Gonzalo Pontón
Epílogo
Los primeros veinte años del siglo XXI han sido duros para los españoles. Hemos vivido hechos históricos novedosos, algunos de procedencia exterior, como han sido los atentados yihadistas en Madrid y Barcelona, o la epidemia vírica del SARS CoV-2, pero también hemos padecido la reiteración de viejos, conocidos, flagelos del capitalismo, como la gran depresión económica de 2007, de la que todavía no nos habíamos recuperado cuando llegó el coronavirus. O hemos asistido a la verificación por vía judicial de la persistencia de la corrupción, protagonizada como tantas veces en nuestra historia por personas que han tenido las máximas responsabilidades políticas e institucionales y que pone en cuestión la jerarquización actual del estado. Y también hemos verificado empíricamente que viejos problemas, como la organización territorial de España, siguen sin resolverse 500 años después de haberse establecido un estado compuesto.
En este país, una democracia occidental integrada en la Unión Europea, viven hoy más de 24 millones de mujeres y más de 23 millones de hombres, de los que 10 millones son personas mayores de 65 años y 12 son menores de 25; es decir, vivimos en una sociedad envejecida que, además, no crece demográficamente y tiene una alta esperanza de vida -83 años—, lo que significa que ha de ser atendida en su mayor parte a través de lo que venimos llamando el estado de bienestar.
La irrupción violenta de la covid-19 ha puesto de relieve que nuestro estado de bienestar no es aquel de que presumían nuestros políticos cuando nos decían que era «uno de los mejores del mundo», a veces para justificar la cuantía de los impuestos que pagamos al estado.
A día de hoy, no sabemos en realidad cuánta gente se ha contagiado (¿cinco millones?) ni cuántos muertos directos ha producido el virus (¿100.000?). Solo disponemos de unas cifras oficiales que han sido corregidas muchas veces y que no son de fiar. Pero sí que hemos podido vivir directamente, incluso en nuestras carnes, la debacle asistencial y hospitalaria que ha descubierto nuestras carencias. Y la debacle política. Y la económica.
La desnudez en que nos ha dejado la pandemia, muestra impúdicamente la tremenda desigualdad actual que arrastramos desde la gran crisis económica de 2007 y que afectó gravemente a quienes tenían los ingresos más bajos: las clases medias y las pobres, que pasaron a ser tres millones más por el declive económico de los que se consideraban clases medias antes de la Gran Recesión. La renta disponible por familia cayó un 20 % y regresó a las cifras de 40 años atrás, con lo que España pasó a ser la penúltima de la Unión Europea en este rubro, seguida tan solo por Rumania. El coeficiente de Gini creció más en España (más desigualdad) que los de Estonia, Lituania, Bulgaria y Chipre, en tanto que entre 2.007 y 2013 los multimillonarios españoles (aquellos que declaran un patrimonio superior a los 30 millones de euros) se duplicaron y los ejecutivos del IBEX pasaron a cobrar salarios 138 veces superiores a los de sus empleados.
La Gran Recesión expulsó del mercado de trabajo a muchas mujeres que habían encontrado empleo en el sector público durante el boom de la construcción. La austeridad y los recortes en el estado del bienestar se abatieron especialmente sobre ellas, que vieron incrementado como nunca su trabajo no remunerado: españolas y emigradas fueron las principales, si no las únicas, sustitutas del estado en servicios de atención y cuidado a enfermos, anciano l y niños. Estos últimos han sido los más perjudicados, tanto por el empobrecimiento de los padres como por los recortes en educación pública, la desaparición de becas de comedor o de las clases de refuerzo, otra vuelta de tuerca a la desigualdad formativa.
Cabe preguntarse que si estos fueron los resultados de la Gran Recesión de 2007, ¿qué sucederá ahora con el desmantelamiento de la mayor parte del sector terciario español? El turismo, que era la principal riqueza nacional, ha caído en picado por las restricciones a que el coronavirus somete a toda la humanidad y, con él, la hostelería, la restauración, los transportes aéreos y marítimos, las agencias de viajes, etc. A esta debacle hay que sumar el cierre de más de 100.000 pequeños negocios típicos de nuestro país: bares, restaurantes, comercios de proximidad, cines, teatros, salas de baile, gimnasios y miles de instalaciones o servicios que requieren para funcionar la presencia masiva de personas. El desempleo registrado a principios de 2021 alcanza los cuatro millones (un 6% de la población activa, pero que llega al 40% en los menores de 25 años), de los que 700.000 personas han perdido su trabajo a causa de la pandemia. De ellas, el 90% tiene un nivel de formación bajo, el correspondiente al primer ciclo de la ESO en el que España ocupa el último lugar de la tabla europea. La tasa de temporalidad laboral ha llegado al 24% frente a una media del 13 en la UE. Un 75% de los jóvenes españoles no pueden emanciparse por falta de ingresos (un 35% no los tiene de ninguna clase), cae la natalidad y aumenta la emigración (100.000 personas actualmente). Más de 800.000 españoles han entrado en 2020 en pobreza «severa» (viven con menos de 16 euros diarios) y han pasado a formar parte del 23% de la población española —más de 11 millones de personas— etiquetada como «pobre», que vive con menos de 24 euros diarios, entre ellas más de dos millones y medio de niños (uno de cada tres). El índice de Gini, que llegó a rozar el 0,45 en 2020, ha ganado un punto más en desigualdad. La deuda pública de España alcanza la increíble cifra del 120% del PIB y el déficit del estado es del 11% del mismo, muy malas noticias para las generaciones futuras.
¿Dónde quedó aquel país de Cucaña del que presumían nuestros políticos del último tercio del siglo XX?
En realidad, como hemos visto en los dos últimos capítulos, y vamos a revivir ahora, la economía española del siglo XX fue asistida desde el exterior por las necesidades del capitalismo y de la consolidación de la globalización: durante la dictadura franquista por ingleses, franceses y, sobre todo, norteamericanos; durante la democracia, primero, por los países que invirtieron en España y, más tarde, por los fondos estructurales de la Unión Europea, cuando accedimos a ella, y, sobre todo, por habernos incorporado al euro, lo que nos proporcionó un crecimiento económico desbordante y la disponibilidad de fuentes de financiación aparentemente inagotables. Ya hemos visto cómo nuestros gobernantes gastaron buena parte de ellas. ¿Haremos algo parecido con los 140.000 millones de euros que nos llegarán ahora de la Unión Europea? ¿Volveremos a salvar a los bancos o a construir aeropuertos sin aviones?
Más allá de los problemas de financiación, el patrón de crecimiento de la economía española a finales del siglo XX no era, en realidad, sostenible durante mucho más tiempo, porque se sustentaba en bases inestables, muy dependientes de la coyuntura exterior, con escaso anclaje en el tipo de inversiones que podían dar lugar a una reproducción de la riqueza y con bajas productividad y competitividad de empresarios y trabajadores. Nuestros gobernantes vivieron políticamente de la prosperidad coyuntural, pero cerraron los ojos ante los desequilibrios económicos subyacentes, es decir se desentendieron de nuestra historia o, por mejor decir, de las deficiencias históricas del capitalismo español que hemos visto en páginas anteriores. Recordemos tan solo la actitud de los señores de la tierra y la falta de organización y redistribución de los predios; el «pequeño capitalismo» financiero de los siglos XVI y XVII; la dejación en manos foráneas de la explotación del comercio con América; la ausencia de «nueva agricultura» en el siglo XVIII; el fracaso de la revolución industrial en el siglo XIX o el largo periodo de solitaria autarquía en el siglo XX.
En realidad, España no culminó su industrialización hasta los años 60 del siglo XX, casi doscientos años después que Gran Bretaña, y eso solo en unas pocas zonas del país. No hubo jamás en España una aglomeración industrial como en Alemania, Bélgica o Francia, ni tampoco existieron nunca imperios financieros al estilo de la City de Londres o del Wall Street de Nueva York. Ni siquiera hubo, como en Dinamarca, una especialización en agricultura de alta tecnología con la correspondiente industria agroalimentaria, ni se establecieron, como hizo Noruega, redes horizontales de cooperación entre empresas estratégicas para conseguir sinergias. Ni tampoco se produjo nunca un decidido impulso a clústeres de empresas cooperativas por parte de las instituciones del estado, corno en Suecia, que España pudo haber imitado en su momento con mucho mayor provecho que el que consiguió con el seguidismo del modelo de industrialización inglés, porque España no estaba en condiciones de competir con sus vecinos europeos para beneficiarse de los momentos de auge del capitalismo, mientras que tenía todos los números para sufrir las consecuencias del desplome de sus ciclos económicos.
Tras el ingreso de España en la Unión Europea y en el euro, cuando aún no habíamos conseguido desarrollar todo el potencial del capitalismo productivo, de valor añadido, apareció en el mundo —sobre todo en los Estados Unidos— un nuevo avatar del capitalismo, que ya nos pedía que nos desindustrializáramos y pasáramos a desarrollar el sector terciario. A cambio, ese capitalismo globalizador nos ofreció todo el dinero barato que deseáramos para importar los nuevos objetos de deseo de finales del siglo XX, sobre todo automóviles y productos electrónicos corno los ordenadores personales o los teléfonos celulares. El capitalismo financiero hizo inmensamente ricos a quienes estaban en el poder o tenían los contactos necesarios y la información privilegiada y ofreció a las clases medias españolas un espejo cóncavo que los reflejaba como «nuevos ricos», más altos, más rubios, pero, sobre todo, más protegidos contra todo mal económico futuro. Era mentira y ese espejo se hizo añicos en 2007.
La economía del mundo actual es muy distinta de la de finales del siglo pasado. Las formas de comunicación y los hábitos de consumo son diferentes. Nadie hubiera imaginado entonces que nuestro país iba a apuntarse en masa a Twitter, Facebook o Instagram, Arnazon, Netflix, Uber, Airbnb y tantos otros servicios y plataformas de comunicación. A la liberalización y flexibilización del trabajo iniciadas en el siglo XX, que ya habían acarreado profundos cambios en el mundo laboral, ha venido a sumarse una revolución tecnológica con la generalización de los usos de Internet, lo que, simplemente, ha llevado al mercado laboral español a depender de las exigencias de la globalización, como es, por ejemplo, el trabajo a domicilio. La idea de externalizar el trabajo no es nada nueva, se practica en Europa desde el siglo XVIII. Lo que es nuevo es que, justamente desde el siglo XVIII, las luchas seculares de los trabajadores por mejorar su nivel de vida son, ahora, una lucha por la simple supervivencia. El outsourring actual, como el putting out de entonces, se basa en una de las premisas esenciales para que el capitalismo subsista: la carne humana es cara y hay que separarla del proceso de producción y distribución, bien sustituyéndola por máquinas, bien sometiéndola a unas condiciones de negociación que la haga muy barata, cuando no gratuita. Es lo que está pasando en todo el mundo con los millones de personas que trabajan en precario desde sus domicilios para que las empresas eviten el pago de nóminas o seguros sociales, o de las que están permanentemente en la calle atentos a sus teléfonos móviles esperando una llamada para acudir a un servicio, a los que, falsamente, se les trata como a trabajadores autónomos. Se han creado centenares de empresas que ponen en contacto por Internet a los compradores con proveedores de servicios tan distintos como puedan ser la limpieza doméstica, el aparcamiento de vehículos, la entrega de comestibles a domicilio, el reparto de bebidas, el cuidado de perros, la venta de productos usados, etc. Ahora, con la pandemia, se ha extendido el teletrabajo con el peligro de que a las empresas les vaya tan bien que muy pronto esos trabajadores aún en nómina puedan pasar a ser «autónomos». Ninguno de estos trabajadores en precario es ya un «mileurista» como decíamos de los peor pagados a fines del siglo XX: miles de españoles quisieran hoy ganar eso. Pero están mejor que una parte del mercado laboral, los mayores de 45 años sin una cualificación demandada, que corren el peligro de no volver a trabajar con una retribución fija el resto de su vida o, como mucho, lo tendrán que hacer en chapuzas temporales de escaso valor añadido y aún más escasa retribución.
Reflexionemos sobre las consecuencias en el estado del bienestar que va a representar la economía de un país que, como España, desindustrializado y terciarizado, al albur de los impactos exteriores, sean los yihadistas, la covid, el cambio climático o cualquier otra calamidad inesperada, tiene una productividad tan baja porque está basada en el trabajo barato.
Como todos sabemos, el fin último del capitalismo es el beneficio, y ese beneficio procede de «comprar en el mercado más barato y vender en el más caro». Así enunciado por los clásicos, parece cosa de trapicheo, de saber chalanear, un skill antropológico. Pero es algo más complicado que eso. Recurro otra vez a los clásicos para decir que «el fin último y el solo propósito de la producción es el consumo». Pero, claro, es algo más complicado que eso. El consumo se consigue a partir de la necesidad humana de alimentarse, vestirse y tener cobijo, pero también por el impulso antrópico a disfrutar de otras cosas o a coleccionarlas. Para incitar a este segundo impulso, es preciso convencer y eso se hace creando la necesidad, primero, y la demanda después, que puede espolearse con recursos psicológicos y emocionales, pero también con técnicas comerciales, financieras y sociales para conseguir lo que se pretende: maximizar el consumo. Pero, naturalmente, es algo más complicado que eso. En un mercado global, el mayor consumo al que se aspira, lo alcanza aquel producto que, venga de donde venga, teniendo la máxima calidad, resulta ser el más barato. Esa «competitividad» del producto desigualdad se consigue a través de la mayor «productividad» de quienes lo fabrican. Pero, naturalmente, es algo más complicado que eso. La «productividad total de los factores» es una combinación de capital y trabajo y la gracia es obtener un producto mayor, o mejor, con las mismas unidades de los factores. Y ahí tenemos un problema: los costes laborales. Si la productividad no crece, y los salarios se mantienen, los costes relativos aumentan y el precio del producto, respecto de los demás fabricantes, se eleva, con lo que deja de ser competitivo. Pero hay dos soluciones: rebajar los salarios y restablecer el equilibrio, o incrementar la parte del capital, por ejemplo en robótica o en tecnología punta. Pero ahí tenemos otro problema: entonces bajan los beneficios del empresario a corto plazo.
Debemos recordar ahora el comportamiento típico de los empresarios españoles a lo largo de la historia que hemos visto en el libro: siempre han preferido la primera solución, es decir, bajar los salarios, con todas las secuelas económicas, sociales o políticas que hicieran falta. Es tarea del empresario, y no del trabajador, disponer del capital suficiente, tomar las decisiones estratégicas para fundar una empresa, elegir el producto adecuado que fabricará y establecer los canales para su comercialización y difusión en el mercado, es decir, el capitalista tiene que asegurar la productividad de su capital. Los empresarios españoles, como nos hemos hartado de ver, o no disponían de capital o no querían arriesgarlo, sus decisiones estratégicas estaban viciadas por la disponibilidad de ayudas del estado o por la aparición de una coyuntura favorable, el producto a fabricar dependía más de si podían especular brevemente con él y hacerse ricos (el «pelotazo») que de producir con sentido de continuidad y responsabilidad un bien; y en cuanto al mercado, sabemos muy bien lo miopes y temerosos que llegaron a ser hasta que no acudieron las multinacionales con sus nuevas técnicas. Con todas las excepciones que se quiera.
De este modo, la productividad total de los factores a finales del siglo XX fue siempre muy inferior a la media que se conseguía en la Unión Europea, porque los salarios eran bajos para los trabajadores españoles y bajísimos para los millones de inmigrados, empleados en actividades muy intensivas en fuerza de trabajo pero que demandaban escasa cualificación, con lo que la productividad no crecía. Era, a fin de cuentas, la estrategia tradicional del demediado capitalismo español: al disponer de mucha oferta de fuerza de trabajo, los empresarios no invertían en maquinaria o tecnología y se adaptaban pacientemente a crear empleo en la fase A del ciclo económico y a destruirlo en la fase B, pasando la papeleta al estado. La economía española se ha ido deslizando, así, por su baja productividad, a una posición crítica: en un mundo globalizado, dominado por la competitividad, hay muchos países que, por las características de explotación a que están sometidos sus nacionales, con niveles de vida inferiores a los de los españoles, pueden ofrecer los mismos productos que España, pero mucho más baratos. Lo sabemos bien con la lenta pero constante penetración de productos extranjeros que ya no son solo chinos.
Antes de la pandemia, el capitalismo de la globalización, muy escorado al puro capitalismo rentista, requería de los españoles, básicamente, tres cosas: iniciativa, emprendimiento y productividad.
La iniciativa individual surge, fundamentalmente, de la seguridad personal y esta de una formación sólida, profunda y creativa: ¿Es esa la situación de los jóvenes españoles que sufren más del 40% de paro? Con las excepciones de rigor, la Universidad española no proporciona este tipo de formación. No me refiero a la vieja cantilena de «la Universidad como fábrica de parados», como si una licenciatura tuviera que proveer automáticamente de un trabajo. No es así en la mayor parte de Europa: Alemania tiene menos licenciados trabajando que España, pero muchos más técnicos y especialistas. No es la Universidad la responsable de que la gente no encuentre trabajo; la Universidad tiene que proporcionar la formación a que me refería antes: la base sólida, profunda y creativa imprescindible para construir sobre ella, mediante másteres de especialización técnica o científica, la posibilidad de encontrar empleo, que depende de otros muchos factores.
El emprendimiento empresarial surge, fundamentalmente, de la riqueza propia o de la tradición familiar, aunque también puede proceder de la capacidad técnica y gestora de una persona determinada. En el segundo caso, ¿con qué capital cuenta? ¿Con qué financiación? Y, sobre todo, ¿con qué mercado? ¿Cuál es el típico emprendedor pobre español? El que con el dinero del despido monta un bar en la ciudad o un chiringuito en la playa, y ahora, con la covid, ni eso.
En cuanto a la productividad del trabajador, en primer lugar digamos que sin empleo no la hay. Y si la hay, ¿qué salarios reporta? ¿Por cuánto tiempo? ¿Con qué dignidad laboral? ¿Qué productividad se le puede exigir a un trabajador autónomo del tipo a que acabo de referirme? Es verdad que hemos asistido, con la covid, a un ejemplo extraordinario de productividad laboral: el de los médicos, enfermeras, asistentes sanitarios, limpiadores, etc. Pero no ha surgido de las exigencias del capitalismo, sino de la solidaridad humana. A gentes que cobran 1.000 0 1.500 euros por trabajar 10 o 12 horas al día, las hemos recompensado generosamente aplaudiéndolas todos los días a las ocho de la tarde, pero ¿ganan ahora más que antes de la epidemia?
Pero uno se puede preguntar legítimamente por qué se exigen esas condiciones a los trabajadores españoles, cuando los economistas nos informan que desde la Gran Recesión de 2007 se ha producido una caída de la productividad global y una pérdida de dinamismo empresarial en todo el mundo. En Estados Unidos o Alemania el crecimiento de la productividad en los últimos dos arios rondó un insignificante 0,5% anual, mientras que el de Gran Bretaña no pasó del 0,2%. El menor dinamismo empresarial se refleja con claridad en datos de los Estados Unidos, en teoría el país más emprendedor del mundo: al final de los años 90, todos los años apelaban al mercado de capitales unas 7.000 empresas, pero en los cuatro últimos no llegan a 4.000. Dentro de esa caída figuran las famosas audacias de los emprendedores: cada vez se reduce más el peso de las start ups en todos tos sectores de la actividad económica. Son las grandes corporaciones y no la actividad emprendedora las que crean empleo. Cuando les conviene.
La desaceleración de la productividad, el descenso del emprendimiento y una menor innovación van de la mano con el incremento de la desigualdad laboral: el peso de los salarios en la renta nacional no hace más que disminuir. Según datos de la Comisión Europea, en los últimos 2o años el salario real en la industria solo ha crecido en total un 7,7%, mientras que en los servicios solo lo ha hecho en un 1,5% en esos mismos 20 años, Al mismo tiempo, la precariedad laboral ha seguido creciendo, a la vez que en paralelo ha ido descendiendo el poder de los sindicatos, que ha facilitado todo tipo de abusos, tanto con el impago de horas extraordinarias como con la desregulación de empleados a través de las plataformas digitales.
El capitalismo rentista (en el sentido ricardiano de obtener un nuevo rendimiento de los activos existentes) ha cabalgado admirablemente el año de la pandemia: las 20 personas más ricas de la tierra cerraron el ejercicio de 2020 con un patrimonio conjunto de 1.464 billones (europeos) de euros, un 24% más que el año anterior. Jeff Bezos, de Amazon, favorecida por los confinamientos, ha ganado casi un 70% más que en 2019: tiene ahora un patrimonio de más de 160.000 millones de euros y puede dedicarse a viajar por el espacio. Pero el SARS-CoV-2, y sus consecuencias económicas y sociales, sobre todo por lo que toca a la caída del consumo, van a poner al capitalismo en la necesidad de reinventarse, corno ha hecho tantas veces a lo largo de su historia, «con la crueldad de su admirable, de su fecundo ardor creativo». Desde luego lo que hará, como ha hecho siempre, es buscar compensaciones en el dinero público tanto de los estados-nación como de las entidades supranacionales. Sabemos cómo se salvaron los bancos en la Gran Recesión. Y sabemos que, tras haber predicado la austeridad en los salarios y los recortes en el estado del bienestar, ahora la Unión Europea, que aún no se ha rehecho del golpe, se saca de la chistera 700.000 millones de euros para hacer frente a los estragos del coronavirus, ¿Con qué condiciones? ¿Qué van a pedirnos a los españoles a cambio de los 140.000 que, al parecer, «nos corresponden»?
Lo que está claro es que, justamente por todo lo que destapó la tremenda crisis económica de 2007 y por todo lo que está revelando la pandemia de coronavirus de 2020, deberíamos reflexionar sobre nuestra realidad actual y sobre la que verdaderamente queremos para nosotros y para nuestros hijos. En el momento de escribir estas líneas, España es uno de los países del mundo occidental donde la desigualdad es mayor, el primero de la Unión Europea. La desigualdad se ha ido construyendo lentamente a lo largo de nuestra historia (no hubo un «salto puntuado», es decir, un brusco aumento de la desigualdad por la debilidad de nuestra burguesía) hasta llegar a su crecimiento desbocado con el franquismo y la transición y, más tarde, con las consecuencias de la Gran Recesión de 2007 que la constituyó en una desigualdad «categórica», porque se compone de la desigualdad de género (las mujeres siguen cobrando menos que los hombres por un trabajo igual), la económica (el reparto asimétrico de la renta y la riqueza), la política (el bloqueo a que los comunes participen más directamente en las decisiones políticas, y no solo a votar cada cuatro años sin control de los cambios que deciden sus representantes políticos), la intelectual (el inquietante abandono escolar, la baja tasa de lectores, el descrédito de la enseñanza universitaria), la vital (los ataques al estado del bienestar que provocan una mayor mortalidad y una menor esperanza de vida) y la desigualdad existencial (el paro continuado, que afecta a la dignidad de las personas, a su grado de libertad ya su derecho al respeto y al desarrollo personal).
Pero la desigualdad no está en los genes, no es una fuerza telúrica irresistible, ni siquiera es de génesis económica o tecnológica: solo es producto de decisiones políticas. Y las decisiones políticas pueden y deben cambiarse. No, desde luego, con la política actual, calcificada y engañosa. El 17 de mayo de 2021 el director del gabinete de la Presidencia del gobierno de Pedro Sánchez dio a conocer en El País las líneas generales de un ejercicio de prospectiva llamado «España 2050» con el que el presidente del gobierno quiere «modernizar España» a largo plazo (sabemos lo que opinaría Keynes). A lo largo de un texto escrito en langue de bois, pero autosatisfecho con la capacidad de España para hacer tanta prospectiva como el que más, el gurú presidencial reconoce «los efectos disruptivos de la pandemia y la aceleración de grandes desafíos como el cambio climático, la digitalización, el envejecimiento, el reto demográfico, la cohesión social, la igualdad entre hombres y mujeres o las transformaciones del orden global». No hay que alarmarse, sin embargo, por tales minucias porque todo se va a resolver. Pero hoy no, ¡mañana!: «Vienen décadas de cambios profundos y acelerados. Si sabemos aprovecharlos, España podría resolver viejos problemas enquistados y alcanzar unas cotas de desarrollo económico y bienestar social que hoy apenas llegamos a vislumbrar». El autor del artículo no hace ninguna referencia a la exacerbación del capitalismo rentista (que es lo que verdaderamente amenaza nuestro futuro), a la endeblez de la economía española en el mundo globalizado, al ominoso cuadro macroeconómico actual o a los dolorosos datos de la realidad social, ni nos ofrece nada que nos ayude a entender cómo va a producirse, en menos de treinta años, el prodigio que anuncia.
Nuestros responsables políticos siguen huyendo de la realidad y de lo que debería ser su deber. En vez de dar cuenta de lo que están haciendo para resolver los problemas de los hombres y mujeres de este país, hoy, nos convocan a un mañana ¿será el de «patria, justicia y pan»?— que ahora «no podemos ni vislumbrar». Y lo hacen de la peor manera posible: insultando nuestra razón y apelando a nuestras tripas con un panegírico trasnochado pariente, quizá, de las Laudes Hispaniae de Isidoro de Sevilla, Quevedo, Forner o Pemán: «La comunidad llamada España sigue siendo posible. El nuestro es uno de los países más desarrollados del mundo. Y quienes tenemos el privilegio de habitar en él lo sabemos. Nace algo nuevo. Hay señal frente al ruido. Ni somos tan pocos, ni estamos tan aislados ni somos tan frágiles. Llegó nuestro momento».
Frente a esa y a tantas otras impudicias que he comentado a lo largo de este libro, quiero terminarlo poniendo en valor las luchas inmemoriales de hombres y mujeres por salir adelante, por conseguir una vida mejor, más humana y menos coercitiva, más digna, más libre y más igualitaria. Las llevaron a cabo batiéndose contra todos sus enemigos: la pobreza, la explotación, la arbitrariedad, la injusticia, pero también sufrieron las mentiras y las ensoñaciones con que secuestraron su voluntad las clases dirigentes y sus adules. Fracasaron ante las negras aves de la historia. ¿Fracasarán de nuevo? No es cosa de la historia, sino de la política.
Índice
- Hispánicos
- Cristianos, musulmanes y judíos
- Europeos y americanos
- Castellanos, portugueses y catalanes
- Peninsulares y criollos
- Españoles
- Monárquicos y republicanos
- Súbditos
- Ciudadanos
Epílogo
Epílogo e índice de: España. Historia de todos nosotros desde el neolítico hasta el coronavirus. Barcelona, Ediciones de Pasado y Presente, 2021.
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Portada: Motivo de la cubierta del libro España Historia de todos nosotros desde el neolítico hasta el coronavirus
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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