Ángel Luis López Villaverde
Profesor Titular de Historia Contemporánea, SPEC
Universidad de Castilla-La Mancha[1]
Violencia roja, venganza azul
La de Ciudad Real lleva camino de convertirse en una de las provincias que más ha revelado las entrañas de la violencia ejercida en la guerra y la posguerra, durante la utopía revolucionaria ejercida por comités obreros en 1936 y durante el punitivismo vengativo de los vencedores en 1939, que asentó la dictadura franquista.
La violencia de la retaguardia republicana manchega estaba bien documentada, en el contexto bélico, desde la pionera tesis del historiador Francisco Alía Miranda.[2] El análisis de la represión franquista en la provincia, apenas esbozado en aquélla, ha sido abordado por los miembros de un equipo de investigación interdisciplinar de la UNED, coordinado por Julián López[3] (presidente del Centro Internacional de Estudios de Memoria y Derechos Humanos); amén de un catálogo cuantitativo de las víctimas, esta última obra ofrece un balance y análisis de las causas, desarrollo y desenlace del ejercicio de la violencia franquista desde una mirada predominantemente antropológica. Con unos objetivos y metodología muy diferentes, el catedrático de historia contemporánea de la universidad Complutense, Fernando del Rey Reguillo, acaba de publicar un estudio detallado, con una interpretación arriesgada de la violencia que llama “revolucionaria”, usando la provincia de Ciudad Real como laboratorio para entender los mecanismos represivos de los comités y milicias obreras, bajo la premisa de que es más desconocida que la franquista. Y se excusa de hacer lo propio con la otra violencia, la ejercida por los vencedores, porque ya estaba escrita por el mencionado equipo de antropólogos. Aunque no es exactamente así. Alía la había investigado bajo el prisma de una provincia de retaguardia. Y ya existían buenos análisis de las matanzas de ciertos territorios o del conjunto de la “retaguardia roja” desde distintos puntos de vista. [4]
Julius Ruiz ha interpretado el “terror rojo” de Madrid como una suerte de “delirio colectivo”, propio de guerras revolucionarias, donde un supuesto “pueblo antifascista” reaccionaría con carácter “defensivo”, de manera calculada y fría, en busca de su supervivencia, para eliminar a los “enemigos del pueblo”. José Luis Martín Ramos ha cuestionado que los comités hicieran la revolución –no habrían disputado el poder, sino ocupado los vacíos dejados por la sublevación— y la simbiosis entre “revolución” y “violencia”, pues ha destacado la implicación de los republicanos catalanes entre los victimarios, que no habría sido monopolizada por formaciones revolucionarias. Por su parte, José Luis Ledesma, tanto desde el ejemplo zaragozano como desde una perspectiva comparada con otras experiencias europeas, ha puesto también en duda la relación directa entre violencia y revolución, para anclarla al escenario bélico. En su opinión, no sería espontánea ni ideocrática, sino fruto de un contexto de guerra que colapsó el aparato estatal y estimuló la violencia en ambas retaguardias, produciendo la trivialización de la vida y de la muerte, la deshumanización y categorización del otro como “enemigo” y la sucesión de venganzas. Habría, por tanto, paralelismos entre las violencias “azul” y “roja” a la hora de “limpiar la retaguardia”, siendo esta última una “copia en negativo” de la practicada en la zona controlada por los sublevados. Las “listas negras” donde los comités obreros anotaban los nombres de falangistas y burgueses tendrían sus equivalentes en las elaboradas por las organizaciones paramilitares de la Falange o el Requeté para apuntar a republicanos o sindicalistas. Paralelismos que terminarían ahí, pues las diferencias entre ambas violencias fueron también evidentes, tanto cronológica, como cuantitativa como cualitativamente.
Aunque las matanzas en la capital de España o en Cataluña, y sobre todo en las principales urbes, poco tendrían que ver con las perpetradas en zonas rurales. Fernando del Rey bebe de las lecturas de estos colegas y usa también un territorio concreto, pero pretende ir más allá: busca en una provincia como Ciudad Real, que califica de “mina” para el conocimiento histórico, el observatorio para analizar, desde una base factual microhistórica, a personas concretas que vivieron una de las mayores matanzas de la retaguardia republicana (pág. 21). Ampliando la lente, pretende describir la bajada a los infiernos de un proceso complejo. Para ello, ha buscado las raíces de la violencia en luchas sociales precedentes y reconocido unas supuestas “redes de la muerte” de los victimarios. Esa es la clave de bóveda de su tesis. Veamos su contenido.
Los “paisanos en lucha” en la “retaguardia roja”
Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2019) no puede entenderse sin la producción bibliográfica reciente de su autor y, en particular, su Paisanos en lucha, del que es su continuación. [5] Partiendo de su pueblo natal, La Solana, y el entorno comarcal, Del Rey analizó en Paisanos la violencia durante la II República con un enfoque también micro para comprender el uso de la violencia en los conflictos sociales y ejemplificar las culturas políticas de exclusión.
El libro que nos ocupa debe su título a una estrategia editorial. El historiador solanero prefería llamarlo La Mancha de sangre, que hubiera sido más apropiado, dado los contenidos de Retaguardia roja. Se divide en cinco partes, tras una introducción (págs. 17-26), y se cierra con un epílogo (págs. 513-536), conclusiones (págs. 537-542), fuentes y bibliografía (págs. 543-563) y notas (págs. 565-654): 1ª) “la derrota del golpe” (capítulos 1-4, págs. 27-110), describe la coyuntura golpista, su repercusión, la movilización y las matanzas en caliente; 2ª) “el poder revolucionario”, (capítulos 5-8, págs. 111-222), donde los protagonistas pasan a ser sus dirigentes, los comités, las milicias, las tensiones internas y el control sobre el sistema judicial; 3ª) “los tiempos y los espacios” de la violencia al asentarse la guerra ocupan los capítulos 9-13 (págs. 225-332); 4ª) el protagonismo pasa a las pulsiones, las redes y la toma de decisiones sobre “la fría orquestación de la matanza” (capítulos 14-15, págs. 335-381); 5ª) y “las víctimas de la revolución” acaparan la última parte (capítulos 16-19, págs. 385-511), donde se habla de su perfil, su ideología y su condición social.
La introducción es toda una declaración de intenciones. Del Rey insiste en argumentos desarrollados en libros anteriores.[6] Por ejemplo, la contextualización de la guerra civil en el ámbito de la “brutalización” de la política de la Europa de entreguerras, del “salvajismo”, la “deshumanización” y la “intensidad de la violencia simbólica”; también, la escasa raigambre democrática en la España de los años treinta, lo que, a su juicio, tiende a olvidarse en la “senda de la vorágine memorialista”. Califica de “revolucionaria” la violencia “selectiva” de la retaguardia fiel al gobierno de la República, mediatizada por la marcha de un conflicto del que responsabiliza a los insurrectos que destruyeron la legalidad vigente, que aprovecharon “las organizaciones de la izquierda obrera para poner en práctica el ‘sueño igualitario’”. Es el argumento más repetido a lo largo de la obra: nada justificaba la sublevación militar. La otra idea-fuerza es la equiparación de las víctimas de ambos bandos, aunque reduce el análisis de la violencia franquista a un epílogo porque considera que ya ha sido abordada en otra monografía.[7]
En el primer capítulo, el autor destaca los pocos seguidores comprometidos con la sublevación en la provincia, el respeto de la legalidad de las fuerzas del orden y la rápida y eficaz movilización de la izquierda. En el siguiente (págs. 55-74) explica cómo el gobernador civil tardó poco en armar a los milicianos y en enviar fuera de la provincia a los miembros de la Guardia Civil, facilitando así la impresionante movilización miliciana y el cerco al enemigo de los comités frentepopulistas. En su primera etapa, la “violencia en caliente” (tercer capítulo, págs. 75-92), que circunscribe a las últimas semanas de julio de 1936, reconoce una mayor improvisación y unos objetivos menos claros. E introduce una afirmación cuestionable, que fue una “revolución consentida”, propiciada por el poder municipal y no surgida frente al mismo, partiendo básicamente de informes del juzgado de instrucción de Manzanares. Termina la primera parte con la “masacre en Castellar de Santiago” (capítulo 4, págs. 93-110), recordando que los precedentes del otoño de 1932 sobrevolaron otra matanza de vecinos cuatro años después, que sobrepasó al alcalde –sufrió un trastorno mental transitorio— y provocó la respuesta del Gobierno, cuya amenaza de sancionar a los responsables desdeña.
La segunda parte comienza con el análisis del “núcleo del poder provincial” (capítulo 5, págs. 113-143). Para el autor, el poder revolucionario surgió del control previo de las instituciones (gobierno civil, diputación provincial y ayuntamientos) por las organizaciones obreras. Reduce la responsabilidad del gobernador republicano gallego Germán Vidal Barreiro en los desmanes, por verse desbordado por el proceso revolucionario en marcha, pero atribuye una mayor responsabilidad al gobernador que lo sustituyó a partir de octubre de 1936, el socialista manchego José Serrano, que estableció una nueva estructura centralizada, presidida por él mismo, y no interrumpió las matanzas. Una atribución de responsabilidades que Del Rey basa en la documentación policial y en su propia base de datos de víctimas. Pese a reconocer la dificultad del historiador para desentrañar el funcionamiento y los responsables del proceso revolucionario por la escasez de fuentes –lo achaca a que sus protagonistas se afanaron en borrar los vestigios escritos—, dibuja una cartografía del poder revolucionario encabezado por el Comité Provincial del Frente Popular y el Comité de Defensa de Ciudad Real, con subcomités de Gobernación y de Hacienda en un segundo nivel, que trasladarían las órdenes a los alcaldes y comités de defensa locales, sobre todo en el “hinterland” de la capital, los partidos judiciales de Ciudad Real, Daimiel y Almagro. Es una de las bases de su tesis; también una de sus debilidades, por la variedad de los organigramas de los comités, sus cambios de composición y de denominación y la escasa documentación. Más adelante volveremos sobre ello. Sigamos con su relato. Con diferentes nombres, habrían sido los comités los que ordenaron las sacas y la limpieza selectiva. No se trata de “incontrolados”, sino organizaciones del Frente Popular, que conectarían los comités y los sindicatos.
El capítulo siguiente (6, págs. 145-179) se centra en los “milicianos, vanguardia de la revolución”. Fernando del Rey enlaza la movilización ciudadana de la primavera de 1936, lo que llama “policía de partido”, con las patrullas armadas de los comités obreros del verano y el otoño de ese año, aunque advierte que la intensidad represiva no hubiera sido la misma sin mediar la insurrección militar. Se trata de una de las ideas que más repite y otro de los factores para el debate. Ofrece a continuación una interpretación antropológica del papel de los milicianos como una inversión social aparejada al proceso revolucionario y analiza la liturgia sangrienta de los comités. Ahora bien, ¿”organizar” y “planificar” son verbos sinónimos? ¿Serían los más “audaces”, como asegura, los que ejecutaron las decisiones tomadas por mucha gente? Luego retomaremos el tema. También resulta cuestionable el papel que atribuye a las mujeres de los milicianos, como instigadoras de sus hombres “a realizar bien su cometido, a no bajar la guardia”, aunque reconozca que pocas asistieran o tomaran iniciativas en las sacas o en las matanzas.
Continúa esta segunda parte con el capítulo dedicado a la “depuración y control del sistema judicial” págs. 181-204), donde escruta el rol de los tribunales populares. Por la investigación de Francisco Alía se sabía que los jueces del Tribunal Popular de Ciudad Real habían dictado pocas sentencias de muerte. Para Del Rey, lejos de ser una manera de controlar las matanzas por el gobierno de la República, achaca a la labor obstruccionista de los jueces tal labor y relaciona la justicia popular con un golpe al sistema judicial, con juicios como farsas, cuyas resoluciones fueron saltadas de manera flagrante, en sucesivas sacas, por los dirigentes frentepopulistas y la connivencia del gobernador socialista, José Serrano.
En el capítulo 8 matiza la idea de un poder republicano monolítico, para hablar de “pluralismo limitado y divergencias” (págs. 205-222). Se trata de una práctica que repite el autor al final de cada parte, la excepción a la norma, lo que puede despistar al lector que prefiere la brocha gorda al matiz pero le viene bien al autor para esquivar posibles etiquetas. Se justifica, de nuevo, con la destrucción de la documentación de los comités. Interpreta que donde hubo un liderazgo mayor el margen de la discusión disminuyó y achaca la mayor cuota de responsabilidad represiva a los socialistas, mientras rebaja como excepcional la republicana y califica de mito, propagado por el gobernador Serrano para difuminar su propia responsabilidad, la vinculación de los desmanes a los anarquistas.
La tercera parte, sobre “los tiempos y los espacios”, es una de las más extensas por el número de capítulos. En el 9, sobre “la radiografía cuantitativa” de la represión (págs. 225-242), vuelve a insistir en que la violencia no fue ni espontánea ni incontrolada. En ese asunto hay ya un cierto acuerdo historiográfico. Más cuestionable es que descarte que fuera “defensiva” aduciendo que en esta provincia casi nadie se levantó, pues la percepción del peligro del golpe no tiene por qué corresponder con la base real de sus apoyos. Sorprende el número de víctimas mortales que contabiliza en una base de datos personal que no hace pública. Más curiosa es la zonificación que efectúa de la misma: más abundantes en el centro-nororiental de la provincia –donde se sitúan las comarcas más urbanizadas, pobladas y mejor comunicadas, con mayor presencia de clase media— y menor en la parte meridional y occidental, la de mayores propiedades y enclaves mineros. Mientras identifica 38 municipios que se libraron de las ejecuciones, contabiliza las localidades que superaron el centenar de asesinatos: Ciudad Real (202), Valdepeñas (182), Alcázar de San Juan (132), Manzanares (110) y Daimiel (105). Con esta topografía de la violencia, lo que no queda clara es la explicación de por qué fue menor en municipios con mayor presencia de la gran propiedad y enclaves mineros. Por otra parte, desde el punto de vista cronológico, refiere que casi la mitad se produjeron en los meses de agosto y septiembre y cómo los factores que multiplicaron las matanzas fueron el avance de las tropas sublevadas en territorios fronterizos, los bombardeos y la sucesión de refugiados.
En el capítulo siguiente (10, págs. 243-267), Del Rey nos describe el rastro de sangre que “a la sombra del Batallón Mancha Roja” fue sembrado en el partido judicial que sufrió las mayores cuotas de violencia, Alcázar de San Juan, que el autor pone como ejemplo de coordinación de todas las organizaciones obreras del Frente Popular (desde los socialistas a los anarquistas, pasando por los comunistas) y continuación de unas tensiones que venían de tiempo atrás.
Un rastro de sangre que continúa en el capítulo 11 (págs. 269-287), con “Félix Torres, señor de la guerra” en el partido de Valdepeñas, que el autor califica de “centro de la toma de decisiones en las pulsiones punitivas del territorio circundante”, y que sirve de matadero tanto a los muertos propios como a los derechistas de pueblos vecinos.
En “la capital y su hinterland” (capítulo 12, págs. 289-319) analiza los partidos de Daimiel, Almagro y Ciudad Real. Vuelve a repetir argumentos anteriores, el mito del descontrol para justificar los crímenes de retaguardia, el consentimiento y complicidad de las autoridades locales y la diferente responsabilidad de los gobernadores civiles (a Germán Vidal Barreiro lo tacha de especie de “cero a la izquierda”). Extraña que considere la capital manchega como ejemplo de aplicación al pie de la letra “del acuerdo de eliminar a los más ricos”, mientras defiende (vid. el capítulo 16 y conclusiones) que fue la pertenencia política, más que la riqueza, la que marcó su destino trágico. Y resulta cuestionable que reduzca a mero oportunismo el intento de acabar o negar la revolución, a fines de 1936, por quienes la habían exaltado y alentado hasta ese momento. Aporta como prueba el cinismo institucional plasmado en las páginas de El Pueblo Manchego, pero obvia las voces tempranas de la prensa socialista y comunista para frenarla.
Como colofón de esta tercera parte vuelve la excepción a la regla, “la periferia de la violencia” (págs. 321-332). Aquí, Fernando del Rey trasciende la idea machadiana de las “dos Españas” y hasta de la “tercera” (en función de los proyectos defendidos: reformista, reaccionario y revolucionario) para descubrir una “cuarta España”, que sería la de la gente de a pie, ajena a la minoría militante. Más allá del fundamento real de esta división cuatripartita, al autor le sirve para explicar aquellos casos que, como Tomelloso o el partido de Almadén, descubren un nivel de violencia más reducido o una mayor cordura de los liderazgos obreros y republicanos.
La cuarta parte resulta la más arriesgada, como sugiere su título (“la fría orquestación de la matanza”). Contiene solo dos capítulos. En el 14 (págs. 335-358), Fernando del Rey disecciona el contenido fundamental de su tesis. Por un lado, explica que las retóricas de intransigencia vividas durante el quinquenio republicano generaron un clima que no favoreció la democracia pero tampoco justificó lo que califica de “brutal maniobra de alzarse en armas” por parte de los militares insurrectos. Dicho esto, incurre en una suerte de equiparación en los planes exterminadores de ambos bandos, pues afirma que aniquilar al enemigo no sólo era la intención de los golpistas antes de estallar el conflicto bélico. Se trata de una equidistancia controvertida, que ya realizó en obras anteriores, que algún colega ha tildado de “equiviolencia”[8], un reparto de culpabilidades, como si todos fueron igual de salvajes. ¿Y en qué se basa el autor? Su tesis es que, en la retaguardia manchega, “se tejió con rapidez una red de contactos interlocales (…) mediante el ensamblaje de múltiples centros de decisión, autoridades revolucionarias y grupos armados [que] agilizó la aplicación de las matanzas”. En esta línea, comités y milicias de diferentes localidades habrían actuado de forma coordinada para controlar todo el territorio provincial a las órdenes del subcomité provincial de gobernación. Se trataría de unas redes exógenas y endógenas para coordinar la limpieza política con “una malla de controles de milicianos armados”, entre milicias de diferentes comarcas e incluso interprovinciales. Del Rey contabiliza una cuarta parte del total de las víctimas (570) como fruto del traslado de cárceles locales o de partido a la provincial, para ser sacados y asesinados en la capital o en pueblos cercanos. Este entramado carcelario represivo tendría en la prensa el estímulo de las detenciones y explicaría la concentración de la represión en Ciudad Real y en los partidos de Valdepeñas, Alcázar, Manzanares o Daimiel. Pero el mismo autor reconoce que estos circuitos de violencia, a veces, eran menos abigarrados, bastando que se pusieran de acuerdo los dirigentes de dos pueblos. Unas redes que, dicho esto, podrían no estar tan trenzadas; de ahí tantas excepciones.
El capítulo siguiente trata de “la conexión con Madrid y los frentes” (págs. 359-381). Aunque cuantifica en el 5% del total de víctimas los ciudarrealeños asesinados en Madrid, asegura que la importancia radica en que hubo partidas de milicianos manchegos a la caza de derechistas y falangistas. Los ejemplos que pone son tres expediciones que salieron de La Solana entre agosto y septiembre de 1936 y acabaron con la vida de algunos políticos locales o ex parlamentarios derechistas. Pero no ofrece datos suficientes de otras similares como para considerar norma lo que podría ser la singularidad.
La quinta y última parte se centra en las “víctimas de la revolución” e incluye el doble de capítulos que la anterior. En el 16 (págs. 385-422) desgrana las “motivaciones políticas de la violencia” (revanchismo, adscripción ideológica, condición de propietario, empresario o empleado de su confianza o llevar sotana), pues las mayores matanzas se produjeron en las zonas más politizadas y conflictivas antes de la guerra. El peso de los antecedentes políticos de las víctimas es otra de las pruebas que aporta el autor para repetir por enésima vez su escasa espontaneidad. Pero va más allá y añade una interpretación tan subjetiva como débil: cuestiona el grado de identificación real de las víctimas, su compromiso incondicional con la sublevación, partiendo de que fueron pocos los sublevados y que más bien quedaron en una actitud pasiva, de verlas venir. Así, refuerza su idea de la irrealidad de las “dos Españas” y de que la radicalización fue obra de unas minorías. Teniendo en cuenta el número de personajes públicos, ex diputados y cuadros intermedios asesinados que relaciona (págs. 390-398), y cómo sus correligionarios se sumaron en la zona rebelde a la sublevación, no deja de sorprender esta deducción. Vayamos a las cifras. De las 2.292 víctimas de su base de datos, reconoce su adscripción política en 1.290, de los cuales, la cuarta parte eran falangistas (llega a hablar de “persecución brutal y contundente” contra estos en la provincia); también habría sufrido un gran castigo el activismo católico, con más víctimas que los monárquicos.
La “condición social” de las víctimas protagoniza el capítulo 17 (págs. 423-438). Un origen social que, en opinión del autor, no resulta tan determinante como la adscripción política (págs. 537-539). Frente a la guerra social, de pobres contra ricos, interpreta un perfil mesocrático predominante entre las víctimas. Los grupos más castigados, además de propietarios agrarios (530), serían comerciantes e industriales (456), seguidos de clérigos (223), profesionales (181), estudiantes (115), obreros manuales (90), militares y policías (85) y amas de casa (16, aunque el número de mujeres asesinadas lo eleva a 24, 14 de las cuales son en Alcázar). Pero en un cuerpo social tan supuestamente interclasista, que Del Rey descarta pueda interpretarse desde la lucha de clases, sorprende que, a la vez, destaque un número tan elevado de represaliados procedentes de familias relevantes y de “buenas familias”.
La “clerofobia” ocupa uno de los capítulos (el 18, págs. 439-480) y uno de los más extensos. Del Rey explica su eclosión en el verano del 36, en una tierra sin una potente tradición anticlerical, porque la “cultura anticatólica” (sic) estaba canalizada en los partidos y organizaciones de la izquierda, a lo que suma el “odio al clero” y los “efectos miméticos” para explicar los malos tratos recibidos antes de ser asesinados. A la confusión conceptual (“anticatólica” en vez de “anticlerical”) añade su vinculación a la retórica más que al conflicto social. Y no deja de ser paradójico que el autor abogue, con buen criterio, por desterrar del lenguaje historiográfico términos como “holocausto” o “genocidio”, pero no dude en vincular este último concepto a la matanza de religiosos, por el volumen, rapidez y saña con la que fueron perseguidos. En los datos cuantitativos, distribución temporal o geográfica no aporta datos demasiado novedosos, más allá se incluir a algún laico entre las víctimas religiosas, como hace con un maestro jubilado que hacía de recadero informal de los dominicos de Almagro. Y deja en el aire a los responsables, por ser difícil de esclarecer (turbas, masas, ira popular, justicia del pueblo).
De nuevo cierra esta última parte con un capítulo (el 19, “solidaridad comunitaria y humanitarismo”, págs. 481-511) que supone un contrapunto a los anteriores: frente al instinto criminal y a la radicalidad, los lazos comunitarios y solidarios de quienes salvaron la vida a los perseguidos. Aquí repasa la situación excepcional de las zonas donde se vertió menos sangre. Al igual que achaca complicidad a alcaldes y concejales en los asesinatos, les otorga una especial relevancia en las iniciativas protectoras. Lo que se echa de menos es que no recoja estas excepciones en municipios donde la violencia extrema convivió y se simultaneó con actuaciones cuasi heroicas. Se pierde así la oportunidad de mostrar una mayor complejidad en un proceso donde victimarios y protectores convivieron en la misma persona o entre camaradas. La documentación judicial de los consejos de guerra, que tanto ha usado el autor, contiene numerosos ejemplos al respecto.
El epílogo, “la paz de los cementerios” (págs. 513-536), resume la estrategia de venganza de los vencedores, con la violencia como ingrediente esencial de “sus cimientos fundacionales”. Aunque esta realidad debiera cuestionar cualquier tentación de equidistancia, Del Rey compara las cifras de la represión franquista con la revolucionaria en la provincia para establecer un volumen no muy alejado entre los 2.292 contabilizados en su base de datos y los 2.758 de la represión franquista; una cantidad de la que excluye un millar largo (del total de 3.910) de víctimas que no murieron fusiladas, pero sí en prisión, en la guerrilla o en campos de concentración nazis. De nuevo recurre a la ligazón entre las matanzas de la revolución y de la posguerra. Y llega a justificar que fueran los socialistas los más castigados (más del 60%) por haber sido también los “principales responsables, impulsores o ejecutores de la violencia en su retaguardia”. En esa generalización de la atribución de responsabilidades, el autor descubre una “zona gris” de la violencia que le lleva a asegurar que “en el engranaje de la limpieza política participaron miles de ciudadanos armados”, como cómplices, delatores, espectadores o adeptos”, una idea demasiado pegada al relato de la Causa General pero útil para refrendar su pose equidistante y explicar cómo los vencedores pudieron justificar la represión de posguerra como “justa”.
Las conclusiones (págs. 537-542) resumen las ideas-fuerza repetidas en el texto sobre el contexto europeo, la responsabilidad del golpe militar en el desmoronamiento del Estado republicano y en el impulso de la revolución, las fases en la represión, la ausencia del azar en las matanzas, el protagonismo de los socialistas y la venganza final de los vencedores, que educaron a varias generaciones en una interpretación maniquea y sesgada sobre el origen del nuevo régimen.
Temas para el debate
Si con Paisanos en lucha, los elogios de colegas se intercalaron con algunas discrepancias, en Retaguardia roja cabe esperar algo parecido. De momento, las entrevistas y reseñas[9] en medios de comunicación de masas han aplaudido y promocionado notablemente la obra. Extraña tal despliegue en un libro de enfoque microhistórico. No obstante, ya ha aparecido alguna discrepancia y generado cierta controversia.[10] La nuestra pretende ser una crítica constructiva y contribuir a un debate historiográfico necesario y puede tener un amplio recorrido.
José Luis Martín Ramos ha centrado sus críticas en cuestiones conceptuales (“¿qué violencia?”), metodológicas (de “método y estilo”) e interpretativas. Según el catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Barcelona, el calificativo de “revolucionaria”, para referirse a la violencia de la retaguardia republicana, resulta inadecuado porque da por supuesto el proceso revolucionario, pese a que no queda explicado en el libro, y porque equipara “violencia” con “revolución”. Propone como alternativa hablar de “violencia de guerra”. Por otra parte, insiste en la cesura producida en la represión de retaguardia en torno al otoño de 1936, pasando de la “violencia partidaria ilegal”, ejercida por decisión de “comités y patrulleros”, a la “violencia institucional”, encauzada mediante los tribunales populares. Mientras Del Rey los descalifica como “golpe al sistema judicial”, Martín Ramos entiende que la justicia, “en tiempos de guerra, tuvo que ser forzosamente extraordinaria”. Y contuvo una violencia ilegal que, de no haber existido, hubiera podido tener consecuencias más dramáticas. La crítica del catedrático catalán se endurece cuando le achaca al colega manchego el uso de “argumentos subjetivos”, por sus supuestos “prejuicios sobre la Segunda República” y por contemplar “el odio de clase (…) en una sola dirección”. En esa misma línea, aprecia en Del Rey “déficits críticos de fuentes”, no solo por reproducir literalmente el relato de las policiales “de manera imprudente e innecesaria”, sino también por tomar partido por un gobernador foráneo y republicano (Vidal Barreiro) en detrimento del paisano y socialista (Serrano Romero). Martín Ramos aprecia también sesgos ideológicos en Del Rey en su “descalificación de la izquierda y del Frente Popular”. Aquí confronta su interpretación de un FP reformista, interesado en consolidar “la democracia integrando en ella a buena parte de las clases populares marginadas”, frente al hilo de continuidad “revolucionaria” que el autor de Retaguardia roja establece entre el movimiento insurreccional de 1934 y la movilización electoral de 1936. Martín niega tal continuidad y recurre a un argumento que, curiosamente, Del Rey repite, que la discontinuidad la proporcionó la sublevación militar, aunque termina su reseña negando la tesis principal de este último: “el rechazo y el combate a la violencia (…) no fue como afirma Del Rey una estrategia oportunista por parte del Gobierno y de la mayoría de las fuerzas que lucharon en su defensa”.
Como era de esperar, Fernando del Rey no ha tardado en responder. Dejando al margen las descalificaciones ad hominem, justifica el título (que no es el que quería) y la ausencia de la lista de su base de datos por motivos editoriales. Así nos enteramos que no buscaba escribir un relato sobre el conjunto de la retaguardia republicana, sino sobre una provincia concreta (Ciudad Real) y una de sus caras, la represión física (de ahí La Mancha de sangre), lo que, de alguna manera, explica por qué su contradictor insiste en sus críticas sobre la ausencia de un tratamiento de una revolución que no trasciende en sus páginas de la represión. Menos explicable es la segunda de sus aclaraciones, pues si una base de datos personal es tan relevante para la investigación, tiene que poder consultarse, aunque sea en un CD anexo al libro. Sus 2.292 víctimas superan incluso las cifras ofrecidas por Salas Larrazábal. Y nos quedamos sin conocer los detalles. Aunque el autor va dando pistas que pueden explicar estos datos sorprendentemente altos: incluye a desertores, a víctimas colaterales en la proximidad de los frentes y a los del propio bando a causa de rencillas (págs. 375, 379-380, 390 y 418-422). Se trata de categorías difícilmente encuadrables, en algunos casos, en la retaguardia. Máxime cuando reconoce casos de familiares que se agarraron a los pocos datos disponibles para buscar reparación en postguerra para hacerlos pasar como mártires de la revolución (págs. 378-379).
Justifica Del Rey, a continuación, su distinto concepto de la “revolución” respecto a Martín Ramos e ironiza sobre sus propuestas de “violencia partidaria ilegal”. Niega además que tenga prejuicios contra la Segunda República y defiende su “templanza” y su “eclecticismo” con orgullo, frente a las ortodoxias, que achaca a su crítico. Poco aporta en este sentido al buen tono en el debate historiográfico. Hubiera bastado con decir que es preferible hablar de “violencia revolucionaria” que de “violencia republicana”, pues fueron las autoridades las que buscaron en todo momento su contención. Porque “violencia de guerra”, que parece un concepto menos ideológico, podría trascender las líneas del frente y aplicarse a ambas retaguardias. Al final, van a resultar más apropiados, aunque parezcan más caricaturescos y, aparentemente, nada científicos, los calificativos de “roja” y “azul” para entender mejor de qué violencia hablamos. En donde lleva más razón Del Rey es en su defensa del amplio abanico de fuentes consultadas, para nada limitadas a la Causa General o la documentación policial, pues demuestra un completo dominio de las fuentes administrativas, judiciales, municipales, políticas, periodísticas y orales. Que su técnica haya sido cruzar muchos testimonios, para ofrecer la mejor interpretación, también se le supone. Ahora bien, nadie está libre de apriorismos, prejuicios o querencias. Ni siquiera el más reputado de los catedráticos. Otra cosa son las acusaciones de subjetivismo, que pueden ser de doble dirección. Dicho esto, creo acertada la crítica de Martín Ramos sobre el doble rasero sobre el que juzga Del Rey a los dos gobernadores que tuvieron responsabilidades políticas durante las mayores matanzas, dejándose llevar demasiado por el relato de las autoridades franquistas, sin valorar el clima político exaltado, en plena cultura de guerra, propiciado por el comienzo de la guerra y las noticias de matanzas perpetradas por los rebeldes en las plazas conquistadas.
Hay otras evidencias en esta misma línea, no mencionadas por Martín Ramos, que inciden en el exceso de credibilidad que Del Rey otorga a la documentación policial y judicial. No en vano, el historiador manchego extiende las responsabilidades de la limpieza política en la retaguardia a los miles de milicianos armados (pág. 530). Un ejemplo concreto es cómo presenta al dirigente republicano Ernesto Sempere, a quien relaciona con la persecución de enemigos políticos (págs. 300 y 372), en sintonía con la acusación que le llevó a un pelotón de fusilamiento en la posguerra, sin hacer referencia al “hombre bueno” que ha retratado su biógrafo, el historiador Óscar Bascuñán[11], a quien el autor de Retaguardia roja reserva a una mera nota bibliográfica. Y un ejemplo colectivo es su retrato de las mujeres de los milicianos, donde el autor no hace la criba suficiente de las fuentes y no pone en tela de juicio la credibilidad de la imagen de incitadoras de sus hombres a la que se les reduce (págs. 154-157), una acusación misógina muy del gusto de los represores franquistas, que dejó su huella en algunos consejos de guerra. El caso de Almagro, como ilustramos en El ventanuco,[12] es muy elocuente de cómo las novias, esposas, madres o hermanas de milicianos sufrieron una doble persecución, como mujeres e izquierdistas.
¿Qué otras críticas se pueden hacer? La principal es la escasa consistencia que demuestran las supuestas “redes de la muerte”, en la que Del Rey basa su tesis. No parecen tan tupidas como defiende a partir de ejemplos determinados, que tienen demasiadas excepciones. Puede resultar un constructo atractivo para el lector, máxime para aquél que rechaza todo lo que suena a “memoria histórica”, a sus usos y abusos. Aunque aparenten verosimilitud y hubieran supuesto una gran aportación historiográfica, no quedan lo suficientemente demostradas como para convertirlo en norma o en proceso institucionalizado. El propio autor reconoce la dificultad que supone el volumen de documentación destruida, por lo que reconstruye ese entramado en base más a atribuciones de responsabilidades que a evidencias empíricas; evidentemente, convendría ser extremadamente prudentes a la hora de sacar conclusiones partiendo de los mecanismos punitivos basados en las delaciones de los vencedores. Además de dar por probadas acusaciones gravísimas, recogidas en la Causa General y en los Consejos de Guerra sumarísimos, no explica bien la diversidad de casos, no sólo desde un punto de vista territorial sino también dentro de la localidad cuando había varios protagonistas pugnando por el control del proceso revolucionario, que no quedaba resuelto simplemente por la formación de un comité de enlace o de defensa. El caso de Almagro, con un pulso entre la Casa del Pueblo y el Ateneo Libertario es un buen ejemplo.[13] No obstante, Retaguardia roja debe servir de estímulo para comprobar si hay otros territorios de la retaguardia republicana donde se puedan trazar redes de este tipo o si, como parece más probable, tienen un alcance más bien limitado.
¿Y qué decir de la “clerofobia”? En algunos trabajos,[14] hemos criticado el uso de términos propagandísticos (como “persecución religiosa republicana”) y su sustitución por otros más académicos (“clerofobia”, “iconoclastia” o, mejor aún, “violencia anticlerical”). Pero en el caso de Ciudad Real, la caza del religioso (mucho más castigados) no se acompañó en el mismo grado de la del cura. Si se hubiera perseguido a estos por su mera condición religiosa, hubieran quedado muchos menos. En cualquier caso, no se aprecia tanto contenido antirrreligioso como “ira sagrada”, en el contexto de una revolución que debían controlar los diferentes actores en disputa.
Cuando se incurre en la equidistancia entre violencias, se olvida que, más allá de las semejanzas del terror de “rojos” o “azules”, fueron notables sus diferencias; la principal fue la continuación de este último, una vez acabada la guerra, como fundamento de una dictadura que se prolongó durante casi cuatro décadas, con un amplio repertorio de tipologías en las víctimas.[15] Por otra parte, negar que hubiera simples desmanes no puede llevar al extremo opuesto. Hablar de “milicias de partido” en la primavera de 1936 y de “redes de la muerte” desde agosto podría inducir a igualar, aunque en ningún momento lo explicita el autor, la violencia nazi alemana o fascista italiana con la republicana española. El autor, por otra parte, hace sinónimos verbos como “organizar” (coordinar, poner los medios adecuados y en orden) y “planificar” (que implica un plan general, un proyecto metódicamente organizado y ejecutado desde arriba). Planificado podía ser el programa golpista, que incluía borrar las huellas del pasado republicano y llevarse por delante cualquier obstáculo que lo impidiera, desde un mando unificado. Más dudoso es considerarlo así con comités que no siempre responden a una estructura tan jerarquizada, tiene variantes locales y poderes divididos. ¿Puede haber una planificación, como tal, limitada en el tiempo (los meses de agosto y septiembre) y el espacio (Ciudad Real y su hinterland, si tomamos la terminología del autor) con autoridades superpuestas?
En consecuencia, su “cartografía” del poder revolucionario tiene algo de divagación histórica. La independencia localista existió más de lo que aquí se muestra. Ni siquiera el gobernador pudo controlar, por más que se lo propusiera, los avales o pases de las organizaciones frentepopulistas, pues estos daban libertad de movimiento para las detenciones. Así podían viajar desde Ciudad Real a otras provincias para detener a sus presas, o que se trasladaran desde sus pueblos a la prisión provincial a hacer sacas.
Por otra parte, el autor habla de pelotones compuestos por los más “audaces” (pág. 167). Puede ser válido para La Solana, municipio que conoce bien, o para la capital provincial, pero en nuestra investigación sobre Almagro, los ejecutores eran milicianos a sueldo del Ateneo Libertario, no de un supuesto Comité de Defensa, que no ha dejado huellas en esa localidad más que para incautaciones y de manera tardía. En la capital, se recurría a gente del submundo delictivo. Poca audacia cabe reservar a una acción recompensada económicamente y, en ocasiones, a delincuentes. Y, por cierto, el caso de Almagro no cuadra con la idea de revolución “consentida”, que Del Rey pretende demostrar con ejemplos como el de Manzanares o Ciudad Real. Le hemos dedicado un libro tan voluminoso como este, que apenas merece una breve mención bibliográfica en Retaguardia roja, sin demasiados detalles.[16]
Esta equidistancia del autor culmina con su referencia a la “cuarta España”. La idea de las dos Españas, regeneracionista y machadiana, se ha completado por la de una “tercera”[17], que representa a los defensores de la paz y de la reconciliación o indiferentes. Se han incluido aquí desde Salvador de Madariaga a Manuel Chaves Nogales, pasando por Niceto Alcalá-Zamora o Julián Besteiro, entre otros. Para Del Rey, la cuarta representa a esa mayoría no militante, frente a las minorías defensoras, respectivamente, de la reacción, la revolución y la reforma. Más allá de la pertinencia de multiplicar su número (¿y por qué no una quinta o una sexta?, por ejemplo para quienes se acabaron desilusionando tras el fervor inicial o sufrieron una doble represión, o para las mujeres, que fueron doblemente victimizadas), que nos llevaría a un sinsentido, podemos recordar la advertencia reciente de Javier Cercas sobre “el timo de la tercera España”: “Claro que es la cuestión, y por eso la democracia actual debe reclamar la herencia de la II República. Cuando una sociedad democrática se rompe es imposible quedarse en medio; mejor dicho, es posible —porque la cobardía obra milagros—, pero es un error: o se está con la democracia, por imperfecta que sea, o se está contra ella. Por supuesto, hay que evitar que una sociedad se rompa; pero, si eso ocurre, no queda más remedio que hacer lo que hizo Antonio Machado, que defendió la II República hasta el final, y que escribió: ‘Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au-dessus de la mêlée’”.[18]
Conclusiones
El libro del profesor Del Rey pretendía convertirse en un referente para entender la violencia en la retaguardia republicana. Así se ha venido anunciando en la campaña promocional a través de la prensa de mayor tirada. El uso de una exhaustiva documentación y una redacción muy cuidada merecerían tal reconocimiento. Que su aportación empírica es sobresaliente, lo reconocen hasta sus críticos. Pero el análisis pormenorizado del texto muestra sus debilidades. Una interpretación tan arriesgada, para ofrecer una explicación racional en el contexto de la brutalización de la política, deja no pocas sombras. Por ejemplo, un título inadecuado, una base de datos personal que infla la cifra de muertos por encima de los contabilizados hasta ahora, y que permanece inexplicablemente inédita, unas supuestas “redes de la muerte” que no parecen tan densas y un relato tan equidistante que puede resultar impostado si cada norma tiene una excepción casi del mismo calibre.
En los próximos meses, conoceremos el guion conjunto de ambas violencias en la capital provincial, cuando culminen investigaciones como la que lleva entre manos Juan Carlos Buitrago Oliver en su tesis doctoral. Esa es la oportunidad que ofrecen provincias de la retaguardia republicana como la tratada en este libro, y que el autor ha desaprovechado. Incluso ha perdido la oportunidad de explicar la obra revolucionaria, si la hubo, en su conjunto. Remitir a otras obras y autores cuando te propones cambiar la perspectiva historiográfica supone una cierta desilusión. Hasta la represión “roja” hubiera necesitado otros factores a analizar, pues se queda básicamente en la física, como si no hubieran existido otras variantes.
En definitiva, si como recuerda el propio Fernando del Rey, la historia es una ciencia en construcción, Retaguardia roja ha contribuido a fijar la atención y hacer avanzar una materia tan compleja como atractiva. Sin embargo, no responde a las expectativas creadas, quizás excesivas. No hay historia definitiva. La hay buena y mala. El enorme trabajo documental que hay detrás de este libro no debiera caer en saco roto. Pero su línea interpretativa no resulta especialmente convincente. Más que cerrar el tema, abre el debate.
Notas
[1] Autor, entre otros, de los siguientes libros sobre la República y la Guerra Civil: El gorro frigio y la mitra frente a frente. Construcción y diversidad territorial del conflicto político-religioso en la España republicana, Barcelona, Rubeo, 2008; La Segunda República (1931-1936). Las claves para la primera democracia española del siglo XX, Madrid, Sílex, 2017 (2ª ed., 2019); El ventanuco. Tras las huellas de un maestro republicano, Ciudad Real, Almud, 2018. Es el IP del SPEC, acrónimo del Seminario Permanente de Estudios Contemporáneos, un grupo emergente de la UCLM. Este balance se ha enriquecido con las observaciones y comentarios aportados por Manuel Ortiz Heras y Juan Carlos Buitrago Oliver.
[2] ALÍA MIRANDA, Francisco, La Guerra Civil en retaguardia: conflicto y revolución en la provincia de Ciudad Real (1936-1939), Ciudad Real, Diputación, 2005. Una edición revisada, del mismo autor, La Guerra Civil en Ciudad Real (1936-1939): conflicto y revolución en una provincia de la retaguardia republicana, Ciudad Real, Diputación, 2017.
[3] LÓPEZ GARCÍA, Julián et al. (eds.), Para hacerte saber mil cosas nuevas. Ciudad Real 1939, Madrid, UNED, 2018. Bajo este título, tan sugerente como literario, se ha elaborado una base de datos con los nombres de los cerca de cuatro millares de víctimas mortales de la represión física de los vencedores en la provincia de Ciudad Real. A los ejecutados en pelotones de fusilamiento se unen los asesinados extrajudicialmente o en enfrentamientos con las fuerzas de orden público, los muertos en las cárceles franquistas –a consecuencia de torturas, enfermedades o desnutrición— y los fallecidos en campos de exterminio nazi, durante la primera década de la dictadura. Junto a los nombres de las víctimas mortales, agrupados por municipios y filiación política o sindical, destaca un centenar en forma de relato. Este estudio, de base eminentemente antropológica, forma parte de un proyecto de investigación, “Mapas de memoria”, que pretende dignificar a las víctimas de la posguerra en esta provincia manchega y ha contado con la iniciativa académica de la UNED y el apoyo institucional de su Diputación Provincial. La presentación pública de la primera edición, en noviembre de 2018, a la que asistieron más de mil doscientas personas, fue precedida por un acto de homenaje en el palacio provincial, con el apoyo político del presidente de la Diputación, que también resultó multitudinario y no menos emotivo. A finales de 2019 se ha publicado una segunda edición, ampliada.
[4] Diferentes análisis de la violencia en la retaguardia republicana se pueden confrontar en los libros de Julius Ruiz, José Luis Martín Ramos y José Luis Ledesma. Vid. RUIZ, Julius, El Terror Rojo, Madrid 1936, Barcelona, Espasa, 2012; del mismo autor, La justicia de Franco. La represión en Madrid tras la Guerra Civil, Barcelona, RBA, 2012); MARTÍN RAMOS, José Luis, La rereguarda en guerra. Catalunya, 1936-1937, Barcelona, L’Avenç, 2012; LEDESMA VERA, José Luis, Los días de llamas de la revolución: violencia y política en la retaguardia republicana de Zaragoza durante la Guerra Civil, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2004. Del mismo autor, Una retaguardia al rojo: las violencias en la zona republicana, en Francisco Espinosa Maestre, Violencia roja y azul: España 1936-1950, Barcelona, Crítica, 2010, pp. 152-250.
[5] DEL REY REGUILLO, Fernando. Paisanos en lucha. Exclusión política y violencia en la Segunda República española, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008. Una reseña en LÓPEZ VILLAVERDE, Ángel Luis, “Balance. De puños, violencias y holocaustos. Una crítica de las novedades historiográficas sobre la España republicana y la Guerra civil”, en Vínculos de Historia, núm. 1 (2012), pp. 273-285, en especial, p. 278.
[6] Además de Paisanos en lucha, hay que recordar su ensayo posterior, DEL REY REGUILLO, F. (dir.), Palabras como puños. La intransigencia política en la Segunda República española, Madrid, Tecnos, 2011.
[7] LÓPEZ GARCÍA, Julián et al. (eds.), Para hacerte saber mil cosas nuevas… cit.
[8] ROBLEDO, Ricardo, “Paisanos en lucha. Exclusión política y violencia en la Segunda República española, Madrid, Tecnos, 2008”, en Historia Agraria, núm. 53, (Abril, 2011), pp. 173-240; del mismo autor, “Sobre la equiviolencia. Puntualizaciones a una réplica [de F. del Rey]”, en Historia Agraria, núm. 54 (Agosto, 2011), pp. 244-246.
[9] Valgan como ejemplo las siguientes:
-
- Fernando del Rey Reguillo: “Las dos Españas son un invento de los sectarios“
- Fernando del Rey: “La democracia debe recordar a todas las víctimas”
- Microhistorias de la Guerra Civil
- Las cifras de la represión roja: asesinatos entre vecinos y ajustes de cuentas
- Torturas, asesinatos brutales e iconoclastia: así fue la violencia republicana contra el clero
- Cosas que no querríamos ver
- Retaguardia roja. Violencia y revolución en la Guerra Civil Española
[10] El debate se puede seguir a fines de febrero de 2020 en la web “Conversación sobre historia”. La crítica de José Luis Martín Ramos :Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (I); fue contestada por el propio autor: Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (II). Respuesta a José Luis Martín Ramos; y respondida por Martín Ramos: Retaguardia roja. Violencia y revolución en la guerra civil española (y III). Algunas puntualizaciones a la respuesta de Fernando del Rey
[11] BASCUÑÁN AÑOVER, O. “Otro hombre bueno: historia de un republicano que protegió a personas en peligro durante la Guerra Civil”, Cuadernos de Historia Contemporánea, núm. extra 38, 2016, pp. 43-56.
[12] LÓPEZ VILLAVERDE, Ángel Luis, El ventanuco… cit., pp. 332-336.
[13] LÓPEZ VILLAVERDE, Ángel Luis, El ventanuco… cit., pp. 193-255.
[14]LÓPEZ VILLAVERDE, Ángel Luis, “El mito de la persecución religiosa republicana”, en Conversación sobre historia.
[15] Vid. ORTIZ HERAS, Manuel, La violencia política en la dictadura franquista, Albacete, Bomarzo, 2013.
[16] LÓPEZ VILLAVERDE, Ángel Luis, El ventanuco… cit.
[17] PRESTON, Paul, Las tres Españas del 36, Barcelona, Plaza & Janés, 1998.
[18] CERCAS, Javier, “El timo de la tercera España” (El País, 22-9-2019).
Portada: foto de la serie “Soldados y campesinos cosechando”, fondos de la Biblioteca Nacional
Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
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