En Conversación sobre la historia procuramos prestar atención y divulgar obras que reflejen esa “España diversa” que se manifiesta vivamente en su realidad política, cultural e histórica, en contraste con el esencialismo españolista de cartón piedra cultivado por la tradición conservadora, desde Menéndez Pelayo hasta los de la imperiofilia. Así pues, aunque no es la primera vez que publicamos trabajos sobre Andalucía, con “El cantonalismo andaluz; una forma peculiar del ser federal en España del siglo XIX”, de Carlos Arenas Posadas, profesor jubilado de la Universidad de Sevilla, saludamos el comienzo de una colaboración que esperamos sea más estrecha y regular con investigadores andaluces.
El cantonalismo andaluz; una forma peculiar de ser federal en la España del siglo XIX
El cantonalismo andaluz fue una forma peculiar, anterior y distinta, de entender el republicanismo federal español. La imagen convencional del movimiento cantonal apenas ha trascendido a la descripción de sus excentricidades, a su contribución incluso al fracaso de la I República. Lo que trato de aportar aquí son las razones socio-económicas y políticas de un fenómeno que se origina a partir de 1812, adquiere relieve en sucesivas alteraciones campesinas y en juntas locales revolucionarias enfrentadas al estado centralista, y se radicaliza entre 1868 y 1873 hasta ser derrotado militarmente, inaugurándose con esa derrota el dilatado y aún no resuelto proceso de irrelevancia, opacidad y atraso relativo andaluz.
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Carlos Arenas Posadas
El 8 de junio de 1873, las Cortes de la República constituidas tras las elecciones de mayo, declararon España como un estado federal; tres días después, fue elevado a la presidencia de la República Francisco Pi y Margall. Algunas ciudades andaluzas creyeron llegada la hora de hacer efectivo ese modelo de Estado proclamando declarándose en cantones independientes. El presidente no daba crédito a lo que ocurría en el sur y así lo advirtió al gobernador civil de Sevilla en un telegrama “urgentísimo”, fechado el 30 de junio: “si, por lo contrario, se organizasen desde ahora los cantones, la unidad nacional desaparecería, los partidos reaccionarios cobrarían fuerza, y la guerra civil, alentada por la falta de unidad, sería un verdadero peligro para la causa de la libertad y de la patria”.[1]
En el relato que haría de los meses de su mandato, Pi y Margall aludió a la indisciplina de los andaluces: “En Andalucía querían los centros republicanos ganar a toda costa al ejército: donde no lo conseguían, buscaban la ocasión de arrebatarles las armas o echarle más allá de sus fronteras. Málaga había desarmado a cuantas tropas habían penetrado en su recinto, Granada había obligado a la rendición a mil carabineros, Sevilla había echado fuera de sus murallas a parte de las fuerzas que la guarnecían. ¿Cómo domar esas provincias?”.[2]
¿Qué pasaba en la Andalucía indomable? ¿Por qué querían los republicanos “ganar a toda costa al ejército”? Para una inmediata respuesta, hay que situarse en septiembre de 1868; en concreto, en los días de la revolución “Gloriosa” que tuvo su epicentro en la bahía de Cádiz, que se contagió rápidamente por ciudades andaluzas que nutrieron de voluntarios las tropas que se enfrentaron al general Novaliches en la batalla de Alcolea, venciendo y destronando a Isabel II. Por toda Andalucía se organizaron juntas revolucionarias que se atribuyeron y aplicaron competencias de estado, coincidiendo todas en el rechazo a cualquier monarquía y a favor del establecimiento de un estado republicano federal. Las juntas andaluzas intentaron en vano que el gobierno provisional tras la revolución estuviera formado o al menos influido por las juntas de todo el país; no hubo tal cosa; la mayoría de las juntas del norte, encabezadas por unionistas y progresistas, aprobaron la decisión de la de Madrid de dar el gobierno a los espadones que habían intervenido en la Gloriosa: Serrano, Prim, Topete y a sus colaboradores directos.
La confrontación armada entre el gobierno provisional y las juntas andaluzas no tardó mucho en producirse; en las semanas siguientes, el envío a Andalucía de regimientos itinerantes de Cazadores, nominados de Madrid y de Barcelona, fue interpretado como una provocación por las juntas; se pretendía con ello, según denunció el jurista malagueño Eduardo Palanca, ir creando conflictos que actuaran como fulminantes que condujeran al enfrentamiento entre civiles y militares.
Y lo consiguieron. La reyerta en el Puerto de Santa María fue la primera de una serie que llenó de víctimas las calles de Cádiz en diciembre de 1868 hasta ser sofocada la rebelión por los regimientos enviados desde Madrid; en Málaga, en enero de 1869, se perpetró una matanza por esos mismos regimientos acantonados en Andalucía al mando del general Caballero de Rodas; en Jerez de la Frontera, en marzo de este mismo año, la represión fue protagonizada por el batallón de los Voluntarios de Reus que esperaban en Cádiz su traslado a la Cuba sublevada; en Sevilla, un mes después, se reprimió de forma sangrienta la protesta juvenil por el sorteo de quintos que la Gloriosa había prometido abolir. Estas dos fuerzas armadas antitéticas que representaban dos maneras de entender España, la unitaria y la federal, volverían a chocar en la revolución federalista de octubre de 1869, “la más amplia insurrección popular de la historia contemporánea de Andalucía”,[3] en la que las partidas republicanas recorrieron las sierras de todas las provincias, declarando la República Federal allí por donde pasaban, hasta ser abatidos por las tropas gubernamentales.
Estos episodios ayudan a entender la rivalidad de los federales hacia el ejército en junio de 1973. Declarar cantones y expulsar al ejército de las ciudades era la manera de ser federal. La intervención de Pi y Margall sirvió para evitar la confrontación, pero el armisticio duró apenas dos semanas; la exclusión del representante de los federales andaluces, Roque Barcia, de la comisión encargada de redactar el proyecto de constitución, la división de Andalucía en dos estados en el borrador constitucional por temor a la fortaleza de los federales andaluces no auguraban un desenlace pacífico al conflicto.[4] La dimisión de Pi y Margall como jefe del Estado el 18 de julio, y la orden de su sustituto, Nicolás Salmerón, de reponer al ejército en sus cuarteles, hizo que el malestar latente diera lugar a la generalización del movimiento cantonalista en el sur de España.
En sus pocas semanas de vida, como antes las juntas revolucionarias, los cantones activaron programas de gobierno que, pese a su diversidad, tenían puntos comunes: recuperación y reparto de tierras comunales usurpadas, derribo de iglesias en ruina e inversiones en obras públicas para dar empleo, ocho horas de trabajo, supresión de la enseñanza religiosa, supresión de monopolios estatales, aumento de los jornales, pago a los milicianos, etc. Como es sabido, la experiencia cantonal andaluza duró las semanas que el general Pavía tardó en “pacificar” una Andalucía “que estaba completamente en armas”.[5] Según el cónsul francés, en Sevilla, los combates se cobraron la vida de 200 cantonalistas y otros 400 fueron heridos;[6] la caída de Sevilla fue el inicio de un proceso que acabaría no sólo con la idea federal del Estado sino también con la propia República en 1875.
La República no sobrevivió a sus graves problemas: la crisis económica arrastrada desde 1866, la subversión monárquica, la declaración de guerra de carlistas e independentistas cubanos. Junto a estos, la “confusión babilónica” del federalismo que decía Miguel Morayta se ha convertido en una razón canónica de la fugacidad de la I República.[7] Frente a la opinión de Morayta, también de la de Pi y Margall, el federalismo andaluz no sólo no contribuyó a debilitar la Republica “inesperada” de febrero de 1873 sino que, todo lo contrario, contribuyó a su proclamación. Aquella República fue una república andaluza; no se entiende sino como colofón de un dilatado proceso de “alteraciones”, de desafíos al Estado centralista y conservador cuyo origen hay que remontar al Cádiz de 1812; durante sesenta años, las juntas revolucionarias de 1820, 1835, 1840, 1843, 1854 y 1868, reiteraron la voluntad de dotarse de órganos de gobierno ajenos a Madrid, incluso combatieron gobiernos reaccionarios como ocurrió en 1822, 1835 o 1868, construyeron los elementos de una cultura federal, que es anterior y distinta a la que propondrían muchos años después Emilio Castelar, meramente descentralizadora, e incluso Francisco Pi y Margall. De hecho, que se sepa, el primer diputado en reclamar para España “una unión federal” fue el gaditano José Moreno Guerra en 1821; [8] Pi y Margall aún no había nacido. La ambición de aquellos federales llegaba lejos. En 1835, aparece una propuesta de creación de una federación política andaluza-extremeña-manchega que tendría mucho que ver con la sustitución de Toreno al frente del gobierno, su sustitución por Mendizábal y el decreto de desamortización de los bienes eclesiásticos.
La República federal de febrero de 1873 no se entiende sin tener en cuenta que el Partido Democrático desde 1849, transformado en Partido Republicano Federal, fue en Andalucía un partido de masas. Antonio Guerola, gobernador civil de Málaga entre 1857 y 1863 escribió en sus memorias que, tras visitar 119 pueblos, los encontró en un estado de latente insurrección; en los pueblos predominan las ideas democráticas y bulle “la absurda teoría de distribuir bienes”.[9] En las ciudades, artesanos, clases medias y profesionales formaban el gran contingente federal; sus sociedades de resistencia, círculos culturales, clubes políticos, periódicos y cooperativas eran el centro del debate y de la irradiación de la idea revolucionaria propagada a impulso de los flujos migratorios campo-ciudad y viceversa durante los ciclos agrícolas.
De esta potencia social nació la numerosa representación institucional durante el Sexenio Democrático; en las elecciones de enero de 1869, pese a estar manejadas por Sagasta desde el Ministerio del Interior, los republicanos federales obtuvieron 85 escaños; de ellos 27 eran andaluces: diez por Sevilla y su provincia, nueve por Cádiz y Jerez, cinco por Málaga, y uno por Huelva, Granada y Almería respectivamente. Cádiz, con el 60% de los sufragios y Sevilla con el 53% fueron dos de las tres provincias españolas con mayores apoyos federales,[10] y no federales cualesquiera; lideraban la fracción de los “intransigentes” dispuestos a combatir, armas en mano, la instauración monárquica y cualquier retroceso en lo que consideraban el verdadero espíritu de la revolución de 1868. Una vez instaurada la República, en las elecciones municipales de marzo de 1873, los federales confirmaron la supremacía: muchos ayuntamientos fueron presididos por “intransigentes” o “sociales” proclives al cantonalismo.[11] En las generales de mayo de 1873, compartiendo la abrumadora representación republicana -346 de 386 actas-, cuatro provincias andaluzas, Sevilla, Cádiz, Huelva y Málaga, estuvieron entre las cinco provincias españolas con mayor porcentaje de voto federal.
La República federal no fue, por tanto, inesperada, al menos en una Andalucía que venía pensando en cantonal desde decenios de la mano de quienes consideraban que el Estado centralista en manos de tardo-absolutistas, moderados y progresistas había traicionado las expectativas de la revolución liberal: la reforma agraria y el reparto de la tierra, la abolición de señoríos y mayorazgos, el libre comercio, el laicismo, el libre pensamiento, la dualidad de las fuerzas armadas tal y como se asumía en la constitución de Cádiz, etc. Contradiciendo tales expectativas, el Estado del “justo medio”, que decía Donoso Cortés, estaba creando un concepto artificial de nación -militarismo, clericalismo, centralismo, proteccionismo- puesta al servicio de las élites moderadas, de espadones, eclesiásticos, terratenientes, antiguos señores y futuros señoritos adquirientes de bienes desamortizados, especuladores ligados a las camarillas reales, traficantes de esclavos, productores y fabricantes que reclamaban la reserva del mercado interior como base de sus ganancias.
Y no sólo las expectativas, el cantonalismo andaluz se explica, en última instancia, por el daño que las políticas estatales –las desamortizaciones y el proteccionismo del mercado interior, entre otras-, estaban produciendo a una parte considerable de la población andaluza. En el medio rural, la venta o usurpación de los bienes comunales, la sustitución de los elementos de la economía moral por la economía de mercado, la concentración de la propiedad de la tierra y, en consecuencia, la proletarización de la clase campesina en un mercado mosopsónico de trabajo, son las razones, más que conocidas, de la indignación y radicalización del campesinado. La revolución de Loja de 1861 protagonizada por el garibaldino Pérez del Álamo en la patria chica del general Narváez es un paradigma de la confrontación entre el poder caciquil y el modesto campesinado afectado por la desamortización de baldíos y bienes de propios. La ocupación de tierras a raíz de la “Gloriosa” de 1868, es otro.
Por su parte, el federalismo cantonal del sur se explica por el declive económico de los enclaves mercantiles andaluces y, en consecuencia, por la decadencia social de las clases medias urbanas, de los fabricantes y comerciantes locales, de los artesanos sin trabajo. Un declive progresivo a partir de 1810 por las guerras contra las independizadas colonias americanas con las que los puertos andaluces, especialmente Cádiz, habían tenido trato secularmente preferente. En contra de la guerra, el comercio andaluz defiende el establecimiento de una federación con las nuevas repúblicas, lo que le valió a sus portavoces ser tachados de “anti-españoles”, de ser la “quinta columna” de los rebeldes en territorio español. Que Cádiz, por ejemplo, quisiera ser puerto franco o aspirara a ser una república “hanseática” no suponía su renuncia a ser española; sólo reclamaba su derecho a practicar un “doble patriotismo”, español en lo cultural, cantonal o autónomo en lo administrativo y en lo económico. [12]
La aspiración gaditana se hace andaluza en beneficio de las clases agro-exportadoras que reclaman la libre circulación de mercancías con nuevos mercados, especialmente con Inglaterra; entienden que la prohibición de importaciones o los elevados aranceles que propone el gobierno central para proteger los intereses “nacionales” lesionan los intereses de unos exportadores, comerciantes y fabricantes andaluces,[13] que aportan 13 % de la renta del país por el 8 % de Madrid y el 10 % de Cataluña.[14] Andalucía reclamaba políticas librecambistas como parte del derecho federal, a desarrollar un específico modelo productivo dentro de la diversidad de capitalismos españoles o, como reclamaba Roque Barcia, que cada territorio, que es “hijo de su geografía, de sus creaciones, de su riqueza”, pudiera ser soberano para gestionar sus recursos y desarrollar el modelo económico que mejor le conviniera; en concreto, que “Andalucía se perteneciera a sí propia”. [15]
La historia transcurría, sin embargo, al contrario del sentir de estos andaluces; de ahí la creciente radicalización de sus clases más progresivas, su acercamiento ideológico al campesinado, el soporte antimilitarista, anticlerical, abolicionista de la esclavitud, democrático e igualitarista de unas propuestas cercanas al socialismo utópico o fourierista.[16] De ahí también su progresivo aislamiento político, no solo con respecto a las oligarquías instaladas en la capital de España, sino también con respecto a otros federales que consideraban unos que, las pretensiones del campesinado de repartir la tierra contradecían el derecho a la propiedad garantizada por las leyes desamortizadoras, [17] y otros que el territorio andaluz era demasiado grande para dejar en manos de los “anglo-andaluces” tan importante cuota de mercado.
Esta última razón es la que separa el federalismo de Pi y Margall y el de los cantonales andaluces; ambos están de acuerdo en construir, frente a Castelar, por ejemplo, un federalismo “desde abajo”, pero difieren en la política económica a seguir. Frente al librecambio y a la soberanía económica defendidos por los federales andaluces, valedores de un proceso de industrialización basado en el intercambio de alimentos locales por carbón y máquinas europeas, Pi y Margall era un decidido proteccionista; no creía que, reduciendo los aranceles, España, especialmente Cataluña que se estaba convirtiendo en la “fábrica de España”, estuviera en condiciones de modernizarse y competir a medio plazo con las economías más avanzadas de Europa. En discursos como el pronunciado en el Congreso en julio de 1869 abogaba por una política arancelaria que protegiera la industria “nacional”: con la competencia –dijo–, los industriales despiden y despedirán a sus obreros o reducirán sus jornales, ¿para qué querrán los obreros los beneficios del librecambio como consumidores si como productores, parados o mal pagados, no pueden pagar los artículos que necesitan para sus familias?[18] Era protección al producto “nacional” lo que se necesitaba, no llamamientos a la rebelión permanente tal y como formulaban los “intransigentes” andaluces.
El 21 de septiembre de 1873, barrido el movimiento cantonal en Andalucía, en su último bastión de Despeñaperros, se redacta un manifiesto dirigido a los “federales españoles” que puede considerarse el estertor de una derrota: “¡Viva la Soberanía administrativa y económica del Estado de Andalucía!”.[19] Lo que ocurrió después ya ha sido otra historia; respecto a las magnitudes macroeconómicas, el PIB per cápita andaluz pasó de ser un 36% superior al de España en 1860 –18 puntos porcentuales por encima de Cataluña– a ser 13 puntos inferior a la media en 1900. En ese mismo intervalo, el federalismo sinalagmático de Pi fue transformándose a través de Almirall en alter-nacionalismo catalán. A partir de la pérdida de Cuba, la burguesía catalana fue capaz de desarrollar su propio “doble patriotismo”, político y económico, haciendo la peculiaridad cultural y lingüística una poderosa palanca industrializadora a la sombra del nacionalismo económico español.
Mientras, a fuerza de reiteradas represiones y de la obligada inserción en el modelo económico “nacionalista”, un pueblo combativo y rebelde, salvo exaltaciones puntuales, fue sometido al silencio político y a la decadencia económica. Jaume Vicens Vives escribió tras su experiencia como profesor en Baeza en 1941: “la mentalidad del pueblo andaluz se caracterizaba por la sumisión a las decisiones de las elites dominantes, por la subordinación obligada o aquiescente a los imperativos religiosos y sociales”.[20] Puede ser, pero nunca antes de 1873.
Notas
[1] Pi y Margall, Francisco; Francisco Pi y Arsuaga (1902) Historia de España. Barcelona. Miguel Seguí.
Tomo V, p. 350.
[2] Pi y Margall, Francisco (1874) La República de 1873. Apuntes para escribir su historia. Madrid, p. 41.
[3] López Estudillo, Antonio (2001) Republicanismo y anarquismo. Córdoba. Ediciones de la Posada, pp. 62-70.
[4] Pérez Trujillano, Rubén (2018) “La constitución deseada: la República federal entre Estado y Nación”. En Ana Martínez Rus; Raquel Sánchez García (coord.) Las dos repúblicas en España. Madrid. Fundación Pablo Iglesias, pp. 79-119, pp. 95-97.
[5] Pavía, Manuel (1878) Pacificación de Andalucía. Madrid, p. 19.
[6] Drochon, Paul (1978) “Le “Canton” de Séville vu par le vice-consul de France (1873)”. Mélanges de la Casa de Velázquez. 14, pp. 519-536.
[7] Morayta, Miguel (1907) Las constituyentes de la República española. París. Sociedad de Ediciones literarias y artísticas, pp. 7-8.
[8] Diario de Sesiones de Cortes. 6/4/1821, p. 34.
[9] Thomson, Guy (2017) “Democracia: The Cult of Heroic Self-Sacrifice and Popular Mobilization in Southern Spain, 1849–1869”. Bulletin of Spanish Studies. 94-6, pp. 927-953, p. 948.
[10] De la Fuente, Gregorio (2020) “Las elecciones democráticas a Cortes Constituyentes de 1869”. Memoria y civilización. 23, pp. 87-125, p. 107.
[11] Caro Cancela, Diego (2001) “El republicanismo y la política en la Andalucía contemporánea (1840-1923)”. En El republicanismo en la historia de Andalucía. Priego de Córdoba. Patronato Niceto Alcalá Zamora, pp. 55-85, p. 72.
[12] Diario Gaditano. nº 456. 25/12/1821
[13] Montañés Primicia, Enrique (2009) “Grupos de presión y reformas arancelarias en el régimen liberal, 1820-1870”. Universidad de Cádiz, p. 101
[14] El Propagador del libre comercio. 2/1/1847
[15] García Moscardó, Ester (2016) “Democracia, república y federación en época isabelina. Una aproximación al proyecto federal de Roque Barcia Martí”. Espacio, Tiempo y Forma.28, pp. 23–43.
[16] Cabral Chamorro, Antonio (1990) Socialismo utópico y revolución burguesa: el fourierismo gaditano, 1834-1848. Diputación provincial de Cádiz.
[17] Pérez Trujillano, Rubén (2018) “La constitución deseada: la República federal entre Estado y Nación”. En Ana Martínez Rus; Raquel Sánchez García (coord.) Las dos repúblicas en España. Madrid. Fundación Pablo Iglesias, pp. 79-119, p. 117.
[18] La Igualdad. 23/7/1869.
[19] Lacomba, José Antonio (2001) “Cantonalismo y federalismo en Andalucía. El manifiesto de los federales de Andalucía”. Revista de estudios regionales, 59, pp. 267-276.
[20] Vicens Vives, Jaime (1969) Historia Económica de España. Barcelona. Vicens Vives, p. 36.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: William Barnes Wollen, Street Fighting in Malaga (1869) (MeisterDrucke-228448)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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