«Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida.»

March Bloch

 

Asimismo, esta solidaridad de las edades tiene tal fuerza que los lazos de inteligibilidad entre ellas tienen verdaderamente doble sentido. La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado. Pero no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente. En otro lugar he recordado esta anécdota: en cierta ocasión acompañaba yo en Estocolmo a Henri Pirenne. Apenas habíamos llegado cuando me preguntó: «¿Qué vamos a ver primero? Parece que hay un ayuntamiento completamente nuevo. Comencemos por verlo.» Y después añadió, como si quisiera evitar mi asombro: «Si yo fuera un anticuario sólo me gustaría ver las cosas viejas. Pero soy un historiador y por eso amo la vida.» Esta facultad de captar lo vivo es, en efecto, la cualidad dominante del historiador. No nos dejemos engañar por cierta frialdad de estilo; los más grandes entre nosotros han poseído esa cualidad: Fustel o Maitland a su manera, que era más austera, no menos que Michelet. Quizá esta facultad sea en su principio un don de las hadas, que nadie pretendería adquirir si no lo encontró en la cuna. Pero no por eso es menos necesario ejercitarlo y desarrollarlo constantemente. ¿Cómo hacerlo sino del mismo modo de que el propio Pirenne nos daba ejemplo en su contacto perpetuo con la actualidad?

Porque el temblor de vida humana, que exigirá un duro esfuerzo de imaginación para ser restituido a los viejos  textos, es aquí directamente perceptible a nuestros sentidos. Yo había leído muchas veces y había contado a menudo historias de guerra y de batallas. ¿Pero conocía realmente, en el sentido pleno de la palabra conocer, conocía por dentro lo que significa para un ejército quedar cercado o para un pueblo la derrota, antes de experimentar yo mismo esa náusea atroz? Antes de haber respirado yo la alegría de la victoria, durante el verano y el otoño de 1918 (y espero henchir de alegría por segunda vez mis pulmones, pero el perfume no será ¡ay! el mismo), ¿sabía yo realmente todo lo que encierra esa bella palabra?

‘Conference at Night’ (‘Reunión nocturna’) (1949), Wichita Art Museum, Roland P. Murdock Collection

  En verdad, conscientemente o no, siempre tomamos de nuestras experiencias cotidianas, matizadas, donde es preciso, con nuevos tintes, los elementos que nos sirven para reconstruir el pasado. ¿Qué sentido tendrían para nosotros los nombres que usamos para caracterizar los estados de alma desaparecidos, las formas sociales desvanecidas, si no hubiéramos visto antes vivir a los hombres? Es cien veces preferible sustitutir esa impregnación instintiva por una observación voluntaria y controlada. Un gran matemático no será menos grande, a mi ver, por haber atravesado el mundo en que vive con los ojos cerrados. Pero el erudito que no gusta de mirar en torno suyo, ni los hombres, ni las cosas, ni los acontecimientos, merece quizá, como decía Pirenne, el nombre de un anticuario útil. Obrará sabiamente renunciando al de historiador.

Más aún, la educación de la sensibilidad histórica no es siempre el factor decisivo. Ocurre que en una línea determinada, el conocimiento del presente es directamente más importante todavía para la comprensión del pasado. Sería un grave error pensar que los historiadores deben adoptar en sus investigaciones un orden que esté modelado por el de los acontecimientos. Aunque acaben restituyendo a la historia su verdadero movimiento, muchas veces pueden obtener un gran provecho si comienzan a leerla, como decía Maitland, «al revés». Porque el camino natural de toda investigación es el que va de lo mejor conocido o de lo menos mal conocido, a lo más oscuro. Sin duda alguna, la luz de los documentos no siempre se hace progresivamente más viva a medida que se desciende por el hilo de las edades. Estamos comparablemente mucho peor informados sobre el siglo X de nuestra era, por ejemplo, que sobre la época de César o de Augusto. En la mayoría de los casos los períodos más próximos coinciden con las zonas de relativa claridad. Agréguese que de proceder mecánicamente de atrás adelante, se corre siempre el riesgo de perder el tiempo buscando los principios o las causas de fenómenos que la experiencia revelará  tal vez como imaginarios. Por no haber practicado un método prudentemente regresivo cuando y donde se imponía, los más ilustres de entre nosotros se han abandonado a veces a extraños errores. Fustel de Coulanges se dedicó a buscar los «orígenes» de las instituciones feudales, de las que no se formó, me temo, sino una imagen bastante confusa, y asimismo buscó las primicias de una servidumbre que, mal informado por descripciones de segunda mano, concebía bajo colores de todo punto falsos.

En forma menos excepcional de lo que se piensa ocurre que para encontrar la luz es necesario llegar hasta el presente. En algunos de sus caracteres fundamentales nuestro paisaje rural data de épocas muy lejanas, como hemos dicho. Pero para interpretar los raros documentos que nos permiten penetrar en esta brumosa génesis, para plantear correctamente los problemas, para tener idea de ellos, hubo que cumplir una primera condición: observar, analizar el paisaje de hoy. Porque sólo él daba las perspectivas de conjunto de que era indispensable partir. No ciertamente porque, inmovilizada de una vez para siempre esa imagen, pueda tratarse de imponerla sin más en cada etapa del pasado, sucesivamente, de abajo arriba. Aquí, como en todas partes, lo que el historiador quiere captar es un cambio. Pero en el film que considera, sólo está intacta la última película. Para reconstruir los trozos rotos de las demás, ha sido necesario pasar la cinta al revés de como se tomaron las vistas.

No hay, pues, más que una ciencia de los hombres en el tiempo y esa ciencia tiene necesidad de unir el estudio de los muertos con el de los vivos. ¿Cómo llamarla? Ya he dicho por qué el antiguo nombre de historia me parece el más completo, el menos exclusivo; el más cargado también de emocionantes recuerdos de un esfuerzo mucho más que secular y, por tanto, el mejor. Al proponer extenderlo al estudio del presente, contra ciertos prejuicios, por lo demás mucho menos viejos que él, no se persigue — ¿habrá necesidad de defenderse contra ello?— ninguna reivindicación de clase. La vida es demasiado breve y los conocimientos se adquieren lentamente. El mayor genio  puede tener una experiencia total de la humanidad. El mundo actual tendrá siempre sus especialistas, como la edad de piedra o la egiptología. Pero lo único que se les puede pedir a unos y a otros es que recuerden que las investigaciones históricas no admiten la autarquía. Ninguno de ellos comprenderá, si está aislado, ni siquiera a medias. No comprenderá ni su propio campo de estudios. Y la única historia verdadera que no se puede hacer sino en colaboración es la historia universal.

Sin embargo, una ciencia no se define únicamente por tu objeto. Sus límites pueden ser fijados también por la naturaleza propia de sus métodos. Queda por preguntarse si las técnicas de la investigación no son fundamentalmente distintas según se aproxime uno o se aleje del momento presente. Esto equivale a plantear el problema de la observación histórica.

M. Bloch. Introducción a la historia. Ed. FCE. 1952, pp. 38-41

Fuente e ilustraciones: Conversación sobre la historia

Portada: Casa junto a la vía del tren (1925)  Museo de Arte ModernoNueva York.

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