Carlos Gil Andrés
Profesor de historia
IES Inventor Cosme García

 

Venimos del fuego. Los humanos lo utilizamos en nuestra vida cotidiana desde hace al menos 300.000 años. Su control nos permitió dejar atrás nuestras limitaciones físicas y superar los peligros del medio natural. Un arma contra los depredadores, una fuente extraordinaria de luz y de calor, la posibilidad de cocinar los alimentos, de contar historias alrededor de la hoguera, de incendiar las espesuras para propiciar la caza. Cambiamos la dieta, la esperanza de vida, las relaciones sociales, el sentido de pertenencia a un colectivo y la capacidad para habitar en ambientes inhóspitos. El increíble poder del fuego: extendernos por el mundo y dominarlo.

El uso del fuego fue fundamental para el desarrollo de la agricultura y de la ganadería. Los incendios zonas boscosas para generar y mejorar los pastizales, las rozas de los montes para roturar y cultivar las tierras y las quemas de rastrojos y residuos vegetales forman parte de los usos mantenidos por las sociedades agrarias tradicionales hasta bien avanzada la Edad Contemporánea.

Incendio de la Sierra de la Culebra (Zamora)(foto: Emilio Fraile/Asociated Press/New York Times 4 de julio de 2022)

Desde hace muchos siglos los montes españoles han sufrido la presión del fuego. Las fuentes históricas medievales y modernas no ocultan la existencia de incendios forestales causados por fines personales o por accidentes relacionados con las actividades agrarias. Pero la mayor parte de aquellos incendios eran locales, tenían una intensidad baja y rara vez quedaban fuera del control de la población rural.

El régimen del fuego de nuestros montes empezó cambiar a lo largo del siglo XIX debido a las profundas transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales asociadas al desarrollo de la industrialización y la implantación de la administración estatal. Pero hay que esperar a la segunda mitad del siglo XX para observar la aparición de los incendios forestales catastróficos, en una escalada pavorosa que llega hasta nuestros días. El fuego se nos ha escapado de las manos. ¿Las causas? El éxodo rural, la pérdida de los usos tradicionales intensivos del suelo, la acumulación de combustible vegetal, la extensión de las estructuras y el modo de vida urbanos y las negligencias relacionadas con el uso turístico y recreativo de los montes.

Y el cambio climático. Que es lo mismo que decir: nuestra forma de vida. Este verano Europa ha padecido el verano más caluroso al menos desde 1880, con récords de temperatura, sequía y actividad de incendios. El mes de julio ha sido el mes más cálido jamás registrado en España. Hemos sufrido 42 días bajo las olas de calor y la pesadilla de los 45 grandes incendios forestales ha dejado, al retirarse el humo, 250.000 hectáreas calcinadas. El poder del fuego nos está abrasando.

Secuelas de los incendios de la Sierra de la Culebra (Zamora), julio de 2022 (foto: Emilio Fraile)

Habrá quien busque consuelo pensando que esto una excepción y no una tendencia. En el otoño rezaremos para que lleguen las lluvias, tal vez la próxima primavera sea más generosa y el verano, quién sabe, más clemente. Pero no lo serán los diez siguientes. Y suplicar al cielo no cambiará las cosas.

Estamos cruzando las líneas rojas del calentamiento global, los puntos de inflexión climática que serán irreversibles durante generaciones. Los científicos nos hablan del colapso de la capa de hielo ártico, la pérdida del permafrost siberiano, la muerte de los arrecifes de coral o la desaparición de los bosques amazónicos, pero esos desastres nos pillan lejos. Por eso propongo que nos acerquemos a uno de los montes quemados este verano.

Un bosque calcinado, dice Joaquín Araujo, es la evidencia más concreta del desastre climático, de que esta sociedad ha elegido ser ceniza. Y lo que más quema, sostiene el naturalista, es la ignorancia. No saber que cuando desaparece un bosque perdemos el aire que respiramos, el agua que bebemos, una red sanitaria que al mismo tiempo es una farmacia natural: la fábrica de la vida. Y la belleza del medio, que también nos alimenta.

Incendio en Losacio (Zamora), julio de 2022 (foto: Emilio Fraile)

Pasear por el medio de un bosque quemado parece algo extraterrestre. Hay una impresión de vacío, de silencio lúgubre. Pero nada es más terrestre, nada más humano en este verano infernal. “El bosque, cuando arde, grita”, explica Raúl Vicente, bombero forestal y autor de Hermano fuego. Duele pisar la piel cenicienta del monte abrasado, escuchar el lamento mudo de las ramas desnudas, el eco de los crujidos y las fracturas, el espanto de los animales huidos, la impresión desoladora de los troncos carbonizados, como si se hubieran visto sorprendidos por un nuevo Vesubio en erupción.

Los bomberos conocen bien su trabajo. Ellos aparecen cuando el desastre ya está en marcha. No sé lo que pueden hacer los ingenieros forestales, los científicos, las organizaciones internacionales o los gobernantes de mi país. Pero sí sé lo que puedo hacer yo, un profesor de instituto que se dedica a dar clase y a educar a los jóvenes. Recordar lo que nos contaba en nuestras aulas Gustavo Castro, activista mexicano de Amigos de la Tierra. Que no se trata de pensar qué mundo le vamos a dejar a nuestros hijos. Que la pregunta acertada es otra. La lanzó una anciana campesina de Chiapas, en una asamblea de su pueblo: “¿qué hijos le vamos a dejar a este mundo?”.

Fuente: La Rioja, 11 de septiembre de 2022

Portada: incendio en Ferreruela de Tábara (Zamora), julio de 2022 (foto: Emilio Fraile)

Ilustraciones: Emilio Fraile (https://twitter.com/emiliofraile)

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