Ricardo Robledo

 

 Lo que nosotros denominamos la tierra es un elemento de la naturaleza inexorablemente entrelazado con las instituciones del hombre; la empresa más extraña de todas las emprendidas por nuestros antepasados consistió quizás en aislar a la tierra y hacer de ella un mercado.

Karl Polanyi
La gran transformación, 1944

Presentación

En febrero de 1946 España fue excluida de la ONU, una decisión que insufló ánimos a quienes creían ingenuamente que la restauración de la República podría producirse en breve. Las conferencias de Yalta y Potsdam del año anterior animaban estas expectativas, sobre todo al referirse al «régimen de Franco impuesto por Alemania e Italia [como] un grave peligro para las naciones unidas amantes de la libertad». En verano de 1946, Manuel de Irujo, ministro de Industria de la Segunda República en el exilio, envió un cuestionario a diversas personalidades sobre «El problema de la economía de transición en España». Había llegado el momento de la autocrítica: ¿por qué había fracasado la Segunda República?

Fueron contestando cargos importantes del Frente Popular, uno de ellos Ramón López Barrantes, gobernador del Banco Exterior de España durante 1936-1939. Era una persona de talante más bien conservador, que al final del exilio creía que la República solo podía conseguir, en los años 40, «victorias de papel» ante la inhibición de Estados Unidos, Inglaterra y Rusia (López Barrantes, 1974: 358). La causa del fracaso republicano residiría, pues, en los límites de la acción política cuando se parte de la inferioridad económica: el avance democrático de la República no se vio acompañado por un ritmo análogo en lo económico, «continuando el poderío económico en manos de las derechas, viejas, nuevas, disimuladas y no».1 Eran «las “fuerzas vivas” [que a fines de 1932] siguen cada vez más vivas», escribió a Azaña Antonio Cepas, militar al servicio de la República (López García, 2017: 544).

Jornaleros durante la vendimia en Jerez, hacia 1930 (foto: entornoajerez.com)

La idea de que el pueblo democratizó las instituciones sin tocar el poderío económico de las derechas, verdaderas o disimuladas, confirma la interpretación clásica del cambio social moderno que J. Harrington, el autor de La República de Oceana, dedicada a Cromwell en 1656, sintetizó en la frase «el poder sigue siempre la propiedad». El éxito de esta relación de causalidad —si cambia la propiedad deberá hacerlo el poder— fue enorme: «es la máxima infalible en política», comentó John Adams en 1776. Y lo que sucedió durante la República es que el poder real siguió desde el primer momento a la propiedad, que estaba cuestionada. Como expuso Sánchez Asiaín (2013: 64): «…el 14 de abril de 1931 ya se celebró una reunión en casa del conde de Guadalhorce a la que asistieron algunos de los personajes más significativos de entre los que no aceptaban [a la República]. Y allí se decidió la constitución de una escuela de pensamiento contrarrevolucionaria para derrocar “por todos los medios” a la nueva República».

Esta frase de «por todos los medios», que la historiografía ha ido esclareciendo (desde los acuerdos con el fascismo hasta la articulación de la sublevación militar con la civil), condicionó la historia de la reforma agraria y de la Segunda República, de modo que olvidarla es hacer un poco de historia ficción. Si por reforma se entiende solo el cambio jurídico de la propiedad, el balance es francamente mediocre, pues casi sin excepción los terratenientes llegaron a julio de 1936 con las mismas hectáreas que tenían en 1931. Se habían democratizado las instituciones políticas, como escribió López Barrantes, pero no las económicas. Una apreciación que nos obligaría a indagar sobre el significado del poder, en cuyo sentido filosófico no podemos entrar ahora. Mantengamos al menos la idea principal de que el poder no es un objeto que se pueda dar o quitar, sino que es una relación social. Y el poder no se posee, se ejerce (Foucault, 2001a).

Dos consecuencias se deducen de la teoría del poder relacional. La primera es que el poder del terrateniente podía disminuir aparentemente sin que lo hicieran en la misma medida las relaciones forjadas en torno al universo de la explotación de la tierra, desde las que establecían los notarios que registraban las fincas hasta las que tejían los montaraces que las cuidaban. La segunda es que un análisis meramente económico o político explicaría muy parcialmente la complejidad del mundo agrario en el periodo de entreguerras. Superar esa parcialidad con el recurso de un análisis más complejo ha sido la intención que me ha guiado al escribir este libro.

Huelga de jornaleros en Parla, 1931 (foto: eldiario.es)

La sociedad agraria española estaba constituida por algo más que la dicotomía jornalero/terrateniente y habrá ocasión de analizar la situación de otros grupos sociales como los yunteros, los rabassaires —que se sentían casi «propietarios»— o los «propietarios muy pobres» de Castilla o Galicia. Pero el problema agrario meridional tenía unas características de centralidad que acababan repercutiendo en el resto. La pregunta clave sigue siendo por qué «la cuestión agraria», tan aparentemente central en la política republicana en 1931, no acabó de alcanzar una dimensión política operativa a lo largo de los años siguientes, en los que el insurreccionalismo y la represión pasaron a dominar la problemática social. Contestar a esta pregunta supone desarrollar un programa de investigación que sigue abierto en la historiografía española. Desde estas páginas se proponen hipótesis y argumentos que expliquen el retardo, así como las dificultades que lo causaron, para conseguir esa dimensión política robusta, prestando especial atención a la desigualdad en los derechos de la propiedad de la tierra.

La principal tesis que sostenemos es que en 1931 no podía esperarse que el mercado resolviera las tensiones provocadas por estas tres variables: el paro creciente, una mayor sindicación rural y el aumento de las oportunidades políticas (derechos de asociación, libertad de expresión, etc.) que deparó el marco republicano. Y todo ello en una coyuntura económica internacional depresiva que ponía barreras a los hombres y a las mercancías. En aquellas circunstancias, la opción que mejor encajaba era apostar por un modelo de desarrollo centrado en la difusión de la pequeña explotación. Hace años, Martínez Alier (1968) explicó que lo que no «salía a cuenta» en los cortijos, podía ser rentable en las pequeñas parcelas o en fincas grandes parceladas dada la cantidad o calidad del trabajo familiar incorporado.

La reforma agraria, prevista a medio plazo, encajaba en la lógica de una economía que dependía de la tierra y del trabajo más que del capital (economía orgánica avanzada*). Lo primero que había que tener en cuenta, según A.Vázquez Humasqué, el gallego encargado de ejecutar la reforma, eran los condicionamientos agroclimáticos y biológicos. La Guerra Civil cegó este camino: primero la represión y luego la emigración dañaron el mundo rural al punto de impedir la consolidación de la vía campesina* (Robledo, 2010a).

Juicio a los huelguistas de Castilblanco

«La lucha por la democracia es paralela a la lucha por el dominio de la tierra», escribió en 1930 José Cascón, el ingeniero mirobrigense que mejor supo aunar técnica y sociedad en la cuestión agraria  En junio de 1936, con la reforma agraria realmente en marcha, el ministro de Agricultura Ruiz-Funes creyó que supondría la definitiva consolidación en España de una República democrática.

En el intervalo de esos seis años, que va de la República como esperanza a la República amenazada, tiene lugar el principal, si no el único, periodo de la historia contemporánea en el que se intentó la democratización económica y social del campo. Cuando hace cuarenta años se restauró la democracia, ya no había campesinos, o, para ser exactos, la cuestión agraria tenía otras variantes que no siempre supieron captar los partidos de izquierda. La estrecha relación entre política distributiva y democracia es una hipótesis bien contrastada desde Adam Smith (1978: II,744) —«por un hombre muy rico debe haber, al menos, quinientos pobres…»—, hasta los teóricos del desarrollo, que han correlacionado positivamente desigualdad y decrecimiento económico (Alesina, Rodrik, 1994). Afortunadamente, el discurso de los economistas ha cambiado de tal manera que, en la más prestigiosa reunión internacional celebrada recientemente, «nadie propuso dar rienda suelta a las fuerzas del mercado, liberalizando los mercados laborales o recortando los programas sociales como remedio a la desigualdad» (Blanchard, Rodrik, 2022: 14).

El enfoque de la reforma que se efectúa en este libro obliga a considerarla desde un punto de vista más amplio del que suele darse. La especialización académica, sometida a la disciplina de las áreas de conocimiento, tiene la ventaja de reconocer cuál es la metodología utilizada y cuáles son los condicionamientos del colegio invisible*. Ahora bien, en el campo de las ciencias sociales las fronteras entre sociología, economía, historia, política… no deberían ser muros sino pequeñas vallas que permitan conversar con el vecino porque, como expuso Marc Bloch, el «homo economicus, religiosus o políticus no son sino fantasmas ».5 Romper la disciplina académica de las áreas de conocimiento entraña diversos riesgos. Uno de ellos es que el vecino considere que eres un intruso o hasta un diletante por opinar sobre el cultivo de su huerto. Pero no queda más remedio que traspasar, hasta donde sea posible, las fronteras disciplinarias de la economía a las demás ciencias sociales para comprender las expectativas y los procesos de decisión de quienes hacen la historia.

Patronal agraria: caseta de Feria del Real Círculo de Labradores de Sevilla. En el centro y con barba, el presidente del Círculo, Federico de Amores y Ayala, conde de Urbina y conde de la Torre del Guadiamar

Con una orientación más cronológica que temática, el libro se divide en cuatro partes que considero que guardan una relación lógica. Primero,  las ideas y hechos previos a la llegada de la Segunda República y, a continuación, la acción del Estado para corregir las desigualdades de las relaciones sociales. Esta es la visión convencional de los estudios sobre la historia de este periodo en los que suele valorarse de una u otra forma la política activa estatal y sus consecuencias. Aquí suele acabar la mayoría de los libros dedicados a la cuestión agraria en la Segunda Re-pública. La tercera parte del libro ofrece otra perspectiva: la evolución sociopolítica a través de la conflictividad rural, que no deja de ser una forma de movilización social y política. Es otra manera de ver la reforma agraria, pues fue la interacción social la que sacó adelante algunas de las principales disposiciones. Además, la historia «desde abajo» es también el espejo de la fortaleza del poder del Estado para mantener la política del orden público por encima de todo. Quizás el lector prefiera empezar por aquí para tener una panorámica del periodo republicano. Por último, después de exponer brevemente la reforma agraria en tiempos de guerra, se hace un repaso crítico de las tesis que, desde el libro de Edward Malefakis en 1970, han planteado el fracaso o la minusvaloración de la reforma republicana. El capítulo 7 resume el proceso de reforma agraria y el capítulo 8 sintetiza la conflictividad rural republicana.

El tema de la reforma agraria ha ido suscitando una atención creciente (Robledo, 2017) al mismo tiempo que, metodológicamente, se ha pasado del fin de las grandes certezas a la búsqueda de algunas certidumbres e hipótesis más convincentes. La consideración de la complejidad de la reforma agraria, sobre la que voy insistiendo, dejó muchas huellas. La documentación que conserva el Archivo de las Cortes es el mejor testimonio de esa pluridisciplinariedad y del diferente impacto en cada territorio. Durante varios meses, mientras se discutían en comisión los proyectos de reforma agraria, no hubo pueblo u organización, si se me permite la hipérbole, que no enviara su idea de reforma o la exigencia de reparar males del pasado. La capacidad de atracción que tuvo la cuestión agraria en 1931 fue muy importante. En este libro se explica cómo se dio respuesta de forma muy desigual a aquellas aspiraciones o reclamaciones. Creo que la elección del hilo narrativo con el que se tejen las historias locales de la tercera parte permite una profundización que se escapa en más de una visión cuantitativa.

Esta opción me ha ayudado a escribir un libro para un público más amplio que el integrado en una asociación académica de historia, pensando en lectores no necesariamente especialistas en historia agraria, historia económica o política, aunque cada uno de ellos pueda verse beneficiado en algún aspecto. He procurado no dar por consabidos algunos de los conceptos que se manejan, marcándolos con un asterisco que remite al Glosario situado al final del libro, ni el desarrollo de algunos temas, salvo en algún apartado del capítulo 10.

Adolfo Vázquez Humasquié, dirigiendo unas palabras a los asentados en Fuente del Moral (Ciudad Real)(foto: El Pueblo Manchego)

Aunque la cuestión agraria es el núcleo del libro, el análisis que ofrecemos sobre los niveles de vida, la conflictividad sociopolítica o sobre la historiografía permite que La tierra es vuestra se erija, en buena medida, como una historia del periodo de 1900-1950. Por otra parte, el título del libro nos muestra la fortaleza de los movimientos sociales que crecieron al amparo de la revolución mexicana de 1911 o de la Gran Guerra. Se había prometido tierra a los combatientes y la revolución rusa lo hizo para fortalecer el poder revolucionario dentro y fuera de sus fronteras. En la España de la década de 1930, La tierra es vuestra fue la aspiración que movilizó al campesinado en la primera parte de la República y especialmente cuando el golpe de estado de 1936 abrió las puertas a la gran expropiación. Si ampliamos el enfoque, comprobamos que tal aspiración no está extinguida. Basta observar la destrucción medioambiental y de los recursos comunes para confirmar que el problema de la tierra ha dejado de ser un problema sectorial agrario para convertirse en un punto clave de nuestra supervivencia. La cita de Polanyi que abre el libro era todo una premonición. En este sentido la reforma agraria sigue siendo también un problema no resuelto.

Fuente: presentación del libro de Ricardo Robledo La tierra es vuestra. España. La Reforma Agraria. Un problema no resuelto. España,  1900-1950 (Barcelona, Pasado & Presente, 2022)

Portada: campesinos de Casas Viejas asentados en las fincas de Torrecilla y Pedregosillo, propiedad del duque de Medina Sidonia, expropiadas en abril de 1934 por el Instituto de Reforma Agraria (foto: Atlas de historia económica de Andalucía, siglos XIX-XX,  Instituto de Estadística y Cartografía de Andalucía)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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