El país celebra el 30 de septiembre el Día de la Verdad y la Reconciliación, una fecha en recuerdo de los miles de niños y niñas indígenas que murieron en las escuelas residenciales.
Manuel Ligero
Esta es la historia de un horror inconcebible. Cuando la televisión o la radio se refieren a ella incluyen siempre advertencias sobre la dureza de su contenido. Ocurrió en Canadá, a lo largo de un siglo, y tuvo como víctimas a las personas más indefensas: los niños y las niñas. En el siglo XIX, el gobierno canadiense implementó una orden para el borrado de la cultura de las poblaciones indígenas. Entre la década de 1870 y 1997, más de 150.000 niños pertenecientes a las llamadas Primeras Naciones, inuits y mestizos fueron arrancados por la fuerza de sus familias e internados en unos establecimientos de aciago recuerdo:las escuelas residenciales.
Estaban dirigidas por iglesias cristianas (mayormente por la católica, aunque también había escuelas protestantes) y su objetivo era la asimilación cultural. En el proceso para que aquellos niños olvidaran sus raíces autóctonas, sus costumbres, su idioma, se usó una violencia que aún hoy atormenta al país. Estos niños robados no sólo sufrieron torturas y abusos sexuales: muchos de ellos murieron a consecuencia de la malnutrición, el hambre, las enfermedades o los malos tratos. El Centro Nacional para la Verdad y la Reconciliación documentó, hasta 2021, la muerte de 4.118 niños y niñas en estas escuelas. La cifra real sigue siendo desconocida. Hay quienes, como el senador Murray Sinclair, que pertenece a la nación anishinaabe y presidió la comisión encargada de la investigación, creen que la cifra puede ser cinco y hasta 10 veces superior.
Cada 30 de septiembre Canadá celebra el Día Nacional de la Verdad y la Reconciliación. La efeméride honra la memoria de «los niños y niñas que nunca volvieron a casa y la de los supervivientes de las escuelas residenciales, así como a sus familias y comunidades». El papa Francisco, en 2022, tras su «viaje penitencial» al país, habló directamente de «genocidio». Como es lógico, aquella fue una visita polémica y accidentada, llena de manifestaciones de protesta de representantes de las Primeras Naciones. El Papa comenzó y acabó todos sus discursos en suelo canadiense expresando su «dolor» y su «vergüenza» y pidiendo perdón «por el deplorable comportamiento de esos miembros de la Iglesia Católica», pero ¿pueden las simples palabras expiar los aberrantes pecados cometidos por sus representantes?
«¿A quién se le ha hecho responsable de las cosas que nos hicieron? A nadie», comenta uno de los supervivientes de los también llamados «pensionados indios». Entre 2007 y 2015, la comisión tomó declaración a más de 6.500 testigos y en su informe final redactó «94 llamadas a la acción» para la reconciliación entre los canadienses y los pueblos autóctonos. Las conclusiones condenaban el «genocidio cultural» al que habían sido sometidos los indígenas y se centraban en cerrar heridas. Sin subrayar el carácter colonialista de estas escuelas. Sin culpables concretos. Nadie pagó por aquellas atrocidades.
Recientemente y como excepción destacada, Arthur Masse, un ex sacerdote católico de 93 años, tuvo que sentarse en el banquillo acusado de haber realizado tocamientos a una niña de 10 años en la década de 1960. La jueza creyó efectivamente que la demandante, Victoria McIntosh, fue agredida sexualmente, pero absolvió a Masse al no hallar pruebas convincentes que lo identificaran como el verdadero agresor «más allá de toda duda razonable». Los procesos sobre acontecimientos que tuvieron lugar hace tanto tiempo chocan a menudo con obstáculos similares.
«Una máquina de asimilación»
Con estas escuelas «el gobierno quería quebrar la resistencia indígena y continuar la colonización de Canadá. Y la iglesia pretendía adoctrinar a todos los niños indígenas que pudiera. Fue una alianza perfecta. Las escuelas residenciales se convirtieron en una máquina de asimilación», explica la periodista Connie Walker en el podcast Stolen: Surviving St. Michael’s. «Separaban a los niños de cuatro años de sus familias y comunidades para solucionar el problema indio. Para eliminar nuestra cultura, nuestra lengua, nuestra misma identidad».
Walker pertenece a la nación okanese y ganó el premio Pulitzer al mejor reportaje sonoro por este trabajo. En él investiga la infancia de su padre en la escuela de St. Michael, pero la experiencia de su progenitor se hace extensible a miles de personas que pasaron por el mismo infierno. «Generaciones y generaciones de niños y niñas fueron forzadas a ir a estas escuelas. Había 20 de ellas sólo en [la provincia de] Saskatchewan. La de St. Michael, en Duck Lake, (…) fue una de las últimas en cerrar, en 1996. Fue por aquel entonces cuando la verdad sobre las escuelas residenciales comenzó a salir a la luz: los excesos, la negligencia, los abusos que ocurrieron entre aquellas paredes».
Connie Walker no conocía la historia de su padre, Howard Cameron, fallecido en 2013, y sólo empezó a investigarla cuando leyó un post que su hermano publicó en Facebook. En él contaba un suceso que ocurrió a finales de la década de 1970. Su padre era agente de la Policía Montada y una noche le dio el alto a un vehículo que circulaba por una de las muchas y solitarias carreteras que unen los pueblos de la Saskatchewan rural. Cuando se acercó a la ventanilla reconoció al hombre que había al volante. Ambos se reconocieron al instante. Era uno de los sacerdotes que habían abusado sexualmente de él en la escuela residencial de St. Michael. Cameron lo sacó a la fuerza del coche, le pegó una paliza y se alejó de allí. Dejó al cura tirado en el arcén, sangrando pero con vida. Pensó que sería el final de su carrera como policía, pero no se registró ninguna denuncia contra él. «Cuando conocí esa historia me puse enferma. No podía dejar de imaginarme a mi padre de niño, en esa residencia», explica Walker.
Este impacto emocional la impulsó a investigar lo que ocurrió en St. Michael y no paró hasta identificar al religioso que marcó la vida de su padre para siempre y, de alguna manera, la suya propia. Porque Walker no guarda un recuerdo feliz de su infancia. Sus padres se separaron cuando ella tenía 7 años y vivió esa experiencia con alivio. Hasta entonces Howard Cameron había sido un padre silencioso, amargado y propenso a los estallidos violentos. Pero lejos de Connie formó otra familia con la que sí fue cariñoso y atento. Incluso les habló a sus nuevos hijos de su experiencia en St. Michael. A partir de ahí, de la confesión hecha a Hal, su medio hermano, surgió esta investigación. «En esa historia con el sacerdote había una pista, una clave. Pensé que a partir de ella podría descifrar por qué mi padre era como era», apunta Walker. Su trabajo demuestra hasta qué punto los traumas vividos por los indígenas canadienses se han transmitido de padres a hijos a lo largo de décadas. Miles de familias quedaron rotas por lo ocurrido en aquellas residencias.
La revelación del horror
Los testimonios aportados en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación fueron decisivos para conocer el alcance del drama. Se llegó a utilizar a esos niños como cobayas para experimentos médicos. Tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno puso en marcha un programa científico para estudiar los efectos del hambre en el cuerpo humano. Miles de alumnos fueron privados de la mitad de la leche, de vitaminas y minerales, para llevarlos al límite de la extenuación y observar los cambios producidos en sus cuerpos. También los utilizaron para ensayar nuevas vacunas, antibióticos y suplementos dietéticos. Todo ello, por supuesto, sin su consentimiento ni el de sus padres.
Además, añadidos a los abusos psicológicos y sexuales, los malos tratos a los que fueron sometidos alcanzaron un grado de sevicia demencial. Un ejemplo: en la residencia de St. Anne, en Fort Albany (Ontario), contaban con una silla eléctrica casera para castigar con descargas a las niñas rebeldes.
Pero la gran herida que sigue abierta en Canadá es la de los niños desaparecidos. Unos 1.600 murieron sin ser identificados y otros cientos simplemente se desvanecieron sin dejar rastro. En 2021, una búsqueda con radar descubrió lo que parecen ser los restos humanos de 215 alumnos en los alrededores de la escuela residencial de Kamloops (Columbia Británica). Hay más de 160 fosas similares ya confirmadas y se cree que hay otras 2.500 repartidas por todo el país.
Los dos últimos primeros ministros, el conservador Stephen Harper y el liberal Justin Trudeau, han multiplicado durante años, en nombre del gobierno canadiense, sus peticiones de perdón y su arrepentimiento por los crímenes cometidos en las escuelas residenciales. Mañana, el país se teñirá de naranja en recuerdo de las víctimas. El símbolo de la camiseta naranja fue creado por la escritora Phyllis Webstad, que pertenece al pueblo secwépemc y que también pasó por aquellas escuelas residenciales. Ha narrado su experiencia en varios libros infantiles. Cuando tenía 6 años su abuela le compró una camiseta naranja para que la llevara en su primer día de escuela. En cuanto cruzó por la puerta, las monjas de la orden, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, se la quitaron. Desde entonces asoció el color naranja a todo lo que vivió en la Misión de San José, en Williams Lake (Columbia Británica). Junto al color naranja, el lema que preside el Día Nacional de la Verdad y la Reconciliación es «Every child matters». Los niños y las niñas importan.
Fuente: La Marea 30 de septiembre de 2023
Portada: Imagen de 1937 de la escuela Kamloops en la que fueron hallados los restos de 215 niños indígenas (foto: AFP)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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