Ian Kershaw

 

Conclusiones: Hacedores de historia, en su época (fragmento)

El propósito de este libro era analizar cómo doce estadistas y gobernantes europeos de distintos orígenes y sistemas políticos fueron capaces de alcanzar y ejercer el poder, y en qué medida ese poder transformó la Europa del siglo XX. Si esos individuos hicieron efectivamente historia, se debió en todos los casos a que el líder fue fruto de una serie única de circunstancias que posibilitaron su ascenso al poder y su ejercicio. Fuera de este contexto concreto, cabe sugerir (aunque lógicamente es imposible estar seguro) que no habrían dejado en la historia ninguna huella especial. Gracias a su habilidad para aprovecharse de la situación en la que poco o nada habían tenido que ver, destacaron y fueron capaces de encabezar (a veces de manera destructiva) cambios fundamentales. Así pues, he querido evaluar el papel de la personalidad en el cambio histórico examinando no solo las acciones personales de los líderes, sino también las circunstancias impersonales, estructurales, que hicieron posible el impacto de cada individuo.

Algunos de los líderes analizados fueron dictadores; otros, demócratas. Aparte del hecho de ostentar el poder en sus respectivos países, ¿tenían algo en común? Los dictadores, ¿tienen las manos tan libres como parece? Y en tal caso, ¿cómo alcanzaron esta posición? Los demócratas, ¿tienen un poder tan limitado como dan a entender los mecanismos constitucionales? Si no es así, ¿cuándo y cómo la personalidad y las circunstancias anulan las restricciones teóricas sobre el ejercicio del poder? En la Introducción expuse la naturaleza del problema y esbocé diversos supuestos y sugerencias sobre la interrelación de los condicionantes estructurales y el poder individual. Esta Conclusión pretende verificar hasta qué punto los estudios de caso anteriores encajan en estas pro­puestas generalizadas.

Corno señalé en la Introducción, Karl Marx utilizó la idea de «equilibrio de clases» para conceptualizar las circunstancias previas que permitieron a Luis Bonaparte, a quien el primero consideraba un mediocre, ejercer el poder en Francia a mediados del siglo xrx. Con eso Marx quería decir que, si ni los revolucionarios ni la clase gobernante eran lo bastante fuertes para dominar, se abría espacio para «alguien de fuera» carente de las mínimas cualidades para ejercer el poder del estado. De todos modos, el «equilibrio de clases» no es de gran ayuda en los estudios de caso, con la posible excepción de la España de la década de 1930.

En la toma del poder por los líderes comunistas (Lenin, Stalin, Tito, Gorbachov) no hubo equilibrio de clases. Entonces, la clase dominante ya había sido destruida (aunque, con Lenin, para completar la destrucción de Rusia hizo falta una encarnizada guerra civil). En el caso de Gorbachov, el equilibrio de clases también es a todas luces irrelevante. En la dictadura del proletariado, no existen oficialmente las diferencias de clase. Pero, en realidad, bajo el mandato de Gorbachov un estamento de apparatchiks, cuyos servicios al estado y al partido les proporcionaban privilegios y ventajas materiales, vivían al margen de la inmensa mayoría de la población en todo el sistema soviético. Cabe decir, entonces, que es cuestionable este «equilibrio de clases».

Stalin, Lenin y Kalinin en marzo de1919 (a menudo se confunde a este último con Trotsky)(foto:API/Gamma-Rapho via Getty Images)

Tampoco fue esto una circunstancia previa del poder de Mussolini o Hitler. La capacidad política de la clase trabajadora ya había resultado drásticamente debilitada antes de que aquellos tomaran el poder. Los recién instalados dictadores completaron la destrucción mediante una represión feroz. En el caso de Franco, la toma del poder se produjo al final de una horrible guerra civil que dejó a la clase trabajadora totalmente a merced, del dictador y de la victoriosa clase dominante española. Los líderes democráticos (Churchill, De Gaulle, Adenauer, Thatcher o Kohl) sacaron provecho de la estructura de poder social y político predominante de distintas maneras, si bien esto no puede definirse como «equilibrio de clases». Aunque desde luego De Gaulle y Adenauer asumieron el poder después de que la guerra hubiera destruido los sistemas políticos existentes, las estructuras sociales subyacentes habían desaparecido solo en parte.

Tras haber experimentado recientemente cómo, de improviso, la pandemia del coronavirus ha trastocado las sociedades de todo el planeta, no necesitamos ningún recordatorio especial de la importancia de los determinantes impersonales en el cambio histórico (aunque su impacto dañino puede agravarse de forma significativa debido a ciertos liderazgos, como los de Trump o el presidente brasileño Bolsonaro). También el siglo XX, en el que el papel de varias personalidades potentes cobra mucha importancia, estuvo en esencia moldeado por patrones de cambio cruciales, a veces ocultos, latentes bajo el drama superficial de acontecimientos políticos trascendentales. Por ejemplo, la población europea siguió creciendo a lo largo del siglo a pesar de la disminución de los índices de natalidad y las enormes pérdidas humanas provocadas por la guerra, las enfermedades, el hambre y los genocidios. La principal razón es el descenso de los índices de mortalidad (tendencia que se remontaba a la segunda mitad del siglo xix), debido en parte a asombrosos adelantos médicos. La industrialización y la urbanización tuvieron importantes consecuencias para los medios de subsistencia de millones de personas, pero aunque los líderes políticos podían intentar o bien fomentarlas o bien contenerlas, las tendencias continuaban de manera inexorable. En la segunda mitad del siglo, mientras proseguía el crecimiento urbano, se produjo desindustrialización (lo que dejó a su paso profundos cambios sociales y políticos) con independencia del tipo de liderazgo político, si bien, como demuestra el caso de Gran Bretaña en la época de Thatcher, este sí influyó en el modo en que aquella se llevó a cabo.

Las dos guerras mundiales fueron el principal motor del cambio histórico. Es evidente la complejidad, tanto personal como impersonal, de sus causas y su dirección. Si la primera guerra mundial resiste al intento de echar la culpa a un solo individuo, los orígenes de la segunda parecen más claros. No obstante, pese a la importancia de su papel personal, Hitler no fue ni mucho menos la única causa siquiera de la guerra europea, que solo llegó a ser realmente global en diciembre de 1941, con la entrada de Japón y Estados Unidos en el conflicto. El resultado de la primera o la segunda guerra mundial tampoco es atribuible simplemente a la intervención humana. Aunque las acciones de los líderes de la guerra obviamente allanaron el camino para el éxito o el fracaso militar, la victoria dependió de fuerzas que escapaban al control individual: el poderío económico, la geografía, las relaciones internacionales, el nivel de producción de armamentos o la capacidad para mantener la actividad de unas fuerzas armadas bien asistidas durante mucho más tiempo que el enemigo.

Las dos guerras no fueron solo inmensamente destructivas. También estimularon las innovaciones tecnológicas (entre ellas el motor de reacción, la tecnología espacial o la fisión nuclear) y los avances en medicina (como las técnicas de cirugía reconstructiva). Acabaron con monarquías e imperios, dieron origen tanto al comunismo como al nacionalismo extremista, pero también generaron movimientos democráticos. El final de la segunda guerra mundial originó un crecimiento económico sin precedentes, promovió la creación del estado de bienestar, contribuyó a nuevos niveles de prosperidad y dio lugar a una paz duradera en Europa. Otras tendencias seculares importantes —por ejemplo, la menor in- fluencia de las iglesias cristianas, la exigencia de igualdad para las mujeres, el acento en los derechos humanos, el impacto de las migraciones masivas, la difusión de la tecnología informática o, cada vez más, los efectos del cambio climático— han sido cruciales en la historia del siglo xx europeo, pero como mucho han recibido una influencia solo parcial de ciertos dirigentes políticos individuales.

Hitler y Hjalmar Schacht, durante un desfile en Berlín en mayo de 1934

Aun así, si no hubiera sido por el impacto de los líderes analizados en este libro (y otros), la vida de millones de ciudadanos europeos habría sido radicalmente distinta. En el desarrollo de la historia, el liderazgo no ha sido puramente circunstancial, sino un elemento clave. De entrada, el impacto de estos líderes fue posible gracias a fuerzas impersonales existentes más allá del control de cualquier individuo. No obstante, la personalidad de un líder podía desempeñar un papel destacado.

La guerra fue el catalizador más importante. Sin la primera guerra mundial, Lenin (y su sucesor, Stalin), Mussolini o Hitler casi no habrían tenido ninguna posibilidad de asumir el poder en sus respectivos países. Sin la segunda guerra mundial, es muy improbable que Churchill, De Gaulle o Tito hubieran llegado al poder. La guerra y su legado de devastación fueron la causa más evidente de crisis extrema, debido a la cual surgió el tipo de dirigente que mejor podía representar la exigencia de soluciones extremas a la crisis y ofrecer la esperanza de una salvación nacional. La guerra también generó un grado de azar que a veces tuvo consecuencias decisivas. ¿Cómo habría podido llegar Lenin al poder en 1917 sin la buena disposición de los militares alemanes a permitirle hacer su recorrido hasta Rusia?

En determinadas circunstancias, la personalidad resultó sin duda un factor clave. Los individuos protagonistas de los capítulos precedentes no eran intercambiables. Otra personalidad habría dado lugar a una historia quizá radicalmente distinta. Probablemente esto salta a la vista en el caso de los dictadores. El liderazgo de Hitler posibilitó el Holocausto. Si él no hubiera sido el jefe del estado alemán, tal vez no se habría producido la aniquilación física de los judíos. De todos modos, también entre los dirigentes democráticos la personalidad tuvo un papel crítico. El nombramiento de Churchill, que desagradó a gran parte del estamento político, y no de Halifax (la opción preferida de muchos) como primer ministro británico en mayo de 1940 cambió la historia, y no solo en Gran Bretaña. La apretada victoria electoral de Adenauer en 1949 como canciller de Alemania Occidental tuvo repercusiones vitales en Europa, así como en la propia Alemania, durante la guerra fría. El impacto de Thatcher en Gran Bretaña, Europa y el mundo entero en la década de 1980 no lo habría igualado ningún otro primer ministro. Por otro lado, cuesta imaginar que alguien distinto de Gorbachov hubiera sido capaz de promover y poner en marcha las políticas que desembocaron en el desmoronamiento de la Unión Soviética y el final de la guerra fría. Helmut Kohl se distingue de los otros estudios de caso al menos en dos aspectos. Su llegada a la Cancillería de Alemania Occidental no se debió a ninguna crisis importante. Y hasta que en 1989 diversas circunstancias externas afectaron a su mandato, tampoco fue un personaje de talla mundial. Sin embargo, tal como ponen de manifiesto las páginas precedentes, en la extraordinaria situación producida en Alemania y Europa tras la caída del Muro de Berlín, Kohl sí desempeñó en la esfera internacional un papel clave. Y por encima de todo fue capaz, en parte gracias a su trato afable, de crear una buena relación personal con los líderes europeos y de las superpotencias (a excepción de la señora Thatcher) y de ganarse su confianza y su aprecio. Estos consideraban que podían confiar en él, sobre todo en su compromiso con el importante papel de Alemania en una Europa en paz. En lo concerniente a la personalidad, en el caso de Kohl fue un factor crucial.

Churchill y Halifax en 1938 (foto: Wikimedia Commons9

Entre las doce personalidades de estas páginas que hicieron historia, ¿había elementos en común? Pocas características personales unen a figuras tan dispares. Sus orígenes sociales diferían muchísimo, lo mismo que sus experiencias de infancia. Cabe resistir a la tentación de buscar explicaciones o raíces psicológicas en la niñez o la historia familiar. Dejando aparte el hecho de que estos individuos nunca se tumbaron en el diván de un psicoanalista para que se les pudiera hacer un diagnóstico fundado y que al cabo de las décadas solo es posible realizar conjeturas, la reducción de los complejísimos episodios que acompañan y conforman las acciones de un líder a una experiencia vital supuestamente definitoria equivale a soslayar burdamente cualquier explicación interesante del cambio histórico.

No obstante, acaso quepa percibir varios rasgos de carácter similares. Todos los personajes examinados en el libro mostraban un grado notable de determinación, tanto antes como después de alcanzar el poder. Tenían una firmeza, cierta fuerza de carácter, para superar las dificultades y los contratiempos, una inquebrantable voluntad para triunfar y un grado de egocentrismo que exigía una lealtad extrema y lo supeditaba todo a la consecución de los objetivos deseados. Eran individuos «motivados». Creían, o eso decían algunos, tener la misión de cumplir con su «destino». Poca gente tiene sentimientos así. Cada uno, aunque en grados muy diferentes, era autoritario por instinto, dispuesto y resuelto a mandar. Esto solía ir acompañado de muestras intimidatorias de intolerancia e indignación.

Como es lógico, los sistemas dictatoriales ofrecían un amplio espectro de despotismos: Stalin fue el más tiránico, pero Hitler, Mussolini, Franco y Tito también fueron autocráticos en grado sumo. Los dirigentes democráticos tenían que contener sus tendencias autoritarias y basarse más en la persuasión, aunque De Gaulle (si cabe considerarlo realmente demócrata) se comportaba de forma arrogante, Adenauer también podía ser muy arbitrario y Thatcher solía desdeñar a sus adversarios (y a veces a colegas suyos). Por lo general, Churchill era cortés, pero, si estaba bajo tensión, podía ser muy prepotente con los colegas y subordinados. Incluso los líderes democráticos debían tener cierta vena de crueldad. Pero, en el caso de los dictadores, esto era una prueba de idoneidad para el puesto. Eran muy eficaces a la hora de transmitir unas cuantas ideas fácilmente comprensibles en un lenguaje que expresaba actitudes, aspiraciones y prejuicios muy extendidos. Por otro lado, huelga decir que todos los líderes analizados aquí tenían un acusado apetito de poder, que eran muy reacios a soltar una vez en sus manos.

Sin embargo, en contextos distintos de aquellos en los que desempeñaron un papel tan relevante, estas características personales habrían sido muy poco efectivas. Si Rusia no hubiera salido tocada del desastroso impacto de la primera guerra mundial, seguramente Lenin habría seguido siendo un teórico exiliado y no un activista de la revolución. Sin el calamitoso efecto de la primera guerra mundial, no habríamos oído hablar de Hitler. Si no se hubiera visto empujado al liderazgo político debido a la guerra civil española, Franco habría seguido siendo simple- mente una figura militar destacada. Si Alemania no hubiera invadido Francia, probablemente De Gaulle habría seguido su carrera como oficial de alto rango en el ejército francés, desconocido para el público como tantísimos otros. Si no es por la guerra, Churchill habría podido muy bien permanecer en lo que él consideraba el páramo político. Por su lado, Thatcher y Kohl ascendieron por los canales convencionales que tienen los partidos en las democracias liberales occidentales. En teoría, ambos habrían podido llegar a jefes de gobierno en circunstancias diferentes. No obstante, la crisis política y económica del momento en Gran Bretaña propició que Thatcher adquiriese relevancia cuando, en otras circunstancias, su género y su clase social quizá habrían resultado obstáculos insuperables. De todos los líderes examinados, Kohl era el que en todo caso tenía más posibilidades de superar todas las dificultades para llegar a lo más alto mediante una victoria electoral normal. Sin embargo, al final también la crisis tuvo su influencia. La sensación predominante de que el viejo gobierno existente de coalición no era capaz de afrontar los problemas estructurales de la economía revelados por la crisis del petróleo de 1979 fue básico para que Kohl llegara al poder. En otras palabras, el liderazgo de Thatcher y Kohl también resultó de unas circunstancias excepcionales.

Helmut Kohl, Margaret Thatcher y Francois Mitterand el 27 de junio de 1988 en Hannover (foto: Reuters)

Ya es hora de analizar la aplicabilidad de las siete proposiciones generales sobre el liderazgo personal esbozadas en la Introducción.

El alcance del impacto histórico de un individuo adquiere mayores dimensiones en el transcurso de una terrible conmoción política (o inmediatamente después de ella) en la que las estructuras existentes se desmoronan o caen como consecuencia de una destrucción violenta.

Esto es en gran medida sinónimo de las circunstancias en las que puede operar el poder dictatorial, con pocas restricciones. Pero incluso entonces hay algunos requisitos. La masiva agitación en Rusia tras la destrucción revolucionaria del régimen zarista procuró las bases del poder de Lenin. Pero Lenin, por fuerte que fuera su autoridad personal, no carecía de limitaciones. Al lidiar con sus líderes subordinados del partido bolchevique, debía utilizar la persuasión y la solidez de sus argumentos. El poder despótico de Stalin emergió solo gradualmente del torbellino de turbulencias revolucionarias y sus consiguientes enfrentamientos entre facciones a la muerte de Lenin. Su control del aparato del partido le permitió dominar las estructuras gubernamentales bolcheviques —el Congreso, el Comité Central, el Politburó—, que eran más débiles de lo que parecían. Su erosión, acompañada de un terror intensificado al máximo, eliminó todas las restricciones sobre su poder personalizado. La libertad de acción de Mussolini fue limitada en el período de mayor convulsión, los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial, cuando accedió al poder. Este se amplió muchísimo solo después de que él hubiera superado la crisis interna del régimen en 1924- 1925. A finales de la década de 1930, el alcance de su acción independiente, en todo caso en política exterior, estaba limitado (aunque él no lo reconocía) por su creciente dependencia de Alemania. En los años más agitados que siguieron a la guerra, Hitler fracasó. Su ascenso al poder se produjo una década después. La exhaustiva e interminable crisis del estado y la sociedad que había precedido su toma del poder había debilitado, por una parte, a los partidos de oposición tradicionales, y, por otra, le había permitido a él crear un enorme partido estrechamente vinculado al líder. Pero incluso entonces, si el presidente Hindenburg no hubiera cedido a la presión de su círculo íntimo de consejeros, Hitler no habría llegado a ser canciller. Una vez en el poder, sin embargo, eliminó todas las restricciones internas mucho más deprisa que Mussolini. Al suprimir la potencial amenaza planteada por su ala paramilitar en el verano de 1934 y avanzar con rapidez para sustituir a Hindenburg como jefe del estado, Hitler estableció un poder absoluto.

En términos generales, el poder democrático sale beneficiado de la estabilidad y la continuidad, no de las convulsiones ni de los colapsos; y, sobre todo, está sometido a restricciones constitucionales. El poder de los líderes está delimitado. Incluso cuando la democracia, como en los casos de De Gaulle y Adenauer, surgió efectivamente de una enorme agitación, el poder estaba restringido constitucionalmente, al margen de las tendencias autoritarias del mandatario. En la liberación de Francia en 1944, De Gaulle tenía ganas de subrayar la ilegitimidad del régimen de Vichy, pero se impuso la continuidad legal del estado francés. Muy a su pesar, enseguida descubrió que, en la democracia reconstituida, la aureola que había alcanzado como líder en la guerra no se traducía en libertad de acción política. La crisis argelina, que en 1958 provocó su regreso al liderazgo del país, le procuró mayores poderes conforme a la nueva Constitución de la Quinta República, pero aunque se libró de ciertas restricciones parlamentarias aún tenía condicionamientos constitucionales y no podía ni mucho menos actuar de forma dictatorial.

La llegada de Adenauer a la Cancillería de Alemania Occidental se produjo tras la total destrucción del estado alemán en 1945. Sin embargo, la principal premisa para la ocupación del poder fue la recuperación del gobierno basado en el estado de derecho. Como alcalde de Colonia antes de la llegada de los nazis al poder, había sido un hábil gestor habituado a las limitaciones al poder democrático. Y llevó consigo sus habilidades a la Cancillería federal. Sus indudables tendencias autoritarias se vieron frenadas por la necesidad de que, en un sistema democrático, se actuara de forma colegiada. Logró sus objetivos mediante su capacidad de persuasión combinada con un perspicaz manejo de la maquinaria política partidista. Se trataba de un caso en que una gran agitación y la destrucción del existente sistema de gobierno provocaron el aumento de las restricciones al poder, no su eliminación.

Konrad Adenauer jura el cargo de canciller federal ante el presidente del Bundestag, Erich Kohler, en 1949 (foto: Konrad Adenauer Stiftung)

La búsqueda decidida de objetivos fácilmente definibles y la inflexibilidad ideológica, sumadas a una adecuada agudeza táctica, permiten que un individuo destaque de la masa y obtenga un gran número de seguidores.

Con la excepción de Helmut Kohl, esta generalización se refiere a todos los individuos analizados aquí, aunque sobre todo a los dictadores. Kohl desde luego poseía perspicacia táctica, pero no destacó como canciller hasta que, en el otoño de 1989, tuvo la oportunidad de presionar a favor de la unificación alemana. Hasta entonces, su progreso había sido bastante convencional. Se había mostrado decidido en su deseo de alcanzar la cima de su partido y llegar a ser canciller federal. No obstante, sus objetivos en el poder eran limitados. Sus ambiciones eran las de un dirigente democrático conservador tradicional, de partido. No tenía metas definibles con claridad ni era inflexible desde el punto de vista ideológico. En su caso, el azar acudió en su ayuda y lo convirtió en un actor importante en la escena mundial con el inequívoco objetivo de la unificación alemana en el horizonte. Los otros líderes democráticos personificaban de forma más evidente un único fin claro: la victoria en la guerra y la defensa de la libertad (Churchill); la liberación de Francia (De Gaulle); la reconstrucción de Alemania mediante lazos con Occidente (Adenauer); y la recuperación de la «grandeza» británica mediante la libertad de mercado para sustituir lo que se consideraban los grilletes económicos del «socialismo» (Thatcher).

Para los dictadores fascistas, los objetivos ideológicos se fueron evidenciando con el tiempo, una vez conseguido y consolidado el poder. Sin embargo, no fueron necesariamente cruciales para conseguir el respaldo de las masas. Mussolini tenía habilidad en el aspecto táctico, pero, desde el punto de vista ideológico, para lograr el apoyo de la gente actuaba de forma oportunista. Su conquista del poder se basaba más en la confusión que en la claridad de ideas. Y tuvo éxito en ambas facetas: un revolucionario para los radicales paramilitares, y un sostén de la élite liberal conservadora. Las obsesiones personales de Hitler con la «eliminación» de los judíos y la consecución del «espacio vital» no fueron esenciales en su ascenso al poder. Durante los años de su increíble éxito electoral, entre 1930 y 1933, su retórica se centró mucho menos en los judíos que una década antes, con consecuencias tan aciagas; por otro lado, lograr el «espacio vital» en un futuro indeterminado era irrelevante para las preocupaciones de la mayoría de los alemanes, que padecían una aguda crisis política y económica. Durante aquella amplia crisis, Hitler prometió una y otra vez arrasar el existente sistema de gobierno y destruir a los enemigos internos de Alemania. Combinaba su agresividad con vagas nociones sobre una futura «comunidad de personas» y la recuperación del orgullo y la fortaleza nacional. Si los fines ideológicos hubieran sido más claros y precisos, habrían supuesto un impedimento, no una ayuda. Para Mussolini y Hitler, la combinación del odio total a un sistema de gobierno percibido en general como corrupto, el avivado miedo a la izquierda revolucionaria y la promesa de un renacimiento patriótico para crear una sociedad nueva, fuerte y dinámica era mucho más importante que tener objetivos claramente definidos una vez alcanzado el poder. Esto condicionaba el ambiente en el que la personalidad del líder podía desempeñar un papel decisivo.

En España, el enconado y violento conflicto de clases durante los cinco años previos a la guerra civil engendró muchos síntomas similares de crisis nacional. Franco no contaba con apoyo popular antes de la guerra, cuando su idea de cruzada nacionalista para aplastar a la izquierda de una vez para siempre y recuperar la gloria de la España católica no llamaba la atención entre quienes estaban a su lado. La adulación de que fue objeto tras la guerra se debió a sus éxitos militares, no a su capacidad para expresar nada. Por otro lado, en cuanto tomó el poder, ya no hubo objetivos ideológicos claros aparte de luchar constantemente contra su puestos enemigos (internos o externos), preservar los ideales nacionalistas y conservar el poder.

Los líderes comunistas —Lenin, Stalin y Tito— habían mostrado reverencia hacia la doctrina de Karl Marx y Friedrich Engels. Por su parte, Stalin y Mao habían rendido homenaje ritual a Lenin. No obstante, los preceptos ideológicos del marxismo-leninismo eran más importantes por su capacidad para formar e integrar el séquito de los dirigentes del partido bolchevique que por su atractivo para las masas. La construcción de una base amplia de apoyo venía después, no antes, de la toma del poder.

Franco preside el desfile de la victoria de 1939

El ejercicio y la magnitud del poder personal se hallan seriamente condicionados por las circunstancias reinantes durante la conquista del poder y las primeras fases de su consolidación.

En general, la proposición es aplicable a los dictadores. Fuera comunista o fascista, la consolidación inicial del poder dictatorial iba acompañaba de elevados niveles de represión de los opositores. Durante la guerra civil, Lenin exigió la extensión del terror contra los enemigos de la Unión Soviética. Stalin, el sucesor efectivo de Lenin, consiguió ganar la batalla ideológica sobre el desarrollo de la economía, lo que le proporcionó la plataforma para crear una base inexpugnable de poder personalizado, que propagó mediante un terror extremo dirigido contra todas las amenazas internas, reales o imaginadas. Mussolini y Hitler pudieron atribuirse éxitos tempranos, sobre todo su embate contra la izquierda, lo que prolongó su permanencia en el poder. Mussolini solo alcanzó su dominio personal de lleno cuando fue posible «domar» a los jefes provinciales del partido a mediados de la década de 1920 (y aun así la monarquía constituía una alternativa legítima). Hitler completó su camino hacia el poder personal absoluto cuando en el verano de 1934 aplastó el potencial desafío de sus inquietos paramilitares. Franco tomó el poder efectivamente gracias a su victoria en la guerra civil. Como consecuencia de ello, su supremacía era incuestionable. Contra sus enemigos internos (sobre todo durante la guerra y en los años inmediatamente posteriores), fue implacable. No obstante, su poder personal se basaba muchísimo en la capacidad para manipular a los sectores de la élite gobernante cuyos intereses se veían satisfechos gracias al nuevo régimen. Pasó algo muy parecido con Tito, cuyas hazañas de la guerra le permitieron crear una irrebatible base de poder que pudo ampliar mediante la corrupción (sobre todo, como pasaba con todos los dictadores, teniendo contentos al partido, el ejército y las fuerzas de seguridad), las tácticas manipuladoras de «divide y vencerás» hacia los líderes subordinados y, por supuesto, la represión.

La proposición solo es aplicable, con alguna modificación, al poder personal de los líderes democráticos. En términos generales, estos alcanzan el poder mediante un sistema basado en reglas que permite su elección como líderes de partido y de gobierno y luego los obliga a actuar a través de la colaboración, no de la imposición. Thatcher y Kohl llegaron a dirigir gobiernos gracias a estructuras políticas bien establecidas. En ambos casos, el contexto en que se asumía y consolidaba el poder en el estado no era en sí mismo fundamental para la posterior expansión de su poder personalizado, que resultó en gran medida de acontecimientos imprevistos. El triunfo de las Malvinas supuso sin duda un enorme aumento del prestigio y la autoridad de la señora Thatcher. El hundimiento, y luego el colapso, de la República Democrática Alemana dio a Kohl, más de siete años después de haber llegado a ser canciller (más bien del montón), una nueva autoridad personal.

No obstante, las emergencias brindan un patrón distinto, incluso en el caso de los dirigentes democráticos. La crisis de Gran Bretaña de abril y mayo de 1940 ofreció a Churchill una oportunidad inesperada para asumir el poder. En condiciones de guerra, las limitaciones democráticas eran escasas. Con todo, al margen de su firmeza instintiva, Churchill actuaba en un marco de gobierno colectivo. De Gaulle y Adenauer tuvieron que empezar en buena medida desde cero y, en vez de heredar sistemas, tuvieron que forjarlos. En estos casos, cabe decir que la proposición es válida. Adenauer contaba con un partido fuerte, pero ganó las elecciones de 1949 por una diferencia estrecha. Poco a poco amplió su inicialmente precario control del poder mediante políticas efectivas (y el «milagro económico»), dominando la nueva democracia de una forma tan personal que acabó conocida como «dictadura cancilleresca». Los instintos autoritarios de De Gaulle eran evidentes en todo. Su victoria en la segunda guerra mundial no le proporcionó el poder que esperaba. Las circunstancias de su regreso a la máxima jefatura en 1958 en el marco de la inestabilidad crónica de la Cuarta República y la crisis de Argelia le permitieron moldear la incipiente Quinta República como vehículo para su propio poder ampliado, si bien dentro de un escenario democrático que en última instancia provocaría su derrota en 1969.

El estudio de caso de Gorbachov es, en cierto modo, anómalo. Aun que había llegado al poder a través de un sistema dictatorial, Gorbachov no era un dictador. Por otro lado, como producto natural de las estructuras leninistas de gobierno, no era demócrata (si bien en cierto modo acabó siéndolo). Su cargo de secretario general electo del Partido Comunista le dio desde el principio un enorme poder. Sin embargo, su agenda reformista fue criticada con dureza. Actuaba mediante la persuasión enérgica y vehemente. Su poder personal aumentó solo gradualmente gracias a la popularidad inicial de sus reformas. No obstante, el efecto de esas reformas debilitó de forma paulatina su autoridad hasta el punto de que se produjo el desplome de su poder personal y en última instancia su dimisión básicamente forzada. Por tanto, cabría decir que las condiciones de la toma y consolidación del poder eliminaron limitaciones sobre Gorbachov, pero su propia actuación política lo sometió, con el tiempo, a las restricciones que iban a acabar con ese poder.

En todos los sistemas, incluidas las democracias, la personalidad del líder capaz de consolidar y ampliar su poder durante un largo período de tiempo tiene el potencial de erosionar las limitaciones sobre el ejercicio del poder.

Politburó del Comité Central del Partido Comunista en 1981. De izquierda a derecha: Mijail Gorbachov, Andrei Gromyko, Nikolai Tikhonov, Leonid Brezhnev, Mijail Suslov, Konstantin Chernenko, Yuri Andropov y Boris Ponomarev (foto: TASS via Getty Images)

La concentración del poder mejora las perspectivas del impacto potencial del individuo, aunque muchas veces con consecuencias negativas, a veces incluso catastróficas.

Esto parece a todas luces cierto con respecto a los dictadores. Si hablamos de líderes democráticos, no está tan claro.

El liderazgo de Lenin fue demasiado breve para evaluar la pertinencia de la frase en su caso. Al fin y al cabo, durante su último año de vida estuvo paralítico debido a una serie de derrames cerebrales y no tuvo la fuerza suficiente para evitar que la sucesión recayera en Stalin pese a los avisos sobre sus peligrosas inclinaciones, avisos que sí habían llegado a las altas esferas del partido. No obstante, si Lenin hubiera vivido más, y con buena salud, es casi seguro que, dada la aureola que ya poseía como artífice de la revolución bolchevique, el «centralismo democrático» (como era conocida la doctrina en la Unión Soviética) habría fortalecido aún más su poder personal. Los tremendos crímenes de estado acontecidos bajo el mandato de Stalin probablemente no se habrían producido si Lenin hubiera gobernado más tiempo, aunque su propio historial sugiere que se habría mantenido un elevado nivel de violencia contra cualquier enemigo interno percibido. En cuanto hubo derrotado a sus principales adversarios a mediados de la década de 1920, Stalin concentró continuamente poder en sus manos. No es solo que su poder no estuviera sometido a restricciones, sino que además todo el sistema estaba al servicio de la extraordinaria paranoia del líder, con consecuencias letales extremas.

La concentración de poder en manos de Mussolini y Hitler permitió a esos dictadores tomar personalmente las decisiones que desembocaron en la guerra y el desastre total para sus países. En la época de formación de sus dictaduras, su autoridad acabó siendo tan incuestionable que quienes se mostraban inquietos o críticos ante lo que consideraban estrategias peligrosas no tenían posibilidad alguna de frenarlas. Antes de que una amenazante catástrofe nacional suscitara una nueva y desesperada disposición de la élite fascista italiana a derrocar a Mussolini o empujara a un reducido grupo de valientes oficiales del ejército alemán a intentar en vano asesinar a Hitler, solía surgir el intocable estatus del líder en parte porque las dictaduras contaban con una amplia base de apoyo incorporada, o como mínimo cierta aceptación. No había marcos institucionales para la toma colectiva de decisiones, y casi no existía margen de actuación para la oposición organizada. Los dictadores también se aseguraban de que los pilares de su dominio, es decir, el partido, el ejército y las fuerzas de seguridad, estuvieran contentos. Debido a la concentración de poder, España dependió del poder personal de Franco y Yugoslavia, del de Tito. Aquí la diferencia estaba en que el ejercicio del poder dictatorial, una vez consolidado, se dirigía sobre todo al mantenimiento de ese poder como fin en sí mismo más que al logro de objetivos ideológicos más amplios que pudieran involucrar a sus países en la guerra y la destrucción. Bien es cierto que Franco no entró en la segunda guerra mundial solo debido a la incapacidad militar y económica de España para un empresa de tal calibre.

La concentración de poder es mucho menos aplicable a los líderes democráticos, incluso a quienes aspiran a ejercerlo personalmente de forma amplia, como De Gaulle. Adenauer, Thatcher, Kohl y (aunque en un grado mucho menor) el propio De Gaulle, con independencia de sus tendencias, estaban limitados por formas colectivas de liderazgo, controles institucionales y estructuras de oposición que, en general, daban lugar a una toma de decisiones más racional que la que cabía esperar en los sistemas dictatoriales muy personalizados. La tendencia de Churchill a tomar decisiones de forma impetuosa era más acusada en los asuntos militares que dentro del gobierno. En ambos casos aceptaba, a veces de mala gana, las sugerencias de sus asesores.

El liderazgo democrático debe enfrentarse a muchos obstáculos que a quienes ocupan los cargos suelen resultarles fastidiosos. Puede sufrir ataques desde dentro hasta el punto de no ser capaz de enfrentarse a un desafío autoritario (como pasó en Alemania entre 1930 y 1933). Y desde luego no es inmune a maneras de actuar equivocadas o a decisiones perjudiciales. Viene al caso la política de apaciguamiento de Chamberlain, con un amplio apoyo de todo el espectro político y de los británicos antes del otoño de 1938. Sea como fuere, las limitaciones constitucionales (y en cierta medida las formas colectivas de toma de decisiones), por su naturaleza, propician que el liderazgo democrático sea menos susceptible que una dictadura de seguir rumbos con consecuencias catastróficas. También aquí Gorbachov constituye una excepción en las normas para el liderazgo tanto dictatorial como democrático. La concentración de poder en sus manos le proporcionó, pese a diversas formas de oposición, una enorme capacidad para seguir adelante con sus reformas. Para muchos ciudadanos soviéticos, estas resultaron perjudiciales desde el punto de vista económico. También debilitaron, y al final destruyeron, el poder soviético, que para muchos había sido motivo de gran orgullo. Por otra parte, las reformas supusieron la libertad para millones de personas de la URSS y de sus países satélites, sometidos durante décadas a la dominación soviética.

Acuerdos de Munich (1938)

La guerra somete a los individuos, e incluso a los líderes políticos más poderosos, a las abrumadoras restricciones del poderío militar.

Al margen de las restricciones del poder militar, la guerra, si termina en conquista territorial, abre perspectivas para la expansión del poder político más allá de los límites de lo que sería posible en tiempo de paz, incluso para una dictadura. El poder y el prestigio de Mussolini alcanzaron nuevas cotas en Italia gracias a la cruel conquista de Etiopía. Franco fue capaz de construir una incontestable base de poder gracias al despiadado acoso a sus enemigos políticos durante la guerra civil española. En concreto, el sometimiento de Polonia y luego la guerra en la Unión Soviética brindaron a Hitler las condiciones en las que cabía diseñar y poner en práctica medidas para acabar con los judíos en Europa. El denominado «sir» estableció los preparativos para un genocidio incluso mucho más amplio, cuya finalidad era aniquilar a millones de eslavos y crear un imperio racial alemán. Mientras parecía conducir a la victoria y la conquista, la guerra aumentaba las posibilidades de inhumanidad extrema; sin embargo, incluso los dictadores se veían obligados a someterse a caprichos y vaivenes del poder militar que escapaban a su control.

De los casos examinados, solo Adenauer, Kohl y Gorbachov no fueron nunca dirigentes en la guerra. Lenin liquidó lo más rápido posible, y a un enorme coste inicial, la participación de su país en la primera guerra mundial, que había heredado al tomar el poder. Franco y Tito llegaron al poder gracias a una guerra, aunque después, como jefes de estado, permanecieron al margen de conflictos armados exteriores. Los casos de estudio restantes hacen hincapié en la relativa autonomía del poder militar.

Hitler y Mussolini demostraron ser unos jefes militares nefastos, cuyas intervenciones en decisiones estratégicas e incluso tácticas fueron desastrosas en cuanto la segunda guerra mundial empezó a ser un conflicto prolongado que dejaba al descubierto puntos débiles esenciales en armamento, planificación y recursos económicos. Por mucho poder que tuvieran dentro de su país, al librar una guerra mundial contra potencias militares superiores, estaban condicionados por sus limitaciones intrínsecas. Su propio poder político estuvo creciente e inexorablemente subordinado al resultado de unas campañas militares que, una vez iniciadas, ya no fueron capaces de controlar. Pese a intentar por todos los medios llevar a cabo las exigencias de Hitler, a veces imposibles, los generales alemanes no pudieron evitar el colapso militar que arrastró con- sigo al sistema político. El régimen de Mussolini, militarmente más débil desde el principio y humillado por una interminable serie de desastres, resultó destruido por dentro en 1943 como consecuencia de su escasa capacidad militar.

El poder militar también limitaba las decisiones de los líderes aliados. Churchill chocaba una y otra vez con sus jefes militares y, al margen de sus propios deseos, normalmente acababa accediendo a sus peticiones. En fases posteriores de la guerra, lamentó su creciente impotencia a la hora de determinar la estrategia aliada y su subordinación a las exigencias de los jefes militares norteamericanos. Stalin empezó la guerra de una forma rotundamente catastrófica, pues, como no hizo caso de los avisos sobre la invasión alemana, el Ejército Rojo sufrió graves e innecesarias derrotas. Más adelante, a menudo cedió capacidad operativa sobre cuestiones tácticas a sus comandantes militares, aunque siguió interviniendo cuando lo consideraba necesario y conservó todo el control estratégico.

El poder de De Gaulle como líder de la Francia Libre llegó a tener gran importancia estratégica solo durante la segunda guerra mundial, en cuanto el control del imperio por parte de Vichy empezó a menguar y los Aliados establecieron la supremacía. En la segunda parte de la guerra, ciertos sucesos militares en gran medida ajenos a su control o dirección le permitieron ensanchar su base de poder. Pero incluso entonces, con gran irritación suya, en la planificación del desembarco de Normandía de 1944 básicamente no se contó con él. Después se produjo el largo paréntesis en el que fue incapaz de traducir el poder militar en político. Su regreso para liderar Francia durante la crisis de 1958 se basaba en la expectativa de que consiguiera la victoria en Argelia. Sin embargo, no controlaba el equilibrio en el poder militar en la colonia. Las fuerzas militares francesas pronto demostraron ser incapaces, en ningún marco aceptable, de ganar la guerra colonial. De Gaulle puso de manifiesto sus cualidades como líder político al reconocer ese hecho pese a la dura oposición de quienes, sobre todo en el ejército, consideraban que los había traicionado.

La señora Thatcher mostró audacia política al iniciar la guerra para recuperar las islas Malvinas tras la invasión argentina de 1982. Tomó las decisiones clave, respaldadas por su Gabinete de Guerra, que se pusieron en práctica a lo largo de la campaña. No obstante, las figuras cruciales, en las que se apoyó el poder de la primera ministra durante la breve guerra, no fueron los políticos sino sus comandantes militares. Una vez empezado el conflicto, los episodios militares desarrollaron su propia dinámica, que Londres controlaba solo en parte. El gran nerviosismo de la señora Thatcher en el transcurso del conflicto evidencia la incertidumbre sobre el resultado de la acción militar y el hecho de que su poder político dependía del poder de las fuerzas armadas británicas. La victoria fue un gran triunfo para ella así como un punto de inflexión en su devenir. Si la guerra de las Malvinas hubiera terminado en derrota, Margaret Thatcher no habría sobrevivido políticamente.

Margaret Thatcher visita las islas Malvinas tras la rendición argentina (foto: Rare Historical Photos)

El poder y el margen de maniobra de la persona que ejerce individualmente el liderazgo dependen en buena medida de la base institucional y la fuerza relativa de los apoyos con que cuente, principalmente en los circuitos secundarios del poder, pero también entre el público en general.

Los estudios de caso anteriores parecen demostrar sobradamente que, con independencia de si es un dictador o un presidente de gobierno democrático, un individuo, por poderoso que sea, necesita un aparato subordinado comprometido con la ejecución de las órdenes del líder al tiempo que plantea poca oposición, si acaso alguna. Esto a veces recibe el nombre de «cártel del poder». El término no significa igualdad en cuanto al estatus o la toma de decisiones, sino que da a entender que el líder tiene una autonomía solo relativa, no absoluta, con respecto a la élite del poder que apoya al gobierno.

En el ascenso al poder, y luego en el proceso de toma de este, ya se aprecia que un eventual dictador atrae a muchos seguidores por su personalidad, su mensaje ideológico o la probabilidad de que tenga éxito como líder de un movimiento o facción. Max Weber llamaba a esto «comunidad carismática». Por lo general sus integrantes eran partidarios del líder desde el primer día. Hermann Göring, Joseph Goebbels, Heinrich Himmler y Hans Frank fueron lugartenientes clave de Hitler desde principios de la década de 1920 hasta el último momento. Lázar Kaganóvich y Viacheslav Mólotov fueron agentes servilmente leales a Stalin desde la década de 1920 hasta la muerte de este. La gran lealtad entre Tito y los otros tres miembros del «cuarteto» de líderes después de establecida la dictadura —Edvard Kardelj, Aleksandar Ranković y Milovan Djilas— se remontaba a la época de la guerra, si bien Tito acabó enconadamente enemistado con los dos últimos. La sospecha de deslealtad, como en estos casos, provocaba la inexorable ruptura de los lazos que pudieran haber existido. En su carnicería de subordinados de quienes imaginaba des- lealtad, Stalin no tuvo parangón. Desde luego, Hitler demostró su crueldad con la ejecución, en 1934, del jefe de las Tropas de Asalto (SA), Ernst Röhm, uno de sus subalternos más destacados desde los primeros años del movimiento nazi, de quien creía que estaba conspirando en su contra; de todos modos, en realidad las purgas no fueron un rasgo característico de su modo de gobernar.

En las dictaduras, el cártel del poder incluye siempre a quienes controlan los instrumentos de la seguridad del estado. En el caso de que estos lleguen a ser tan fuertes que supongan una amenaza para el dictador, si este es un líder fuerte los elimina. Stalin, con su paranoia desbocada, mandó ejecutar a dos jefes de seguridad (que en realidad eran fieles, pero gozaban cada vez de menos confianza). En los últimos días de su vida, Hitler destituyó al responsable de la SS, Heinrich Himmler, cuya fidelidad, no obstante, antes de que fuera inminente el final del régimen, había sido un pilar fundamental del poder del Fürher.

Ningún dictador puede permitir que su poder se debilite porque un acólito establezca una base de poder alternativo. Cualquier señal percibida de deslealtad, o acaso solo de disminución de la utilidad, puede tener graves consecuencias. «Divide y vencerás» era una estrategia eficaz para que un dictador ya fuerte se asegurase lealtad mediante la necesidad de competir por sus favores. Tito demostró ser muy hábil con este método. Stalin promovía el miedo descarado, incluso entre quienes estaban en las altas esferas del régimen. Tanto Stalin como Hitler destruyeron, o permitieron que se atrofiaran, las instituciones oficiales que habrían per- mitido expresiones colectivas de oposición o crítica. En cambio, Musso- lini, aunque dominaba las estructuras del gobierno y del partido, no las destruyó. En 1943, el Gran Consejo Fascista, donde estaban presentes destacadas figuras del partido que durante dos décadas o más habían sido símbolos importantes de la dictadura, selló el destino de Mussolini al ponerse en su contra. Hitler nunca permitió la existencia de un órga- no colectivo así en el partido nazi.

En cada una de las dictaduras analizadas, los logros y éxitos percibidos unían el «cártel del poder» más al líder, disuadían a la oposición y ampliaban la base de apoyo popular, la cual, a su vez, reforzaba la seguridad del líder contra cualquier desafío interno desde dentro de su círculo más cercano. Los dirigentes subalternos, en parte por miedo, pero sobre todo para proteger o aumentar su poder y sus posibilidades de ascenso, se vinculaban aún más al líder al demostrarle su lealtad y su fiabilidad. No obstante, esto potenciaba el prestigio del líder y su capacidad para actuar sin restricciones internas. El control exclusivo sobre los instrumentos y la generación de propaganda permitían que cualquier base de popularidad existente se transformara en un culto a la personalidad que elevaba el estatus del máximo dirigente muy por encima del de cualquiera de los subordinados. De esta manera, el líder que prometió y consiguió éxitos podía, andando el tiempo, ampliar su poder real y, en consecuencia, la posibilidad de conectar sus propias decisiones políticas con sus seguidores, por pocas consultas que las hubieran precedido o por caras y desastrosas que acabaran resultando.

Aleksandar Ranković, Josip Broz Tito, Milovan Đilas y Edvard Kardelj en 1953

Gorbachov, ni demócrata ni dictador (pese a haber contribuido a crear un sistema dictatorial), ocupa de nuevo un lugar exclusivo en los estudios de caso anteriores. No contaba con un «cártel del poder» prefabricado. No podía depender del respaldo de las altas jerarquías soviéticas que heredó y cuyo arraigado conservadurismo suponía un obstáculo significativo para su programa de reformas. Sin embargo, fue capaz de usar su poder y su influencia como jefe del partido para colocar relativamente deprisa a varios reformistas afines en puestos importantes. Esto creó un cuerpo de líderes nuevos y esenciales que le permitieron seguir adelante con las reformas, aunque los obstáculos siguieron siendo enormes.

Cuando algunos miembros de esa élite del poder, antes fervientes partidarios suyos, se distanciaron de Gorbachov a finales de la década de 1980 debido a la velocidad y el carácter de las reformas, el propio poder de este quedó seriamente mermado. Su popularidad inicial se desmoronó en 1989-1990, cuando se agravó en extremo la crisis económica y política.

Las estructuras democráticas del poder subsidiario son, como es lógico, esencialmente distintas. Por lo general, el éxito o el fracaso de los líderes democráticos se miden según su capacidad para ganar elecciones, en las que de forma regular y rutinaria se evalúan los niveles de apoyo. El liderazgo de Churchill durante la guerra, cuando muchas normas democráticas estaban suspendidas, fue una excepción. Pero cuando en 1945 volvieron a celebrarse elecciones democráticas, Churchill, aun siendo un héroe de guerra, tuvo que enfrentarse a una campaña simplemente como líder de partido… y perdió.

El éxito electoral permitió a los líderes antes mencionados aumentar sus posibilidades de poner en práctica políticas arriesgadas. Adenauer ganó cuatro elecciones seguidas; Kohl, cuatro también, y Thatcher, tres. No obstante, cada líder necesitó un entorno leal, atraído por su personalidad y su programa y dispuesto a apuntalar su primacía. En sus últimos años como presidente de Francia, De Gaulle todavía pudo recurrir a las lealtades forjadas siendo el líder exiliado de la Francia Libre. En el Parlamento, sus correligionarios mostraban su lealtad incluso en el nombre: «gaullistas». Cuando recuperó el cargo en 1951, Churchill también llevó consigo a adeptos de la época de la guerra, y como es lógico su enorme prestigio le aseguró una gran lealtad hacia su persona. De todos modos, en sus últimos años como primer ministro ese apoyo fue menos personal que convencionalmente partidista. Es decir, en esencia se basaba en la maquinaria interna del partido y en sus colegas ministeriales, cuya fidelidad al jefe era puesta a prueba por el evidente deterioro de sus capacidades físicas y mentales. Aunque se resistía a dejar el cargo, cuando ya no fue capaz de actuar con eficacia como primer ministro, las consolidadas estructuras del estado garantizaron su sustitución de manera normal, sin alboroto.

La base del poder de Adenauer y Kohl fue el control de las estructuras y la maquinaria de su partido político. No obstante, ambos podían también contar con el apoyo personal de una militancia, lo que en parte se remontaba a los años anteriores a su condición de jefes de gobierno, lo cual les proporcionaba una importante caja de resonancia cuando se trataba de tomar decisiones importantes. Sin el respaldo del cártel del poder, ya no tenían futuro alguno. Aunque fuera a regañadientes, tuvieron que entregar el poder. El caso de la señora Thatcher fue distinto en el hecho de que, aunque en la oposición había gente que la apoyaba y alentaba sus objetivos radicales, ella no heredó una base sólida de apoyo ministerial, al contrario: en sus primeros años de gobierno tuvo que enfrentarse a un duro antagonismo y solo de manera gradual (sobre todo después de la guerra de las Malvinas) creó un Gabinete de partidarios en gran medida acríticos, para entonces algunos incluso devotos serviles. De todos modos, su marca de «comunidad carismática» no era tan fuerte como para volverse contra ella cuando sus decisiones políticas se convirtieran en un lastre electoral. Cuando abandonó el cargo, en noviembre de 1990, su sensación de haber sido traicionada era un síntoma de que había emborronado las líneas entre la fidelidad personal y los intereses políticos de sus compañeros de gobierno y de partido.

De Gaulle en irlanda, tras su renuncia en 1969 (foto: A. Lefebvre/Paris Match/Scoop)

La gobernación democrática es el sistema que mayores limitaciones impone a la libertad de acción de acción del individuo, y por tanto la que más restringe su radio de influencia en la determinación del cambio histórico.

Esta es la proposición más clara y sencilla. Sin duda, tener que actuar mediante formas de gobierno colectivo, lo que puede dar voz a la oposición e incluso dificultar la puesta en práctica de medidas políticas, limita la libertad de acción del líder individual. Los dictadores no se enfrentan a esa clase de problemas. El liderazgo colectivo, democrático, suele ser engorroso, incómodo, lento a la hora de tomar decisiones y, desde luego, no siempre sensato con respecto tanto a las propias decisiones como a su posterior ejecución. No obstante, las opciones políticas bien pensadas, a las que se llega con cuidado, tienen muchas más posibilidades de éxito que las órdenes dictatoriales. Cuantas menos restricciones tenga el líder, más probable es que se pongan en marcha medidas imprudentes, incluso catastróficas.

Sea como fuere, los casos de liderazgo democrático esbozados antes sugieren que al menos algunos de los líderes democráticos más sobresalientes del siglo xx eran por temperamento autocráticos, y que en determinadas circunstancias sus tendencias autoritarias fueron incluso venta- josas. En ciertos momentos críticos, especialmente en la guerra, los procesos políticos lentos y a menudo laboriosos son por lo general inadecuados. Entre los casos abordados aquí, Churchill, De Gaulle y Thatcher tuvieron que tomar decisiones rápidas que, por su propia naturaleza, se saltaban los procedimientos democráticos completos. Aun así, Churchill, en su crucial decisión de mayo de 1940 sobre si luchar o no, o Thatcher, al decidir sobre la acción militar a llevar a cabo para recuperar las Malvinas, no actuaron de forma aislada, como cuasi dictadores. Antes de resolver nada, realizaron consultas, si bien en su círculo más íntimo. Adenauer, en su rechazo clave de la nota de Stalin en 1952, y Kohl, cuando en noviembre de 1989 tomó la iniciativa que abría la puerta a una pronta unificación, también evitaron todo atisbo de consulta democrática amplia. Las decisiones eran demasiado delicadas y requerían una respuesta tan rápida que un debate previo extenso se consideró inoportuno, quizá incluso perjudicial.

Al volver al gobierno en 1958, De Gaulle se aseguró de que, en una emergencia nacional, la nueva Constitución le concedería poderes casi ilimitados, y en cualquier caso dirigía su Gabinete de una forma tan imperiosa que al final lo importante eran sus directrices personales. De todos modos, por autocrático que fuera su estilo, Francia siguió siendo un estado constitucional. El animado debate político no dio tregua. Aunque los partidos parlamentarios habían perdido la capacidad bloqueadora que habían solido ejercer durante la Cuarta República, Francia todavía era una democracia. En varias ocasiones, De Gaulle logró con éxito manipular respaldos plebiscitarios a sus políticas, lo que le permitió eludir a la oposición parlamentaria. No obstante, cuando se dio cuenta de que sus decisiones ya no gozaban de apoyo popular, como sucedió en 1969, abandonó el cargo definitivamente. En última instancia, este es el test de los dirigentes democráticos: ¿Están dispuestos a irse si son derrotados o ya no cuentan con el favor de la gente? Los líderes democráticos aquí evaluados se mostraron reacios a dejar el poder. Pero llegado el momento, se fueron… en paz (…).

Fuente: fragmento de las conclusiones del libro de Ian Kershaw Personalidad y poder. Forjadores y destructores de la Europa moderna (Barcelona, Crítica, 2022)

Portada: diario Ara, montaje con fotografías de Getty Images

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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