado por Traverso, 2022, pp. 92-93).

Derribo de la estatua del zar Alejandro III en la película Octubre, de Sergei M. Eisenstein (1928)

No es este libro que comento adecuado para quien desee buscar una respuesta rápida, sencilla y rectilínea a las encrucijadas ocasionadas históricamente por los conatos de alteración drástica de la sociedad. El mejor ejemplo lo constituye el capítulo 2 titulado Cuerpos revolucionarios, dedicado, entre otros asuntos, a dilucidar la teoría política del Estado, sus manifestaciones y consecuencias en el modelo de mudanza social ensayado en 1917 y en otros eventos de este tipo. Además de emplear la idea de cultura popular de Mijaíl Batjin (2006) para subrayar la violencia revolucionaria como espectáculo, como dimensión carnavalesca de la fiesta popular, acude a un rico abanico de alegorías y simbolismos que traspasan los capítulos segundo (Cuerpos revolucionarios) y tercero (Conceptos, símbolos y reinos de la memoria), en los que disecciona la vida revolucionaria tomando como referencias, entre otras, la célebre obra de Ernst Kantorowicz (1957) acerca de los dos cuerpos del Rey (el natural, o sea, el que muere con el fin de la vida, y el político que se trasmite hereditariamente y cuyo espíritu se hospeda en sus sucesores). Esa bajomedieval caracterización corporal de la soberanía es herencia teológica (las dos naturalezas de Cristo), pero la representación de la soberanía como un cuerpo humano luego se convierte en lugar común pautado visible ya en la célebre portada del Leviatán (1651) de Thomas Hobbes. En ella el pensador inglés recurre a la metáfora del “hombre artificial” a fin de representar y condensar iconográficamente la naturaleza del Estado soberano encargado de velar por la conservación del orden. Con tal propósito recurre a la tradición emblemática del Barroco y del nuevo espíritu mecanicista del siglo XVII al presentar la comunidad política como un gigantesco cuerpo humano cual maquinaria que en su interior contiene la multitud de los minúsculos cuerpos de sus súbditos (Hernández Arias, 2022).

Posteriormente Traverso combina y completa su escolio e interpretación acerca de la producción intelectual de dichos autores abordando las teorías decisionistas del derecho (la ley nace de la determinación plena y amoral del soberano) y del concepto de lo político y de la dictadura acuñados por el pensador alemán Carl Schmitt, coetáneo de Walter Benjamin, y uno de los padres jurídicos del nacionalsocialismo[2]. Ahí efectúa un intento arriesgado, a saber: relacionar el decisionismo schmittiano, una suerte de “realismo político” ajeno a la ética, con las concepciones y prácticas leninistas sobre la revolución, poco o a nada sensibles al concepto liberal de “soberanía”.

En verdad, como dice, ni Lenin ni Trotski inscribieron la dictadura del proletariado en una teoría general de la dictadura (que, en cambio, sí formuló Schmitt en 1922). Los bolcheviques improvisaron sobre la marcha y convirtieron la dictadura del proletariado en una inflexible “dictadura de partido” (muy ajena, por cierto, a la tradición marxiana) fue más bien producto de las circunstancias de la guerra civil y no brotó de ninguna disquisición teórica preconcebida. En realidad, los grandes dirigentes revolucionarios como Lenin o Trostski, sabían que “la lucha gira toda ella en torno al poder, y es una lucha implacable a vida o muerte. No en otra cosa consiste la revolución” (Trotski, 1978, p. 465).

Por lo demás, frente a las fantasmagóricas y paranoicas concepciones de la violencia revolucionaria como una oscura maquinación de exterminio premeditado e inexorable, cabe subrayar que tanto esa clase de violencia como la contrarrevolucionaria se encuentran profundamente ancladas en la tradición político-cultural de cada caso y, por ejemplo, junto a “la violencia y el terror de las Revoluciones francesa y rusa, tanto en aspectos internos como en su vertiente internacional, es importante recordar que la contrarrevolución no fue inocente, que sin ella no pudieron existir las Furias…” (Mayer, 2014, p. 23). En efecto, durante el transcurso de la historia el peso de las circunstancias a menudo es tan importante o más que el efecto de las ideas sobre los seres humanos. Las fuentes nutricias de las dos grandes revoluciones fueron la Ilustración y el pensamiento de Marx; ni una ni el otro tenían en su programa la aniquilación física de sus virtuales enemigos, como se empeñan en sostener algunos “revisionismos historiográficos” de nuestra época y las luciérnagas (las que brillan en la noche) del pensamiento reaccionario de ayer y hoy.

«Revolucionarios y criminales políticos», grabado de la obra de Cesare Lombroso li Delitto politico e le rivoluzioní, 1890.

Pero la sombra de Carl Schmitt, su Teología política (1922) y sus obras posteriores, ha sido y aún es muy persistente y alargada. Traverso, empero, contextualiza insuficientemente la obra del ínclito jurista alemán en la historia cultural de su tiempo, lo que no le impide adivinar algunos paralelismos o incómodas similitudes con las teorías revolucionarias de izquierda. Por aquel entonces, se vivió la impetuosa y polifacética ola intelectual de la llamada Konservative Revolution (Phelman, 1990; Sebastian, 2022) sobre la que cabalgarán junto a Schmitt algunos ilustres hombres de letras (Oswald Spengler, Werner Sombart, Martin Heidegger, Ernst Jünger, e incluso Thomas Mann y otros), y cuya resaca acabaría arrastrando a la ruina de la República de Weimar y al triunfo del nazismo. Se ha dicho que esta difusa y poliédrica constelación ideológica de conservadores de nuevo cuño (idealistas, románticos, idealistas y vitalistas) coincide en la total falta de respeto por la formas democráticas de acceso al poder, la negación absoluta de la razón ilustrada y la apelación a los valores intangibles y lazos profundos y no racionales, que dan carta de naturaleza a su concepción de Estado y nación, fundamentada en algo parecido a un mitologema originario: el Volkgeist (espíritu del pueblo).

De su parte, nuestro historiador prefiere incidir en la otra cara de esta “revolución conservadora”, a saber, la de los intelectuales revolucionarios como Georg Lukács, Ernst Bloch, etc., pensadores activos en el mismo magma de Weimar pero partidarios de una visión del mundo radicalmente contraria, aunque cabe señalar que algunos planteamientos políticos lanzados con vistas a subvertir el orden parlamentario weimariano tendían a presentar cierta convergencia con los ilustres colegas ultraderechistas, perspectivas probablemente hijas de la profunda crisis de la democracia liberal de entreguerras. Incluso la proclividad, tras la revolución soviética, hacia la exaltación del culto al trabajo guarda algún paralelismo inocultable con la épica discursiva acerca de las figuras del trabajador y el guerrero, alegorías consustanciales a los mitos y simbolismos fascistas al estilo de los macerados en la obra de Ernst Jünger (1932).

Una cuestión ética y estratégica en la historia de la revolución rusa consiste en el afán de “remodelación biopolítica del ser humano como cuerpo productivo y disciplinado, fetichizando tanto el homo faber como las fuerzas productivas” (Traverso, 2022, p. 170). En efecto, ya desde los años veinte, como demuestra en su libro, hay una metamorfosis del halo romántico, hedonista y liberador de la revolución (muy visible en el arte de vanguardia y en el feminismo comunista) convertida en cacotopía tecnológica del socialismo como un paraíso de máquinas autorreguladas, aspecto que denota, como ya se dijo, más de un paralelismo con el fascismo. Incluso Lenin, como menciona, sucumbió al ideal taylorista y eficientista proveniente de los Estados Unidos, y no deja de ser una paradoja bien conocida que en la civilización soviética el tipo humano más admirable fuera el ingeniero y las estandarizadas maneras fordistas de organización productiva (Lewin, 2006; Schögel, 2021).  El máximo exponente de esta visión mesiánica de las masas-máquinas fue Aleskei G. Gastev, llamado “el Taylor ruso”. Por su parte en 1924, en Literatura y revolución, León Trostski (1969) daba muestra de un optimismo regenerativo ingenuo y terrible, rayano en una especie de asimilación entre superhombre y “hombre nuevo”. Traverso recuerda un párrafo del implacable jefe del ejército Rojo: “en el futuro socialista el hombre se acostumbrará a mirar el mundo como una arcilla obediente (…), la especie humana entrará en un estado de transformación radical y, en sus propias manos, se convertirá en objeto de los más complejos métodos de selección artificial y adiestramiento psicofísico” (Traverso 2022, pp. 146-147). No en vano, nuestro autor acierta percibir, ya desde la obra de Marx, una tensión irresuelta entre positivismo y constructivismo, entre una evolución social teledirigida por unas leyes deterministas y otra entendida como proceso abierto a la acción humana. Como bien dice, el tren blindado de Trotski durante la guerra civil, símbolo por antonomasia de la causa y resistencia bolchevique frente a la acción contrarrevolucionaria que siguió a la Revolución de 1917, representa el canto de cisne de una imaginación revolucionaria invadida por la valetudinaria metáfora marxiana de las revoluciones como locomotoras de la historia.

Como es sabido, en épocas de grandes cambios se conciben a menudo peregrinas ensoñaciones hasta el punto que haya que recordar, como Traverso cita, parafraseando al revolucionario disidente Victor Serge, “que jamás hay que olvidar que el ser humano es un ser humano” (Traverso, 2022, p. 359). Y no pocos quisieron olvidar, como hoy ocurre con las corrientes posthumanistas y transhumanistas, que tal recomendación es apropiada para comprender que la tecnología no puede acabar adaptando el comportamiento y los límites de las vidas personales y contingentes a la lógica algorítmica. Por ejemplo, Traverso alude a algunos notables científicos y políticos bolcheviques, como Bogdánov, Krasin o Lunacharski, fundadores del movimiento construcción de Dios a escala humana, el primero de los cuales defendía pintorescas tesis a propósito de la posibilidad de una eterna juventud gracias a transfusiones de sangre y que incluso profesaba un no menos grotesco credo resurreccionista (Traverso, 2022, p. 144), que emergió con motivo de la “necesidad” de guardar, conservar y adorar el cadáver de Lenin contra su propio deseo y el de su familia. Historietas de esta clase, como las que hoy doran la píldora a la diosa Tecnología, siempre conducen a formas regresivas de necedad ilustrada, cacotopías cientificistas y tenebrosas intervenciones biopolíticas.

Estudio de tiempo-movimiento de Aleksei Gastev (foto: manovich.net)

Pasando mi glosa a tocar tema muy distinto, el extenso capítulo 4 (Intelectuales revolucionarios) brilla con entidad propia y se encuentra muy emparentado con el pertinaz laboreo de la historia de las ideas a lo largo de toda su carrera historiográfica, que ahora rebrota con renovado caudal de erudición. En efecto, Traverso dibuja un retrato certero, vibrante y pleno de sugerencias acerca del campo intelectual revolucionario y de sus miembros como tipo ideal, esto es, como modelo hipotético de sus reglas implícitas y explícitas de su desenvolvimiento durante el lapso comprendido entre la primavera de los pueblos de 1848 y el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945. A tal fin, pone en movimiento un torrente de información y un manejo de fuentes muy variopintas, que le permiten examinar la genealogía, la anatomía y los entresijos de la mentalidad y las pautas de comportamiento, originales respecto a la intelligentsia burguesa, de este desclasado e inevitable protagonista en la historia de la revolución mundial. Subraya, de partida, que esa especie de pensador, ajeno al mundo académico y vinculado a las luchas revolucionarias, se suele dar en el centro y el este de Europa, sobresaliendo en ese universo los judíos no creyentes, los “judíos no judíos” (por ejemplo, Marx, Trotski, Rosa Luxemburgo, Lukács, Bloch, Benjamin, Rádek, etc.). Este subconjunto adquiere relieve propio en tanto que sus componentes, empapados o a veces debeladores de su cultura originaria, constituyen un muy peculiar reducto de gentes abiertas al mundo, creativas y siempre desarraigadas (Traverso, 2013).

En este capítulo el bastidor sobre el que el autor teje y desarrolla su valiosa explicación es una taxonomía del intelectual revolucionario, tipo humano que comparte seis rasgos, a saber: compromiso ideológico, utopismo, responsabilidad moral, marginalidad, movilidad y cosmopolitismo (Traverso, 2022, p. 360). Así pues, su trabajo histórico dibuja una exhaustiva y valiosa descripción de la galería de pensadores que volcaron sus energías a favor de la causa del cambio radical de la sociedad. Al final de este capítulo, entre las páginas 363-370, se presentan cuadros de doble entrada en los que los nombres se cruzan con distintas variables. Son seis listados generacionales, divididos en desgloses espaciales (Europa, Imperio zarista, Europa central, Europa occidental, las Américas y mundo colonial) y cada uno de ellos ordenados alfabéticamente con intelectuales “revolucionarios” (marxistas, anarquistas, etc.) nacidos entre 1800 y 1990. Allí se indican, según mis cálculos, hasta un total de 124 personas, de las cuales 74 se tuvieron que exiliar y 70 sufrieron cárcel, 27 fueron asesinadas y solo 27 alcanzaron las mieles del poder. Del total del universo examinado, la cuota femenina sería claramente inferior al 10%.

Sostiene Traverso, a modo de elogio y con mucha razón, que los inconmensurables volúmenes del libro de Ernst Bloch (Principio esperanza, 1954-1959), contienen una auténtica enciclopedia de utopías que han movido el impulso desiderativo de los seres humanos hacia un mundo mejor. También el suyo aloja, desde luego, otra enciclopedia universal: la de los pensadores revolucionarios más célebres de la era contemporánea. Especie menguante y en extinción porque incluso los existentes hoy, como es el caso de Traverso, se han tenido que resguardarse de las inclemencias en el mundo occidental bajo la cobertura de instituciones académicas.

Por mi parte, sería inacabable y tedioso dar aquí cumplida noticia de las numerosísimas informaciones sugerentes que se alojan en este libro sobre el itinerario de esta subclase de intelectuales públicos. En cambio, prefiero abreviar la parte final de este escrito mío y ceñirme, por su pertinencia y relevancia, a un asunto capital. Me refiero al armazón teórico-metodológico que inspira esta obra y su posible congruencia con el oficio del historiador que practica Enzo Traverso.

Reparto de armas o En el arsenal (1928), mural de Diego Rivera en la sede de la Secretaría de Educación Pública, en México (foto: 3minutosdearte.com)

No dudo ubicar al autor de este colosal fresco revolucionario (como los murales del pintor mexicano Rivera, que comenta con detallada fruición) dentro de la prosa entregada a la necesidad de transformar de raíz las sociedades capitalistas, compromiso que, empero, se combina con un manejo admirable y original de las armas metódicas de Clío. En efecto, como ya ha atestiguado en muchas de sus obras anteriores, al cultivar el campo de la historia de las ideas se dota de una espectacular erudición e inagotable conocimiento en profundidad, fruto de sus innumerables lecturas y glosas sobre el impresionante muestrario de intelectuales que menciona. Ahora bien, el discurso crítico de nuestro historiador no se alimenta solo de esa exuberante selva de lecturas densas, sino también de una fértil panoplia de otros documentos entre los que destacan, además de los literarios, los visuales recogidos en la pintura, la fotografía, los carteles y el cine, documentos iconográficos que utiliza con profusión y mucho tino interpretativo. Él mismo da cuenta en su libro del método aproximación a la realidad de la historia de las revoluciones, basado en el ensamblaje de imágenes dialécticas al servicio de una narrativa no lineal y salpicada de un entrelazamiento de fuentes teóricas, historiográficas e iconográficas no habituales dentro del oficio de historiador.

“Este libro no describe las revoluciones según una línea cronológica, aun cuando su periodización y su interpretación se mencionen de manera reiterada y son objeto de una discusión crítica. Su metodología radica en el concepto de imagen dialéctica, que aprehende al mismo tiempo una fuente histórica y su interpretación.

(…) Comprender la historia, sostenía Benjamin, implica contemplar el pasado a través de su visualidad y fijarlo perceptivamente. Como las revoluciones son saltos dialécticos en el continuo de la historia, escribir su historia supone captar su significación mediante imágenes que las condensen: el pasado cristalizado como una mónada. Las imágenes dialécticas surgen de la combinación de dos procedimientos esenciales en la investigación histórica: la recopilación y el montaje” (Traverso, 2022, pp. 36 y 37).

A nadie se le oculta que es tarea ímproba casar el método de lectura de la realidad propia de W. Benjamin con los equipajes mentales de la profesión de historiador. No obstante, como constantemente reconoce, Traverso busca, con diversa fortuna, seguir la estela del excelente, inclasificable y abstruso pensador (para mí inimitable) que fuera Walter Benjamin, quien  ya a la altura de 1923 (cuando aún estaba a las puertas de su conversión a una suerte de  marxismo), en sus textos breves en prosa se va empapando de la noción de imagen que piensa (Denkbild), tomada de su admirado poeta Stefan George, cuyo círculo artístico era a la sazón un exponente de la revolución conservadora de la era de Weimar (Eilan y Hennings, 2020). Pero es a partir de 1927, fecha en la que ya se confesaba marxista (“materialista histórico”), cuando inicia su trabajo en su inacabado Libro de los pasajes en el que queda más perfilado y acotado, aunque no del todo, su percepción y concepción de las imágenes como dialéctica en reposo, “pues mientras la relación del presente con el pasado es meramente temporal, la de lo que ha sido con el ahora [Jetztzeit] es dialéctica: de naturaleza figurativa, no temporal. Solo las imágenes dialécticas son imágenes auténticamente históricas, esto es, no arcaicas” (W. Benjamin, 2005, p. 465).

En fin, Benjamin concibe la imagen dialéctica como un choque entre pasado y “tiempo- ahora” (Jetztzeit), una unión relampagueante, una constelación capaz de encender la chispa de la esperanza de la liberación. Tanto en su maestro como en el discípulo el concepto de imagen dialéctica es una herramienta heurística para descubrir e interpretar el mundo social, pero en el caso de Traverso, su texto de factura historiográfica, y por tanto, de inevitable dimensión temporal más que dialéctica, se aviene con dificultad a la hora de poder encofrarse en el molde originario benjaminiano, aunque ello no es óbice para que aproveche felizmente alguna de la maneras del estilo propio de su inspirador para  mirar y arrancar de la realidad significados ocultos o implícitos. No obstante, tengo para mí que el resultado es de distinta naturaleza, valor y no comparable en demasía con la fuente originaria, lo que no significa que su esfuerzo haya sido baldío ni mucho menos estéril, porque, en parte gracias a la compañía de su maestro alemán, su labor de historiador, muy encomiable, transita por unas veredas nada comunes y por lo general más seductoras que las de la inmensa mayoría de sus colegas de profesión.

Marc Chagall, Adelante, 1918, proyecto de afiche para el 1er aniversario de la Revolución de Octubre, mina grafito y gouache sobre papel con cuadrícula, Col. Centro Pompidou

Su labor hermenéutica se ejerce mediante el despliegue de imágenes preñadas de alegorías y dotadas de significado merced al contexto histórico en el que se insertan. Desde La balsa de la Medusa de Delacroix hasta la figura fotografiada y momificada de Lenin en sus exequias fúnebres pasando por las películas de Serguéi Eisenstein, por citar solamente algunas muestras, componen una sugerente polifonía interpretativa sobre la dimensión simbólica, la carga conceptual y las múltiples formas de rememoración de los fenómenos revolucionarios. Aquí nos llegan algunos ecos del Traverso de Melancolía de izquierda, que, como de costumbre, ya recurría al genio escrutador de W. Benjamin. Sigue esa huella y la de algunos otros ilustres frankfurtianos, principalmente de Siegfried Kracauer, quien “hace del cine un verdadero modelo cognitivo que estructura su propia visión de la historia” (Traverso, 2015, p. 4), y tampoco desdeña las deudas iconológicas de Irwin Panofsky (1939) o las del paradigma indiciario del historiador italiano Carlo Ginzburg (1976).

Se comprende perfectamente que nuestro historiador, teniendo maestros de tal porte, recurra a documentos visuales como un método de pensar mediante imágenes, lo que llama “imágenes de pensamiento”, que se trasladan a  la explicación de, por ejemplo, fotografías de una barricada o retratos de obreros, entre otras muchas, a modo de fragmentos que ocultan en su interior, a la espera de la escrutadora mirada que los descubra como si fueran fogonazos esclarecedores de una totalidad expresiva y convergente en una coyuntura histórica determinada. Ya en el Libro de los pasajes Walter Benjamin destacaba cómo a través del hecho o el objeto sin importancia aparente resplandecía, a modo de iluminación fulgurante, el significado profundo de toda una época. Nuestro autor se muestra partidario, pues, de interpretar las revoluciones de los siglos XIX y XX mediante el ensamblaje de imágenes dialécticas, que evocan la técnica del montaje cinematográfico tan querida por el singular pensador alemán.

Tomando como base esta búsqueda de pistas muy variadas y a veces insignificantes, Traverso acomete su narración haciendo visibles y enfatizando en los ritos, ceremonias, símbolos, tradiciones, esquemas propagandísticos, etc. de una rica gama de hechos y prácticas revolucionarios de la era contemporánea, desde la Revolución francesa hasta la liberación colonial tras la Segunda Guerra Mundial y las últimas revoluciones comunistas de América y Asia.

El resultado de este arrollador y original relato apoyado en un colosal de fuentes, testimonios y memorias, ejecutado con la maestría de un estilo propio, sobrio y claro, contribuye sin duda a una mejor comprensión de los grandes acontecimientos del siglo XX. En fin, si tuviera que resaltar el mayor mérito, además de su rebosante y riguroso caudal de trabajo intelectual, diría que Traverso pertenece por derecho a ese tipo de cultivadores de Clío que practica una historia con memoria, una historia en la que se unen rigor científico y atención a las aspiraciones, sufrimientos y testimonios de los que buscaron, intuyeron o lucharon por un mundo mejor. En suma, su aportación se inscribe en esas obras que pretenden mantener la voz y la memoria de aquellos protagonistas a veces involuntarios de la historia a través de restos hoy congelados en textos, imágenes y tradiciones que todavía nos interpelan.

La balsa de la Medusa (1818-1819), de Théodore Géricault, Museo del Louvre (foto: Wikimedia Commons)
Referencia principal

Traverso, E. (2022). Revolución. Una historia intelectual. Akal (original en inglés, 2021).

Referencias

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Notas

[1] Este texto ha sido publicado en la revista Con-Ciencia Social, nº7 (2ª época), 2024, pp. 265-282.

[2] Ya Thomas Hobbes dejó dicho en su Leviatán (1651), fuente inagotable de inspiración de Carl Schmitt, aquello de que sed auctoritas, non veritas, fecit legem o sea, la autoridad, no la verdad, hace la ley. Temprano e involuntario adelanto del Fhürerprincip o “principio de autoridad” reinante en el III Reich.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: barricada del boulevard Puebla, durante la Commune de Paris (fotografía anónima conservada en el Musée d’Art et d’Histoire Paul Éluard (Saint-Denis)(imagen: histoire-image.org)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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