Hoy  28 de agosto, hace un año, murió Josep Fontana. Este blog, que acababa de nacer, publicó dos días después, la entrevista bastante desconocida efectuada en 1998 por Eliana de Arrascaeta. Un párrafo merece citarse para esta segunda entrega de EN DEFENSA DE LA HISTORIA:

La historia sirve para ayudar a entender mejor el nexo social o no sirve para nada. Porque nadie vive fuera de un entorno histórico; el problema es cuando ese entorno está formado por mitos elementales, por prejuicios … [Por ejemplo] hay un prejuicio muy extendido sobre la ideología: siempre la tienen los otros, el que habla tiene “sentido común”, pero en realidad también está ideologizado. La denuncia de los que creen que uno hace historia cargada de ideología viene de aquellos que sencillamente han decidido aceptar el mundo en que viven con todas su reglas (a las que consideran naturales e ineludibles), pero eso también es una ideología (…).

El 5 de septiembre, quien firma esta entrada, presentó las dos caras de la vida y obra de Fontana: historia y compromiso social. Ahí se hacía constar cómo una parte algo significativa de la Academia (más en Historia Contemporánea que en otras especialidades) ha hecho suyo el desprecio machadiano de la ignorancia hacia el autor que ha sido considerado según algunos el Hobsbawm español (con algún libro traducido a diez idiomas), con un gran número de seguidores en América Latina e influyente editor que  ayudó a formar (con Gonzalo Pontón) una generación larga de historiadores a través de las editoriales Ariel y Crítica. Un rigorismo por evitar lo hagiográfico, algunos análisis de Josep menos sólidos que otros  u otros motivos han propiciado cierto antifontanismo. De este modo se le ha dejado en el cajón de  la «vieja ortodoxia izquierdista».  O, ¿acaso fue «un nacionalista romántico»?, se preguntaba con ironía Gonzalo Pontón en El País?
Este autor rastreó las deudas intelectuales de Josep  en El maestro en su biblioteca   y también en el blog se puede  consultar la relación de sus libros publicados, precedida de una breve nota de  Eliana de Arrascaeta, la entrevistadora argentina, que cita la frase que más le impactó: “el pasado sólo se aquieta cuando se asume, el olvido es siempre dañino”.
Transcurrido un año contamos con numerosos obituarios y artículos en los más diversos medios de comunicación.  Como se comenta en el muy recomendable Número 7 de «Nuestra Historia», la cantidad de textos publicados, algo totalmente inusual en el ámbito intelectual español, refleja el impacto profesional e historiográfico de Fontana.
http://www.fim.org.es/media/2/2797.pdf

 
 

Quiero concluir esta nota con una breve reflexión de Fontana que remite a una idea muy querida suya: no hay una sola historia y conviene tener en cuenta los futuros olvidados «objeto legítimo de profecía», en palabras de Machado.
En uno de sus últimos libros -«L’ofici de historiador»  (Barcelona, Arcadia, 2018 [febrero])- el autor comentaba  el punto de vista de Geoff Eley sobre  el  retorno de la historia cultural a la historia social. Una historia social nueva, evidentemente, en la que el giro cultural fue capaz de asociar una perspectiva materialista con una preocupación por el discurso y de compaginar maneras muy diversas de mirar el mundo, tanto en el pasado como en el presente. Este retorno de lo social, sostenía  Eley, era necesario para combatir los riesgos que implica la despolitización que ha difundido el posmodernismo. Los posmodernos habían denunciado las “grandes  narrativas” de la izquierda y habían incitado a la desmovilización (…)  El historiador movido por las necesidades colectivas del presente, explora hoy el pasado más allá de la secuencia de acontecimientos que pretenden explicar como inevitable lo que ocurrió. Saca de la oscuridad “cosas que siempre habían estado allí, pero que los seres anteriores habían dejado al margen de la memoria colectiva” o evoca los caminos no seguidos, como en los versos de Eliot:
 Las pisadas resuenan en la memoria
Bajo el paso que nunca dimos,
Hacia la puerta que nunca abrimos

Ricardo Robledo

 


 

   Josep Fontana

El trabajo del historiador debe tener como móvil, como razón final, los pro­blemas reales que, de una u otra forma, tienen que ver con las vidas de los hombres y las mujeres, de ayer y de hoy, con el propósito de aportar conoci­mientos que sirvan para mejorar su suerte, aunque solo sea, que no es poco, contribuyendo a crear en ellos una conciencia crítica. La “ciencia” que nos permite alcanzar un conocimiento más seguro del pasado es la herramienta que empleamos para ello, no el objeto ni la finalidad de nuestro trabajo.

Déjenme aproximarme a lo que quiero decir con un ejemplo. Desde 1991 la Universidad de Harvard concede los premios IgNobel, que se otorgan a inves­tigaciones “que no pueden o no deben repetirse”. Para poner algunos ejemplos, el premio de biología de 1996 se concedió a un trabajo publicado en el British Medical Journal que responde al título de “Efecto de la cerveza, el ajo y la leche agria sobre el apetito de las sanguijuelas”; el de economía de 2001 recayó en un trabajo conjunto de un profesor de Michigan y otro de la Universidad de British Columbia que demostraron que la gente se espera a morir si piensa que eso les va ayudar a obtener un impuesto menor sobre la herencia: el trabajo se titula “Morir para ahorrar impuestos”. Entre los de 2004 figuran el de medicina por “El efecto de la música country sobre el suicidio”, el de química a la compañía Coca-Cola por haber convertido agua del grifo en embotellada con la marca Dasani, el de psicología a un artículo titulado “Gorilas entre nosotros”, que sos­tiene que cuando se mantiene una atención fija sobre algo es posible que no ad­virtamos otras cosas, como una mujer vestida de gorila, o el de la paz al japonés Daisuke Inoue, inventor del karaoke, por haber creado un nuevo medio para aprender a tolerarnos los unos a los otros.

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Si eso les parece ridículo, les invito a consultar un listado de las tesis doctora­les que se leen en nuestras universidades y descubrirán un montón de candida­tos a premio como consecuencia de haber malgastado años de trabajo en un objetivo desencaminado e inútil.

Lo primero que hay que tomar en cuenta cuando se escoge un problema en que se quiere trabajar es que de algún modo, por modesto que sea, aporte algo que tenga una utilidad social, lo cual no tiene nada que ver con que el campo específico de trabajo sea el de la prehistoria o el de la historia del tiempo pre­sente, aunque esta se cultiva menos de lo que convendría en nuestras universi­dades.

La falta de preocupación de los historiadores por los problemas actuales de nuestra sociedad tiene en España una explicación. Los historiadores de mi ge­neración crecimos durante el franquismo y contra su visión del pasado y del presente. El franquismo daba una gran importancia a la historia, y la manipula­ba a su conveniencia para legitimar su condena de la democracia. Enfrentados a una visión semejante, los que nos dedicábamos a enseñar historia tuvimos una faena fácil. Todo lo que podíamos ofrecer contra estos planteamientos parecía válido y nos permitía sentirnos, y ser considerados por los demás, como la con­ciencia crítica de nuestra sociedad. Pero estos planteamientos elementales y primarios, que nos habían bastado en unas circunstancias tan especiales, nos dejaron, cuando cambió la situación política, mal equipados para hacer frente a los nuevos tiempos.

Esta sensación de desamparo vino a coincidir con el hundimiento de unas ideas progresistas mal asimiladas, entre las que figuraba algo que se dio en lla­mar marxismo, pero que no era en realidad más que un elemental catecismo formado por unas cuantas jaculatorias y un vocabulario, y la gente comenzó a sentirse de regreso de un camino del que habían andado tan poco trecho que costaba muy poco volver atrás.

Muchos de mis colegas se refugiaron entonces en las modas académicas do­minantes en su entorno, que eran en buena medida una combinación de tendencias nacidas en los años de la guerra fría, cuando en los Estados Unidos los investigadores, viendo que las instituciones que concedían becas y ayudas re­chazaban aquellos proyectos que tuvieran un contenido “social,” empezaron lo que más adelante se llamaría el “giro cultural,” a las que se vendrían a sumar los productos del desencanto post-1989 en países como Francia, donde el hundi­miento estrepitoso del seudomarxismo dominante dejó campo abierto a un florecimiento de las más estupendas teorizaciones, mientras los antiguos estali­nistas convertidos al neoliberalismo blandían la espada flamígera y exigían a sus compañeros de rojerío de ayer que se arrodillasen e hiciesen contrición de sus pecados, como el de haber creído que era posible una visión racional de la his­toria, pero sobre todo del de haber pensado que su trabajo podía tener algo que ver con unos ideales de transformación de la sociedad.

El resultado ha sido que muchos de estos colegas nuestros se hayan alejado de los problemas que importan al ciudadano común, que debería ser el destina­tario final de nuestro trabajo, para integrarse en un mundo cerrado que menos­precia el del exterior, el de eso que llamamos la calle, justificándolo con el pre­texto de que los habitantes de este mundo exterior no les comprenden, porque su ciencia es hoy demasiado refinada y especializada para ellos, y se dedican en consecuencia a escribir sobre todo para la tribu de los iniciados y, en especial, para otros profesionales.

Pero ocurre que quienes viven en este mundo exterior, en la calle, necesitan también la historia, como la necesita cualquier ser humano. La necesitan en la medida en que la historia cumple para todo grupo una de las funciones esencia­les que la memoria personal tiene para cada individuo, que es la de darle un sen­tido de identidad, que le hace ser él y no otro, pero también como herramienta de conocimiento.

Contra la idea común, nuestros recuerdos no son restos de una imagen que conservamos en el cerebro, sino una construcción que hacemos a partir de fragmentos de conocimiento muy diversos que ya eran, en su origen, interpre­taciones de la realidad y que, al volverlos a reunir, reinterpretamos a la luz de nuevos puntos de vista. La simple producción de un recuerdo puntual es un ac­to intelectual muy complejo.1

Edelman

Quien más allá nos ha llevado en esta nueva concepción de la memoria es sin duda un gran neurobiólogo, el premio Nobel Gerald Edelman, quien señala que una de las funciones esenciales de la memoria es la de hacer “una forma de reca­tegorización constructiva” cuando nos enfrentamos a una experiencia nueva. Esta recategorización no es una mera reproducción de una secuencia anterior de acontecimientos, sino una estrategia para evaluar situaciones nuevas a las que hemos de enfrentarnos mediante la construcción de un “presente recordado,” que no es la evocación de un momento determinado del pasado, sino que implica la capacidad de poner en juego experiencias previas para diseñar un esce­nario contrafactual al cual puedan incorporarse los elementos nuevos que se nos presentan. O sea, que la “recategorización” es el proceso por el cual la me­moria interpreta los datos de situaciones nuevas que recibe la conciencia, ba­sándose en experiencias pasadas.2

Pienso que estas ideas acerca de la memoria personal valen también para comprender mejor la naturaleza y la función de nuestra memoria colectiva. Los historiadores no nos limitamos a sacar a la luz acontecimientos que estaban en­terrados en el olvido, sino que usamos nuestra capacidad de crear “presentes recordados,” si me permiten que adapte así la expresión de los neurobiólogos, para contribuir a la formación de una conciencia colectiva que corresponda a las necesidades del momento, no deduciendo lecciones inmediatas de situacio­nes del pasado que no han de repetirse, sino ayudando a crear escenarios en que sea posible encajar e interpretar los hechos nuevos que se nos presentan.

Hay, sin embargo, un problema fundamental que conviene plantear desde el comienzo: ¿quién es el sujeto de una memoria colectiva? Deberían serlo, lógi­camente, los distintos integrantes del grupo a que esta corresponde, si no indi­vidualmente, por lo menos de forma lo suficientemente plural como para que resulte representativa. Lo que no suele suceder porque, desde el siglo XIX, los estados optaron por convertirse en inspiradores y vigilantes del relato histórico y se han dedicado a elaborar e imponer el que conviene a sus pretensiones e in­tereses.

Es el estado el que se ocupa ante todo del uso público de la historia, de eso que un historiador italiano ha definido como “todo lo que no entra directamen­te en la historia profesional, pero constituye la memoria pública […]; todo lo que crea el discurso histórico difuso, la visión de la historia, consciente o in­consciente, que es propia de todos los ciudadanos. Algo en que los historiado­res desempeñan un papel, pero que es gestionado substancialmente por otros protagonistas políticos y por los medios de comunicación de masas”.3

batalla de Eylau
Napoleón en el campo de batalla de Eylau (1807), por Antoine-Jean Gros

Los gobiernos se han preocupado siempre de controlar la producción historiográfica. En un pasado más lejano, nombrando cronistas e historiadores oficiales (Napoleón se encargaba incluso de fijar cómo habían de ser los cua­dros que reproducían sus batallas). Pero esta preocupación aumentó considera­blemente y tomó un nuevo sentido en el siglo XIX con la formación de las na­ciones-estado modernas. Los gobiernos decidieron controlar estrechamente los contenidos que se transmitían en la enseñanza, porque eso de la historia, como dijeron en su momento la señora Thatcher y Nikita Jrushchov, que al menos en esto coincidían, es demasiado importante como para dejarlo sin vigilancia en manos de quienes se dedican a enseñar. La historia que los gobiernos querían imponer cumplía con la doble función de legitimar cada estado-nación, cons­truyendo una visión que lo presentaba como eterno, y asentar la aceptación de los valores establecidos, transmitiendo una determinada concepción del orden social.

Ello ha llevado a una serie de “guerras de la historia” entre los mantenedores de la ortodoxia social y los disidentes, que fueron especialmente duras a partir de los años treinta del siglo pasado, cuando se quemaron libros de historia en la Alemania nazi o en la España franquista, cuando se produjo la condena de los historiadores que se apartaban del dogma establecido en la Rusia de Stalin, y cuando en los Estados Unidos las “Hijas de las guerras coloniales” decían que era intolerable que se quisiera “dar al niño un punto de vista objetivo, en lugar de enseñarle americanismo real […]: ‘mi patria con razón o sin ella.’ Este es el punto de vista que queremos que adopten nuestros hijos. No nos podemos permitir que se les enseñe a ser objetivos y a que se formen ellos mismos sus opiniones”.4

Quema de libros en Madrid 30 de abril de 1939 foto Nueva Tribuna
Quema de libros en la Universidad Central de Madrid el 30 de abril de 1939 (imagen: Virgilio Muro)

La guerra fría reforzó estos controles. En 1949 el presidente de la American Historical Association declaraba que los historiadores no se podían permitir el lujo de disentir y exhortaba a sus colegas a abandonar su tradicional pluralidad de objetivos y de valores y a aceptar “una amplia medida de regimentación, porque una guerra total, sea caliente o fría, moviliza a todo el mundo y llama a cada uno a asumir su parte. El historiador no está más libre de esta obligación que el físico”.5

Pero la terminación de esta guerra no significó el fin de los controles. En 1990 el presidente Bush, padre, inició un plan para mejorar los niveles educati­vos de los estudiantes norteamericanos que incluía entre sus objetivos el de “conocer las diversas herencias culturales de esta nación”. La comisión encar­gada de fijar unos objetivos nacionales en el terreno del conocimiento de la his­toria trató de combinar las diversas exigencias de multiculturalismo de las mino­rías para llegar a una visión histórica realmente global. Después de largas discu­siones, con una amplia participación de especialistas, los objetivos estaban pre­parados en el otoño de 1994, cuando fueron denunciados en el Wall Street Journal como una conspiración para inculcar una educación al estilo comunista o nazi. Les asustaba que un enfoque más abierto pudiese poner en peligro el consenso tradicional en torno a los valores sociales establecidos.6

Y sigue ocurriendo lo mismo en la actualidad. James W. Loewen nos muestra cómo los libros de texto norteamericanos actuales manipulan lo que se refiere a acontecimientos como la guerra de Vietnam y nos dice que los profesores te­men meterse en controversias, porque “son en ocasiones despedidos”. No se trata de que el gobierno norteamericano los vigile directamente, sino que la condena procede de una sociedad alimentada en sus certezas por la educación que recibió en su momento, y estimulada en su intransigencia por unos medios de comunicación al servicio de grupos reaccionarios, como los del integrismo cristiano estadounidense. Son los padres los que ejercen así la vigilancia intelec­tual sobre la escuela: los que exigen, contra toda razón científica, que no se les enseñe el evolucionismo, y que, en lo referente a la enseñanza de la historia tie­nen también las cosas claras.7

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Y las consecuencias son lógicas. Loewen nos dice: “He entrevistado a diver­sos profesores de enseñanza secundaria y a bibliotecarios que han sido despedi­dos, o han recibido amenazas de despido, por actos menores de independencia como los de proporcionar a los alumnos materiales que algunos padres conside­ran discutibles”. Lo cual, sabiendo que nadie va a acudir a defenderlos, los em­puja a “la seguridad de la autocensura”.8

El adoctrinamiento histórico no se ejerce tan sólo a través de la escuela. Hay además una pedagogía de las denominaciones urbanas, de los monumentos y las celebraciones. Los nombres de las calles recuerdan batallas y héroes guerre­ros, los monumentos tienden a la exaltación patriótica, las celebraciones regula­res refuerzan cada año la continuidad de estos valores.

Ranahit Guha ha denunciado los vicios de una historiografía académica que parece tener como objeto legitimar retrospectivamente las construcciones esta­tales del presente y la estructura del poder social de nuestro tiempo. Una histo­riografía que escoge como objetos dignos de estudio, como “hechos históri­cos”, los que se refieren a la vida del estado y elige como protagonistas, como decía un manual franquista, a “los reyes, los gobernantes y los personajes ilus­tres”. Y nos ha propuesto, como alternativa, el ideal de construir un tipo de his­toria que permita escuchar, a la vez, las diversas voces que hay en ella y no solo las de los dirigentes. Que recoja las voces de unos grupos subalternos que hasta ahora han quedado al margen de ella y, muy en especial, la voz de las mujeres, a las que el olvido en que las deja la historia tradicional las ha llevado a una mala solución, como es la de intentar escribir una historia aparte, cuando lo que de­ben hacer es reivindicar su lugar en la historia de todos.9

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Un método que respondiese a estas exigencias nos obligaría a una investiga­ción más compleja, capaz de ahondar en los proyectos y los sueños de los hombres y mujeres comunes, y a inventar un tipo de relato polifónico que, sin olvidar el hilo conductor del estado –porque, se quiera o no, el papel del poder no puede dejarse de lado– escogiese un número suficiente de las voces altas y bajas, grandes y pequeñas de la historia para articularlas en un coro más significativo que las visiones tradicionales que nos hablan de los soberanos conquistadores, y se olvidan de los campesinos que pagaron con su esfuerzo, cuando no con sus vidas, el coste de los ejércitos que les permitieron ganar las batallas, o que las de un tipo de historia social que toma a los campesinos como protagonistas –lo cual implica un avance en el terreno de la representatividad, ya que son muchos más que los soberanos– pero no nos dice nada de quienes, haciendo las leyes y cobrando los impuestos, determinaron en buena medida sus vidas. La forma de relato que incluya a los unos y a los otros –y muchas otras voces más– en pie de igualdad, sin instrumentalizarlas (sin contentarse con subordinar los campesinos, ni que sea como víctimas, a la historia de los reyes) está aún en pleno proceso de invención, aunque tiene modelos narrativos interesantes en ciertas formas de novela coral.10

La historia tradicional, construida como una biografía del estado y de la so­ciedad actuales, que nos son presentados como la lógica e inevitable culmina­ción del progreso humano, nos impide ver que en cada momento del pasado ha habido una diversidad de futuros posibles y nos ha llevado a olvidar las aporta­ciones de los pueblos no europeos, el papel de la mujer, la importancia de la cultura de las clases populares, entendida como saber y no como folklore, y la racionalidad de unos proyectos alternativos que no triunfaron en su momento, pero que guardan una carga de aspiraciones que no deberíamos dejar que se ol­vidaran, porque contienen algo que puede seguir siendo valioso para el futuro. Es lo que sostenía Antonio Machado en los tiempos difíciles de la guerra civil española, cuando dijo que al examinar el pasado para ver qué llevaba dentro es fácil encontrar en él un cúmulo de esperanzas, ni conseguidas ni frustradas, esto es, un futuro.

Nunca como en la actualidad, cuando necesitamos defender unos derechos sociales amenazados –los del llamado estado de bienestar– ha resultado tan evi­dente la necesidad de combatir las historias oficiales que apelan a la emotividad y de defender contra ellas la primacía de la razón. Los estados en que vivimos deberían abandonar su pretensión de justificarse sobre la base de un patriotismo basado en mitos fundacionales, construidos con frecuencia sobre un racis­mo identitario, para asumir que su legitimidad se basa en el contrato social con sus súbditos. Una historia que se ocupe de los problemas de los hombres y las mujeres debe recordarle al estado sus obligaciones respecto de ellos.

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Don Pelayo en Covadonga (1855) por Federico Madrazo (Museo del Prado)

Pero si rechazamos los patrones oficiales ¿qué deberíamos enseñar? ¿Cuáles son los grandes problemas de nuestro tiempo que deberían servir de inspiración básica para nuestro trabajo? Yo diría que uno de los fundamentales es el de buscar las causas de los dos grandes fracasos del siglo XX: de la barbarie que lo ha caracterizado, con el fin de evitar que se pueda reproducir en el futuro (y por lo que estamos viendo en este nuevo siglo las cosas no van nada bien) y, sobre todo, de la naturaleza de los mecanismos que han dado lugar a que, pese al in­negable enriquecimiento global que han aportado los avances de la ciencia y de la tecnología, ha aumentado la desigualdad, desmintiendo las promesas de los proyectos de desarrollo que se formularon después de la segunda guerra mun­dial.

Unos mecanismos que siguen actuando hoy porque, como se ha dicho, una globalización que se nos quiere presentar como progresiva, tiene como conse­cuencia que sus operaciones incontroladas estén produciendo una redistribu­ción de la riqueza en tres sentidos: de los pobres a los ricos en el interior de ca­da país, de los países pobres a los países ricos a escala mundial y del futuro al presente en las expectativas de todos nosotros.

Porque el problema no es solo que existan desigualdad y pobreza, sino que vivimos en un sistema que lleva a que una y otra crezcan. Crecen en el interior de los propios países desarrollados, como se puede ver por el hecho de que los porcentajes de pobreza aumenten año a año en Estados Unidos: durante la pre­sidencia de Bush junior el número de ciudadanos que viven por debajo del lími­te de la pobreza ha crecido en cerca de cinco millones y medio, de modo que son ya uno de cada ocho americanos,11 súbditos de un país en que el único ser­vicio social que supera claramente a los de los países europeos es la cárcel, puesto que tiene en la actualidad 726 presos por cada 100.000 habitantes, com­parados con 142 en Gran Bretaña, 91 en Francia y 58 en Japón (o sea cinco ve­ces más que en Gran Bretaña y 12 veces más que en Japón) y que sigue acen­tuando su progreso en este terreno.

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imagen: reddejueces.com

Crece también la desigualdad de país a país: según las cifras publicadas en 2005 por la ONU 18 países, con un total de 460 millones de habitantes, han empeorado sus niveles de desarrollo con respecto a 1990. Hay más pobreza ca­da día, y también mayor desigualdad. En la actualidad las 500 personas más ri­cas del planeta interesan más que el conjunto de los 416 millones de habitantes más pobres.

¿Qué puede hacer el historiador ante estos problemas? Explicarlos con el fin de ayudar a formar la conciencia colectiva, de enseñar desde la escuela a que cada uno mire a su alrededor, se entere del mundo en que vive, piense por sí mismo y escoja su propia respuesta a estas realidades. Y su papel en este senti­do es mucho más importante de lo que habitualmente pensamos.

Lo entendió en los momentos finales de su vida, cuando luchaba en la resis­tencia contra los nazis, Marc Bloch, que en momentos de tantas dificultades, que acabaron con su asesinato a manos de la Gestapo, reivindicaba la capacidad del historiador para cambiar las cosas. Una conciencia colectiva, escribió, está formada por “una multitud de conciencias individuales que se influyen incesan­temente entre sí”. Por ello, “formarse una idea clara de las necesidades sociales y esforzarse en difundirla significa introducir un grano de levadura en la menta­lidad común; darse una oportunidad de modificarla un poco y, como conse­cuencia de ello, inclinar de algún modo el curso de los acontecimientos, que es­tán regidos, en última instancia, por la psicología de los hombres”. Quisiera in­sistir en estas palabras de Bloch: “Formarse una idea de las necesidades sociales y esforzarse en difundirla”, porque me parece un programa ideal para el trabajo del historiador.

Marc Bloch

Pienso en una clase de historia que aspire no tanto a acumular conocimientos como a enseñar a pensar, a dudar, a conseguir que nuestros alumnos no acepten los hechos que contienen los libros de historia como si fuesen datos que hay que memorizar, certezas como las que se enseñan en el estudio de las matemá­ticas, sino como opiniones e interpretaciones que se pueden y se deben analizar y discutir. Para que se acostumbren a mantener una actitud parecida ante las supuestas certezas que querrán venderles día a día unos medios de comunica­ción domesticados y controlados. Vuelvo a las palabras de Bloch que he citado: introducir un grano de conciencia en la mentalidad del estudiante. Esta es la gran tarea que pienso que podemos hacer los que enseñamos historia.

Tenemos una gran responsabilidad ante una sociedad a la que no solo hemos de explicarle qué sucedió en el pasado, que en el fondo es la parte menos im­portante de nuestro trabajo, sino que hemos de enseñarle a lo que Pierre Vilar llamaba “pensar históricamente”, que implica no aceptar sin crítica nada de lo que se pretende legitimar a partir del pasado y no dejarnos manipular por quie­nes pretenden jugar con nuestros sentimientos para inducirnos a no utilizar la razón.

En este tiempo supuestamente feliz en que se supone que la evolución de las sociedades humanas ha llegado a la perfección –recuérdese lo que se decía hace poco acerca de que estábamos en el fin de la historia– resulta que vuelve a haber, como sucedió en 1968, una generación de jóvenes que no acepta de buen grado el mundo que van a heredar de nosotros y que se revuelven contra él. Lo malo es que estos nuevos rebeldes, como les sucedió a los de 1968, actú­an movidos por un rechazo moral, y no tienen muy claro cómo se puede cons­truir un sistema alternativo al que combaten. Necesitamos repensar el futuro entre todos para encontrar caminos hacia delante. Pero el futuro sólo se puede construir sobre la base de las experiencias humanas, esto es sobre el conoci­miento del pasado y aquí el papel de quienes trabajamos en el campo de la his­toria es indispensable. Aunque solo sea para evitar que se siga intoxicando a la gente con una visión desesperanzadora que sostiene que todo intento de cam­biar las reglas del juego social lleva necesariamente al desastre.

Alberto Flores Galindo en 1984 historiaglobalonline

Para quienes seguimos considerándonos de izquierda –lo que, para mí, significa fundamentalmente que pensamos que las cosas no están bien y que se pueden mejorar– y no renunciamos a los viejos valores que se expresaban con una palabra hoy prostituida como es la de socialismo, la historia del siglo XX ha de servirnos como un libro de texto en que estudiar la multitud de los errores y de los crímenes que se han cometido en su nombre. Lo decía un gran historia­dor peruano, Alberto Flores Galindo, en un texto que escribió cuando sabía que su muerte era inminente, que lleva el título de “Reencontremos la dimen­sión utópica12 y que está fechado en diciembre de 1989: “Aunque muchos de mis amigos ya no piensen como antes, yo, por el contrario, pienso que todavía siguen vigentes los ideales que originaron el socialismo: la justicia, la libertad, los hombres. Las puertas al socialismo no están cerradas, pero se requiere pen­sar en otras vías. Un socialismo construido sobre otras bases, que recoja tam­bién los sueños, las esperanzas, los deseos de la gente.”

Una historia como la que reivindico no tiene modelos ni, mucho menos, manuales. Y cabe esperar que no los tenga nunca. Porque se trata de algo que hemos de ir construyendo entre todos y que habrá que reinventar día a día des­de la experiencia del trabajo. Debe ser una historia que no se haga desde el dis­tanciamiento del archivo, sino en el interior de este mundo revuelto y cambian­te en que vivimos, como pedía mi amigo Moreno Fraginals, que quiso mante­nerlo en la práctica y consiguió con ello que lo excluyesen de la universidad cu­bana, porque los disidentes estorban en todas partes. Una historia que cumpla con la exigencia que formulaba Bloch de convertirse en “la voz que clama en la plaza pública” y que nos ayude, como pedía Flores Galindo, a recuperar la di­mensión de la utopía, lo cual quiere decir, como dijo un poeta de mi tierra, re­cuperar la convicción de que “todo está por hacer y todo es posible.” Esta es la clase de historia que necesitamos para el siglo XXI, la que puede conseguir que nuestro trabajo resulte útil en términos sociales. No será fácil hacerla, pero me­rece la pena intentarlo.

NOTAS

1. Daniel L. Schacter, Searching for memory. The brain, the mind, and the past, Nueva York, Basic Books, 1996; Alwyn Scott, Stairvay to the mind, Nueva York, Copernicus, 1995, p. 78.

2. Gerald M. Edelman y Giulio Tononi El universo de la conciencia. Cómo la materia se convierte en imaginación, Barcelona, Crítica, 2002 y Gerald M. Edelman Wider than the sky. A revolutionary view of consciousness, Londres, Penguin, 2005; de modo semejante, Gilles Fauconnier y Mark Turner en The way we think. Conceptual bending and the mind’s hidden complexities, Nueva York, Basic Books, 2002, señalan la importancia de “la construcción de lo irreal,” del uso de escenarios contrafactuales, como son los de los “presentes recordados.”

3. Gianpasquale Santomassimo, “Guerra e legittimazione storica,” en Passato e presente, Florencia, nº 54 (settembre-dicembre 2001), pp.5-23 (cita de pp. 8-9).

4. Gary B.Nash, Charlotte Crabtree and Rose E.Dunn, History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997, pp. 44-45.

5. Stephen F.Cohen, Bethinking the soviet experience. Politics and history since 1917, New York, Oxford University Press, 1985, p.13.

6. Nash, Crabtree and Dunn, op. cit. Nash y Crabtree eran precisamente los principales responsables de los National Standards for United States History y de los National Standards for World History publicados en 1994 y denunciados por el Wall Street Journal.

7. James W. Loewen, Lies my teacher told me, New York, Touchstone, 1996.

8. Ibid., p. 291.

9. Ranahit Guha, Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Barcelona, Crítica, 2002 (la edición original: “The small voice of history,” en Subaltern studies, VI, Delhi, Oxford University Press, 1996, pp. 1-12

10. Hay unos pocos ejemplos que exploran la realidad de otro modo, como el de Paul A. Cohen, quien en History in three keys. The Boxers as event, experience and myth (New York, Columbia Universi­ty Press, 1997) explica un acontecimiento, la revuelta de los bóxers, como hecho reconstruido por la investigación histórica, como experiencia vivida y como mito, o como el libro de Mack Walker The Salzburg transaction. Expulsion and redemption in eighteenth-century Germany (Ithaca, Cornell University Press, 1992), donde nos narra la expulsión del arzobispado de Salzburgo de 20.000 campesinos protestantes desde cinco perspectivas distintas.

11. Cifras dadas por N. Prins, periodista y antigua banquera de inversión, en “Las lecciones del Katrina,” en La Vanguardia, 18 septiembre 2005, “Dinero,” p. 4.

12. En Alberto Flores Galindo, Los rostros de la plebe, Barcelona, Crítica, 2001, pp. 195-201.

BIBLIOGRAFÍA
Cohen, Paul A. History in three keys. The Boxers as event, experience and myth, New York, Co­lumbia University Press, 1997
Cohen,Stephen F. Rethinking the soviet experience. Politics and history since 1917, New York, Oxford Unviersity Press, 1985
Edelman, Gerald M. y Tononi, G. El universo de la conciencia. Cómo la materia se convierte en imaginación, Barcelona, Crítica, 2002
Edelman, Gerald M. Wider than the sky. A revolutionary view of consciousness, London, Pen­guin, 2005
Fauconnier, Gilles and Turner, Mark The way we think. Conceptual bending and the mind’s hidden complexities, New York, Basic Books, 2002
Flores Galindo, Alberto Los rostros de la plebe, Barcelona, Crítica, 2001
Guha, Ranahit: Las voces de la historia y otros estudios subalternos, Barcelona, Crítica, 2002 (la edición original: “The small voice of history,” en Subaltern Studies, VI, Delhi, Ox­ford University Press, 1996
Loewen, James W. Lies my teacher told me, New York, Touchstone, 1996
Nash, Gary B; Crabtree, Charlotte and Dunn, Rose E. History on trial. Culture wars and the teaching of the past, New York, Alfred A. Knopf, 1997
Prins, N. “Las lecciones del Katrina,” en La Vanguardia, 18 septiembre 2005, p. 4
Santomassimo, Gianpasquale: “Guerra e legitimazione storica,” en Passato e presente, Firenze, nº 54, settembre-dicembre 2001, pp. 5-23
Schacter, Daniel L. Searching for memory. The brain, the mind, and the past, New York, Basic Books, 1996
Scott, Alwyn Stairway to the mind, New York, Copernicus, 1995


FUENTE: Analecta. Revista de humanidades, Universidad Viña del Mar, Chile, n.º 1, 2006


fontana

Sobre este tema, véase también en este blog el artículo de G. Pontón
¿Para qué sirve la historia?

 

RESTO DE ARTÍCULOS DE LA SERIE «EN DEFENSA DE LA HISTORIA»

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