Raimundo Cuesta
Fedicaria-Salamanca

En un texto clarividente del sociólogo francés Pierre Bourdieu titulado  ¿Qué hace hablar a un autor?[1], se realizaba un sabio ejercicio interpretativo de cómo leer a Michel Foucault. Distingue Bourdieu entre quien lee a otro como siervo y quien lo hace para valerse de él con miras a sus propios fines. Ahora bien, ¿cómo leernos a nosotros mismos?, ¿cómo verificar una práctica autorreflexiva sobre nuestro propia obra, sobre nuestro quehacer como historiadores?  En 2001, en una lección impartida en el Colegio de Francia, en el seno del sancta sanctorum de la intelectualidad académica francesa, el mismo sociólogo francés afirmaba en el pórtico de su conferencia que “comprender significa comprender primero el campo en el cual y contra el cual uno se ha ido haciendo”[2]. El campo de la historiografía académica, como el de los sociólogos, está sembrado de minas y ambos generan habitus (dispositivos infraconscientes de acción) que convierten a sus miembros, como ya dije en alguna ocasión anterior refiriéndome a los cuerpos docentes, en guardianes de la tradición y esclavos de las rutinas. Pues bien, valga este preámbulo para definirme como una criatura extraña al campo, como una suerte de meteco que deambula extraterritorialmente por sus periferias e intersticios, que entra y sale de él como un molesto huésped o un inoportuno Tersites[3]. Sirva también esta abrupta incursión para, antes de nada, situar mi tarea investigadora en las coordenadas de diversas tradiciones de teoría social crítica que están por encima de las compartimentaciones oficiales del conocimiento y que se ha alimentado de los dos autores ya citados pero también de un feraz abanico de historiadores sociales de la tradición marxista y de otras, y asimismo de algunos pensadores como los pertenecientes  la Escuela de Fráncfort, especialmente de Walter Benjamin. En consecuencia, quede claro desde el principio que entiendo por “crítica” no solo la depuración de fuentes, sino también una impugnación del orden social imperante.

Desde hace mucho tiempo he tenido muy presente  la grave y sabia advertencia que un ilustrado y erudito fraile benedictino gallego formulara en el siglo XVIII:

“Pero lo que sobre todo hace difícil escribir la historia es que para ser historiador es menester mucho más que historiador. Esta, que parece paradoja, es verdaderísima. Quiero decir, que no puede ser perfecto historiador el que no estudió otra facultad que la historia; porque ocurren varios casos en que el conocimiento de  otras facultades descubre la falsedad de algunas relaciones históricas”[4].

Claro que las fuentes de inspiración de mi quehacer culminaron un largo proceso de sedimentación y decantación, y, precisamente por ello mismo, tienen, como todo, su propia historia nada lineal ni nada previsible a priori. En general, me siento muy cercano a la sentencia árabe citada por el gran maestro Marc Bloch (uno de los primeros faros que encauzaron mi educación como historiador) que reza así: “Los hombres se parecen más a su tiempo que a sus padres[5]. La actualización de tan lapidaria y categórica máxima hoy obligaría a añadir en ese parecido a “mujeres” y “madres”, pero en nada variaría mi conformidad con su trasfondo, a saber, la naturaleza social del ser humano, su profunda dimensión como ser histórico porque, apelando una vez más al célebre dictum orteguiano, “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia[6]. Tampoco el historiador o la historiadora son entes suprahistóricos. Las modalidades de ejercicio de la historia, desde que ese saber gana en el siglo XIX los galones de científico y encuentra su nicho en las instituciones académicas, como ocurre en todo “régimen de verdad”, posee su propia historia como encuentro de conocimientos y de poderes.

Consciente de ello, la descripción de mi contribución al conocimiento histórico, por modesta que sea, requiere una cierta incursión en la genealogía de algunas facetas de mi vida profesional y de varios elementos de mi experiencia vital, que me empujaron a transitar por las rutas de Clío. En mi último libro, recuerdo cómo Ortega había tomado de la Ética a Nicómaco de Aristóteles aquello de que “seamos en  nuestra vida como arqueros que tienen un blanco[7]. Por mi parte, prefiero prescindir, a la hora de explicarnos a nosotros mismos o a los demás, de esa fabulosa y aristocrática dialéctica orteguiana entre vocación y destino porque la necesidad y el azar rigen nuestras contingentes existencias tanto como gobiernan o desgobiernan un mundo sin diseño previo ni destino manifiesto. Me asomaré ahora al caso de quien escribe estas líneas.

Imagen: Biblioteca Nacional

Es sabido, hoy más que ayer, que la narración de la experiencia personal a través del uso de la memoria de uno mismo hace brotar un formidable manantial de conocimiento sobre la realidad social y su cambiante devenir. Los giros historiográficos de las últimas cuatro décadas lo confirman al poner la subjetividad y las experiencias vividas en el centro de la pesquisa historiográfica. Su consiguiente plasmación en los oficiantes de los territorios de Clío ha contribuido a erosionar el canon objetivista y el molde explicativo estructural determinista y positivista sobre el que se sustentaba en Occidente la norma académica posterior a la Segunda Guerra Mundial.

Por lo que a mí respecta, cabe subrayar, como primera provisión, que, de una u otra forma, he venido siendo hasta cierto punto un “extraño” respecto al mundo académico universitario y dentro del campo de los historiadores, situación que brota de mi propia circunstancia personal[8]. En mi infancia y primera adolescencia nunca fui un escolar “bueno”, obediente y aplicado. Mis inclinaciones iban por unos derroteros más lúdicos y despreocupados. Cierto que mi gusto por la historia sagrada y por la historia profana, me hicieron brillar tempranamente merced a unas sumarias dotes perceptivas y narrativas. En fin, empecé a tomar en serio los estudios en preuniversitario, que cursé en uno de los institutos públicos de la ciudad de Santander. Allí  tomé conciencia de mi oceánica ignorancia hija de una educación nacionalcatólica al uso en los colegios confesionales de antaño. Y esa nueva subjetividad produjo una mutación: juré amistad a los libros y odio eterno a la dictadura de Franco. Al curso siguiente, 1968-1969, por una concatenación de circunstancias imprevistas, acabé estudiando Filosofía y Letras en Salamanca.

A las orillas del Tormes mi voracidad lectora y mi enojo frente al franquismo fueron creciendo en latitud y longitud. En primer curso de carrera tuve como programa de historia los Textos fundamentales para la historia (Revista de Occidente, 1968) de Miguel Artola y como profesor a Manuel Pérez Ledesma, un discípulo del célebre historiador. Seguramente este magnífico texto junto al manual de Historia económica de España de Jaume Vicens Vives, además de una torrentera de literatura adscrita al materialismo histórico, movieron mi voluntad a proseguir los estudios en la especialidad de historia convencido  de que en las artes de Clío residía el secreto y se hallaba la palanca para entender y cambiar el mundo. Por entonces, se estaba produciendo el fin del antiguo régimen historiográfico y los amenes de la dictadura. El marxismo (sobre todo en versiones tipo Pierre Vilar o Manuel Tuñón de Lara) y la Escuela de los Annales (los Bloch, Febvre, Duby, etc.) se repartían nuestras juveniles preferencias. El modelo de causalidad estructural (de base económica y social) empezaba a ser bandera de muchos de los alevines de historiador e incluso llegaba hasta algunos catedráticos ya asentados (como Marcelo Vigil o José Luis Martín), si bien la historia événementielle persistía. Por aquellos años, de la mano del medievalista José Luis Martín compuse mi primer trabajo de cierto fuste sobre el conflicto de los payeses de remensa catalanes en la Baja Edad Media. Al poco se fue afianzando mi voluntad de consagrarme a la historia contemporánea, deseo que no se consumó a causa de la taimada e inefable actitud de una teresiana que a la sazón ocupaba la cátedra que dejara vacante el profesor Artola. De modo, a la fuerza ahorcan, que me acogí a la protección del Manuel Fernández Álvarez, catedrático de Edad Moderna de corte más bien convencional, que, a pesar  de estar muy lejos de mis ideas, siempre me había prestado todo tipo de apoyos y ánimos. Finalmente, bajo su patrocinio me licencié con una tesis que versaba sobre la demografía de la ciudad de Santander y su evolución económica entre el Catastro marqués de La Ensenada y la guerra de 1808. Entonces estaba muy en boga la demografía histórica y, a juicio de mi mentor, uno de mis méritos residía en haber mostrado empíricamente el coeficiente multiplicador de los hogares tras un agotador y tedioso análisis de los registros parroquiales y los padrones de habitantes de la villa. Al final, el fatigoso éxito de mis pesquisas principiaban a dibujar mi horizonte profesional como el de un prometedor  becario del Departamento de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca, abocado muy probablemente a emprender la historia económica de Cantabria en el tránsito del antiguo régimen al capitalismo. En aquel tiempo, las actuales comunidades autónomas no existían institucionalmente pero buena parte de ellas se iban convirtiendo en objeto de investigación histórica. Se podía conjeturar que, tras los consiguientes ritos de paso, alguna vez llegaría a obtener mando en plaza tras una tesis doctoral que honrara el devenir de mi tierra chica y me otorgara los laureles oficiales de la consagración como historiador regional y, por supuesto, marxista.

(

(Memoria de licenciatura de Raimundo Cuesta. Cortesía de Severiano Delgado)

Pero todo se torció. A instancias de don Manuel había solicitado una beca de investigación, pero tras quince meses de servicio militar, de regreso a Salamanca en 1975 me topé con la posibilidad de trabajar en el Instituto de Bachillerato “masculino” de Salamanca, en el seminario dirigido por Julio Aróstegui. Este, especialista en el estudio del carlismo, era una las jóvenes promesas (ya consolidada) que muchos admirábamos. En una palabra, di un bandazo y de hoz y coz ingresé en la enseñanza secundaria. Gané en independencia lo que perdí en recursos materiales para trillar el camino de Clío, senda aplazada pero no enterrada. Unamuno gustaba llamar “yos ex futuros”, haciendo una hipótesis contrafactual, a lo  que habría sido de él si en 1888 hubiera sacado la cátedra de Psicología, Lógica y Ética del Instituto de Bilbao, una de las cuatro a las que concurrió antes de obtener en 1891 la de Griego en la Universidad de Salamanca. Aunque de manera borgesiana podamos formular la cabriola literaria de especular acerca de si tú eliges el futuro o si este te elige a ti, lo cierto es que mi vida se inclinó hacia la enseñanza de la historia y sólo en ese contexto (al que también contribuyó mi dedicación casi exclusiva durante la Transición a absorbentes compromisos sociopolíticos) se explican los temas de mis obras historiográficas posteriores.

En efecto, desde 1975 y hasta finales de los ochenta, mi trabajo se entrega a la didáctica de la historia desde una posición crítica tanto con la escuela como institución (Carlos Lerena fue en esto mi maestro) como con el conocimiento histórico que se maneja en las aulas. Guiado por un ingenuo entusiasmo sobre el poder de transformación del contenido de la enseñanza de la historia, cofundé el grupo Cronos, que en 1984 obtuvo el Premio Nacional de Innovación Educativa con un trabajo sobre la enseñanza de la historia de España, en el que se contenía una amplísima colección de textos que daban noticia al profesorado de los debates historiográficos sobre el pasado hispano.

Al mismo tiempo que me dedicaba a dar clases y a la formación del profesorado, trabajé sobre la crítica de la enseñanza de la historia, lo que suponía poner el acento en la disección de las reglas visibles e invisibles que sociohistóricamente rigen la presencia de la historia dentro de la cultura escolar. De modo y manera que durante diez años estuve averiguando la sociogénesis de la historia como materia de enseñanza. Fruto de todo ello fue mi tardía tesis de doctorado sobre El código disciplinar de la historia…(1997)[9]. Así que, por otra puerta, regresé al mundo de la historiografía dentro del campo de la historia de la educación, un territorio en que España no era del todo bien visto ni excesivamente valorado por quienes mandan en los dominios de Clío. Al final, los conceptos heurísticos y el método sobre la construcción sociocultural de las disciplinas escolares tuvieron una notable repercusión en España y América Latina. Desde entonces fueron muy abundantes mis comparecencias en cursos de doctorado, conferencias y congresos.

Por supuesto, las fuentes y métodos que nutrieron mis pesquisas históricas en las dos últimas décadas del siglo XX, en mitad de la marea postmoderna, fueron de naturaleza muy distinta a la que inspirara mis primeros pasos como joven practicante de la demografía histórica. Antaño me mostraba fervoroso devoto, como era de esperar, de explicar la evolución social conforme a regularidades estructurales aprehensibles sobre todo cuantitativamente. Pero, una vez abortado mi yo exfuturo, esta concepción de la historia en las postrimerías de siglo XX me fue abandonando. Sufrí el efecto desestabilizador de las turbulencias  de la “historia en migajas”, es decir, de las primeras rupturas de la historia social dominante hasta los años setenta, que deshilachan  y fragmentan su legado en múltiples esquirlas[10].

En fin, viví el estruendo epistemológico ocasionado por el derribo de las columnas del Templo historiográfico, que además se vio acompañado por el pavoroso seísmo político de un cambio de época cuyo hito y símbolo fue la caída del muro de Berlín en 1989. En una palabra, doscientos años después de la Revolución francesa, acontece una metamorfosis del régimen de historicidad que conlleva el triunfo progresivo de una conciencia presentista de las relaciones entre pasado, presente y futuro. A la par, sucede la quiebra de los modelos explicativos de tipo estructural y cientificista, de modo que  emerge un nuevo régimen historiográfico más abierto al presente y no ajeno a la experiencia, el  sufrimiento y la memoria de los sujetos protagonistas y víctimas del pasado[11]. Ese viraje paradigmático en mi caso se verificó a través del estudio de la obra de la Escuela de Fráncfort o de otros pensadores que venían a reclamar una historia no historicista guiada por una razón anamnética, una racionalidad no positivista y orientada por la memoria. Tales planteamientos emergían de la terrible experiencia colectiva de la era de las catástrofes y del Holocausto. Por mi parte, di en emplear sistemáticamente la idea de historia con memoria, un concepto matriz que me ha permitido repensar la manera de hacer historia en los años que actuaron de gozne entre los dos siglos, lo que vino a sintetizarse en el título de una de mis obras: La venganza de la memoria y las paradojas de la historia[12].

Durante estos años de incertidumbres epistemológicas, ideológicas y políticas se va contorneando la caja de herramientas teóricas (ni mucho menos de procedencia exclusivamente historiográfica) con la que abordé la etapa más reciente de mi quehacer como historiador. Tres temas principales ocuparon mis publicaciones entre 1987 y 2018: 1) La historia de las disciplinas escolares y la crítica del conocimiento escolar y de la misma escuela en la era del capitalismo; 2) las relaciones entre historia y memoria tanto en la aprehensión del pasado como en lo que afecta a los deberes de recordar y mostrar el pasado traumático, especialmente el de los momentos matriciales de la historia reciente de España (guerra civil, dictadura y transición democrática); y 3) la explicación del universo de ideas que nos facultan para una crítica de la ambivalente faz de la cultura (civilización y barbarie)[13]. Simultáneamente, en 1995, colaboré activamente en la gestación de Fedicaria, una libérrima federación del profesorado de todos los niveles educativos alentada por un común horizonte de expectativas contrahegemónicas. Tal agrupación de esfuerzos, expresada a través de su revista Con-Ciencia Social, se condensaron en el lema “problematizar el presente y pensar históricamente”.

Fedicaria en tanto que plataforma y tribuna de pensamiento al margen del mundo académico, aunque sin ignorar las aportaciones de este, cobijó en su seno un rico espectro de tesis doctorales y otros proyectos y líneas de investigación muy pertinentes. Siguiendo esta senda, mi faceta de historiador se situó dentro de este marco y, de manera más formal, dentro de la Sociedad Española de Historia de la Educación (SEDHE), donde tuvieron eco mis trabajos sobre el código disciplinar de las materias de enseñanza y sobre la sociogénesis de la formación del campo profesional de los docentes. Incluso dentro de Fedicaria se concibió, con mi coordinación entre 2002 y 2012, el llamado Proyecto Nebraska, cuyos logros han sido dignos de referencia y atención en el seno de la historia de la educación y de la cultura[14].

Si alguien se molesta en hacer prospección de mis trabajos individuales o compartidos apreciará enseguida un equipaje teórico que tiene como un “encofrado” que se enriquece con la obra de Bourdieu y Foucault, pero ni mucho menos en exclusiva. También aletea en mi obra la rica tradición anglosajona de estudios culturales y muy especialmente la del marxismo más o menos heterodoxo de los historiadores británicos especialmente Edward P. Thompson y Eric Hobsbawm,  o Raymond Williams. Eso sin desmerecer la huella de las indagaciones sobre las materias de enseñanza del mundo anglosajón, especialmente las de Ivor Goodson y Thomas Popkewitz, y también muy especialmente la de André Chervel o Dominique Julia entre los historiadores franceses de la cultura escolar. En fin de esta mixtura, que posee algo de bricolage teórico, supongo que puede decirse que emerge en mi obra una suerte de historia sociocultural atravesada por una pulsión crítica respecto al conocimiento escolar disponible y a su forma de distribución dentro de ese invernadero cultural que es la institución escolar.

Capítulo aparte y final merecerían los anhelos intelectuales posteriores a mi vida activa como profesor de Historia. Estos se dedican a mi deseo de desentrañar problemas, siempre en dimensión histórica, de la subjetividad, las creencias[15] o el papel de los intelectuales en la vida social. En fin, he practicado una mirada cada vez más vinculada a la historia del pensamiento que comparece en mi última obra mediante la anatomía del intelectual público español a través de un tríptico muy expresivo aderezado en mi último libro: Unamuno, Azaña y Ortega. Tres luciérnagas en el ruedo ibérico. Allí buceo y cuestiono la trayectoria y el fracaso de tres brillantes arquetipos ante una de las épocas más graves y transcendentales de la historia de España. Ahora bien, ese texto también plasma en su factura la absorción, destilación y aplicación de las corrientes teóricas que han ido permeabilizando y fraguando mi concepción sobre el oficio y método del historiador aquí y ahora[16].

Para acabar debo aludir al principio (y a los principios) de mi escrito, reafirmando las opiniones del padre Feijóo en el siglo XVIII y lo que hoy proclama Peter Burke: “como mejor se escribe la historia es saliendo de los confines de la disciplina, por lo menos de cuando en cuando”[17]. Finalmente, y por añadidura, mi aspiración a practicar una historia con memoria quiere actuar de fármaco a fin de poder afrontar las paradojas cognoscitivas y personales que nos acosan en un mundo cada vez más extravagante, evanescente y escurridizo. Tan difícil de comprender como el aire de los que fueron nuestros mejores sueños.

[1] P. Bourdieu. “¿Qué hace hablar a un autor? A propósito de Michel Foucault”. En Capital cultural, escuela y espacio social. México, Siglo XXI, 2005, pp. 11-20.

[2] P. Bourdieu (2006). Autoanálisis de un sociólogo. Barcelona, Anagrama, 2006, p. 17.

[3] He empleado este heterónimo que evoca al impertinente y molesto personaje de la La Ilíada del mismo nombre. Véase mi libro Las lecciones de Tersites. Semblanza de una vida y de una época (1951-2016). Madrid, Vision Libros, 2017. 

[4]  Fray Benito Feijóo y Montenegro. “Reflexiones sobre la historia”. En Obras escogidas, tomo LVI,  Madrid, Librería de los Sucesores de Hernando, Madrid, 1924, p. 179.

[5] Aforismo citado por Marc Bloch en su Introducción a la historia. México, FCE, 1978, p. 32.

[6] José Ortega y Gasset. Historia como sistema. Madrid, Espasa-Calpe, 1971, p. 55.

[7] Raimundo Cuesta. Unamuno, Azaña y Ortega. Tres luciérnagas en el ruedo ibérico. Madrid, Visión Libros, 2022, p. 337.

[8] Una glosa más detallada sobre esta cuestión, véase en Raimundo Cuesta y Gustavo Hernández. “El autor y su sombra. A propósito de Las lecciones de Tersites”. Historia y Memoria de la Educación, 7 (2018), pp. 683-707.

[9] A partir de la cual existen dos libros: Sociogénesis de una disciplina escolar: la Historia. Barcelona, Pomares-Corredor, 1997; y Clío en la aulas. La enseñanza de la historia en España entre reformas, ilusiones y rutinas. Madrid, Akal, 1998.

[10] Un año después de su publicación en Francia, se tradujo la obra de François Dosse. La historia en migajas. De Annales a la nueva historia. Valencia, Alfons el Magnànim, 1988. En los años ochenta menudean las obras y autores que se alejan de los modelos de causalidad estructural reclamando el valor de lo narrativo, de lo individual, de lo contingente, de los imaginarios mentales, las tradiciones culturales, etc.

[11] Véase, respectivamente, François Hartog. Régimes de historicité. Présentisme et experiencia du temps. Paris, Seuil, 2003; y María Inés Mudrovcic. “Régimen de historicidad y régimen historiográfico. Del pasado histórico al pasado presente.”. Historiografías, 5 (2013), pp. 11-31.

[12] Ese es el título de un libro mío publicado en 2015 en Salamanca. Allí se recoge la accidentada genealogía de las relaciones entre historia y memoria, base, punto nodal y desembocadura de lo que fueron dos décadas de intervenciones pedagógicas e historiográficas sobre este asunto.

[13]  Por lo que se refiere al primer campo, que he dado por ya definitivamente roturado en lo que a mi hace, cabe destacar una mezcla personal de genealogía de raíz Nietzsche-Foucault con la historia de los conceptos proveniente de una lectura crítica, como la de Sandro Chignola, del legado de Reinhart Koselleck. El artículo que clausura ese largo afán, publicado en una estado de la cuestión internacional sobre el tema, lleva por título “Creaciones prodigiosas: disciplinas escolares e historia del curriculum”. Historia de la Educación, 40 (2021), pp. 61-79. En una dimensión más genérica, destaca la importancia que tuvo un libro mío como marco teórico estructurador de una serie de investigaciones concatenadas dentro del Proyecto Nebraska. Me refiero a Felices y escolarizados. Crítica de la escuela en la era del capitalismo. Barcelona, Octaedro, 2005. Mis abundantes colaboraciones en la revista Con-Ciencia Social constituyen una radiografía del decurso de mis ideas en los últimos veinticinco años.

[14] De factura muy informal (su nombre alude a una cafetería madrileña en la que se fundó). Los frutos cosechados en sus diez años de vida están ahí a disposición: un par de tesis doctorales, media docena de libros y un buen número de artículos, firmados individualmente o de manera colectiva por sus componentes (Juan Mainer, Julio Mateos y quien esto escribe).

[15] Raimundo Cuesta. Verdades sospechosas. Religión, historia y capitalismo. Madrid, Vision Libros, 2019.

[16] Muy particularmente desmintiendo lo que Bourdieu llamaba “ilusión biográfica” y demostrando que hay muchas formas de practicar el género, como sugiere François Dosse en La apuesta biográfica. Escribir una vida. Universitat de València, 2007.

[17]  Peter Burke. El polímata. Una historia cultural de Leonardo da Vinci a Susan Sontag. Madrid, Alianza, 2022 (original en inglés de 2020), p. 19.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: fragmento del óleo sobre lienzo Surtidor de Luces (1999), de Sol Cortines, incluido en la portada del libro Unamuno, Azaña y Ortega: Tres luciérnagas en el ruedo ibérico, de Raimundo Castro (Madrid, Visión Libros, 2022)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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