Mariano Schuster
Desde la década de 1970, el historiador Peter Burke ha abordado diversos aspectos de la historia cultural y del conocimiento. Sus últimos libros, dedicados a ignorancia y a polímatas y eruditos, amplían aún más el horizonte reflexivo de esos campos. En esta entrevista, conversa sobre su obra, comenta sus últimos trabajos, evoca distintas relaciones con colegas y repasa sus ideas sobre las diversas formas de hacer y pensar la historia.
Hay ocasiones en las que los historiadores actúan como detectives. Se calzan el traje de Sherlock Holmes y, a través de pistas y huellas, buscan resolver enigmas. Quien dice esto es Peter Burke, un reputado historiador que, desde hace décadas, no solo se destaca por sus trabajos asociados a la historia cultural, sino también por sus minuciosos análisis centrados en la historia del conocimiento… y de la ignorancia. En su reciente libro Ignorance: a global history [Ignorancia. Una historia global], Burke revela los distintos modos en los que los historiadores pueden abordar el estudio de la ignorancia y exhibe, de manera clara y precisa, la forma en la que nuevos conocimientos pueden revelar la ausencia/pérdida de otros. En la misma línea, asociada a la historia del saber, opera su libro El Polímata, en el que realiza un estudio detallado de aquellos hombres y mujeres que han deambulado por distintas disciplinas pretendiendo un conocimiento abarcativo y no ceñido a un campo específico. Trazando una genealogía que va desde Leonardo Da Vinci hasta Susan Sontag, Peter Burke se adentra en el estudio de los polímatas, a la vez que analiza su declive, que asocia a la especialización académica y a la creciente división de los campos del saber.
Reconocido como uno de los grandes renovadores de la historia cultural, Burke, nacido en Londres en 1937, realizó estudios en historia en el St John’s College Oxford y fue uno de los primeros profesores jóvenes en ser nombrado en la Universidad de Sussex, donde dictó clases entre 1962 y 1979, año en el que se trasladó a la Universidad de Cambridge, donde se convirtió en profesor de Historia Cultural. Profesor emérito de la misma casa de estudios desde 2004, Peter Burke es, además, miembro vitalicio del Emmanuel College. Es miembro de la Academia Británica y de la Academia Europea de las Ciencias y las Artes.
En su dilatada trayectoria historiográfica, Burke ha publicado más de 30 libros, que han sido traducidos a 33 idiomas. Entre ellos se destacan El renacimiento italiano. Cultura y sociedad en Italia (1972), Venecia y Amsterdam. Estudio sobre las elites del siglo XVII (1974), La cultura popular en la Europa moderna (1978), La fabricación de Luis XIV (1992), Historia y teoría social (1992), Hablar y callar (1996), Formas de historia cultural (1997), Visto y no visto. El uso de la imagen como documento histórico (2001), Historia social del conocimiento. De Gutenberg a Diderot (2002), ¿Qué es la historia cultural? (2004), Lenguas y comunidades en la Europa moderna (2004), La traducción cultural en la Europa moderna (2010), ¿Qué es la historia del conocimiento? (2017), El Polímata (2018) e Ignorance: a global history (2023).
En esta entrevista, Burke dialoga con Nueva Sociedad sobre sus últimos trabajos, repasa parte de su carrera como historiador, evoca sus relaciones con colegas de diversas disciplinas y plantea claves precisas para comprender el futuro de la historia cultural.
Profesor Burke, usted es muy reconocido no solo por haber desarrollado una serie de análisis sobre la relación entre la historia y la teoría social, sino también por sus estudios sobre el conocimiento y la cultura. Hace pocos meses, sin embargo, publicó un libro sobre lo que usted mismo ha denominado como «la cara opuesta y complementaria» de ese campo intelectual: me refiero a su trabajo sobre la historia de la ignorancia (Ignorance: a global history). Se trata de un campo —el de la historia de la ignorancia— que, pese a que parece tener poco desarrollo, encuentra algunos antecedentes que usted cifra en Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, la obra del Marqués de Condorcet publicada en 1794, y en el libro de David Nasmith Makers of Modern Thought publicado en 1892. ¿Cuáles fueron las razones que supusieron un declive de los estudios sobre la ignorancia y cuáles son los motivos por los que hoy deberían importarnos e interesarnos? ¿Qué estudios y producciones intelectuales están motivando hoy la expansión de ese campo de estudio?
Efectivamente, en los siglos XVIII y XIX, los debates sobre el declive de la ignorancia estaban a la orden del día, ya que formaban parte de la «gran narrativa» del progreso humano. Esto se verifica, por ejemplo, en la obra de Condorcet que usted menciona. Por supuesto, a diferencia de Condorcet y de otros pensadores de la ilustración, los historiadores —y muchas otras personas— ya no vemos el conocimiento y la ignorancia en una relación directa con esa narrativa del progreso. Desde la década de 1950, hemos dejado de creer en la idea de un progreso general e indefinido de la humanidad y hemos sustituido esa fe por la creencia en una situación de pérdidas y ganancias particulares. En definitiva, hoy hablamos de progresos, con minúscula, en lugar de Progreso con mayúscula.
Lo que resulta relativamente novedoso en el siglo XXI es la elección de la ignorancia (o mejor, de las ignorancias específicas) como campo de estudio por parte de sociólogos, antropólogos, filósofos y, más recientemente, historiadores. Por cierto, debo decirle que el hecho de que los historiadores hayamos sido los últimos en integrarnos en este campo de estudios puede resultar extraño, sobre todo teniendo en cuenta que en los siglos XVIII y XIX la derrota de la ignorancia constituía un aspecto central en los libros de historia que abonaban a la idea de progreso. Por ejemplo, en la obra de Condorcet se ponía un particular acento en el papel de los medios escritos en el triunfo sobre la ignorancia. Aun así, como muchos otros intelectuales de la Ilustración, el eje y el énfasis de Condorcet estaba tan puesto en el progreso y, por consiguiente, en el avance del conocimiento, que dijo poco sobre la pérdida del mismo. En su obra no había nada que reflejase la pérdida de aquellos conocimientos que difundían de manera oral y que no tenían registro escrito. Aunque, claro, esto era bastante lógico, sobre todo si tenemos en cuenta que, en el marco de la Ilustración, la cultura oral no era tomada en serio.
Por cierto, la razón fundamental por la que creo que este campo de estudios es importante se vincula con algo muy concreto: el hecho de que los seres humanos precisamos saber lo que no sabemos para evitar desastres individuales y colectivos (algunos de los cuales describo en mi libro). En este sentido, que los historiadores se reintroduzcan en la investigación y el análisis de la ignorancia —aunque ya sin los criterios triunfalistas que imperaban en la época de Condorcet— es verdaderamente auspicioso. Esa reintroducción es visible, por ejemplo, en la publicación de Terra Incognita: Une histoire de l’ignorance1, el reciente trabajo de Alain Corbin, el reconocido historiador francés que ha indagado en la historia del olfato2 y la historia del silencio3, en el que se aborda la cuestión de la ignorancia de la geografía en la Francia de los siglos XVIII y XIX. La publicación de este libro, al igual que el del Routledge International Handbook of Ignorance Studies, evidencia un campo más establecido y en el que los historiadores tienen una mayor presencia que en el pasado reciente.
En su libro, usted define la ignorancia como algo más que como la mera ausencia de conocimiento, y afirma, tomando algunos análisis sociológicos, que, a través de procesos de confusión e incertidumbre, los obstáculos para el conocimiento pueden ser creados. ¿De qué modo pueden producirse las condiciones para la ignorancia? ¿Y por qué está en desacuerdo con la idea de «producción» de ignorancia, utilizada por algunos cientistas sociales, tal como lo manifiesta en su libro? ¿Considera que esa idea puede colocar a unos actores en posiciones activas y a otros como meros sujetos pasivos?
Hay tantos obstáculos para el conocimiento —entre los que podemos destacar las trabas para la comunicación (falta de escuelas, de transporte, de escritura, de imprenta, etc.) y la propia censura— que prefiero hablar de condiciones para el conocimiento que de condiciones para la ignorancia. En este mismo sentido, también prefiero hablar de condiciones para el mantenimiento de la ignorancia antes que para su creación. Fíjese que, durante mucho tiempo, las feministas se han quejado de que los hombres mantenían a las mujeres en la ignorancia al negarles la educación.
Si bien es cierto que hay quienes se refieren a la «producción de la ignorancia», considero que como la ignorancia es esencialmente una ausencia, por definición no puede producirse. Lo que sí se puede producir es duda o confusión, que ha sido bien estudiada por los «agnotólogos». Esto es evidente en el caso de las tabacaleras, de las que se dice que han creado la ignorancia pública sobre los peligros del cáncer de pulmón. En mi opinión, es más pertinente decir que lo que las tabacaleras produjeron fue duda, confusión e incertidumbre. En mi libro hice hincapié en cómo algunas personas no quieren que otras sepan ciertas cosas: el secretismo forma, de hecho, parte de la historia de la ignorancia. La ignorancia es un activo para las dictaduras y un pasivo para las democracias. La «simple» ignorancia puede ser pasiva, ¡pero mucha gente ha mantenido a los demás en la ignorancia de forma activa!
Uno de los aspectos nodales de Ignorance: a global history estriba en la forma en la que usted vincula la ignorancia con interacciones de género y de raza, pero también con relaciones de clase. Usted plantea, de modo bastante explícito, que, en ocasiones, las elites o los sectores de poder pueden ignorar conocimientos que poseen los sectores populares. Uno de sus ejemplos se deriva de la experiencia propia del trabajo, en las cuales los trabajadores conocen más y mejor los procesos de producción que los directores generales de las empresas o los CEOS. ¿En qué sentido y de qué formas las interacciones de clase producen formas de conocimiento y de ignorancia?
Durante siglos, las clases altas no quisieron que los campesinos o la clase trabajadora recibieran educación, ya que temían que el conocimiento los condujera al descontento social y los volviera críticas hacia el gobierno. En Inglaterra, los debates que condujeron a la Ley de Educación de 1870, que decretó la educación universal obligatoria, revelan muy claramente este conflicto de clases.
En la actualidad, la historia de las empresas es bastante diferente. Los estudios de lo que los sociólogos denominan «ignorancia organizacional» muestran que, en las grandes empresas, sobre todo si tienen una jerarquía compleja, no solo es cierto que —como cabría esperar— los directores generales sepan cosas que los trabajadores desconocen (por ejemplo, el lugar que ocupa la empresa en el mercado, sus principales competidores, etc.), sino que también ocurre que los trabajadores saben cosas sobre la producción que los directores generales y la dirección desconocen. En mi libro, he intentado extender este análisis a los gobiernos, ya que la jerarquía inhibe la comunicación ascendente: ¿quién va a decirle al jefe lo que este no quiere (pero necesita) saber? ¿Quién le diría a Stalin que las cosas no han ido según lo planeado?
Frente a la perspectiva triunfalista del progreso indefinido —propia de una cierta consideración de la Ilustración, según la cual existe en la historia un avance inevitable que deriva en una acumulación permanente de conocimientos—, usted argumenta que los nuevos saberes producen nuevas ignorancias y que, si bien como humanidad, conocemos más que en el pasado, individualmente ignoramos más que nuestros predecesores. ¿Por qué se produce este fenómeno? ¿Qué tipo de conocimientos son aquellos que hemos olvidado o que hoy ignoramos y que eran propios de nuestros antepasados?
Efectivamente, a través del tiempo, mientras ganamos saberes y conocimientos, vamos perdiendo otros. Podemos, de hecho, estudiar la destrucción y la pérdida de bibliotecas, como la de Alejandría, o la quema de libros por parte de la Inquisición o por el régimen nazi. En Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento4, de Richard Ovenden, el actual director de la Bodleian Library de la Universidad de Oxford desarrolla y analiza esta cuestión. Pero tenemos también otros ejemplos, como el que concierne a la pérdida gradual del conocimiento de los griegos y romanos antiguos durante la Alta Edad Media. En aquel contexto, no solo disminuyó la alfabetización, sino que también se redujo el número de libros disponibles. Este es, ciertamente, un fenómeno interesante. Fíjese que mientras que Roma y Alejandría se habían caracterizado por poseer enormes bibliotecas en las que se almacenaban los diversos conocimientos de una época, en la Edad Media las bibliotecas más voluminosas, que se encontraban en monasterios, no tenían más que 400 libros.
Un aspecto que siempre debemos tener en cuenta es que el conocimiento de las personas está limitado por el número de horas que pueden dedicar a aprender cosas. Nosotros dormimos tanto como nuestros antepasados y sabemos cosas que ellos no sabían, pero eso no nos deja tiempo suficiente para aprender todo lo que ellos sabían. Una vez intenté comprobarlo comparando dos ediciones de la Enciclopedia Británica, la famosa edición de 1911 y la más reciente. Algunos artículos extensos de la edición de 1911 se redujeron en un 90%, entre ellos los de «Cicerón» y «Martín Lutero», lo que revela la pérdida de interés y conocimiento sobre la tradición clásica y la teología.
Cuando estaba escribiendo mi libro me imaginaba que un historiador tradicional me miraba por encima del hombro y me preguntaba una y otra vez: «¿Cuáles son tus fuentes?». Por supuesto, las fuentes para la historia de una ausencia tienen que ser indirectas. Es cierto que es posible escribir sobre la historia de la idea de ignorancia —incluidos los debates sobre sus posibles ventajas— o indagar en las consecuencias de la ignorancia, en particular su papel en las catástrofes: derrotas en la guerra, hambrunas, inundaciones, plagas o accidentes industriales. Pero considero que el verdadero reto es estudiar lo que no se conocía en diferentes épocas de la historia. El historiador Alain Corbin, a quien mencionaba anteriormente, ha afirmado y argumentado que medir la ignorancia constituye un deber de primer orden para los historiadores. Siguiendo su análisis, considero que conocer y comprender a quienes nos antecedieron implica también medir aquello que no sabían. Esto ayuda a combatir el anacronismo que, como repito muchas veces, constituye un pecado mortal para los historiadores.
Si nos decantamos por un estudio de este tipo, debemos, lógicamente enfrentarnos al problema de las fuentes. Y, en tal sentido, precisamos, tal como le decía, de los métodos indirectos. En mi libro, ejemplifico el uso de algunos de estos métodos a través de un caso del detective Sherlock Holmes —un caso que, por cierto, explica bien por qué los historiadores hemos sido, tan a menudo, comparados con los detectives—. En el caso que menciono, Holmes investigaba el robo de un caballo de carreras. El sagaz detective notó que el perro guardián, que solía ladrar ante la presencia de un intruso, no había ladrado. Esto lo llevó a sacar una conclusión fundamental para el caso: si el perro no había ladrado, entonces el perro conocía al ladrón. Los historiadores podemos actuar como Holmes. De hecho, tenemos la posibilidad de utilizar su método para revelar lo que en mi libro he llamado «ausencias elocuentes».
En este punto, quisiera comentarle que hay diversos métodos indirectos de los que los historiadores podemos valernos para estudiar la ignorancia. Tenemos, por ejemplo, el retrospectivo, que pone en primer plano el declive gradual de la ignorancia en lugar del aumento del conocimiento. Es decir, cada descubrimiento revela lo que no se conocía antes. Pero también contamos con otro método, que puede ser definido como su opuesto complementario. Me refiero al método prospectivo, que pone el acento en el hecho de que los nuevos conocimientos revelan, al mismo tiempo, nuevas ignorancias y, por ende, nuevos campos de estudio e investigación.
Profesor, hablando de métodos y revelaciones hay algo que me interesa particularmente y es que su historia de la ignorancia llega justo después de un trabajo sobre personajes que son todo lo contrario a ignorantes. Me refiero a El Polímata, su estudio sobre las y los eruditos que, como dice el propio título, se extiende desde Leonardo Da Vinci hasta Susan Sontag. En su libro hay una lista de 500 polímatas, entre los que podemos encontrar al escritor francés François Rabelais, al pastor protestante Philip Melanchthon, a la escritora argentina Victoria Ocampo y a Marie de Gournay. ¿Bajo qué criterios se hace posible definir a determinadas personas con la cualidad de polímatas y cómo se lidia con el hecho de que esos criterios sean, lógicamente, cambiantes en el tiempo?
Debo admitir que cuando llevo mucho tiempo trabajando en un problema, me gusta darle la vuelta para ver las cosas desde una nueva perspectiva. Llevo décadas trabajando en la historia del conocimiento (o de los conocimientos), y siempre he ido cambiando de ángulo: un libro sobre el papel distintivo de los exiliados en la historia del conocimiento, luego los polímatas, ahora la ignorancia. Para mi trabajo utilicé la definición tradicional de polímata, entendiendo por ella a un individuo que domina muchas disciplinas (en otras palabras, conocimiento académico —hay, por supuesto, otros tipos de personas polifacéticas en la música, el deporte—).
Creo que tiene toda la razón en cuanto a la necesidad de historizar los criterios. En los dos últimos siglos en particular, los seres humanos han adquirido una enorme cantidad de nuevos conocimientos, pagando el precio de la especialización. Y si bien cabía esperar la desaparición de los polímatas —que, de hecho, hoy son una especie en peligro de extinción—, lo cierto es que, sorprendentemente, han sobrevivido. Aun así, han sobrevivido de un modo en el que ya no pueden dominar la totalidad, ni siquiera la mayor parte del saber académico. Es por ello que, para el estudio de los últimos dos siglos, rebajé mis exigencias y adopté el criterio de que el dominio de tres disciplinas era suficiente para aspirar al título de polímata.
Cuando uno observa las mujeres polímatas de los siglos XVI y XVII se percata de que buena parte de las pertenecían a estratos altos (como Anna Maria van Schurman) o a la nobleza (es el caso de Margaret Cavendish, que era duquesa, e incluso a Christina, reina de Suecia entre 1632 y 1689) o vivían una vida religiosa, como Sor Juana Inés de la Cruz. ¿Cómo operaba, en este sentido, el rol social que se asignaba a las mujeres (en tanto se las solía confinar al trabajo doméstico y de cuidado)? ¿Cuáles eran los problemas típicos de estas sociedades para que las mujeres pudieran desarrollarse como polímatas?
Es completamente cierto que, al menos hasta el siglo XIX, la mayoría de las mujeres no tuvieron la oportunidad de desarrollarse como polímatas. Por supuesto, las aristócratas y las monjas constituyeron la gran excepción. Las razones que obstaculizaban el desarrollo de las mujeres como polímatas eran diversas, pero claramente podemos destacar la carencia de oportunidades de educación y de tiempo libre para enseñarse a sí mismas. Las mujeres no tenían demasiados espacios educativos a los que pudieran acceder ni para estudiar ni para investigar. Otra de las razones que nos permite comprender por qué el número de mujeres polímatas era mucho más reducido que el de los varones, se vincula directamente a estos últimos, en tanto eran ellos quienes tenían la expectativa de que las mujeres se quedaran en su casa. En tal sentido, no es una coincidencia el hecho de que las mujeres polímatas fueran, en su gran mayoría, de la nobleza o tuvieran posiciones económicas acomodadas, como usted manifiesta en los ejemplos de Cavendish o de la reina Cristina, a los que se podría sumar el de la marquesa Émilie du Châtelet —quien escribió sobre el fuego, la energía cinética, las ideas de Newton y Leibinz, además de un tratado sobre la felicidad y otro de exégesis bíblica—. Eran esas mujeres las que tenían la posibilidad que las otras no tenían: la de concentrarse en la actividad intelectual. Hoy, la disparidad entre varones y mujeres en esta materia ha cambiado mucho. De hecho, el reducido número actual de polímatas incluye una elevada proporción de mujeres, que no parecen aceptar los límites de la especialización con la misma facilidad que los varones.
Profesor, algunos de los personajes que usted retrata en su libro son ciertamente fascinantes. Pienso en Mary Somerville o en Jared Diamond. ¿Podría contarnos algo de sus historias y por qué expresan muy bien las características de los polímatas?
Por supuesto. El caso de Mary Somerville, que nació en Escocia en 1780, es interesante por muchos motivos. En principio, en tanto a las mujeres de su generación no les estaba permitido acceder a la educación superior, Somerville nunca fue a la universidad, aunque hoy un colegio de Oxford lleva su nombre. Fue a un internado escocés para señoritas, pero después se convirtió en una autodidacta que encontraba tiempo para estudiar entre sus obligaciones como esposa y madre. Luego de traducir por encargo el Traité de mécanique céleste [Tratado de Mecánica Celeste] de Laplace, escribió On the Connection of the Physical Sciences [Sobre la conexión de las ciencias físicas] (1834), para desarrollar luego un texto sobre geografía física que fue elogiado por Alexander von Humboldt. Hay, sin dudas, muchos aspectos reveladores en la historia de Somerville. Es revelador que nunca tuviera un estudio, sino que realizara su trabajo intelectual en el salón de su casa ¡por suerte, tenía buena concentración!. Diversos testimonios de la época muestran que Mary Somerville llegaba a tener tal nivel de concentración que no escuchaba las conversaciones que tenían lugar en la misma sala en la que ella estaba trabajando. Las personas podían incluso tocar el piano, que ella simplemente no lo oía: se concentraba absolutamente en un problema matemático o en algún aspecto de la física. Además, Somerville dominaba varias ciencias y sus libros eran síntesis de alto nivel más que el resultado de una investigación original (que, en aquella época, en las ciencias naturales, requería el apoyo de una institución).
El caso de Jared Diamond es, por supuesto, diferente. Diamond pertenece a una especie particular de polímata a la que yo he denominado el «polímata serial» (por analogía con la «poligamia serial»). Nació en 1937, se formó como fisiólogo y llegó a ser profesor de dicha materia en la Universidad de California (UCLA). Sin embargo, se interesó por la ornitología y visitó Papúa Nueva Guinea, en principio para observar aves. Una vez allí, quedó fascinado por las numerosas lenguas de la región. Fue allí donde un anciano le hizo una pregunta que subyace en gran parte de su trabajo posterior: «¿Por qué nosotros (los papúes) somos tan pobres mientras ustedes (los estadounidenses) son tan ricos?». Responder a esa pregunta llevó a Diamond a la geografía, la historia comparada y su famoso libro Armas, gérmenes y acero5. Su universidad -inesperadamente- fue comprensiva con su cambio de intereses, y lo mantuvo como profesor y simplemente trasladándolo a lo largo del campus al Departamento de Geografía.
Si colocamos su trabajo sobre los polímatas en perspectiva con otros texto de su autoría, como su Historia Social del Conocimiento6, podemos inferir que, al menos parcialmente, una de las razones del declive de los polímatas puede deberse a la especialización y la profesionalización de las distintas áreas del saber. ¿En qué medida esto es así y cuánto de ese proceso de especialización lleva a los profesionales de distintos saberes a tener posibles suspicacias o percepciones negativas respecto a aquellos que parecen querer «saberlo todo»?
Creo que la especialización es la principal razón del declive de los polímatas y, de hecho, lo que me atrajo del tema fue lo que considero su heroica resistencia a la especialización, una acción de retaguardia contra lo que parece ser una tendencia inevitable. Y sí, usted tiene mucha razón: hay numerosos especialistas que no consideran a los polímatas como verdaderos eruditos y los sindican como «superficiales» (algunos de ellos efectivamente lo son, al menos en determinadas áreas del conocimiento, ¡pero no todos!). Yo creo, en este sentido, que lo que hace falta no es el conflicto, sino la cooperación entre especialistas y «generalistas» (palabra con la que el polímata Lewis Mumford designaba su actividad principal).
En este sentido, creo que es importante decir que lo que antes llamábamos la «división del trabajo intelectual» se ha acelerado tanto como la propia división del trabajo en términos generales. Este proceso impactó, desde el siglo XIX, sobre los espacios universitarios Las universidades empezaron a dividirse en más y más facultades o departamentos y esto implicó que los estudiantes recibieran una educación especializada más que una educación general, que era lo que sucedía en las universidades hasta el siglo XVIII. Sin embargo, se produce una paradoja. Una época de excesiva especialización requiere de polímatas. Son absolutamente necesarios porque ellos pueden ver el cuadro general, pero es cada vez más difícil encontrarlos y una de las razones fundamentales para este proceso es que están perdiendo su «nicho social». Los polímatas, hoy, nadan contra la marea.
Ciertamente, yo no argumento contra la especialización, sino contra la hiperespecialización, que puede producir una cierta miopía intelectual. Afortunadamente, creo que hay remedios para esta situación. Uno de ellos es el desarrollo de centros de estudios avanzados que ofrezcan a los diversos investigadores la posibilidad de pasar un año sin clases, hecho que, como ya ha sido demostrado, les aporta tiempo para pensar, reflexionar y escribir, pero también para conectarse con investigadores de otras disciplinas. Este es, por ejemplo, el caso del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. La segunda solución posible es la formación de equipos interdisciplinarios que se focalicen y trabajen en un asunto o problema específico durante un determinado período de tiempo. Esto permite que todos los investigadores observen el mismo problema, pero que cada uno lo haga desde su ángulo o desde su campo de estudios, conectándolo con el del otro. Esos equipos interdisciplinarios podrían funcionar como una suerte de «polímata colectivo», lo que constituiría una posibilidad interesante, sobre todo si, como lamentablemente me temo, los polímatas individuales entran en un período de mayor declive hasta llegar a una posible desaparición. El último remedio consiste en el desarrollo de una reforma de la educación superior. He participado en algunos proyectos de este tipo, sobre todo en la Universidad de Sussex, por lo que soy consciente tanto de las dificultades que pueden acarrear como de las resistencias que pueden presentarse a ellas. Ciertamente, considero que una buena reforma habilitaría a los estudiantes a acceder a conocimientos y saberes especializados sobre determinadas materias, pero combinándolos con perspectivas más generales del conocimiento. Afortunadamente, ya existen universidades embarcadas en este tipo de proyectos, aunque aún no está claro si de ellas se desprenderá una nueva generación de polímatas. Debo decir que, incluso si no se produjera esa nueva generación de polímatas, estas reformas tendrían una enorme importancia, en la medida que permiten ampliar horizontes. Así que espero que cada vez más universidades de distintos países se embarquen en proyectos de este tipo.
Afortunadamente la universidad no era el único espacio del que emergían los polímatas. En su libro expresa que también se desarrollaban en las bibliotecas (como en el caso de Leibniz o de Samuel Johnson) y en las revistas culturales (en las cuales se han destacado polímatas, también mencionados por usted, como Perry Anderson o Timothy Garton Ash). ¿Qué pasó con esos espacios? ¿Han vivido también procesos de profesionalización que hacen más difícil el nacimiento de personajes de ese tipo?
Así es. Por desgracia, ser bibliotecario ya no es una opción para los polímatas. En nuestro mundo especializado, un bibliotecario tiene que haber estudiado bibliotecología, que implica gestionar libros en lugar de leerlos, como hacían Leibniz y algunos otros polímatas. La buena noticia es que ciertas revistas todavía ofrecen un espacio para el tipo de polímata que se expresaba bien en la figura de Susan Sontag o, como usted dice, para personas como Perry Anderson (aunque para ganarse la vida necesitaba un trabajo académico con un sueldo, además de los honorarios por sus artículos). Pero, ciertamente, me preocupa la desaparición de nichos para los polímatas en el futuro.
Me gustaría preguntarle por algunas facetas de su carrera como historiador. Alguna vez, en un magnífico diálogo con el antropólogo Alan Macfarlane, le escuché decir que a los siete años le comentó a su madre que quería ser profesor de historia. ¡Esa sí que parece una edad temprana! Luego, usted efectivamente estudió historia, y lo hizo en Oxford, donde tuvo como tutor de pregrado a Keith Thomas y a Hugh Trevor Roper como supervisor de su investigación. Y, finalmente, a inicios de los sesenta, comenzó su carrera docente en Sussex. ¿Cómo ve hoy, a la distancia, aquel proceso formativo?
Déjeme decirle que yo era niño durante la Segunda Guerra Mundial y, como a otros niños, me gustaba jugar con soldaditos de juguete: ingleses contra alemanes. Claro que después de 1945 eso ya no tenía sentido. Pero entonces alguien me regaló un libro para adultos titulado The Fifteen Decisive Battles of the World [Las 15 batallas decisivas del mundo]. El texto era demasiado difícil para mí entonces, pero los planos de las batallas me ayudaron a organizar mis tropas en recreaciones de Agincourt, Waterloo y otras. ¡Y eso me convirtió, siendo todavía pequeño, en un entusiasta de la historia militar! Y probablemente, al final, eso demuestre que existía un interés desde pequeño.
Efectivamente, a la hora de definir mis estudios, me decanté por historia en la Universidad de Oxford. Ciertamente, era un lugar maravilloso para estudiar historia en los años 50 y 60 (y creo que sigue siéndolo), con clases presenciales (una hora a la semana con el «tutor», que podía ser un historiador famoso). Keith Thomas, que fue el mío, estaba comenzando su carrera (es 5 años mayor que yo). En cuanto a Hugh Trevor-Roper, que fue supervisor de mi investigación, debo decir que era bastante distante. Me daba una conferencia a solas en lugar de entablar un debate, pero aprendí a entregarle borradores de capítulos con amplios márgenes que él rellenaba con sugerencias a lápiz. De Trevor Roper aprendí a situar mi investigación en un contexto más amplio, mientras que de Keith (que había absorbido los criterios de su tutor, Christopher Hill) y de Lawrence Stone, aprendí que toda historia tiene un aspecto social, ya sea político, económico o cultural.
Lo cierto es que el sistema de Oxford me proporcionó una educación maravillosa en historia, pero solo en historia. Como yo sentía curiosidad por otras materias, asistía a conferencias y seminarios sobre filosofía, literatura, economía, sociología. Un día, Asa Briggs vino a Oxford a hablar de historia y sociología y comentó que en Sussex se estaba creando una nueva universidad que ofrecería a los estudiantes una educación interdisciplinaria. Poco después se anunciaron puestos de trabajo y yo me presenté, conseguí el trabajo y abandoné mi investigación (me dijeron que no me molestara en hacer un doctorado, que era mejor publicar artículos y libros). Impartí algunos cursos en seminarios junto a colegas de literatura inglesa y francesa. Me ofrecí como voluntario para enseñar algo de historia del arte y sociología y aprendí enseñando. Fundé un curso de máster en historia de las ideas que dio lugar a la formación del Grupo de Historia Intelectual, en el que participaba John Burrow: celebrábamos seminarios sobre métodos históricos, algo bastante inusual en Gran Bretaña en la década de 1960.
En esa década, la de 1960, usted no solo ingresó en Sussex: también comenzó a participar en el History Worskhop, el proyecto de Raphael Samuel que luego dio lugar a la revista History Workshop Journal. En buena medida, Samuel se inscribía en aquello que se llamaba «nueva izquierda», pero entroncaba también con la tradición marxista precedente: la de los historiadores del Partido Comunista que, tras su salida del partido en 1956, habían desarrollado la el modelo de la «historia desde abajo». ¿Qué supuso para usted la experiencia en History Workshop y la relación con Samuel?
Conocí a Raphael en 1964, poco antes de que fundara History Workshop. Congeniamos inmediatamente y fue como el hermano mayor que nunca tuve. Siempre estaba animándome a hacer cosas y, por supuesto, quería que yo estuviera cada vez más comprometido con la izquierda. En algunos aspectos éramos parecidos, pero en otros éramos realmente muy diferentes. Ralph era mucho más político que yo y llevaba a sus alumnos de Ruskin a las protestas. Recuerdo que una vez los detuvieron a todos y Ralph se sentó en el suelo de la celda, con sus alumnos a su alrededor, y así comenzó un seminario improvisado en la prisión. Tenga en cuenta que, a principios de los 70, los seminarios de Raphael organizados a través de History Workshop en el Ruskin College llegaron a ser definidos por un periodista de The Guardian como un «pequeño festival pop».
Por cierto, Raphael también era mucho menos organizado, como pronto se daría cuenta un visitante a su casa de Spitalfields (que había sido la antigua vivienda de un tejedor de alrededor del año 1700). Había libros y papeles tirados por el suelo. Recuerdo que, cuando daba conferencias, Raphael llevaba un grueso fajo de papeles, suficiente para un discurso de Fidel Castro. No lo leía, hablaba elocuentemente hasta que necesitaba una cita y entonces el público esperaba mientras él buscaba -gran suspenso, entonces la encontraba. ¿Espontaneidad o actuación? No estoy realmente seguro.
Cuando entré en contacto con History Workshop yo ya estaba, de todos modos, interesado en la historia social. De hecho, como presidente de una sociedad histórica estudiantil, había invitado a Eric Hobsbawm a dar una conferencia. Y ese fue el comienzo de una amistad con Eric que duró medio siglo. Pero ciertamente History Workshop estimuló mi interés por la cultura popular.
Resulta interesante la importancia que se le dio a asuntos asociados a la historia de la religión en grupos como History Workshop, un espacio ubicado nítidamente en la izquierda. Esto era muy visible en los aportes de Stephen Yeo, en los trabajos de John Walsh sobre el metodismo y en los análisis de Stedman Jones sobre el socialismo utópico. Alguna vez usted comentó que, en el marco del History Workshop, dictó un curso sobre el jansenismo. Además, escribió una serie de textos (The bishop’s questions and the people’s religion, Insult and blasphemy in early modern Italy y How to be a Counter-Reformation saint) en los que el tema era muy visible. ¿En qué medida los estudios sobre la religión se vinculaban al análisis de la cultura popular? ¿Había en su interés alguna influencia asociada a su familia (compuesta por un padre católico y una madre judía) y a su educación en un colegio jesuita?
En realidad, de lo que hablé fue de Pascal en un seminario sobre la experiencia religiosa celebrado en Oxford en 1964, en el que también participaron Raphael y Gareth. En cuanto a mi artículo sobre la «religión del pueblo», quisiera comentarle que era, originalmente, una contribución a la historia de los cuestionarios, pero Carlo Ginzburg, a quien conocí en los años setenta, me pidió que lo enviara a Quaderni Storici, que era todavía una revista nueva.
Efectivamente, tal como usted dice, tener un padre católico (que convirtió a mi madre) y una educación jesuita en el St Ignatius’s College me llevó a interesarme por la Contrarreforma (que en cierto modo viví, ya que dejé la escuela antes del Concilio Vaticano II). Mi trabajo sobre los santos fue una respuesta a ello. Lo presenté como ponencia no sólo en una conferencia académica, sino también en un colegio de Cambridge, donde algunos oyentes se escandalizaron por mi observación de que los papas venecianos hacían santos venecianos, mientras que los papas florentinos hacían santos florentinos. ¡Una semana después, Juan Pablo II canonizó a un polaco!
En 1972 usted publicó un libro que marcó a fuego a la historia cultural. Me refiero, claro, a The Italian Renaissance: Culture and Society in Italy [El Renacimiento italiano: Cultura y sociedad en Italia]7. Ese trabajo, a la vez que continuaba la tradición clásica inaugurada por Jacob Burkhardt, parecía homenajear al mismo tiempo la renovación teórica a partir de aportes como los de Raymond Williams, quien había publicado Cultura y Sociedad en 1968. Luego, escribió su estudio sobre las elites del siglo XVII centrado en Venecia y Amsterdam, y en 1978 publicó La cultura popular en la Europa Moderna8. ¿En qué medida el estudio de las élites se conectó con su posterior análisis de la cultura popular y en qué términos ha pensado y piensa la relación entre cultura popular y cultura de élites?
Efectivamente, mi libro sobre el Renacimiento se titulaba «Cultura y sociedad» en homenaje explícito a Raymond Williams y se inspiraba en parte en historiadores marxistas del arte como Frederick Antal, así como en Burckhardt. Y, al igual que lo había hecho Burckhardt, se asentaba sobre fuentes impresas. En buena medida, considero que cada uno de mis libros supone una respuesta a lo que se había omitido en el anterior. Fue por eso que, después de publicar El Renacimiento italiano, que, como le decía, estaba basado en fuentes impresas, pensé que para el siguiente podía trabajar con archivos. En ese momento estaba dictando un curso de historia comparada llamado «Aristocracias y elites», por lo que se me ocurrió hacer un estudio comparativo de dos patriciados del siglo XVII, eligiendo Venecia y Ámsterdam.
Mientras trabajaba en la historia social del Renacimiento, la pregunta obvia era quién participaba en el movimiento o, al menos, era consciente de él. Pensé que como mucho debía de ser el 10% de la población y empecé a preguntarme cuál era la cultura del 90%. Eso me llevó a estudiar la cultura popular. Pronto me di cuenta de que Italia no era el marco adecuado: o era demasiado amplio (dada la importancia de las culturas regionales) o demasiado estrecho (ya que los cuentos populares, por ejemplo, emigraron por toda Europa). Elegí la opción europea, «de Galway a los Urales», recordando que la familia de mi padre era de Galway y que la madre de mi madre procedía de Polonia (en una época en que aún formaba parte del Imperio Ruso).
Justamente en ese libro, La Cultura Popular en la Europa Moderna, resulta bastante clara su vocación por desarrollar, al mismo tiempo, una historia total —en el sentido marcado por Braudel— y, al mismo tiempo, de dar cuenta de una serie de realidades locales y particulares, que podrían entroncar con algo de lo que luego fue la «microhistoria» impulsada por Carlo Ginzburg –para quien usted realizó una introducción de la edición en inglés del libro sobre Piero della Francesca—. ¿En qué medida usted se siente influido por esas dos tradiciones y cómo valora hoy los aportes desarrollados por la microhistoria?
Yo veo a la macrohistoria y la microhistoria como opuestos complementarios. A mí me atrae la «visión de conjunto», pero he aprendido mucho de las primeras microhistorias desarrolladas por Carlo Ginzburg, Giovanni Levi, Hans Medick y Emmanuel Le Roy Ladurie, entre otros. Creo que las microhistorias posteriores han estado sujetas a la ley de los rendimientos intelectuales decrecientes y que algunas de ellas no hacen más que contar historias encontradas en los archivos, mientras que las primeras, en particular, se ocupaban en parte de la importante cuestión del efecto sobre las interpretaciones de la historia de un cambio de escala (en este sentido recomiendo la lectura del libro Juego de escalas, editado por Jacques Reveil9).
A propósito de Carlo, me gustaría contarle una anécdota. En 1980, Mondadori publicó una traducción de mi Cultura popular y le pidió a Carlo que escribiera una introducción. Lo hizo en forma de reseña crítica, pero me envió el manuscrito por adelantado y me preguntó si tenía alguna objeción; no la tuve. Pero luego me pidieron que presentara su libro sobre Piero, del que yo tenía algunas críticas, así que le envié mi texto por adelantado y le tocó a él decir «ninguna objeción».
Profesor, dado que estamos conversado sobre su forma de concebir la historia, no quisiera dejar de preguntarle por un libro muy particular en el que usted expresa su vocación interdisciplinaria. Me refiero a Sociología e historia, publicado luego en una versión corregida y aumentada como Historia y teoría social10. En más de una oportunidad usted ha comentado que ese trabajo, surgido a partir de una recomendación del sociólogo Tom Bottomore, fue fundamental, en tanto el hilo que conectaba toda su obra era el de ser un intermediario entre sociólogos y antropólogos por un lado e historiadores por otro. ¿Cómo ve hoy la relación entre esos profesionales que, como usted ha dicho, no siempre se han comportado como buenos vecinos? ¿Cree que se ha llegado a comprender que ha habido historiadores –incluso aquellos que criticaban fuertemente el teoricismo, como E.P. Thompson– que eran a la vez desarrolladores de conceptos teóricos (en su caso el de «economía moral») y que diversos sociólogos y antropólogos han recurrido y recurren a la historia para desarrollar sus conceptos teóricas?
En general, los historiadores toman prestados conceptos de la sociología y la antropología sin darles nada a cambio. Solo conozco dos grandes excepciones a esta regla, ambas obra de marxistas ingleses: el de «economía moral» de Thompson, que usted menciona, y el de la «invención de la tradición» de Eric Hobsbawm. Pero los historiadores pueden hacer otra contribución a las ciencias sociales, ya que la mayoría de sus generalizaciones se basan en el estudio de las sociedades modernas. Resulta esclarecedor ponerlas a prueba viendo si también se ajustan a sociedades anteriores. Una vez más, los sociólogos están interesados en el cambio social, pero a un plazo relativamente corto, a pesar de la sugerencia de Braudel en 1958 de que también pueden aprender de las tendencias a largo plazo.
Por supuesto, algunos sociólogos como Michael Mann y antropólogos como Anton Blok se toman la historia en serio, pero creo que son una minoría. En Estados Unidos, la sociología histórica se ha convertido en un campo especial, como la sociología del deporte. Creo que Norbert Elias tenía razón al criticar a sus colegas por lo que él llamaba un «repliegue sobre el presente» y decirles que tenían que incorporar la historia a todo lo que hacían.
Por cierto, tal como usted dice, mi libro le debe mucho a Tom Bottomore. Y en este sentido me gustaría comentarle algo relativo a él. En aquel momento, yo tenía más relación con otro sociólogo de la Universidad de Sussex: el rumano Zevedei Barbu, quien era un gran amigo mío. El caso es que, en ese entonces, Tom estaba muy interesado en la historia, sobre todo a partir de la inspiración que le había producido La sociedad feudal de Marc Bloch. Recuerdo que Tom estaba editando una serie de libros sobre aspectos de la sociología y quería uno sobre las relaciones con la historia. Creo que quería una especie de «historia para sociólogos», pero lo que consiguió de mi parte fue una «sociología para historiadores».
Hablamos de la relación entre historia y sociología y evocamos a Bottomore. Permítame evocar ahora una idea de Roger Chartier que usted recupera en su artículo La historia cultural y sus vecinos, publicado hace ya más de una década. Me refiero a la idea de que hemos pasado de una «historia social de la cultura a una historia cultural de lo social». ¿Ha pasado ya ese momento? ¿Dónde está hoy y hacia dónde podría dirigirse la historia cultural?
La historia cultural tiene una trayectoria y, en este sentido, podemos decir que comenzó como una historia de la «alta cultura». En sus comienzos, la pretensión de la historia cultural era la de conectar la historia de la música, de la literatura, del arte —es decir, de las distintas disciplinas específicas y particulares— con la historia general. Sin embargo, con el desarrollo de la historia social, el enfoque se modificó. Desde mediados del siglo XX, este proceso de desarrollo de la historia social condujo a la idea de que, así como había sido posible escribir la historia de la alta cultura, también se abría la posibilidad de hacer lo mismo con la cultura popular. Pero el proceso no se detuvo ahí. En la década de 1980 se abonó una nueva perspectiva, según la cual podemos escribir y producir historia cultural en términos antropológicos. Esto, por supuesto, implicaba que podía hacerse historia cultural exhibiendo los valores específicos de una determinada cultura y la forma en la que estos valores se expresaban o se materializaban en cierto tipo de prácticas. Suelo decir que he desarrollado casi cronológicamente esas perspectivas en mi propio trabajo. Mis comienzos tuvieron más que ver con la perspectiva del aspecto social de la cultura, en tanto en la década de 1960, la historia social era dominante —y ciertamente apasionante— en Gran Bretaña. Pero si observamos esto en perspectiva, vemos que en Francia la situación era diferente. Allí nadie hablaba de «cultura», sino de «civilización». Recién en la década de 1980, y en buena medida a instancias del propio Chartier, a quien usted se refiere en la pregunta, los historiadores franceses incorporaron la palabra «cultura» y comenzaron a sostener que hacían historia cultural.
Ahora bien, creo que la transición de la «historia social de la cultura» a la «historia cultural de lo social» nunca estuvo del todo completa. Como ocurre tan a menudo en la historia de la cultura, la vieja idea ha sobrevivido junto a la nueva. Necesitamos ambas. Hoy en día, la empresa de la historia cultural es mayor que antes, en parte como un paraguas levantado sobre una serie de enfoques diferentes. En el futuro, sospecho que se reducirá. Los debates del presente suelen inspirar a los historiadores para mirar al pasado de nuevas maneras. La historia medioambiental está creciendo y creo que sustituirá a la historia cultural como centro (o paraguas) de nuevos enfoques.
Permítame hacerle una última pregunta que, como verá, es muy mala, en tanto se responde por sí o por no (y lo primero que uno aprende es que ese es un error básico a la hora de entrevistar). En su conferencia Historia popular e historia total, publicada por Raphael Samuel en el libro Historia popular y teoría socialista11, usted expresó una idea que, creo, sigue siendo de enorme importancia a la hora de pensar la relación entre el oficio y las posiciones políticas. En ese texto usted decía: «Aunque me considero socialista e historiador no soy un historiador socialista. Creo que utilizar la historia como arma en la lucha política es contraproducente. Uno llega a creerse su propia propaganda, a dramatizar excesivamente el pasado y de ahí a olvidarse de la complejidad real de los problemas en cualquier momento». ¿Podría ser ese considerado, de alguna manera, como uno de sus lemas a la hora de hacer historia?
Sí, ¡ese puede ser considerado como uno de mis lemas a la hora de hacer historia! Pero puedo decirle algo más sobre eso. Lo que quería afirmar en aquella conferencia es algo que ahora expresaría como una llamada a la historia «polifónica» en el sentido que da Bajtin al término, recuperando las muy diferentes voces de la gente en el pasado, hombres y mujeres, viejos y jóvenes, poderosos e impotentes. Sea cual sea nuestra posición política, tenemos el deber de recuperar esas voces.
El antiguo ideal era el de la imparcialidad. Recuerdo que cuando leí el libro de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil española12 me sentí insatisfecho: pensé que, en cierto modo, el autor era demasiado imparcial, escribiendo desde arriba de la lucha y no permitiendo a los lectores escuchar las voces en conflicto: las voces de los fascistas, de los monárquicos, de los comunistas, de los anarquistas. Esas voces son importantes. ¿Cómo no van a serlo si son ellas las que nos permiten entender el atractivo que tenían en aquel momento las ideas de cada grupo?
Notas
- Terra Incognita: Une histoire de l’ignorance, Albin Michel, París, 2020.
- El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 1987.
- Historia del silencio. Del Renacimiento hasta nuestros días, Acantilado, Barcelona, 2019.
- Quemar libros. Una historia de la destrucción deliberada del conocimiento, Crítica, Barcelona, 2021.
- Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años, Debate, Madrid, 1998.
- Historia social del conocimiento: De Gutenberg a Diderot, Paidós Ibérica, Barcelona, 2002; Historia social del conocimiento. De la enciclopedia a Wikipedia (II), Paidós, Barcelona, 2012.
- El renacimiento italiano. Cultura y sociedad en Italia, Alianza, Madrid, 1993.
- La cultura popular en la Europa Moderna, Alianza Universidad, Madrid, 1991.
- Juego de escalas. Experiencias de microanálisis, UNSAM Edita, Buenos Aires, 2015.
- Historia y teoría social, Amorrortu, Buenos Aires, 2007.
- Historia popular y teoría socialista, Crítica, Barcelona, 1984.
- La guerra civil española, Ruedo Ibérico, París, 1962.
Fuente: Nueva Sociedad julio de 2023
Portada: montaje con el retrato de algunos de los autores estudiados por Burke en su obra El polímata (imagen: Eva C. Sancho/El Mundo)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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