I PREMIO CONVERSACIÓN SOBRE LA HISTORIA 2023 *

 

Óscar Bascuñán Añover
Universidad Complutense de Madrid

 

En uno de los pasajes más conocidos de El árbol de la ciencia, Pío Baroja representaba la honda impresión que había generado la muerte violenta de una mujer en un pequeño pueblo de la meseta. La novela recogía algunas de las experiencias vividas por el autor durante su etapa como médico rural y el episodio permite indagar en los temores y ansiedades que generaban los crímenes o algunos otros comportamientos que rebasaban los límites de lo tolerado en el seno de una comunidad. El vecindario veía en esta muerte una mano criminal y dirigía todas sus sospechas hacia el marido de la víctima, un hombre “corpulento” al que se le atribuía “mala fama” por su carácter pendenciero, bebedor y maltratador habitual. Los resultados de la autopsia y la recogida de otras pruebas demostraron la inocencia del sospechoso, pero no fue tan fácil convencer a la “opinión popular”. El suceso había apasionado al pueblo y “todo el mundo creía culpable” al marido. Algunos vecinos llegaban a decir que “había que castigarlo” porque, aunque no hubiera matado a su mujer, “era un desalmado capaz de cualquier fechoría” (Baroja, 1996 [1911]: 231-237).

La obra literaria no debía ser ajena a las preocupaciones sociales de la época en la que fue escrita. Desde al menos las últimas décadas del siglo XIX los periódicos llevaban continuamente a sus páginas información sobre graves agresiones o asesinatos de mujeres (Rodríguez Serrador, 2021: 401-402). El eco mediático alcanzaba mayor resonancia cuando el suceso desataba algún tipo de respuesta popular. En el verano de 1919 un hombre acabó con la vida de una joven casada en Zalamea de la Serena (Badajoz) por resistirse a sus pretensiones “deshonestas”. El ABC ofrecía una crónica de lo ocurrido en la que afirmaba que “un nutrido grupo de mujeres asaltó la cárcel e intentó linchar al criminal”. En El Imparcial se podía leer que “gracias a la oportuna intervención de la Guardia Civil se evitó que el asesino fuese destrozado por las irascibles mujeres, que pedían su muerte a gritos”. El Correo de la mañana, periódico de Badajoz, alertaba de una “enorme manifestación” de hombres y mujeres que pedían “a grandes voces justicia” y exigían “que el criminal no salga del pueblo bajo ningún pretexto”[1].

Un hombre dispara a una mujer en Bilbao en julio de 1911 , según ilustración de La Ocurrencia (archivo de Público)

El asesinato de mujeres a manos de hombres era una de esas inquietudes que alteraban la convivencia comunitaria, aunque su estudio ha despertado menos interés historiográfico que aquellos otros conflictos a los que se les han atribuido motivaciones políticas, económicas o religiosas. La preferencia por el estudio de fenómenos sociales más fácilmente enmarcados en procesos de contienda política u olas de democratización ha descuidado la atención debida a otros que también provocaban la indignación del vecindario y, en ocasiones, una respuesta colectiva que buscaba el castigo del agresor o llegaba a desafiar la gestión del orden público (Markoff, 2018; Tilly, 2010). La manera en la que algunas poblaciones expresaron su irritación ante la muerte violenta o el grave maltrato de una de sus vecinas permite observar la capacidad de aquella sociedad para enfrentarse a conductas inaceptables, analizar el conjunto de normas, creencias, valores y nociones de género que justificaban o daban sentido a las sanciones comunitarias, la relación que guardaban con la percepción popular del estado o su sistema judicial y las formas en las que estas acciones eran narradas por los periódicos (Chauvaud y Mayaud, 2005).

La prensa es la fuente principal a la que se ha recurrido para documentar algunas de las más imponentes respuestas comunitarias contra agresores de mujeres. El seguimiento de algunos periódicos de ámbito nacional, como ABC, El Imparcial, La Correspondencia de España y La Libertad ha permitido identificar estas acciones y guiar la consulta de la prensa provincial. Las cerca de ochenta acciones identificadas hasta el momento corresponden a casos visibles, cuyo rastro llamó la atención o fue copiado en los periódicos. No hay una fuente de la que se pueda extraer una relación sistemática de casos y solo el examen de los periódicos permite reunir o ampliar la muestra. La huella dejada en la prensa podría obedecer a diferentes razones: la propensión a cubrir las acciones más violentas, las geográficamente más cercanas a la sede del periódico o al lugar donde trabajaba algún corresponsal. Su rastro también puede estar relacionado con cambios de conciencia o valores que descubriesen un mayor interés, escándalo o desagrado por estos sucesos. Las costumbres aceptadas tienden a dejar menos noticias (Hernández Ramos, 2017).

El gusto de la prensa por el drama y la personalización de las noticias encontró un objeto de gran interés mediático en los sucesos violentos, el crimen y especialmente aquellos a los que atribuían una motivación que denominaban pasional (Wood, 2016). La violencia de género más extrema, la que acababa con la vida de alguna mujer, fue siempre más ocasional que otras formas de violencia machista menos rastreables. No obstante, los periódicos dejaban entrever lo que era más difícil de observar por las estadísticas judiciales, que agrupaban la mayor parte de violencias sobre las mujeres en tipos delictivos que no hacían distinción de género, como el parricidio, el asesinato, el homicidio o las lesiones. Las noticias continuas de asesinatos de mujeres descubren formas y espacios de la violencia, perfiles de perpetradores y víctimas, causas atribuidas, relaciones sociales desiguales, reacciones del entorno y temores o ansiedades de las clases respetables (Mc Mahon, 2016).

Ejemplo de tolerancia  de la prensa y la justicia hacia un caso de violencia de género interpretado, respectivamente, como crimen pasional y como crimen de honor (Madrid, 1918)(imagen: Mundo Gráfico)

Las prácticas violentas no suelen ser arbitrarias ni ajenas a las convenciones y creencias de cada sociedad. El ideal masculino entonces hegemónico sustentaba social y culturalmente algunas de las violencias que se ejercían contra las mujeres, muy especialmente dentro del matrimonio y el ámbito familiar (Carballo, 2021: 242). Esta pretensión de dominio sobre la mujer estaba asociada a un sentido del honor arraigado en hombres de diferente condición social (Frost, 2008). El honor otorgaba autoestima, sentido de la dignidad propia, pretendía el reconocimiento público de la comunidad e implicaba una forma de actuar, un comportamiento social. Para Cristina de Pedro (2023: 158-161), las grandes ciudades del período de entreguerras estaban acogiendo nuevas conductas sexuales entre las mujeres jóvenes que desafiaban los límites tolerables sobre los que descansaba el honor familiar. Sin embargo, en las mujeres rurales o de pequeñas capitales de provincia, donde más pesaba “la mirada escrutadora” y “el juicio moral” de la comunidad, aun prevalecía un sentido del honor dictado por su conducta sexual. Las infidelidades reales o imaginadas, un comportamiento considerado desobediente, las desavenencias económicas u otras discrepancias cotidianas podían ser sentidas por el cabeza de familia como una humillación o un cuestionamiento de su hombría. El hombre avergonzado podía llegar al extremo de restaurar su autoridad y limpiar su honor maltratando a su mujer, cuyo cuerpo consideraba un bien a su disposición (Martykánová y Walin, 2023; Aresti, 2018; Tosh, 2013).

Muchas manifestaciones de violencia marital gozaron de amplios márgenes de tolerancia social y jurídica. La capacidad correctiva y gubernativa atribuida al padre de familia en el ámbito doméstico estaba amparada en códigos legales y valores profundamente asentados en la cultura (Aresti, 2010). La ley establecía barreras que no podían rebasarse, pero las prácticas judiciales eran bastante discrecionales al aplicar el criterio para medir la gravedad del maltrato (Gil Ambrona, 2009). Aun así, los comportamientos más violentos contra las mujeres no siempre pasaron desapercibidos para los vecinos ni para la opinión publicada, no contaban con aceptación social en general. Las comunidades disponían de mecanismos de arbitraje, mediación y castigo a través de parientes o vecinos para resolver conflictos o defender a las víctimas de graves agresiones (Mantecón, 2021; Colomé-Ferrer, 2019).

La mirada atenta a la realidad circundante de Emilia Pardo Bazán sacó a la luz en sus cuentos y novelas las múltiples violencias ejercidas por los hombres contra las mujeres al filo del siglo XX. La escritora descubría una sociedad marcada por la desigualdad de género, la inferioridad legal de la mujer y la impunidad del marido, pero también dejaba algunas huellas a partir de las que rastrear los límites de lo consentido, las respuestas individuales o colectivas de quienes no dudaban en plantar cara a un maltratador. En El indulto reflejaba la sororidad con quien vivía atemorizada por su marido: “una buena moza, casada con un guardia civil, ofreció enviar a su marido para que le metiese un miedo al picarón; otra, resuelta y morena, se brindó a quedarse todas las noches a dormir en casa de la asistenta; en suma, tales y tantas fueron las muestras de interés de la vecindad”. También mostraba el desagrado del vecindario con la clemencia del juez: “No fue tan indulgente la opinión como la ley; […] Para el pueblo, no cabía duda en que el culpable debió subir al cadalso”. En Vampiro parecía advertir a los hombres entrados en años de los riesgos de abusar de su superioridad económica para atraer a jóvenes casaderas: “De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces!” (Patiño Eirín, 2018: 62, 64-65 y 110). La tolerancia tenía algunos límites representados en estos relatos. Los episodios más brutales, los letales, los considerados más graves, las conductas sexuales más agresivas contra las mujeres o las que comprometían la hombría de otro hombre causaban escándalo público y en ocasiones el intento de ejercer un castigo popular sobre los agresores.

Llegada a la Audiencia de Sevilla de los acusados de asesinar a Rosario Oliver, de 15 años, en la ermita del Cristo de Castilleja en abril de 1912 (foto: Mundo Gráfico)

El asesinato de una mujer en Tíjola (Almería) a manos de su marido rellenó las páginas de sucesos de los periódicos durante varios días y causó “verdadera consternación” entre el vecindario. Según la versión ofrecida por El Defensor de Almería, la víctima había servido en la casa de los padres de quien sería su esposo y asesino. Las pretensiones del “señorito” se toparon con el rechazo inicial de la sirvienta, quien desconfiaba de “los ofrecimientos” de éste debido a “la desigualdad de clases”. La insistencia del “Tenorio” y el empleo de “toda clase de violencias” acabó “amedrentando” a la joven, que se quedó embarazada. La pareja contrajo matrimonio tras muchos “ruegos y súplicas” de la familia de la sirvienta para que el hombre “cumpliera su compromiso”, pero el casamiento no evitó las continuas discusiones y malos tratos. La familia del esposo se consideraba “deshonrada” por el ingreso en su casa de una “pobre muchacha” y envalentonaba el ánimo del recién casado. Las amenazas tornaron en hechos y en un ataque de furia el hombre acabó con la vida de su mujer de once puñaladas. Los gritos alertaron a la población y tan pronto se extendió la noticia, el vecindario “se arrojó a la calle dispuesto a linchar al asesino”. La multitud se concentró en torno a la casa donde el parricida había encontrado un primer refugio con ánimo de “asaltarla”. Las autoridades consiguieron disuadir a los primeros grupos, pero cuando el vecindario tuvo noticias de que la víctima se encontraba encinta “nuevamente se lanzó a la calle dispuesto a destrozar entre sus manos al autor de crimen tan brutal”. Los grupos rodearon la cárcel y la Guardia Civil tuvo que “realizar grandes esfuerzos por contener al pueblo”. La “indignación” hacía temer “que el criminal no pueda librarse, en cualquier ocasión, de ser linchado por el vecindario”. La familia del asesino tuvo que ser escoltada y detenida para evitar que pudieran repetirse “serios disturbios”[2].

La prensa de la época solía llamar a estas acciones colectivas linchamientos, aunque en la mayoría de los casos eran prácticas de control social difícilmente equiparables a la imagen extendida que se tiene de los linchamientos norteamericanos (Pfeifer, 2017). Los grupos solían concentrarse con ánimos intimidatorios a las puertas de las viviendas donde los agresores habían encontrado refugio, frente a los cuarteles o las cárceles locales, pero en raras ocasiones estas acciones colectivas tuvieron un desenlace fatal. La rápida intervención de las fuerzas del orden público, la conducción del detenido a dependencias más seguras o cárceles de otras poblaciones, la mediación de algunos vecinos con ascendencia en la población o los riesgos de asaltar la cárcel local ante la mirada de la autoridad pudieron contener el ánimo de los más decididos. En la mayoría de los casos, la comunidad expresaba su sanción a través de insultos, amenazas, abucheos, empujones, lanzamientos de piedras y algunos golpes sobre estos sujetos. Como argumenta Elizabeth Dale (2016), la justicia popular podía expresarse de formas muy variadas y solo unas pocas acababan siendo letales.

El intento de reparación que subyace en estas acciones colectivas estaba arraigado en algunas de las más profundas creencias sobre las debidas relaciones de vecindad y el comportamiento honrado. Los conflictos políticos, sociales y religiosos del período construyeron nuevas fronteras identitarias, levantaron solidaridades políticas y de clase entre algunos vecinos y hostilidades con otros, pero estas podían quedar relegadas durante unos días cuando la comunidad se sentía interpelada por un suceso que conmovía a muchos de sus miembros. Ciertos códigos morales impregnaban el orden cotidiano y atribuían un significado cultural a la vida en comunidad. Los vecinos solían vivir muy cerca unos de otros, especialmente en el espacio rural, y en condiciones en los que la intimidad se hacía difícil. La gente observaba los acontecimientos que nutrían la vida cotidiana, los interpretaba en base a sus valores, los hacía circular vivamente por mercados, lavaderos públicos, tiendas, tabernas, lugares de trabajo y otros espacios de sociabilidad, se comentaban como si fueran de interés común y llegaban a avergonzar a sus protagonistas haciendo correr chismes, alguna burla o infundio, poniendo en duda la honra de un vecino o toda su familia, asignando apodos satíricos rápidamente extendidos o, de manera más excepcional, con otros castigos más explícitos (Scott, 2000). De esta forma, la comunidad reconocía la buena o mala conducta de sus vecinos, establecía las líneas de separación entre el comportamiento aceptable e inaceptable, protegía los códigos sobre los que se sostenía la convivencia y sancionaba a quienes mostraban no respetar ciertas normas y valores compartidos (Pitt-Rivers, 1989).

 

Barcelona, 16 de enero de 1892: Isidro Mompart, acusado de cometer dos feminicidios en Sant Martí de Provençals, es ejecutado públicamente en el Pati de Corders (actual Plaça de Josep Maria Folch i Torres) (foto: Antoni Esplugas / Arxiu Nacional de Catalunya)

Las conductas vistas gravemente deshonrosas, aquellas consideradas altamente escandalosas, las que se sentían como graves amenazas contra valores, normas y roles de género predominantes empujaban en ocasiones a la comunidad a expresar su coraje, a escenificar su decencia, a castigar públicamente a quienes la amenazasen y a reparar la ofensa. El castigo de la comunidad no buscaba alterar el orden existente, sino hacerlo respetar. La existencia de lazos familiares y redes vecinales daba alas a la formación de la multitud cuando concurrían circunstancias que agravaban el significado de los hechos, como la brutalidad empleada en un crimen, las muertes o agresiones contra vecinos estimados por la población, las que iban acompañadas de una conducta sexual fuera de los límites del espacio moral o aquellas contra víctimas consideradas indefensas o en situación de inferioridad, las causadas contra mayores, niños y mujeres. Las acciones colectivas tenían una composición social popular y estaban conformadas por un buen número de vecinos. Los hombres reafirmaban la virilidad que se esperaba de ellos, extendiendo su autoridad dentro del hogar a los asuntos públicos del vecindario. Las mujeres tomaban la iniciativa cuando sentían la muerte de una vecina, muestra de la solidaridad de estas con quien sufría la violencia de su marido o algún otro hombre. La ofensa que en tantas ocasiones había sido cometida de manera personal, privada u oculta, intentaba ser reparada con un evento público, ruidoso, comunicativo y demostrativo. La repulsa pública o el intento de agresión colectiva podían ser formas simbólicas muy poderosas de castigar a un individuo, degradarlo, avergonzarlo, expulsarlo socialmente y restaurar el equilibrio moral de la comunidad (Spierenburg, 2013).

La situación debía ser conocida y temida por aquellos agresores que preferían entregarse a las autoridades, encerrarse en sus hogares u ocultarse a la espera de los agentes antes que quedar expuestos al castigo popular. El temor a la “cólera popular” llevó a un hombre en Almodóvar del Campo (Ciudad Real) a entregarse después de haber asesinado de cinco disparos a su joven esposa. Diez parejas de la Guardia Civil tuvieron que emplearse a fondo para evitar que “todo el vecindario” asaltase la cárcel[3]. Pocos días después del suceso, el alcalde de la población enviaba al periódico de la provincia una carta titulada “¡Cuando el pueblo ruge, pidiendo justicia…hay que dársela!” en la que exigía una rápida intervención de la Fiscalía para que llegase pronto el “castigo justo” que tranquilizase “los ánimos de los que tienen hambre y sed de justicia”[4]. Las autoridades locales pudieron percatarse en ciertas ocasiones del potencial político de algunas reclamaciones de la población, de la necesidad de atender a algunas de sus demandas, de la conveniencia de aceptar ciertas expresiones de disenso público o de los costes políticos de no transigir. Un crimen como el ocurrido en esta población brindaba al alcalde la oportunidad de abanderar la causa de la indignación popular, recabar apoyos e influencias políticas para conseguir una condena ejemplar, reforzar su prestigio o apuntalar las estructuras mentales del paternalismo (Bascuñán Añover, 2016; Cabo y Veiga, 2011).

La connivencia manifestada por algunas autoridades municipales con ciertos castigos populares sobre sujetos infames o la predisposición a excusar a sus participantes también podría ser indicio de ciertas creencias compartidas sobre la incomprensión y desconfianza en un sistema judicial y sus procedimientos percibidos demasiado lejanos, fríos, inciertos, lentos e incluso benévolos frente a los crímenes más escandalosos. La justicia popular, en cambio, expresaba pasiones o sentimientos de indignación que no podía mostrar el idioma oficial de la ley penal, respondía a la necesidad apremiante de ver reparada una ofensa, apelaba a las mismas lógicas que regían la resolución de los conflictos interpersonales y escenificaba el respaldo de la comunidad. Los grupos querían ser testigos del castigo o asegurarse de que el acusado no se libraría de él y exigían reiteradamente que permaneciese detenido en la cárcel local o fuese juzgado por el tribunal más cercano para mantener la sensación de control sobre las decisiones del juez y el destino del criminal (Bascuñán Añover, 2019; Fiestas Loza, 1997).

La violación y asesinato de Inés Calderón y su madre, Catalina Barragán, en Don Benito (Badajoz) en julio de 1902, suscitó una gran indignación popular. Dos de los acusados serían ejecutados en abril de 1905 (crónica de ABC)

Los periódicos que daban cuenta de estos crímenes también solían exigir duros castigos contra quienes encarnaban el mal comportamiento masculino, hombres generalmente de clase baja a quienes se les atribuía un temperamento salvaje o irracional y una vida depravada, llevada por la violencia, la bebida y la promiscuidad. En Granada, “un hombre fiera” que mantenía una relación extramatrimonial envenenó a su mujer y a sus tres hijos[5]. En Ribamontán (Cantabria), una “bestia humana”, “bárbaro”, “sátiro” y “cafre” arrojó a una joven al fondo de un barranco por no acceder “a sus pretensiones deshonestas”[6]. En Guadalmez (Ciudad Real), un “salvaje” acabó con la vida de su madre por la posesión de quince pesetas[7]. Las conductas más graves contra las mujeres, especialmente aquellas producidas dentro de la familia, se manifestaban como propias de hombres alejados de la masculinidad deseable que se abría camino entre las clases respetables. Los códigos de honor extendidos a lo largo de la transición intersecular entre los hombres que buscaban una posición distinguida en la esfera pública identificaron en la templanza, el autocontrol de las pasiones, el sentido del deber y la responsabilidad, la violencia contenida, el mayor respeto por la integridad física y la vida, algunas de las fuentes de la virtud pública masculina y el buen orden patriarcal (Sánchez, 2020; Nye, 1998). La autoridad y el control sobre la mujer que se ejercía mediante el uso descontrolado y brutal de la fuerza física no constituía un valor simbólico que agregase prestigio o reputación pública. Los comportamientos crueles e irascibles en el escenario de la vida cotidiana se mostraban menos respetables bajo la mirada de los lectores, más difíciles de excusar, una forma de masculinidad alejada del rumbo de la civilización (Eibach, 2016; Eisner, 2014; Spierenburg, 2008; Muchembled, 2010; Wiener, 2004).

La prensa, por lo general, no alentaba lo que denominaba linchamientos, pero solía ver en estas respuestas populares a los crímenes de sangre una expresión de decencia, virtud y honradez del vecindario. Las acciones intimidatorias contra los supuestos criminales a menudo eran excusadas por la necesidad de los grupos de manifestar sus “justas iras”[8]. La persecución de los vecinos se mostraba justificada, buscaba saldar cuentas, restituir el agravio y aliviar la indignación popular. La defensa del orden moral que se le atribuía, su contenida letalidad y su limitada amenaza al orden social pudo otorgar a estas acciones márgenes de tolerancia y significados menos preocupantes que los de otras formas de violencia política y social. La cercanía del crimen, la honda impresión que generaba en los días en los que era noticia, la sensación de vivir una escalada de sucesos brutales o en un tiempo de crisis moral y desintegración social podían desatar pasiones y opiniones justicieras o vengativas en las páginas de los periódicos. El crimen debía concluir con un castigo y en ocasiones el periódico no contenía su opinión sobre el castigo merecido. El asesinato de una mujer por obra de “un vago y mala sangre” llevaba al Heraldo Toledano a afirmar que “los depravados martirizadores y asesinos de mujeres, justifican la necesidad y bondad del linchamiento”[9]. Tras la honda impresión de otro parricidio, en el Día de Palencia se expresaba el rechazo a la abolición de la pena capital pues “es seguro que no habrá conciencia piense como piense que no pida la mayor pena para hijos sin entrañas”[10].

La violencia grave contra las mujeres puede que no llegase a desatar campañas públicas en la prensa, pero el registro continuado de estas acciones en los periódicos refleja una posible mayor sensibilidad y repugnancia ante sucesos de este tipo en los lectores. Las opiniones que exigían castigos más duros veían en estos el medio para proteger a las mujeres de la violencia incontenible, controlar a sujetos ingobernables y domesticar la masculinidad desbordada. Siguiendo a John Carter Wood (2016), nuevas investigaciones deberían buscar respuestas al modo en el que estas noticias propagaron ansiedades sociales o alentaron el desarrollo del sistema judicial y las fuerzas policiales. Una mirada cronológica más amplia también permitiría identificar posibles cambios en la manera de observar y narrar los castigos populares. Algunas voces movidas por los vientos culturales del humanismo intersecular y el reformismo penal llevaban un tiempo expresando su rechazo a la ejemplaridad de la crueldad, la exhibición pública de los castigos y las manifestaciones colectivas de violencia aparentemente incontenida (Oliver Olmo, 2013). En un tiempo en el que se anunciaba una retórica y contienda política más agresivas o se apelaba a una violencia necesaria, honorable, moderna y fría en defensa de la nación o la clase, pudieron elevarse las críticas contra otras formas de violencia colectiva que se juzgaban innecesarias, propias del apasionamiento de las masas, aquellas que para algunas miradas eran contrarias al rumbo de la civilización (Traverso, 2009). La violencia admitía diferentes interpretaciones y los umbrales de lo tolerable no han dejado de mudar en el transcurso de la historia. Por ello, el maltrato a la mujer y sus respuestas sociales no debería seguir siendo un fenómeno periférico en la historiografía. Los castigos comunitarios contra la violencia de género ofrecen un reflejo desde el que observar la convulsa formación del Estado, los valores sociales predominantes, las nociones de justicia penal, las relaciones de género y el desarrollo histórico de lo que hoy consideramos derechos civiles fundamentales.

Bandido asesinando a una mujer o Bandido que apuñala a una mujer, pintura al óleo de Francisco de Goya entre 1798 y 1800 (según otras fuentes, de 1806 a 1808)(colección del marqués de la Romana)(foto: Wikimedia Commons)
Bibliografía

ARESTI, Nerea (2018). “La historia de género y el estudio de las masculinidades. Reflexiones sobre conceptos y métodos”, en Henar GALLEGO FRANCO (ed.), Feminidades y masculinidades en la historiografía de género, Granada: Comares, p. 173-194.

ARESTI, Nerea (2010), Masculinidades en tela de juicio: hombre y género en el primer tercio del siglo XX, Madrid, Cátedra.

BAROJA, Pío (1996) [1911], El árbol de la ciencia Madrid: Cátedra.

BASCUÑÁN AÑOVER, Óscar (2019), “Justicia popular: el castigo de la comunidad en España, 1895-1923”, Hispania, 263, p. 699-725.

BASCUÑÁN AÑOVER, Óscar (2016), “La pena de muerte en la Restauración: una historia del cambio social”, Historia y Política, 35, p. 203-230.

CABO, Miguel y VEIGA, Xosé (2011), “La politización del campesinado en la época de la Restauración. Una perspectiva europea”, en Teresa ORTEGA y Francisco COBO (eds.), La España rural, siglos XIX y XX. Aspectos políticos, sociales y culturales, Granada, Comares, p. 21-58.

CARBALLO, Enrique (2021), Violencia, crimen y sus interpretaciones en la Galicia contemporánea (1840-1936), Santiago de Compostela: Universidade de Santiago de Compostela. Tesis doctoral.

CHAUVAUD, Frédéric y MAYAUD, Jean-Luc (dirs.) (2005), Les violences rurales au quotidien, París: La Boutique de l´histoire.

COLOMÉ-FERRER, Josep (2019), “Conflicto y género en la Cataluña vitícola: las mujeres rabasaires (1880-1910), Ayer, 115, p. 161-187.

DALE, Elizabeth (2016), “The role of popular justice in U.S. history”, en Paul KNEPPER y Anja JOHANSEN (eds.), The Oxford handbook of the history of crime and criminal justice, Oxford: Oxford University Press, p. 539-554.

DE PEDRO, Cristina (2023), “«Eso será si yo quiero». Conflictos familiares en torno al noviazgo y la sexualidad en los barrios populares madrileños (1918-1936)”, en Carlos HERNÁNDEZ QUERO y Álvaro PARÍS (eds.), La política a ras de suelo. Politización popular y cotidiana en la Europa contemporánea, Granada: Comares, p. 157-174.

EIBACH, Joachim (2016), “Violence and masculinity”, en Paul KNEPPER y Anja JOHANSEN (eds.), The Oxford handbook of the history of crime and criminal justice, Oxford: Oxford University Press, p. 229-249.

EISNER, Manuel (2014), “From Swords to Words: Does Macro-Level Change in Self-Control Predict Long-Term Variation in Levels of Homicide?”, Crime and Justice, 43 (1), p. 65-134.

FIESTAS LOZA, Alicia (1997), “Justicia y amigos políticos en el siglo XIX”, en Javier Alvarado Planas (coord.), Poder, economía, clientelismo, Madrid: Marcial Pons, p. 233-255.

FROST, Ginger (2008), “He could not hold his passions. Domestic violence and cohabitation in England (1850-1905)”, Crime, Histoire & Sociétés, vol. 12 (1), p. 25-44.

GIL AMBRONA, Antonio (2009), “La violencia contra las mujeres. Discursos normativos y realidad”, Historia Social, 61, p. 3-22.

HERNÁNDEZ RAMOS, Pablo (2017), “Consideración teórica sobre la prensa como fuente historiográfica”, Historia y Comunicación social, 22 (2), p. 465-477.

MANTECÓN, Tomás (2021), “Polisemia y mudanza del uxoricidio en una época barroca”, en Margarita TORREMOCHA HERNÁNDEZ (dir.), Violencia familiar y doméstica ante los tribunales: (Siglos XVI-XIX). Entre padres, hijos y hermanos nadie meta las manos, Madrid: Silex, p. 291-325.

MARKOFF, John (2018), Olas de democracia. Movimientos sociales y cambio político, Granada: Comares.

MARTYKÁNOVÁ, Darina y WALIN, Marie (coords.), Ser hombre. Las masculinidades en la España del siglo XIX, Sevilla: Universidad de Sevilla, 2023.

Mc MAHON, Richard (2016), “Histories of interpersonal violence in Europe and Nort America, 1700-present”, en Paul KNEPPER y Anja JOHANSEN (eds.), The Oxford handbook of the history of crime and criminal justice, Oxford: Oxford University Press, p. 111-131.

MUCHEMBLED, Robert (2010), Una historia de la violencia: del final de la Edad Media a la actualidad, Barcelona: Paidós.

NYE, Robert (1998), Masculinity and male codes of honor in Modern France, Berkeley: University of California Press.

OLIVER OLMO, Pedro (coord.), (2013), El siglo de los castigos. Prisión y formas carcelarias en la España del siglo XX, Barcelona: Anthropos.

PATIÑO EIRÍN, Cristina (2018), El encaje roto. Antología de cuentos de violencia contra las mujeres, Zaragoza: Contraseña Editorial.

PFEIFER, Michael (ed.) (2017), Global lynching and collective violence. Volume 2: The Americas and Europe, Urbana, Chicago, and Springfield: University of Illinois.

PITT-RIVERS, Julian (1989), Un pueblo de la sierra: Grazalema, Madrid: Alianza.

RODRÍGUEZ SERRADOR, Sofía (2021), “La violencia contra las mujeres en el siglo XIX: matrimonio y malos tratos”, en Margarita TORREMOCHA HERNÁNDEZ (dir.), Violencia familiar y doméstica ante los tribunales: (Siglos XVI-XIX). Entre padres, hijos y hermanos nadie meta las manos, Madrid: Silex, p. 395-426.

SÁNCHEZ, Raquel, (2020), “Derechos en conflicto. Honor, libertad de expresión y vida cotidiana en la España del siglo XIX”, Historia Constitucional. Revista Electrónica de Historia Constitucional, 21, pp. 510-532.

SCOTT, James C. (2000), Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México D.F.: Ediciones Era.

SPIERENBURG, Pieter (2013), Violence and Punishment. Civilizing the body through time, Cambridge: Polity Press.

SPIERENBURG, Pieter (2008), A history of murder. Personal violence in Europe from the Middle Ages to the present, Cambridge: Polity Press.

TOSH, John (2013), “The History of Masculinity: An Outdated Concept?”, en John H. ARNOLD y Sean BRADY (eds.), What is Masculinity? Historical Dynamics from Antiquity to the Contemporary World, Londres: Palgrave Macmillan, p. 17-34.

TILLY, Charles (2010), Democracia, Madrid: Ediciones Akal.

TRAVERSO, Enzo (2009), A sangre y fuego de la guerra civil europea (1914-1945), Valencia: Universidad de Valencia.

WIENER, Martin (2004), Men of blood: violence, manliness and criminal justice in Victorian England, New York: Cambridge University Press.

WOOD, John Carter (2016), “Crime news and the press”, en Paul KNEPPER y Anja JOHANSEN (eds.), The Oxford handbook of the history of crime and criminal justice, Oxford: Oxford University Press, p. 301-319.

Un hombre ataca a una mujer con ácido (El Suceso Ilustrado, 1901)(archivo de Público)
Notas

[1] ABC, “Motín contra un criminal”, 3 de julio de 1919; El Imparcial, “El pueblo quiere linchar al criminal”, 4 de julio de 1919; y Correo de la mañana, “Zalamea de la Serena”, 3 de julio de 1919.

[2] El Defensor de Almería, “Crimen horrendo”, 24 de marzo de 1916; en la misma cabecera, “El crimen de Tíjola”, 25 de marzo de 1916; y La Independencia (Almería), “En Tíjola. Un parricidio”, 23 de marzo de 1916. Véase también, La Crónica meridional, “Una mujer asesinada por su marido”, 24 de marzo de 1916; y El Día, “Horrible parricidio en Tíjola”, 24 de marzo de 1916.

[3] El Pueblo Manchego, “El crimen de Almodóvar”, 6 de septiembre de 1921; y El Pueblo Manchego, “El Sr. Solano evita el linchamiento de un asesino”, 7 de septiembre de 1921.

[4] El Pueblo Manchego, “¡Cuando el pueblo ruge, pidiendo justicia… hay que dársela!”, 12 de septiembre de 1921.

[5] El Noticiero Sevillano, “Un hombre fiera”, 8 de febrero de 1897.

[6] El Progreso, “La bestia humana”, 21 de abril de 1922.

[7] La Libertad, “Por quince pesetas mata a su madre”, 14 de diciembre de 1929.

[8] La Libertad, “Los torpes apetitos de un cura”, 3 de enero de 1925.

[9] Heraldo Toledano, “Criminal que huye”, 20 de julio de 1910.

[10] El Día de Palencia, “Espantoso parricidio”, 30 de enero de 1912.

*El jurado del I Premio Conversación sobre la Historia   decidió premiar el 27 de enero de 2024 este artículo que ahora se publica.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: El sátiro, de Antonio Fillol Granell (1870-1930), óleo sobre lienzo pintado en 1906 y adquirido recientemente por el Museo del Prado

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Artículos relacionados

Ajustar las cuentas en Andalucía: la triple represión de las mujeres (el caso de Zufre).

Una historia íntima de los escraches

El genocidio que atormenta a Canadá: «Every child matters»

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí