Si descartamos la ignorancia surgida de la estupidez o de la incultura, ser consciente de las propias limitaciones ya es un valor en sí mismo

Jaume Claret

 

Hay citas tan magníficas que uno lamenta desmentirlas por mal atribuidas, por mal entendidas o, peor todavía, por directamente falsas. De ahí que, incluso, contemos con una frase para la ocasión, debida al astrónomo y filósofo renacentista Giordano Bruno, aunque no siempre bien escrita: «se non è vero, è molto ben trovato». Entre las víctimas de estas frases célebres no lo bastante precisas destaca la figura del jurista, religioso y político Ramon Llàtzer de Dou i Bassols (Barcelona 1742-Cervera 1832). A pesar de haber ejercido como diputado y presidente de las Cortes de Cádiz, haber divulgado las tesis de Adam Smith y ser un reformista moderado, su nombre siempre quedará vinculado a la máxima: «lejos de nosotros la funesta manía de pensar».

En realidad, la cita está extraída de una carta colectiva enviada por la Universidad de Cervera en apoyo al rey Fernando VII y ni la redacción es exacta, ni el sentido se corresponde a lo imaginado. Así, en realidad rezaba «lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir», donde el verbo no tomaba el sentido de pensar en general, sino de divagar, y donde, sobre todo, se hacía una defensa de la moderación. Así lo entendieron los coetáneos y buena parte de la tradición jurídica catalana más historicista que reivindicaba a Dou como un antecedente. Pero el sambenito ya estaba colgado, condenando parcialmente la memoria del académico y, sobre todo, la del centro al que los Borbones habían otorgado el privilegio de ser la única universidad del Principado. De hecho, a pesar de los esfuerzos de Ximo Prats, la mala prensa respecto de Cervera goza de un amplio consenso. Y ello aunque, siguiendo en la línea de aforismos, el Talmud nos recuerde que toda condena unánime es señal de inocencia.

Como en el caso de Dou, tampoco el historiador británico Peter Burke (Stanmore, 1937) pretende combatir la inteligencia en su reciente La ignorancia (Alianza Editorial, 2023, traducido por Cristina Macía Orio y en catalán en Arcàdia, traducido por Ariadna Pous). Sería extraño que uno de los más prolíficos autores en la hermenéutica del conocimiento desde el campo de la historia cultural, ahora se hubiera pasado al lado oscuro. De hecho, Paidós anuncia para finales de este mes de febrero la recuperación de los dos volúmenes de su impresionante Historia social del conocimiento. Publicados originariamente en 2002 y 2012, el primero comprendía De Gutenberg a Diderot (traducido por Isidro Arias Pérez), mientras que el segundo iba De la Enciclopedia a Wikipedia (traducido por Francisco Martín Arribas y Carme Font). No es extraño que, en esta nueva presentación, las cubiertas muestren, alegóricamente y respectivamente, un papiro y un iPhone.

La ignorancia puede ser entendida como el negativo de aquella obra magna. Y, ciertamente, hay parte de esto, pero ni representa la parte principal del libro, ni siquiera la más interesante. Si descartamos la ignorancia surgida de la estupidez o la incultura, ser consciente de las propias limitaciones ya es un valor en sí mismo. De esta constatación sale una de las citas más famosas del filósofo (àgrafo) Sócrates, donde el saber ignoto se plantea como cura de humildad y como reto intelectual. Precisamente, el próximo junio llegará Terra incognita. Una historia de la ignorancia (Acantilado, 2024, traducido por Marco Aurelio Galmarini), donde el historiador francés Alain Corbin (Lonlay-l’Abbaye 1936) repasa cómo, a lo largo de los siglos XVIII y XIX, se fueron llenando los blancos todavía presentes en los mapas, tanto en los geográficos como en los científicos.

En cambio, Burke se interesa sobre todo por el papel jugado por la ignorancia consciente. A mi parecer, es aquí donde el libro resulta más interesante, desdibujando el antagonismo entre saber y no saber. Dos ejemplos pueden ayudar a ejemplificarlo. Por un lado, enfrentados a un problema complejo puede ser de utilidad centrarse en una de las partes de este, olvidando el resto. En este caso, la desconocimiento activo sería una estrategia que permitiría el adelanto del conocimiento y, a la larga, superar límites mentales y facilitar la resolución del interrogante global. Se trataría de ir desmadejando enigmas parciales para reducir la complejidad a retos alcanzables.

Por otro lado, identificar lo que es ignoto permite, por contraste, entender mejor lo que es sabido o la dirección hacia la que hay que dirigir esfuerzos. A pesar de parecer una paradoja, saber qué ignoramos, nos orienta. La simple identificación de las fronteras de nuestro conocimiento nos permite plantear las preguntas adecuadas y, por lo tanto, sentar las bases de futuras respuestas. La ignorancia consciente se convierte así en el primer paso hacia el conocimiento.

Tradicionalmente, una de las palancas más reivindicadas para hacer avanzar el saber —y, por lo tanto, para hacer retroceder la ignorancia— ha sido la apuesta por la innovación que, en nuestros tiempos, siempre tiene que ir acompañada del adjetivo tecnológica. No es un fenómeno extraño. Episódicamente, nuestra civilización ha quedado y queda subyugada por determinantes sintagmas, absurdamente convencidos de su fuerza performativa: como si con solo enunciarlos en voz alta y repetidamente, se hicieran presentes. En realidad, su proliferación acaba provocando la pérdida del sentido original y, o bien queda como un caparazón vacío autorreferencial, o bien se convierte en un espacio ideal para la colonización por parte de ideologías de parte. Lo vimos con el cambio de siglo, cuando todo tenía que ser «smart»; y parece que lo padeceremos ahora, cuando todo tendrá que ser «IA».

Innovar sin innovar

Para el catedrático de la UOC Eduard Aibar (Barcelona 1962), algo similar está sucediendo con la innovación tecnológica que habría pasado de herramienta a ideología. Como explica en El culto a la innovación (Ned Ediciones, 2023), esta siempre ha sido estrechamente vinculada a la evolución de la humanidad que ha determinado su invención, usos y vigencia. El problema surge cuando abandona su carácter auxiliar y pasa a ser protagonista.

Esta transformación coincide en el tiempo con el triunfo del neoliberalismo, con la aparición de supuestos gurús —más próximos al fraude y el autobombo que al verdadero conocimiento—, y con la solución de cualquier problema fiándolo todo al último ingenio tecnológico. Cargado de referencias nacionales e internacionales y de una larga experiencia en la historia de la ciencia y la tecnología, sin duda las mejores páginas del libro son las dedicadas al desmontaje inmisericorde —de la mano de la ironía y, incluso, el sarcasmo— del globo de la tecnofilia utópica. Así, Aibar describe cómo, en los últimos años, se ha desatado una (loca) carrera que, de la mano de la obsolescencia programada, de la creencia en el crecimiento infinito y de un capitalismo del beneficio omnipresente, exige una innovación constante: una innovación por la innovación.

Esta sacralización impone una lectura teleológica de la evolución humana. Se descarta así la convivencia con otras tecnologías innecesariamente descartadas, el cuestionamiento de discursos tautológicos, la duda sobre la imposición del factor económico por todas partes, las críticas a la concentración de poder en pocas multinacionales y a la conculcación de derechos históricos ahora erosionados… Como destaca en el prólogo la también profesora de la UOC Marina Garcés, el profesor Aibar nos da herramientas para combatir esta credulidad impuesta y asumida acríticamente por gobiernos y amplios colectivos profesionales.

La denuncia señala tanto la irracionalidad de los discursos oficiales al adoptarla como dogma, como la existencia de unos beneficiarios directos. Así, no estamos ante un efecto inocuo, dado que todo ello impacta negativamente sobre la sociedad misma y crea un argumentario que favorece la concentración de poder en unas pocas manos. Como explicaba recientemente el ensayista Jorge Dioni, «la desigualdad no es un efecto de investigación. Es un efecto buscado».

Invasión de la tecnología

De aquí la necesidad, como nos recuerda el mismo Aibar, de tener presente que «para innovar es muy recomendable ser cuidadoso, estar alerta a los detalles, ser más generoso que egoísta respeto a lo que sabes y no dejarse atrapar por retóricas grandilocuentes». Porque si no, se impone este innovar sin innovar, con efectos ya visibles en ámbitos como la educación o la medicina. Precisamente, el médico Antonio Sitges-Serra, firma habitual de estas páginas, se ha destacado por levantar la voz contra esta invasión de la tecnología.

En su libro Si puede, no vaya al médico (Debate, 2020), cuestionaba abiertamente la deriva economicista, la utopía tecnocientífica y el hedonismo inhumano hacia los que deriva la actual medicina occidental. Sin caer tampoco en el otro extremo, Sitges-Serra reivindicaba la centralidad del humanismo, la aplicación de criterios coste-beneficio, la aceptación de nuestra finitud y una comprensión más holística de la sanidad. De alguna manera, y como pedía Dou siglos atrás, los autores citados nos recuerdan que hay que desconfiar de las ruedas de molino, que ni la tecnología ni el progreso lo pueden resolver todo, y que tan peligrosa es la resignación fatalista como la infantilización utópica.

Portada: Detalle del mural Filosofía que Gustav Klimt realizó en el techo del Gran Salón de la Universidad de Viena: aquí unas figuras humanas sumidas en un trance de ignorancia, y una figura de luz que emerge: el conocimiento. En mayo de 1945 fuerzas de la SS en retirada destruyeron el mural.
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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