En esta conferencia, inédita hasta el momento, Francisco Fernández Buey (1943-2012) observa que ha habido dos variantes hegemónicas de la noción moderna de progreso en la cultura euro-americana: la lineal, que cuajó en la teoría de los cuatro estadios, y la dialéctica que sostiene que la humanidad y la historia crecen entre conflictos y se desarrollan a saltos. Defiende la tesis de que la noción ilustrada del progreso choca actualmente con límites infranqueables: el entorno medioambiental en que viven e interactúan los seres humanos; su caracterización de la ciencia (lo mejor que tenemos en el plano gnoseológico y también, simultáneamente, lo más peligroso en el ámbito socio-ético) y el carácter dialéctico de la historia humana: no hay pieza de civilización que no lo sea al mismo tiempo de barbarie (Benjamin). A pesar de lo cual, no nos conviene tirar por la borda la palabra “progreso”: se trata de reconstruir el concepto a partir del reconocimiento de sus limitaciones.

 

 

Francisco Fernández Buey (1943-2012), diez años después. Filósofo, luchador antifranquista, estudioso de la Historia. Conferencia impartida en la Fundación César Manrique: 29/X/2002. Edición de Salvador López Arnal

Francisco Fernández Buey

 

I. Lo que llamamos por lo general progreso en el ámbito cultural euro-americano hace referencia sustancialmente al crecimiento económico, a la satisfacción de las necesidades humanas y al bienestar material. La noción moderna de progreso ha estado íntimamente vinculada a los avances producidos en el campo de la ciencia y de la tecnología desde el siglo XVIII. “La ciencia es un poderoso aliado contra la oscuridad de los miedos y las supersticiones y constituye, además, una imagen concreta y visible del progreso humano”, escribió D’Alembert. Los ilustrados coinciden no tanto en la alabanza de las realizaciones concretas de las ciencias cuanto en la importancia que el espíritu científico, como búsqueda constante, como camino hacia, tiene para el progreso humano. Y algunos de ellos ponen ya en conexión método científico, espíritu comercial y progreso de la humanidad.

En seguida se dio por supuesto que los avances de las ciencias llamadas positivas impulsan el crecimiento de las fuerzas productivas y que el desarrollo de las fuerzas productivas hace mejores a los seres humanos, de manera que el progreso moral o espiritual de los humanos, que es lo que interesaba en principio a los ilustrados, se iría convirtiendo, con el positivismo, en una derivación del progreso material, económico y tecno-científico. Se puede decir que ésta es la visión del progreso que ha imperado durante dos siglos en el ámbito de la cultura euro-americana.

Pero ha habido al menos dos variantes de esta noción moderna de progreso. La primera lineal y la segunda dialéctica. La variante lineal de la idea moderna de progreso cuajó en la teoría de los cuatro estadios. La variante dialéctica del progreso alcanzó su expresión más alta en las obras de Hegel y de Marx. Ambas visiones suponen o explicitan una filosofía evolutiva de la historia, según la cual la humanidad va creciendo o ascendiendo, a lo largo del tiempo histórico, a estadios o a niveles cada más altos.

John Gast, American Progress (c. 1872)

II. La variante lineal de la moderna noción de progreso transpone las etapas del crecimiento y desarrollo del ser humano individual a la historia del mundo social. Juega con la analogía según la cual de la misma manera que el ser humano individual pasa sucesivamente de la niñez a la adolescencia, de ésta a la juventud y de la juventud a la madurez adulta, así ocurre también con las culturas que componen lo que llamamos humanidad. Esta idea del progreso lineal de la humanidad tiene su origen, obviamente, en la reflexión sobre la sorpresa que produjo a los europeos el encontrarse con culturas tan diferentes a la suya, sobre todo en América y en África. Progreso es crecimiento y crecimiento, en el plano cultural, es bildung, instrucción, ilustración. Progreso es evolución lineal, gradual, hacia arriba. Se logra la madurez con la ilustración, la ilustración con el cultivo de las ciencias y el cultivo de las ciencias supone e implica desarrollo económico.

Un documento clave para la historia de esta noción lineal de progreso es el ensayo de Turgot “Sobre las causas del progreso y la decadencia de las ciencias y de las artes”, donde se hace un examen filosófico de los sucesivos avances de la mente humana [“De la geographie politique” y De l´histoire universelle, 1750-1760].

Turgot polemiza con una idea muy extendida en la época, según la cual la ausencia (o supuesta ausencia) de desigualdad en las condiciones de vida de los pueblos “salvajes” o “primitivos” es signo de su superioridad sobre los pueblos más civilizados. Él pensaba precisamente lo contrario: la ausencia de desigualdad es un signo de inferioridad; la desigualdad es una condición necesaria y previa a la extensión de la división del trabajo, el intercambio y el comercio, de la acumulación de capital y, en consecuencia, de los beneficios sociales y económicos que estas cosas han traído consigo en la Europa moderna. El camino que conduce de la sociedad salvaje a la sociedad comercial moderna representa, pues, un ascenso, no un descenso. Por mucho que se pueda criticar ciertos aspectos de la sociedad comercial moderna, y por mucho que las sociedades salvajes tenga ciertas ventajas compensatorias, la preferencia contemporánea por los salvajes resultaba ser, según Turgot, “una petulancia ridícula”.

Es en ese contexto en el que se formula la idea de los cuatro estadios. Los hombres han sido primero cazadores. Esta fase habría empezado después del Diluvio, cuando una sola familia se vio obligada a comenzar desde el principio, sin viviendas fijas y sin más rumbo que el de la caza de animales. Este primer estadio se identifica con la situación de los “salvajes” de América en el siglo XVIII. (Hay que decir que Turgot empieza su historia de la humanidad después del Diluvio suponiendo que, con la dispersión, se olvidaron “las antiguas tradiciones”. Así evita la contradicción entre la explicación bíblica de la primera historia del hombre, el hecho de que Abel fuera pastor y Caín labrador, y la explicación laica que él mismo estaba interesado en dar). En una segunda fase los hombres han sido pastores: ese paso se produce en especial en aquellos países en que hay animales domésticos; la condición es la domesticación, lo que entraña un sustento más seguro y abundante y una población mayor. Esto permite el enriquecimiento y la comprensión de la idea de propiedad. En una tercera fase han sido agricultores: cuando el pastoreo se produce en países fértiles los hombres pasan al estado agrícola. Y por último, en su cuarto estadio, han sido comerciantes: cuando el excedente que es capaz de generar la agricultura da lugar a las grandes ciudades y al comercio, a la división de las ocupaciones, a la desigualdad de los hombres y al espíritu comercial.

Se especifica así la idea de que el progreso toma la forma de un desarrollo inconsciente, pero regido por leyes de la sociedad a través de cuatro modos de subsistencia sucesivos y diferentes.

Grabado de la Histoire des progrès de l’esprit humain dans les sciences et dans les arts qui en dépendent. Sciences Exactes, de Alexandre Savérien (1776)(foto: BNF / Gallica)

III. La variante dialéctica de la moderna noción de progreso hereda la noción ilustrada, lineal, del progreso, y su idea de los varios estadios (a los que llama manifestaciones del Espíritu, modos de producción o formaciones económico-sociales), pero sostiene que la humanidad, y con ella la historia, crecen entre conflictos y se desarrollan a saltos, no gradualmente, no linealmente. Esta variante de la idea moderna de progreso sigue dando mucha importancia a la educación y a la ilustración, pero ha caído ya en la cuenta, estudiando la historia, de que en ésta no sólo hay avances sino también retrocesos, cabos sueltos y callejones sin salida. Su palabra clave es Aufhebung, aufheben, que quiere decir a la vez abolición, preservación y elevación, o sea, superación de lo que hay o de lo que hubo, pero en un sentido muy particular: alzarse o elevarse a un estadio nuevo conservando parte del anterior y destruyendo o aboliendo el resto.

Esta idea del progreso dialéctico tiene su origen en la reflexión sobre las revoluciones y contrarrevoluciones que se producen entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. La historia tiene sus ironías y una de ellas es, como reza el título de uno de los grabados de Goya, que “el sueño de la razón produce monstruos”. Si este sueño tiene que interpretarse como un dormirse de la razón o como una ilusión de la misma sobre el progreso lineal está por discutir.

En cualquier caso, la historia progresa, pero a veces por su lado malo o por su lado peor: a través de los conflictos, las polarizaciones y las contradicciones. En la historia natural de la evolución se progresa a través de mutaciones. En la historia social de los hombres, a través de revoluciones. La visión dialéctica del progreso es una historia de superaciones, pero no lineal sino complicada, tal que la fase más elevada de la historia, aún por venir, enlazará con el principio de la historia: el comunismo moderno, en el que regirá el principio “a cada cual según sus necesidades; de cada cual según sus capacidades” será como el comunismo o comunitarismo primitivo sobrealzado, elevado a un nivel superior; el reino de la libertad, la culminación del progreso, será como la vieja igualdad de los tiempos en que no se habían inventado las palabras “mío” y “tuyo, pero también sobrealzada, elevada al nivel de la propiedad colectiva de los principales medios de producción y con un gran desarrollo de las fuerzas productivas.

Tanto en su versión lineal, ilustrada, como en su versión dialéctica, romántica, el progreso moderno no es sólo descripción de lo que se cree que ha sido la historia de los hombres sino también una meta a la que se aspira, una proyección hacia el futuro. Tanto en su versión lineal, ilustrada, como en su versión dialéctica, romántica, el progreso moderno no es sólo descripción de lo que se cree que ha sido la historia de los hombres sino también una meta a la que se aspira, una proyección hacia el futuro. Se viene a decir: “Hemos sido como aquellos que aún se encuentran en la infancia de la civilización, pero ya no lo somos”. Y en lo que tiene de aspiración o de meta, que se logrará gradualmente o a saltos, esta noción moderna del progreso da esperanza, una esperanza sin transcendencia. Sobre todo a aquellos que en el siglo XIX o en el XX no tenían ya fe ni creencias religiosas.

Uno de los aspectos más euforizantes de esta noción moderna de progreso, ya sea en la versión lineal o en su versión dialéctica, es la sensación que produce, en que quien la comparte, de estar de parte de lo mejor, de nadar a favor de la corriente de la historia, incluso cuando hay dudas acerca de si las actuaciones de los nuestros no serán una nueva forma de barbarie. Goethe, por ejemplo, escribía en el Diván de Oriente y Occidente: ”Quien lamenta los estragos si los frutos son placeres? ¿No aplastó miles de seres Tamerlán en su reinado?” Y Marx repite esa misma reflexión el tratar de la colonización británica de la India, considerando sus desmanes como el precio que hay que pagar por elevar al Otro, a los otros, a la altura de la civilización.

Goethe retratado por Karl Josef Raabe (1814, Wallraf-Richartz-Museum) y Marx, por John Jabez Edwin Mayall (1875, International Institute of Social History).

IV. Para no ser demasiado esquemático debería añadir ahora que, aunque ésta ha sido la noción de progreso imperante en la modernidad europea, la que ha cuajado mayormente en la mayoría de la población de nuestras ciudades, tampoco ha sido la única. Desde el siglo XVI hasta el siglo XIX ha habido algunos pensadores que no encajan en la caracterización que he hecho: ni en la variante lineal de la noción de progreso ni en la variante dialéctica del mismo con talante optimista por así decirlo. Hay una línea de pensamiento que va de Bartolomé de las Casas a Giacomo Leopardi, pasando por Montaigne, Galiani, G. B. Vico, Didedot y Rousseau que no ha compartido esta idea de progreso, esta identificación prioritaria del progreso con el desarrollo económico-material y con los avances tecno-científicos.

En autores como los mencionados ahora podemos encontrar ya una reflexión que nos introduce directamente en el tema de los límites, una reflexión sobre el precio del progreso o mejor aún, sobre el precio que hay que pagar por lo que llamamos progreso. Las Casas, criticando las barbaridades que se han cometido sobre los indígenas amerindios en nombre de la civilización y el comercio, introduce la duda acerca de si realmente hay un progreso civilizatorio. Montaigne profundiza esta idea por su cuenta para poner de manifiesto las implicaciones del relativismo cultural. Rousseau crítica la ambivalencia de la idea misma de progreso y niega, ya en los tiempos de la razón ilustrada, que el progreso esté vinculado directamente a la razón: “No hay verdadero progreso de la razón en la especie humana porque todo lo que se gana de un lado se pierde de otro”. Y Leopardi en su Zibaldone da un paso más: “Lo que dice Rousseau vale no sólo para la razón sino también para el saber, la doctrina, la erudición y el conjunto de los conocimientos humanos. Se puede dudar de que en todos esos campos se hayan hecho progresos reales”.

Lo que apunta por debajo de esta escepsis, también moderna, es el reconocimiento de que hay una diferencia importante entre progreso material (económico, comercial, en cuanto a la acumulación de riquezas, tecnocientífico) y progreso moral o espiritual de la humanidad. Se reconoce que hay una tensión constante entre progreso material y progreso espiritual o moral y que aquel se paga a veces con pérdida de carácter y aparición de nuevas alineaciones. Ocurre que, en muchos casos, el desarrollo de las fuerzas productivas, los avances de la ciencia y de la tecnología, no representan propiamente elevación espiritual del ser humano sino que conllevan mercantilización del propio ser humano y, con ella, cosificación.

Grabado de una edición de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de Las Casas

V. La noción moderna del progreso entra seriamente en crisis desde los años treinta del siglo XX. Lo que se denunciará ahora ya no es sólo el precio que los humanos tienen que pagar por el progreso material sino más que eso: los conceptos básicos que han llevado a la configuración de la noción moderna (lineal y dialéctica) del progreso: el concepto de ciencia positiva, el concepto de desarrollo de las fuerzas productivas, el concepto de trabajo basado en ese desarrollo y, en última instancia, el concepto mismo de historia.

De las reflexiones de esos años querría subrayar aquí dos que inspirarán lo que diré a continuación sobre los límites de la moderna noción de progreso en la actualidad.

La primera de ellas se puede formular así: “No hay ni puede haber progreso continuo, continuado o indefinido”. Ni siquiera el desarrollo de la técnica puede suponer un desarrollo ilimitado del rendimiento del trabajo humano. El progreso no está asegurado porque puede suceder, y de hecho sucede habitualmente, que la utilización de una fuente de energía natural cueste mayor trabajo que el esfuerzo humano que se intenta reemplazar. Desde el momento mismo en que el azar entra en juego en el descubrimiento y uso de nuevas fuentes de energía, la noción de progreso continuo deja de ser aplicable.

Tampoco podemos asegurar el progreso continuo por la vía de la organización y racionalización científica del trabajo, es decir, haciendo crecer el rendimiento de los esfuerzos por la vía de combinarlos, pues ocurre que, debido a la plasticidad de la naturaleza de los humanos y a razones psicológicas y antropológicos, a partir de un determinado momento los rendimientos empiezan a ser decrecientes. Eso es lo que empezaba a pasar desde 1929 con el trabajo en la fase fordista-taylorista . De manera que “el progreso se transforma hoy, a todos los efectos, en regresión”.

Por último, la idea del crecimiento continuo de los frutos del trabajo lleva necesariamente a la sustitución del trabajo humano por la técnica automática, al proceso de automatización y robotización del trabajo anteriormente humano. Esto significa confiar a las máquinas automáticas y a los robots un conjunto de operaciones variadas para satisfacer las necesidades humanas. Pero “jamás técnica alguna dispensará a los humanos de renovar y adaptar continuamente, con el sudor de su frente, las herramientas de las que se sirven” porque el funcionamiento de las máquinas automáticas está ligado al desorden y al despilfarro que entraña una exagerada centralización económica.

La conclusión a la cual se llega desde ahí es que el crecimiento continuo e ilimitado del rendimiento es, propiamente hablando, inconcebible, una utopía (en sentido negativo), una utopía del mismo tipo que la búsqueda de “la máquina en perpetuo movimiento” que choca con el segundo principio de la termodinámica.

Este fue el punto de vista expresado por Simone Weil en sus “Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión social”.

La segunda reflexión a tener en cuenta se puede formular así: “Lo que nosotros llamamos progreso es un huracán que nos arrastra y nos aleja del fin que es el principio”.

Esto es lo que metafóricamente nos dice el ángel de la historia de Walter Benjamin. La célebre tesis IX de su reflexión sobre el concepto de historia resume su crítica a la idea de progreso. Benjamin parte de una interpretación muy particular y muy aguda del cuadro de Klee titulado “Angelus Novus” (1920; ahora en museo de Jerusalem). Propone considerarlo, precisamente, como el ángel de la historia:

Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, el ángel ve una catástrofe única que amontona a sus pies incansablemente ruina sobre ruina. [El ángel de la historia] quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel no puede ya volver a cerrarlas, por lo que el huracán le empuja irremisiblemente hacia el futuro, al que da la espalda, mientras que los montones de ruinas se amontonan ante él hasta el cielo”. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso [TFH, 183].

El huracán o la tempestad que sopla desde el paraíso evoca la caída y expulsión del jardín del Edén, de acuerdo con la lectura del texto que viene haciéndose desde La dialéctica de la ilustración de Adorno y Horkheimer. Lo que llamamos progreso nos aleja irremisiblemente de aquel paraíso, de la vieja leyenda fundacional judeo-cristiana que el pensamiento racional ha secularizado, una y otra ve en los mitos idealizadores de sociedades utópicas: la Edad Dorada, los viejos tiempos en que no se distinguía entre “tuyo” y mío”, el buen salvaje construido a partir de la idealización del primitivo y (en Marx y Engels) el comunitarismo sin clases de las sociedades primitivas. El ángel de la historia es para Benjamin el ángel de la tragedia de la humanidad que se ha dado cuenta de que hay que fundar el concepto de progreso sobre la idea de catástrofe. Catástrofe es que las cosas sigan yendo como van por repetición del pasado. De ahí el amontonamiento de las “ruinas”.

El Angelus Novus de Paul Klee y una foto de pasaporte de Walter Benjamin

VI.Voy a defender la tesis de que la noción moderna, ilustrada, del progreso choca con límites infranqueables.

El primero de estos límites es la Naturaleza, el entorno medioambiental en que viven y con el que interactúan los humanos. El crecimiento o desarrollo de las fuerzas productivas (entendiendo por tal el trabajo humano, la ciencia y las técnicas aplicadas a la producción) no puede ser líneal, continúo e indefinido porque ese tipo de crecimiento choca frontalmente con la base natural de mantenimiento de la vida sobre el planeta. A partir de una fase dada del desarrollo, la intervención humana sobre la naturaleza pone en peligro las fuentes renovables, la biodiversidad y la vida misma sobre el planeta tierra. Las fuerzas productivas se convierten así en fuerzas destructivas. En esa fase estamos ya, como se ha escrito y argumentado repetidas veces desde 1973.

La idea de un desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas supone seguir manteniendo una civilización continuamente expansiva. Pero una civilización en expansión continua como la hoy imperante en el marco euro-norteamericano sólo deja, en última instancia, dos opciones a medio plano: o la globalización real del modo de producir, consumir y vivir imperante (con la multiplicación del riesgo de una crisis ecológica planetaria) o el salto al cosmos, fuera del planeta Tierra (lo que es utópico para una población de más de seis mil millones de seres humanos).

El segundo de los límites de la noción ilustrada de progreso está en la caracterización de la ciencia. Al contrario de lo que se viene diciendo habitualmente desde entonces (y se sigue diciendo todavía), la ciencia, tal como la conocemos, no es garantía de progreso (de progreso en el sentido amplio, no sólo material de la palabra). La ciencia, que es lo mejor que tenemos en el plano gnoseológico, es también, y simultáneamente, lo más peligroso en el ámbito socio-ético. Tanto más cuanto que la aceleración del proceso de mercantilización ha hecho que las puntas más avanzadas de la investigación no estén ya en el ámbito de ciencia pura sino en el ámbito de la tecnociencia.

El concepto de tecnociencia expresa la fusión o integración entre ciencia básica y ciencia aplicada (o aplicaciones tecnológicas de la ciencia) con el poder económico (industrial y postindustrial) en nuestras sociedades. La manifestación más conocida del vínculo entre ciencia y tecnología es lo que hoy llamamos biotecnología e ingeniería genética. Y la expresión más evidente de la existencia de un vínculo fuerte entre tecnociencia, poder político e industria es lo que ha ocurrido recientemente con el programa “Genoma Humano”, en cuya investigación competitiva concurrieron intereses propiamente tecnocientíficos e intereses económico-industriales tanto públicos como privados.

La mera existencia de este complejo científico-técnico significa ya un cambio de función en lo que había sido la ciencia moderna que nace en Europa con Copérnico, Galileo y Newton. Este cambio de función tiene tres consecuenciasimportantes.

1ª. Se reduce al mínimo el lapso o decurso de tiempo entre descubrimiento científico y aplicaciones prácticas o tecnológicas. Se puede comparar, por ejemplo, el lapso de tiempo que hubo desde los principales descubrimientos en el campo de la física del núcleo atómico (en la primera década del siglo XX) hasta las aplicaciones militares y/o civiles de la energía atómica (1945-1950), o el lapso de tiempo transcurrido desde el descubrimiento del código genético (años sesenta) a la aparición de la ingeniería genética (primera mitad de los años setenta), que es ya una reducción notable del tiempo para las aplicaciones, con lo que está ocurriendo desde finales de la década pasada en el ámbito de la biotecnología cuando las aplicaciones médicas o de otro tipo son casi inmediatas (o pretenden serlo).

2ª. Al reducirse ese lapso de tiempo, en la tecnociencia se hace problemático uno de los principios modernos del conocimiento científico, que los metodólogos han considerado básico hasta ahora, el de proceder por ensayo y error. Es obvio que al reducirse al mínimo el tiempo necesario para proceder a las aplicaciones técnicas de los descubrimientos científicos aumenta sensiblemente el riesgo. Y no es casual a este respecto el que se haya dicho repetidas veces en los últimos tiempos que vivimos en la sociedad del riesgo.

3ª. El vínculo entre tecnociencia y poder económico-industrial convierte el saber en una actividad cada vez más dependiente de los poderes fácticos, con lo que se hace también problemática la aspiración ideal a la objetividad y a la neutralidad axiológica (valorativa) del conocimiento científico. Este es uno de los motivos por el que, en los últimos tiempos, el debate contemporáneo sobre la estructura y el método de la ciencia ha ido dejando paso, en las universidades y fuera de ellas, a la controversia sobre la orientación de las políticas tecnocientíficas de los estados y de las grandes empresas transnacionales. Pues uno de los problemas con que nos encontramos en las sociedades actuales es que, por lo general, los Parlamentos no discuten casi nunca las líneas maestras de las políticas tecnocientíficas que van a condicionar la vida de los ciudadanos; sólo discuten, a toro pasado, las consecuencias negativas de algunas de esas políticas, sobre todo cuando tales consecuencias llegan a ser catastróficas o amenazan con serlo.

El tercero de los límites de la noción ilustrada de progreso se deduce del carácter dialéctico de la historia humana, en la que no hay pieza de civilización que no lo sea al mismo tiempo de barbarie: la historia del progreso humano continuo, lineal y gradual es una ilusión, pero seguramente también lo es la versión dialéctico-optimista de una historia que progresa a saltos, por revoluciones, y que cifra el reino de la libertad en la abundancia y en la satisfacción de todas las necesidades humanas. Hoy es obvio que abundancia para todos y satisfacción de todo lo que ha llegado a ser necesidad humana es sinónimo de aumento de las catástrofes naturales y derivadas de las tecnologías: Minamata, Bhopal, Harrisburg, Tsuruga, Alaska, Chernobyl, La Coruña, Doñana y un largo etcétera de desastres medioambientales así lo anuncian.

No se puede trivializar a este respecto objetando que riesgo ha habido siempre. En 1977, cuando se produjo el accidente en la central nuclear de Harrisburg, en los EE.UU de Norteamérica, uno de los periódicos más serios de Europa adujo, contra los ecologistas que denunciaban los peligros de la energía nuclear en la producción de electricidad, que el riesgo de la misma para los humanos era menor que el que corría un campesino en la edad media al pasar por delante de tantos molinos de viento. Pero esta afirmación, que podía parecer cómica entonces, suena a trágica después de lo ocurrido en Chernobyl.

Tampoco se puede aducir en este ámbito que estamos ante un riesgo científicamente controlado precisamente por los cálculos de riesgo que suelen acompañar hoy en día a las investigaciones tecnocientíficas. Pues estos cálculos, que suelen ser formalmente muy precisos, han fallado catastróficamente en varios casos concretos suficientemente conocidos. Y son cálculos particularmente débiles cuando intervienen muchísimas variables relacionadas con el factor humano. Esto se vio ya al comparar las conclusiones muy optimistas del informe Rasmussen sobre las probabilidad de fusión del núcleo en una central nuclear para la producción de electricidad: lo que según los cálculos sólo podría ocurrir una vez cada tres mil años ocurrió por lo menos tres o cuatro veces en diez años (Harrisburg, Tsuruga, Tchernobyl).

Por otra parte, el estudio de las causas de la aparición de “vacas locas” en varios países europeos, por un cambio sustancial en la alimentación del ganado, debería hacer pensar con mucha prudencia en lo que significan realmente “error” y “riesgo” hoy en día.

Natasha Sinegina, El yin y el yang del progreso humano

VII. A pesar de lo cual, contra lo que se dice y se hace a veces, y por motivos prácticos, no nos conviene tirar por la borda sin más consideraciones la palabra “progreso”, sino más bien reconstruir el concepto a partir del reconocimiento de sus limitaciones. Me baso para afirmar esto en una interesante consideración de Robert Musil, en El hombre sin atributos, que dice así: “En la historia de la humanidad no hay retroceso voluntario. Lo que existió antaño no volverá jamás a existir de la misma forma. Y suponiendo que en la historia no se dan vueltas voluntarias, la humanidad se asemeja a un hombre que camina siempre hacia adelante movido por afán tremendo de viajar y para el que no hay posibilidad de retroceso ni de meta. Este es un estado muy interesante.”

Este “estado muy interesante” implica varias cosas en las que querría detenerme para terminar:

1ª. Una autocrítica razonable de la tecnociencia:

Al concluir la argumentación sobre las implicaciones de la tecnociencia suele decirse a veces que la humanidad sólo aprende por shock (es decir, por el golpe recibido de la manifestación repentina y abrumadora de las catástrofes derivadas de los errores cometidos). Pero si esto fuera así y tuviéramos que aceptar que siempre ha de ser así, entonces, en una época caracterizada por la aceleración incontrolable del ritmo histórico, tendríamos que acabar aceptando la contradicción que supone una sociedad que aspira a la seguridad (y que cree vivir segura) y que al mismo tiempo está expuesta a los mayores riesgos, es decir, a la permanente inseguridad derivada de las mejores manifestaciones de la tecnociencia. De donde resultaría, paradójicamente, que el mayor de los peligros no estaría hoy en día en la ignorancia sino precisamente en las puntas más altas del conocimiento científico. Lo cual nos llevaría a la inversión directa del dicho del poeta Hölderlin. Hölderlin escribió: “Allí donde está peligro puede brotar la salvación”. Si nos hiciéramos a la idea de que el ser humano sólo puede aprender por schok habría que decir “Allí donde está lo que salva puede brotar el mayor de los peligros”.

Por tanto:

No prohibir la ciencia; controlar la ciencia.

No menos ciencia, sino más ciencia, como proclaman los científicos con conciencia, aunque, tal vez, otra ciencia (más contemplativa, menos instrumental, más atenta a lo que ignora).

2ª. Una reconsideración de la naturaleza como hogar de los humanos.

No hay naturaleza virgen, ni se puede “volver a la naturaleza”. “La naturaleza nos ha abandonado”. Hay que hacerse a la idea. Precisamente porque no hay retrocesos voluntarios en la historia de la humanidad.

Sólo hay ya naturaleza humanizada. Pero humanizar significa dos cosas que van muy ligadas: artificializar y cultivar. Razones estéticas y razones de conservación.

¿Qué puede querer decir hoy progresar conservando?

Progreso como desarrollo sostenible y ecología social en la plétora miserable.

3ª. Una ética de la responsabilidad con atención principal a la responsabilidad de los humanos del presente ante las generaciones futuras y basada en el principio de precaución: Hans Jonas.

4ª. Una nueva teoría de las necesidades humanas basada en el estudio de las consecuencias de la globalización económica y cultural.

Fuente: Archivo Francisco Fernández Buey. Universitat Pompeu Fabra

Portada: Francisco Fernández Buey (ilustración de Joan Picornell publicada en Ñángara Marx y en Marxismo Crítico)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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