Simon Sebag Montefiore

 

Introducción

Cuando bajó la marea, se vieron unas huellas: las huellas de una familia que caminaba por la playa de lo que hoy es un pueblo del este de Inglaterra, Happisburgh. Son cinco conjuntos de huellas que probablemente pertenecen a un varón y cuatro niños y se han fechado entre 950.000 y 850.000 años. Estas huellas, descubiertas en 2013, son las más antiguas nunca vistas de una familia. No son las huellas más añejas que conocemos: las hay anteriores en África, donde la historia humana se originó, pero sí son el vestigio más antiguo de una familia. Y son el motivo de inspiración de esta historia del mundo.

Ha habido muchas historias universales, pero esta adopta una perspectiva novedosa: utiliza historias de familias, a lo largo del tiempo, para ofrecer un enfoque fresco y distinto. Personalmente me atrae porque es una manera de conectar los grandes acontecimientos con el drama de la vida humana individual, desde los primeros homínidos a nuestros días, desde el pedernal a los iPhone y los drones. La historia universal es un elixir en tiempos agitados: la ventaja es que amplía la perspectiva; el inconveniente, que implica una distancia excesiva. La historia del mundo suele tratar de temas, no de personas, a diferencia de la biografía, que habla de personas, no de temas.

La familia sigue siendo la unidad esencial de la existencia humana, incluso en la era de la inteligencia artificial y la guerra galáctica. He creado un tejido histórico que combina los relatos vitales de múltiples familias de todos los continentes y todas las épocas, para intentar atrapar la carrera hacia delante del relato humano. Es una biografía de muchas personas, no la de una sola. Y aunque el ámbito de estas familias es global, sus dramas son íntimos y personales: los nacimientos, las muertes, los matrimonios, el amor, el odio; se levantan; caen; se levantan de nuevo; emigran; regresan. En cada drama familiar hay muchos actos. A esto se refería Samuel Johnson cuando afirmó que todo reino es una familia y toda familia, un pequeño reino.

A diferencia de muchos de los relatos históricos con los que yo crecí, en este caso se trata de una historia genuinamente universal. No está desequilibrada por una atención excesiva a Gran Bretaña y Europa, sino que concede a Asia, África y las Américas la atención que merecen. Centrarse en la familia también permite atender más a las vidas de las mujeres y los niños, dos grupos muy descuidados en los libros que yo leí como escolar. Sus papeles —como la propia forma de la familia— han ido cambiando a lo largo del tiempo. Mi objetivo es mostrar de qué modo se han ido fusionando las fontanelas de la historia. La palabra familia transmite connotaciones de afecto y bienestar, pero por descontado en la vida real las familias también pueden ser redes de conflictos y crueldades. Muchas de las que sigo son familias poderosas, en las que la intimidad y el calor del afecto y la crianza se ven afectados y distorsionados de inmediato por la implacable y peculiar dinámica de la política. En las familias poderosas el peligro procede del círculo interior: «Las calamidades», según le advirtió Han Fei Tzu a su monarca en la China del siglo II a. C., «vendrán de los que amas».

«Eran muy pocas las personas que hacían historia», ha escrito Yuval Noah Harari, «cuando todos los demás estaban atareados labrando campos y portando cubos de agua.» Muchas de las familias que elijo, en efecto, ejercen el poder; pero otras incluyen a personas esclavizadas, médicos, pintores, novelistas, verdugos, generales, historiadores, sacerdotes, charlatanes, científicos, magnates y criminales, también amantes, e incluso unos pocos dioses.

Nerón ante el cadáver de su madre, Agripina la Menor (1887), por Arturo Montero Calvo (Museo del Prado, depositado en el Museo de Jaén)(imagen: Wikimedia Commons)

Algunas serán conocidas, pero muchas, no: aquí seguimos dinastías de Malí, los Ming y los Médici, Mutapa, Dahomey, Omán, Afganistán, Camboya, Brasil e Irán, Haití, Hawái y los Habsburgo; hacemos la crónica de Gengis Kan, Sundiata Keita, la emperatriz Wu, Ewuare el Grande, Iván el Terrible, Kim Jong-un, Itzcóatl, Andrew Jackson, el rey Enrique de Haití, Ganga Zumba, el káiser Guillermo, Indira Gandhi, Sobhuza, Pachacuti Inca y Hitler, además de los Kenyatta, Castro, Assad y Trump, Cleopatra, De Gaulle, Jomeiní, Gorbachov, María Antonieta, Jefferson, Nader, Mao, Obama; Mozart, Balzac y Miguel Ángel; los césares, los mongoles, los saudíes, los Roosevelt, los Rothschild, los Rockefeller, los otomanos.

Lo escabroso coexiste con lo amable. Hay muchas madres y padres amorosos, pero también Tolomeo VIII «el Barrigón», que descuartiza a su hijo y lo envía en pedazos a la madre; Nader Sha y la emperatriz Iris ciegan a sus hijos; Isabel de Castilla tortura a su hija; es probable que Carlomagno se acostara con la suya; Kösem, una poderosa madre otomana, ordena estrangular a su hijo y a su vez fallece estrangulada por orden de su nieto. La poderosa Catalina de Médici, de la Casa de Valois, organiza una masacre en la boda de su hija, quien había sido seducida o quizá incluso violada por sus hermanos, lo que al parecer la madre había perdonado; Nerón duerme con su madre y luego la asesina. Shaka mata a su madre y utiliza su muerte como pretexto para emprender una masacre. Saddam Hussein lanza a sus hijos contra sus yernos. El asesinato de hermanos es endémico, incluso hoy. Recientemente Kim Jong-un ha asesinado a su hermano de una forma muy moderna: se amparó en una escena de riesgo de un programa de telerrealidad para envenenarlo con un agente nervioso.

También seguimos las tragedias de las chiquillas adolescentes a las que unos padres gélidos envían a casarse con extraños en alguna tierra remota donde no pocas veces mueren dando a luz: en ocasiones sus matrimonios facilitaron los vínculos interestatales, pero más a menudo el sufrimiento dio poco fruto porque los intereses de estado se consideraban mucho más importantes que las conexiones familiares. También seguimos los triunfos de mujeres esclavizadas que ascenderán hasta la dirección de un imperio. O el de Sally Hemings, medio hermana esclavizada de la difunta esposa de Thomas Jefferson, que dará a luz en secreto a los hijos del presidente; Razia, del sultanato de Delhi, que alcanza la posición de soberana pero la pierde, destruida por su relación con un general africano; o Wallada, la hija de un califa de al-Ándalus, que se dedicó a la poesía y el libertinaje. Al seguir la pista de estas familias a través de pandemias, guerras, inundaciones y épocas de esplendor, dibujamos el mapa de las vidas de muchas mujeres, desde las aldeas a los tronos, desde las fábricas al cargo de primera ministra, desde una mortalidad catastrófica en los partos y la impotencia legal, al derecho de voto, de abortar y de usar anticonceptivos; establecemos la trayectoria de los niños, desde la devastadora mortalidad infantil al trabajo industrializado y el culto moderno a la infancia.

Esta historia se centra en personas, familias y camarillas. Hay muchas otras formas de enfocar una obra de esta envergadura. Pero yo soy un historiador del poder; la geopolítica es el motor de la historia mundial y yo he dedicado la mayor parte de mi carrera a escribir sobre los líderes rusos. Por otro lado, es una clase de historia cuya lectura siempre me ha hecho disfrutar: incluye pasiones y furias, los reinos de la imaginación y de los sentidos y el coraje de la vida ordinaria, de un modo que no encuentro en los escritos de pura ciencia política o los tratados de economía. La centralidad de esta conexión humana es una forma de narrar el relato global que pone de manifiesto el impacto de los cambios políticos, económicos y técnicos a la vez que revela cómo han evolucionado también las familias. Este libro es otro episodio en la larga batalla entre la estructura y la agencia, entre las fuerzas impersonales y los caracteres humanos. Pero no son necesariamente excluyentes pues, según escribió Marx: «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a capricho; no la hacen en las circunstancias que ellos mismos eligen, sino en unas circunstancias que ya existen, dadas y transmitidas por el pasado». Es frecuente que la historia se presente como una sucesión discontinua de acontecimientos, revoluciones y paradigmas, que experimentan personas claramente categorizadas e identificadas con precisión. Sin embargo las vidas de las familias de carne y hueso revelan algo distinto: personas idiosincrásicas y singulares que viven, ríen y aman durante décadas y siglos en un mundo de múltiples estratos, híbrido, liminar, caleidoscópico, que no encaja en las categorías e identidades de los tiempos posteriores.

Las familias y los personajes a los que aquí sigo tienden a ser excepcionales, pero también muy reveladores de sus épocas y lugares. Es una forma de contemplar cómo han cambiado los reinos y los estados, cómo se ha ido desarrollando la interconexión de las personas y cómo distintas sociedades han absorbido a los extraños o se han fundido con otras. En este drama polifacético confío en que la narración simultánea, fundida en un todo pero a la vez individual, atrape al menos en parte la confusa impredecibilidad y contingencia de la vida real en tiempo real, el sentimiento de que están sucediendo muchas cosas en distintos lugares y en órbitas distintas, el desorden y la confusión de una carga de caballería: mareante, espasmódica, implacable, a menudo tan absurda como cruel, siempre repleta de sorpresas vertiginosas, incidentes extraños y personalidades increíbles que nadie podía prever. Por eso los líderes de más éxito son visionarios, estrategas trascendentes pero a la vez improvisadores, oportunistas, creadores de pifias y de golpes de fortuna. «Incluso la persona más astuta, en la oscuridad, camina como un niño», reconoció Bismarck. La historia se crea por la interacción de las ideas, las instituciones y la geopolítica. Cuando se unen en una conjunción feliz, se producen cambios magníficos. Pero incluso en estos casos, quienes tiran los dados son las personas…

Fresco de Benozzo Gozzoli en la del Palazzo Medici Riccardi, en Florencia (1461), en el que se representa a varios miembros de la familia Medicis: Piero «el Gotoso» en un caballo blanco y Cosimo (Cosme el Viejo, el fundador de la dinastía) en un humilde burro; les siguen Sigismondo Pandolfo Malatesta y Galeazzo Maria Sforza (señor de Rímini y duque de Milán respectivamente invitados de los Médici en Florencia). Tras ellos, una procesión de ilustres florentinos, como los humanistas Marsilio Ficino y los hermanos Pulci, miembros de los gremios artísticos y el propio Benozzo Gozzoli (que mira directamente al espectador y puede ser reconocido por una cartela en su sombrero rojo que indica Opus Benotii). Los jóvenes que están tras él han sido identificados como el pequeño Lorenzo (futuro Lorenzo «el Magnífico») y su hermano menor, Giuliano. También se identifican los representantes financieros de la casa Médici en Brujas, Lyon y Roma (imagen: Wikimedia Commons)

Seguimos a las familias tanto en su círculo más íntimo como en el más amplio de las familias poderosas, que a menudo se extienden a los clanes y las tribus. La familia inmediata es una realidad biológica para todos nosotros; y para muchos también es un espacio de cuidados parentales, por muchos defectos que pueda padecer; las dinastías más amplias son construcciones que utilizan la confianza y el linaje como un pegamento con el que preservar el poder, proteger la riqueza y compartir peligros. Pero todos nosotros, instintivamente, comprendemos las dos cosas: en muchos sentidos todos formamos parte de alguna dinastía y esta historia familiar es también, por lo tanto, una crónica de todos nosotros. La diferencia es que las medidas adoptadas por las familias gobernantes, y las cosas que para ellas están en juego, son más letales.

En Europa y Estados Unidos tendemos a pensar en la familia como en una unidad reducida que carece de importancia en la era del individualismo, la política de masas, la industrialización y la alta tecnología; solemos creer que ya no necesitamos a las familias tanto como antaño. Hay cierta verdad en esto, y en los últimos siglos la familia ha adoptado un aspecto distinto. Cuando ya no hay familias dominantes sigo recurriendo a los personajes y a sus conexiones para tejer una narración compleja; pero resulta que, en nuestro mundo individualista y supuestamente racional, las dinastías han evolucionado pero no han desaparecido. Ni mucho menos.

Durante la revolución estadounidense, Tom Paine hizo hincapié en que «el cargo de monarca hereditario es tan absurdo como el de médico hereditario»; pero en aquel momento la profesión de la medicina, como tantas otras, era a menudo hereditaria. Tampoco se puede escribir sobre las dinastías sin hablar de religión: los soberanos y las dinastías gobernaban en calidad de monarquías sagradas, como agentes o incluso personificaciones de la voluntad divina; esta convicción se ensamblaba con la familia para hacer que la sucesión hereditaria pareciera natural, un reflejo de la organización natural de la sociedad a través del linaje. Después de 1789 la teología de las dinastías sagradas evolucionó para encajar con nuevos paradigmas nacionales y populares y, desde 1848, con la política de masas. La religión tradicional —con sus sagrarios e incensarios— tiene hoy menos importancia pública, pero nuestras sociedades teóricamente laicas son tan religiosas como las de nuestros predecesores y nuestras ortodoxias son tan rígidas y absurdas como las viejas religiones. Por eso un tema recurrente será la necesidad humana de religiosidad y soteriología, que proporcione a cada persona, familia o nación una misión justa que otorgue forma y sentido a la existencia. «Quien tiene un porqué para vivir», dice Nietzsche, «puede tolerar cualquier cómo.»

En las democracias liberales de nuestros días nos enorgullecemos de una política pura y racional, alejada de clanes, parentescos y conexiones. Ciertamente la familia ha perdido mucha importancia. Pero en su mayor parte la política sigue tratando de la personalidad y el patrocinio tanto como de las medidas adoptadas. Los estados modernos, incluidos los de Norteamérica y Europa occidental, son más complejos y menos racionales de lo que nos gusta fingir: a menudo se evitan las instituciones formales recurriendo a redes informales y cortes personales que incluyen a familias: en las democracias y semidemocracias basta con pensar en los Kennedy y los Bush, los Kenyatta y los Jama, los Nehru, los Bhutto y los Sharif, los Lee y los Marcos. Son demodinastías que representan la seguridad y la continuidad pero necesitan ser reelegidas (y pueden perder el poder en unas elecciones). Diversos estudios modernos sobre Estados Unidos, la India o Japón han puesto de relieve que las dinastías nacionales se replican localmente con linajes parlamentarios y regionales. Pensemos también en la creciente cantidad de gobernantes hereditarios de Asia y África que, más allá de sus disfraces de instituciones republicanas, son en la práctica monarcas.

«El parentesco y la familia son fuerzas con las que hay que seguir contando», escribe Jeroen Duindam, decano de los historiadores dinásticos. «Las formas de liderazgo personalizado y duradero, tanto en la política como en los negocios, tienden a adquirir rasgos semidinásticos incluso en el mundo contemporáneo

La reina Victoria (abajo en el centro) sentada con el kaiser Guillermo a su izquierda y Vicky (madre de este) a su derecha. Detrás de Guillermo está el futuro zar Nicolás II, al lado de quien sería su esposa: Alix, y detrás de él aparece el futuro rey británico Eduardo VII, fotografía de 1894 (Getty Images)

Un libro de esta escala aborda muchos temas; uno de ellos es cómo las migraciones han dado forma a las naciones. Seguimos a familias estables y seguimos a familias en movimiento o formadas por movimientos: los grandes movimientos masivos de familias —migraciones, conquistas— que han creado todas las razas y todas las naciones.

Mientras que la familia ha adoptado formas distintas en distintos momentos y el poder siempre fluye, existe un fenómeno opuesto con el que aquella está asociada y al que este libro presta mucha atención: la esclavitud. En el ámbito doméstico, la esclavitud ha sido un rasgo omnipresente en las familias, ya desde el principio; pero se trataba de la familia no de las personas esclavizadas, sino del amo de los esclavos. La esclavitud hacía añicos la familia propia; era una institución antifamiliar. Cuando llegaron a existir familias esclavizadas —en los hogares romanos, en los harenes islámicos, las familias similares a las de Sally Hemings y Jefferson en el Estados Unidos esclavista—, implicaban coerción: la ausencia de libertad, a menudo la pura y simple violación. Otro de los temas de esta historia, pues: para muchas personas, la familia puede ser un privilegio.

Este libro se ha escrito en una época de cambios en la historiografía, cambios emocionantes y necesarios desde hace mucho, que hallan aquí su reflejo: se hace hincapié en los pueblos de Asia y África; se recoge la interconexión de los sistemas de gobierno, las lenguas, las culturas; se presta una atención clara al papel de las mujeres y la diversidad racial. Pero la historia se ha convertido en la piedra de un mechero: su poder moral, siempre activado, prende al instante las teas tanto del conocimiento como de la ignorancia. Basta con asomarse a los infiernos de Twitter y Facebook, hervideros de prejuicios y conspiraciones, para ver que la historia multiplica su poder de fisión gracias a la distorsión digital. Con su parte de ciencia, de literatura, de misticismo y de ética, la historia siempre ha sido importante, porque el pasado —ya sea de esplendor rutilante o sufrimiento heroico, comoquiera que se imagine— posee una legitimidad y una autenticidad, si no incluso santidad, que es inseparable de nosotros y con frecuencia se expresa en relatos de familias y naciones. Puede emocionar a multitudes, crear naciones, justificar masacres y heroísmos, la tiranía y la libertad, con el poder silencioso de un millar de ejércitos. Por eso, en su mejor expresión, su búsqueda de la verdad resulta esencial. Cada ideología, cada religión, cada imperio ha intentado controlar el pasado santificado para dar legitimidad a lo que fuera que estuviera haciendo en el presente. En nuestros días también abundan los intentos, tanto en Oriente como en Occidente, de integrar por la fuerza la historia en una ideología.

La vieja historia infantilizada de «los buenos» y «los malos» vuelve a estar de moda, aunque ahora «los buenos» y «los malos» no sean los mismos. Sin embargo, como bien ha señalado James Baldwin: «Un pasado inventado no se puede utilizar nunca; las presiones de la vida hacen que se fisure y derrumbe como la arcilla en temporada de sequía». La pista más clara es el uso de una jerga enmarañada. La jerga ideológica, como escribió Foucault, es un signo de ideología coercitiva: «Tiende a ejercer una especie de presión, como una fuerza capaz de restringir los otros discursos», porque oculta la ausencia de una base factual, intimida a los disidentes y permite que los colaboradores exhiban su convencionalismo virtuoso. «¿Qué está en juego», se preguntaba Foucault, con su agudeza habitual, «en la voluntad de verdad, en la voluntad de enunciar un discurso “verdadero”, si no son el deseo y el poder?» Baldwin advertía:

«Nadie es más peligroso que el que se imagina puro de corazón, porque por definición es una pureza irrefutable». Las ideologías de la historia no suelen sobrevivir al contacto con la confusa heterogeneidad, los matices y la complejidad de la vida real: «El individuo que ha sido constituido por el poder», decía Foucault, «es al mismo tiempo el vehículo del poder».

Gustav y Bertha Krupp con sus ocho hijos. El primogénito y , por tanto, heredero de la empresa, Alfried Felix Alvyn Krupp (1907-1967) de pie a la izquierda vestido con un traje y corbata negro (Imagen procedente de https://www.flickr.com/photos/mrsfujita/2407748084 )

Como no podría ser de otro modo, se presta mucha atención a la materia oscura de la historia —guerras, crímenes, violencia, esclavitud y opresión—, porque son hechos de la vida y motores de cambios. Como escribió Hegel, la historia es «el banco donde se sacrifica la felicidad de los pueblos». La guerra siempre actúa como aceleradora: «La espada», escribió Abu Tammam ibn Aws, poeta iraquí del siglo ix, «cuenta más verdades que los libros, pues su filo separa la sabiduría de la vanidad; el conocimiento se halla en las chispas del choque de las lanzas.» Como decía Trotski, todo ejército «es una copia de la sociedad y adolece de todas sus enfermedades, por lo general con más fiebre aún». Los imperios —sistemas de gobierno centralizados, masas continentales, ámbitos geográficos de gran vastedad, diversidad de pueblos— serán omnipresentes, en multitud de maneras: los imperios de las estepas (los jinetes nómadas que durante muchos milenios amenazaron a las sociedades sedentarias) son muy distintos de los imperios europeos transoceánicos que dominaron el mundo entre 1500 y 1960. Algunos fueron la obra de un conquistador o una visión únicos, pero la mayoría se conquistaron y gobernaron ad hoc, de una forma poco sistemática o regular. La batalla actual por el poder mundial se libra entre «naciones imperio» —con China, Estados Unidos y Rusia a la cabeza— que combinan la cohesión nacional con la extensión de los imperios, en vastedades asombrosas, a menudo continentales. En Moscú, los imperialistas, fortalecidos por un nuevo ultranacionalismo, controlan la nación imperio más extensa del mundo. Los resultados son letales. La competencia geopolítica por el poder mundial —lo que el papa Julio II llamaba «el Juego del Mundo»— es implacable. El éxito solo puede ser temporal y los costes humanos siempre son insoportables.

Se ha prestado muy poca atención a muchos crímenes que hay que sacar a la luz sin más tapujos. En este libro aspiro a escribir una historia matizada que muestre a los seres humanos y sus sistemas de gobierno como las entidades complejas, imperfectas e inspiradoras que en realidad son. La mejor cura para los crímenes del pasado es arrojar sobre ellos la luz más brillante posible; pues una vez que a los criminales ya no se los puede castigar, esa iluminación es la redención más genuina, la única que cuenta. Este libro aspira pues a arrojar esa luz, a hacer la crónica de logros y de crímenes, fueran quienes fuesen los perpetradores. Intento contar las vidas de muchos inocentes a los que se ha matado, esclavizado o reprimido. Si no todo el mundo importa, entonces no importa nadie.

Hoy gozamos de métodos científicos novedosos y emocionantes —la datación por carbono, el ADN, la glotocronología— que nos permiten saber más sobre el pasado y conocer con más detalle los daños que los humanos están causando al planeta con la contaminación y el calentamiento global. Pero incluso con todos estos nuevos útiles, en lo esencial la historia sigue ocupándose de las personas. Antes de escribir estas páginas mi último viaje me llevó a Egipto: cuando vi los vivaces rostros de las tumbas de Fayum, pensé que esas personas del siglo I se parecían mucho a cualquiera de nosotros. Ellos y sus familias comparten en efecto muchas características con nosotros y la actualidad, aunque las diferencias sean grandes. En nuestra vida cotidiana a menudo tenemos problemas para entender a personas a las que conocemos bien. La primera norma de la historia es recordar que sabemos muy poco sobre las personas del pasado, qué pensaban, cómo funcionaban sus familias.

No siempre es fácil evitar la teleología: escribir la historia como si el resultado estuviera predicho de antemano. Los historiadores son malos profetas, salvo para profetizar el futuro que ya sabemos que ha ocurrido. Es así porque con frecuencia un historiador no es tanto un cronista del pasado o un vidente del futuro como un simple espejo de su propio presente. La única forma de comprender el pasado es sacudirse el presente: nuestra tarea consiste en recurrir a todo lo que sabemos, hallar todos los hechos posibles para narrar la crónica de las vidas de las generaciones precedentes, lujosas y humildes por igual, y del mundo en toda su extensión.

Un historiador universal —escribió Al-Masudi, en la Bagdad del siglo IX— es como «un hombre que, habiendo encontrado perlas de todas clases y colores, crea con ellas un collar tan adornado que su poseedor lo guardará con especial cariño». Esta es la clase de historia del mundo que yo deseo escribir.

La marea destruyó rápidamente las huellas de aquella familia en la playa de Happisburgh, que pisaba la arena varios cientos de miles de años antes de que se iniciara lo que llamamos historia.

La familia Kennedy en Hyannis Port, 1931. De izquierda a derecha: Robert Kennedy, John F. Kennedy, Eunice Kennedy, Jean Kennedy (en brazos de) Joseph P. Kennedy Sr., Rose Fitzgerald Kennedy (detrás) Patricia Kennedy, Kathleen Kennedy, Joseph P. Kennedy Jr. (detrás) Rosemary Kennedy. Foto de Richard Sears in the John F. Kennedy Presidential Library and Museum, Boston.

Conclusión

Puede haber un exceso de historia. Quizá resulte una reflexión rara en boca de un historiador que está concluyendo una historia universal en una época de pandemia y de guerra en Europa. Pero la obsesión fetichista por las versiones selectivas de las naciones e imperios del pasado puede hacernos ciegos al presente y a lo que de verdad importa: la gente que vive hoy y la manera en que desean vivir, ellos y sus familias. Esta es una de las razones por las que elegí escribir este libro a través de las familias: la medida de la felicidad que uno desea para la propia familia define lo que desea para el mundo. Sin embargo, existe un equilibrio. La historia importa: deseamos saber cómo hemos llegado a ser quienes ahora somos. «La vida solo se puede entender hacia atrás», escribe Søren Kierkegaard, «pero hay que vivirla hacia adelante». La historia nunca muere; la historia nunca es historia; es cinética, mudable y dinámica, un arsenal inmortal de relatos y hechos que nos cuentan cómo hemos vivido los humanos, y que además podemos desplegar en las causas de nuestros días, buenas y malas; una misión que internet —esa fosa séptica, ese baúl del tesoro, ese relicario de odios y aficiones, verdades, azares y parrandas, conveniencias, calumnias y conspiraciones— nos complica. Sin embargo, nuestra reverencia a la legitimidad que la historia proporciona es lo que le otorga un poder tan letal y propulsivo.

La guerra ucraniana representa el final de un período excepcional: la paz de los Setenta Años, dividida en dos fases: cuarenta y cinco años de guerra fría y luego veinticinco años con Estados Unidos como potencia única. Si la primera era fue como un torneo de ajedrez, y la segunda, como una partida al solitario, hoy estamos ante un videojuego en modo multijugador.

La invasión de Ucrania por Putin no es una forma nueva de ejercer y ampliar el poder. Tiene la ferocidad de las armas de sílex, que es el regreso a una normalidad que para los dinastas de este libro —caudillos, reyes y dictadores— sería sencillamente rutinaria. Se ha retomado el desorden normal. Muchas de las naciones imperiales de hoy se muestran deseosas de extenderse en esferas de influencia calcadas de los viejos imperios. La matanza irracional de civiles ucranianos, los cuerpos tirados en las calles, las familias que huyen nos recuerdan cómo era la historia en los tiempos en los que no había teléfonos móviles para grabar las atrocidades y los refugiados, en los que los historiadores cortesanos ensalzaban como héroes a los conquistadores asesinos. En el presente libro hemos visto a muchos, y éste no será el único signo de que el impulso humano no es únicamente un camino de progreso sino también una sucesión tambaleante de contingencias. Es una lucha no solo entre Estados e ideologías enfrentados, sino entre facetas contradictorias de la naturaleza humana. La invasión de Ucrania pone de manifiesto, como mínimo, la diferencia real entre el mundo abierto de las democracias liberales y aquellos mundos cerrados en los que una combinación de las amenazas tradicionales con la vigilancia digital permite que los Estados controladores sigan cada vez más de cerca a su pueblo, de formas que probablemente ni siquiera Stalin habría podido imaginar.

El poder familiar también resurge porque es una característica inseparable de nuestra especie. La reversión dinástica parece a la vez natural y práctica cuando no se confía en que los Estados débiles cumplan con sus tareas de justicia y protección, y cuando la lealtad sigue dirigiéndose antes al parentesco que a las instituciones. Los líderes que no pueden confiar en nadie por lo general confían en la familia. En un número creciente de Estados asiáticos, latinoamericanos y africanos —de Kenia a Pakistán y a las Filipinas—, las demodinastías ofrecen en parte la tranquilidad mágica del poder familiar; otros Estados —de Nicaragua a Azerbaiyán, de Uganda a Camboya— se están convirtiendo en monarquías republicanas absolutistas. Sin duda es una mala manera de dirigir un país; peor aún que la democracia.

Pero los dictadores y las dinastías de hoy no son el simple retorno a los siglos anteriores. Incluso en los Estados de la daga y el iPhone forman parte de un nuevo mundo en el que los acontecimientos se desarrollan a una celeridad sin precedentes, los rivales y los mercados están interconectados entre sí, y el riesgo de una catástrofe nuclear es omnipresente.

La familia Kenyatta, que ha dominado la política de Kenia desde su independencia (foto: Finance Uncovered)

Todo esto, sumado a la covid y al calentamiento global, alienta el temor a un apocalipsis. La sensación escatológica —se avecina un ésjatos, un final— parece integrada en el carácter humano, quizá como reconocimiento de que la conquista de la Tierra por una especie es tan milagrosa como frágil. Pero lo que hoy está en juego hace que el Fin del Mundo sea más posible.

No obstante, en ciertos sentidos el Homo sapiens nunca ha gozado de tanta salud, pues vive más y mejor que nunca; y las sociedades, en algunos lugares, son quizá más pacíficas de lo que nunca han sido. Mientras nuestros antecesores tendían a morir por infecciones, violencia o hambre, hoy los seres humanos se mueren por enfermedades —coronarias, cancerígenas, neurodegenerativas— porque vivimos mucho y, con frecuencia, comemos demasiado. Muchas de estas enfermedades se podrán curar pronto con las nuevas tecnologías de la modificación genética. Son mejoras tan asombrosas que incluso los países más pobres del presente tienen una esperanza de vida superior a la de los imperios más ricos de hace un siglo. Hoy en Sierra Leona la esperanza de vida asciende a 50,1 años: la misma que en Francia en 1910. En 1945 en la India se vivía aún en promedio hasta los treinta y cinco años; hoy la expectativa es de setenta. Naturalmente esto ha cambiado la forma de las familias: se tienen muchos hijos cuando se prevé que la mayoría morirá, pero actualmente la baja mortalidad infantil, unida a la educación de las mujeres y a la anticoncepción, favorece matrimonios más tardíos y familias más pequeñas.

En los próximos ochenta años la población de Europa y el este de Asia caerá en picado; la de Nigeria se cuadruplicará hasta los ochocientos millones, convirtiéndola en el segundo país más poblado, por detrás de la India y por delante del conjunto de la Unión Europea; la del Congo se triplicará (alcanzará los 250 millones), la de Egipto se duplicará, la de Rusia descenderá y sus musulmanes integrarán la mayoría. La población de China se reducirá a la mitad, pues es posible que su poder y su economía sufran los reveses provoca- dos por su propia autocracia. En cuanto a Estados Unidos, permanecerá relativamente estable y es probable que su poder ingenioso —por defectuoso y frágil que sea— dure más de lo que anuncian los agoreros. La India, si tiene un buen gobierno, competirá por el poder mundial y será nación imperio. Los gigantes africanos —Nigeria, Egipto, el Congo— quizá prosperen, pero a este autor le parece más probable que sus gobernantes no sean capaces de gestionar o dar de comer a sus habitantes. Esto no quiere decir que «se acerca el invierno», antes bien se asemejará más al achicharramiento interminable de un horno mundial: el cambio climático —con su calor y sus inundaciones— dificultará producir alimentos suficientes. Muchos países ya son sistemas de gobierno disfuncionales, de daga y iPhone, reinos que apenas protegen o alimentan a sus poblaciones; muchos Estados se hundirán y las fronteras, atraídas por las potencias imperiales, se desdibujarán entre tierras de exsurgencia bélica —como ya está pasando en el Sahel, en guerra perpetua por el agua y los recursos— o sucumbirán a la protección de las naciones imperio, que están ansiosas por garantizarse el acceso a los minerales raros y otros productos cotizados desde hace más tiempo como son los diamantes, el oro y el petróleo. Sus pueblos migrarán hacia el norte, a los Estados del bienestar, en una escala que no se ha visto desde las invasiones nómadas. Un libro de este alcance toca muchos temas, pero uno crucial es que todas las naciones están formadas por familias en movimiento: los Estados abiertos tendrán que resolver la dificultad de absorber a los migrantes que necesitan sin perder el grado de riqueza que mantiene la comodidad que los hace atractivos.

En la competencia por el poder mundial, la escala es importante pero hay algo claro: el que gana, sea quien sea, nunca gana por mucho tiempo. Si esta historia demuestra algo es que la capacidad automutiladora del ser humano es casi ilimitada. «En las personas, la insania es rara», escribió Nietzsche, «pero en los grupos, los bandos, las naciones y las épocas, es la regla». Es fácil criticar a los políticos, pero en este mundo interconectado, gobernar es más difícil:

«Vosotros, los filósofos … escribís sobre papel», se lamentaba Catalina la Grande. «En cambio yo, infortunada emperatriz, escribo sobre la susceptible piel de seres vivos

Uno de los misterios de tales tiempos de crisis es la ausencia de grandes líderes, aunque las oportunidades los crean: «Somos hombres pequeños al servicio de una gran causa», afirmó Nehru, «pero como la causa es grande, algo de la grandeza también cae sobre nosotros». Kissinger se burlaba de la idea misma de grandeza: «Cuando se echa la mirada atrás, todas las medidas exitosas parecen inevitables. A los líderes les gusta afirmar que ya sabían lo que ha funcionado y atribuyen a la planificación lo que habitualmente empieza como una serie de improvisaciones». La historia la mueven tanto los payasos como los visionarios. Como dijo Stalin: «A la historia le gustan las bromas: a veces elige a un idiota para que impulse el progreso histórico».

El presidente paquistaní Zulfikar Alî Bhutto (centro) estrecha la mano de la primera ministra india Indira Gandhi en Shimla el 28 de junio de 1972, en presencia de su hija Benazir Bhutto (segunda por la derecha) y del ministro indio de asuntos exteriores Swaran Singh (primero por la derecha) durante las negociaciones posteriores a la guerra de 1971 (foto: Punjab Express / AFP)

«He visto el futuro», cantaba Leonard Cohen. «Es asesinato.» Los problemas de hoy son profundos y colosales. La globalización ha sido un elemento integrador de la evolución progresiva que elevó los estándares de vida y acabó con la mayoría de las enfermedades y las hambrunas, pero sus ventajas tienen un coste: miles de millones de personas carecen de acceso al botín y su conveniencia barata requiere de acuerdos peligrosos con enemigos. La pandemia de covid y la guerra ucraniana demuestran que sus cadenas de abastecimiento de alimentos y energía son frágiles. Incluso las mejoras milagrosas del campo de la salud podrían ser corrosivas: en Estados Unidos la esperanza de vida se redujo en los tres años anteriores a 2020, por primera vez desde la epidemia de «gripe española». La resistencia de los microbios a los antibióticos podría hacer que las operaciones rutinarias vuelvan a ser mucho más peligrosas. La covid, probablemente, es solo el ensayo de una futura epidemia de gripe que será más grave.

Aunque las naciones imperiales no han guerreado entre sí desde 1945, llegará un momento en que lo hagan y están desarrollando nuevas máquinas de matar —intergalácticas y termobáricas— además de mejorar el metal pesado tradicional. «Nunca saquen un fusil cargado a escena si no lo van a disparar», escribió Chéjov hablando del teatro; pero en la guerra también es verdad: al final, todas esas armas se utilizarán. Miles de carros blindados aún pueden chocar como una caballería de acero, al igual que hicieron en el siglo pasado; pero en este mundo nuevo hay artilugios baratos —misiles portátiles, drones capaces de destruir tanques y aviones— con los que los países menores pueden destruir los costosos juguetes de los países más grandes. Esto es maravilloso cuando se utiliza contra un imperio malvado, pero no tanto si se dirige contra nosotros. Antes de las armas nucleares, Occidente le habría declarado la guerra a Rusia por invadir Ucrania —como hizo en la guerra de Crimea— y probablemente la rivalidad sino-estadounidense también habría desencadenado una guerra. Solo hay nueve potencias nucleares —lo que no está mal—, pero en la actualidad cerca de cuarenta Estados podrían adaptar sus instalaciones nucleares pacíficas para crear armamento nuclear en el plazo de unos pocos años. El uso de armas atómicas tácticas quizá sería equivalente al accidente de Chernóbyl; el recurso a bombas de hidrógeno podría destruir el mundo. Una guerra nuclear a cierta escala no es solo posible, sino probable; y vale la pena reflexionar sobre el hecho de que, en el momento de escribir estas páginas, ninguna potencia nuclear ha perdido nunca una guerra.

El número de autocracias crece, el de democracias mengua. Es imposible definir con exactitud qué causa que un Estado caiga y otro ascienda, pero Ibn Jaldún —uno de los personajes de esta historia y el espíritu que la preside— identificó la asabiyya o cohesión como un factor esencial para que una sociedad prospere: «Muchas naciones sufrieron una derrota material, pero esto nunca ha acabado con ellas. Sin embargo, cuando una nación es víctima de una derrota psicológica, entonces su final ha llegado».

Los Estados controladores desdeñan, pero también temen y envidian, la confusión chillona, ofensiva, ingeniosa, clamorosa —en parte de feria, en parte de granja— de las democracias que proporcionan la libertad de nuestro mundo abierto. Las dictaduras actúan con más rapidez bajo líderes experimentados, pero la violencia y el control son inseparables de los mundos cerrados. La rigidez y las falsas ilusiones de las tiranías no se pueden corregir; sus espirales de virtud concluyen con las ejecuciones, no las meras cancelaciones; sus aventuras acaban en devastación y matanzas. Cuando caen, los autócratas arrastran en la caída a su Estado y a su pueblo.

Los únicos líderes más bufonescos y letales que los charlatanes de feria a quienes elegimos en nuestras democracias tambaleantes son los payasos omnipotentes de la tiranía. A los Estados abiertos les aguarda el desafío de canalizar sus libertades y su pluralismo con creatividad, sin entregarse a los cismas por diferencias, reivindicaciones o derechos menores. Las democracias se levantan sobre una confianza invisible: una y otra vez, cuando golpea la anomia, la confianza se pierde y con ella, la apertura. «En cuanto un hombre dice, sobre los asuntos de Estado: “¿Y a mí, qué me importa, bien puede darse por perdido ese Estado», escribió Rousseau. La lección de los años recientes es que lo que se ha ganado y se ha dado por ganado —las lecciones de 1945, los males del antisemitismo, los crímenes del genocidio y la belicosidad; el derecho al aborto y los demás triunfos de la gran reforma liberal de la década de 1960— quizá vuelvan a requerir de nuestra lucha.

Ferdinand Marcos, con su familia, el 30 de diciembre de 1965, en Manila, durante su primera toma de posesión como presidente de Filipinas, cargo que desempeñaría hasta 1986. Su hijo mayor, Ferdinand «Bongbong» Marcos, fue elegido presidente en mayo de 2022 (foto: Malacañang Palace/Wikimedia Commons)

Pero también hay esperanza: durante la etapa de ascendencia de Estados Unidos, las presidencias y las elecciones de estilo estadounidense se convirtieron en esenciales para la legitimidad en los Estados antiguos y en los nuevos, postcoloniales. Si la sentencia de moda de Theodore Parker, según la cual «el arco del universo moral … se inclina hacia la justicia» se antoja excesivamente optimista, algo querrá decir, sin embargo, que desde 1945 incluso las tiranías más descaradas se hayan sentido obligadas a fingir que celebraban elecciones y respetaban las leyes y las legislaturas (aunque sean simples «democracias de cosplay»). El mundo abierto sigue siendo el lugar más feliz y libre en el que podemos vivir.

Las sociedades abiertas son lentas, sus líderes tienden a ser aficionados y las medidas que adoptan son inconsistentes; pero cuando se movilizan son sociedades flexibles, eficientes y creativas. Aunque la tecnología debilita la solidaridad democrática y favorece las tiranías y las conspiraciones, al mismo tiempo permite avanzar a la apertura y la justicia. Su facilidad inmediata significa que las atrocidades y las guerras pueden quedar registradas al instante y contemplarse en todas partes en este mundo nuestro, con su nueva arena virtual. El desafío inmediato de la tecnología es aprender a controlar su carácter adictivo y vigilante a la vez que disfrutamos de sus ventajas. El poder no electo e invisible de los déspotas de los datos debe reducirse. Los Estados y los individuos tienen que resolver ese problema.

En cuando al crecimiento demográfico y el cambio climático, solo podrán resolverse o por un declive catastrófico de la población —pandemias, desastres naturales, guerras termonucleares— o por una cooperación de escala titánica. Y en este punto, también, la tendencia hacia los bloques de poder podría acabar resultando útil: cuando llegue el momento —si llega—, las decisiones quizá las adopte un grupo reducido de potentados. «El verdadero problema de la humanidad», dijo Edward O. Wilson, «es que tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y una tecnología divina».

El hecho aislado de que seamos el más inteligente de los simios creados hasta la fecha, el mero hecho de que hasta hoy hayamos resuelto tantos problemas, no significa que vayamos a solventarlos todos. La historia humana es como las cláusulas de advertencia de las inversiones: rendimientos pasados no garantizan resultados futuros. Pero la dureza de la humanidad ha sido rescatada una y otra vez por nuestra capacidad de crear y amar: la familia es el centro de las dos. Nuestra capacidad ilimitada de destruir solo la iguala nuestra ingeniosa habilidad para recuperarnos.

En este libro he escrito sobre la caída de ciudades nobles, la desaparición de reinos, el ascenso y caída de las dinastías; sobre una crueldad tras otra, una locura tras otra, erupciones, masacres, hambrunas, pandemias y contaminaciones; pero una y otra vez en estas páginas la vitalidad y los pensamientos elevados, la capacidad de gozo y la amabilidad, la variedad y la excentricidad de la humanidad, las caras de amor y la devoción a la familia lo recorren todo y, en mi caso, me recuerdan por qué empecé a escribir.

Donald Trump junto a su familia en su primera comparecencia como presidente electo el 8 de noviembre de 2016 (foto: Getty/Infobae)

Índice

Acto primero. Población mundial

Las Casas de Sargón y Amosis: zigurats y pirámides
Las Casas de Hattusa y Ramsés
Los faraones nubios y los grandes reyes de Ashur: la Casa de
Alara frente a la de Tiglath-Pileser

Acto segundo. 100 millones

Aquémenes y Alcmeón: las Casas de Persia y Atenas
Los alejandrinos y los haxamanishiya: duelo euroasiático
Los Mauria y los Qin
Los Barca y los Escipión: las Casas de Cartago y Roma

Acto tercero. 120 millones

Los Han y los césares
Los Trajano y los Primera Grada de Tiburón: romanos y mayas
Las dinastías árabes de Severo y de Zenobia

Acto cuarto. 200 millones

Casas de Constantino, Sasán y el Búho Lanzadardos

Acto quinto. 300 millones

La dinastía de Mahoma
Los Tang y Sasán

Acto sexto. 207 millones

Casas de Mahoma y Carlomagno
Los Riúrikovichi y la Casa de Basilio
Los ghanas y los fatimíes

Acto séptimo. 226 millones

Los Song, los Fujiwara y los Chola
Selchuquíes, Comnenos y Hauteville

Acto octavo. 360 millones

Gengis: una familia de conquistadores
Los jemeres, los Hohenstaufen y los Polo
Los Keïta de Malí y los Habsburgo de Austria

Acto noveno. 350 millones

Los timúridas, los Ming y el oba de Benín

Acto décimo. 350 millones

Los Médici y los mexicas, los otomanos y los Avís
Los incas, los Trastámara y los Rúrikovich
Los manikongos, los Borgia y los Colón
Los Habsburgo y los otomanos

Acto undécimo. 425 millones

Tamerlanes y mexicas, otomanos y safávidas
Los incas, los Pizarro, los Habsburgo y los Médici
Los tamerlanes y los Rúrikovich, los otomanos y la Casa de Mendes
Valois y Saadi, Habsburgo y Rúrikovich

Acto duodécimo. 545 millones

Dahomeyanos, Estuardo y Villiers, tamerlanes y otomanos
Zumba y Orange, Cromwell y Villiers
Manchúes y Shivaji, Borbones, Estuardo y Villiers
Afsharis y manchúes, Hohenzollern y Habsburgo
Durrani y Said, Hemings y Toussaint
Románov y Durrani, Pitt, comanches y Kamehameha

Acto decimotercero. 990 millones

Arkwright y Krupp, Habsburgo, Borbones y Sanson

Acto decimocuarto. 790 millones

Bonaparte y Albanos, Wellesley y Rothschild
Zulús y saudíes, los Christophe, Kamehameha y Astor

Acto decimoquinto. 1.000 millones

Braganza y zulús, albanos, el reino de Dahomey y los Vanderbilt

Acto decimosexto. 1.100 millones

Bonaparte y manchúes, Habsburgo y comanches

Acto decimoséptimo. 1.200 millones

Hohenzollern y Krupp, albanos y lakotas

Acto decimoctavo. 1.300 millones

Casas salomónica y Asante, Habsburgo y Sajonia-Coburgo
Casas de Hohenzollern y Roosevelt, salomónica y manchú

Acto decimonoveno. 1.600 millones

Los Hohenzollern, los Krupp, los otomanos, los tennōs y los Song
Los Hohenzollern, los Habsburgo y los hachemíes
Los Pahlaví y los Song, los Roosevelt, los mafiosi y los Kennedy

Acto vigésimo. 2.000 millones

Los Roosevelt, los Sun y los Krupp, los Pahlaví y los saudíes

Acto vigésimo primero. 2.300 millones

Los Nehru, los Mao y los Sun, los mafiosos, los hachemíes
y los albaneses
Los Norodom y los Kennedy, los Castro, los Kenyatta y los Obama
Los hachemíes y los Kennedy, los Mao,los nehruvianos y los Assad
Casas salomónica, de los Bush, los Borbones, los Pahlaví y los Castro

Acto vigésimo segundo. 4.400 millones

Los Yeltsin y los Xi, los nehruvianos y los Assad, los Bin Laden,
los Kim y los Obama

Acto vigésimo tercero. 8.000 millones

Los Trump y los Xi, los saudíes, los Assad y los Kim

Fuente: Introducción, conclusión e índice del libro de Simon Sebag Montefiore El mundo. Una historia de familias (Barcelona, Crítica, 2023)

Portada: huellas de 800.000 años de antigúedad descubiertas en la playa de Happisburgh (Norfolk)(foto: Martin Bates/Science New)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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