Asbjørn Wahl *

El Estado de Bienestar en sus diferentes versiones ha sido celebrado como uno de los mayores logros del movimiento obrero en Europa Occidental. Y no es de extrañar: representó un gran progreso en las condiciones generales de vida y de trabajo de la población. La salud, la esperanza de vida y la seguridad social se desarrollaron enormemente en un periodo relativamente corto, a medida que el Estado de Bienestar surgía durante el siglo XX.

Sin embargo, en las últimas décadas, las instituciones y los servicios de bienestar se han visto sometidos a una presión cada vez mayor. La cuestión que se plantea ahora es si el Estado de Bienestar sobrevivirá al actual proyecto político de la derecha: la ofensiva neoliberal. En este sentido, las opiniones difieren considerablemente, tanto dentro como fuera del movimiento obrero. Algunos sostienen que las principales instituciones del Estado de Bienestar están intactas, y que las desregulaciones y ajustes que se han llevado a cabo desde aproximadamente 1980 han sido necesarias para equipar al Estado para una nueva era.

Otros, entre los que me incluyo, opinan que el Estado de Bienestar ha sido sometido a una inmensa presión y a los ataques de fuertes fuerzas económicas y políticas. Se han desmantelado importantes medidas políticas de regulación, se han debilitado las pensiones públicas, se ha reducido el acceso a las instituciones públicas de bienestar, se han sustituido los regímenes universales por la comprobación de los medios de vida, las contribuciones de los usuarios han aumentado en tamaño y alcance y los intereses económicos privados han invadido áreas clave. En otras palabras, la propia existencia del Estado de Bienestar está amenazada.

Sin embargo, los debates en torno a la crisis del Estado de Bienestar suelen ser un poco simplistas. A menudo se discute el concepto sin tener en cuenta sus orígenes sociales e históricos y las relaciones de poder que lo hicieron posible en un primer momento. Para comprender realmente el potencial y la perspectiva del Estado de Bienestar, es crucial una investigación más profunda de este modelo social concreto.

Manifestación pidiendo el sufragio universal y la jornada de 8 horas en Suecia (foto: Trelleborgs Museum )
El auge del trabajo

Seamos claros: la calidad y el nivel de los servicios de bienestar es una cuestión de poder económico, social y político. La aparición del movimiento sindical, en alianza con otros movimientos populares, y su lucha durante décadas contra el capital y los intereses empresariales creó nuevas relaciones de poder a través de la regulación del mercado, la propiedad pública y el control democrático de las infraestructuras básicas. Esto nos dio una protección social y unos servicios públicos universales y de alta calidad.

Sin embargo, el Estado de Bienestar también fue el resultado de un desarrollo histórico muy específico que terminó con un compromiso de clase institucionalizado. El final del siglo XIX y principios del XX estuvieron dominados por los enfrentamientos sociales en los países capitalistas en vías de industrialización. Hubo huelgas generales y cierres patronales, y el uso de la fuerza policial y militar contra los trabajadores era habitual. Hubo heridos y muertos en estos enfrentamientos, lo que ocurrió de forma destacada en Escandinavia, que hoy en día se considera la zona más pacífica del mundo desde el punto de vista social.

Sin embargo, a medida que las organizaciones obreras se fortalecían fueron ganando terreno en la lucha social y representaron cada vez más una amenaza potencial para los intereses del capital. Este proceso se solidificó cuando una gran parte del movimiento se orientó políticamente hacia el socialismo —rompiendo sus antiguas alianzas con el liberalismo— como medio para acabar con la explotación capitalista. En consecuencia, las demandas de cambios más sistémicos crecieron y prepararon el terreno para un compromiso de clase.

Una característica importante en el panorama político más amplio era la existencia de un sistema económico competitivo en la Unión Soviética y en Europa del Este. Como señaló el historiador Eric Hobsbawm, esto fue decisivo para que los capitalistas de Occidente aceptaran la necesidad de llegar a un acuerdo con los trabajadores. Es importante señalar que el Estado de Bienestar nunca fue un objetivo expreso del movimiento obrero antes de su creación. El objetivo declarado, por supuesto, era el socialismo. Fue el miedo al socialismo lo que impulsó al capital a ceder, algo que aumentó después de la Revolución Rusa pero que alcanzó un punto álgido en el periodo de entreguerras y en la Segunda Guerra Mundial, cuando los socialistas y los comunistas asumieron papeles destacados en la lucha contra el fascismo y se desarrolló un consenso a favor del cambio social en toda la sociedad.

Ocupación de una fábrica metalúrgica en Francia, 1936 (foto: agencia Meurisse/BNF)

Los años 30 fueron una época de crisis económica y pobreza históricas. La década de 1940 vio cómo las matanzas masivas desgarraban las sociedades por segunda vez en el medio siglo transcurrido. La política pasó a estar marcada por las demandas populares de paz, seguridad social, pleno empleo y control político de la economía. Este fue el telón de fondo de la conferencia de Bretton Woods, que constituyó la base del orden económico de posguerra: el capitalismo no regulado y afectado por la crisis tenía que llegar a su fin porque si no lo hacía el propio capitalismo podía caer. Así, fue bajo el modelo keynesiano de capitalismo regulado que se crearon las bases sociales y económicas del Estado de Bienestar.

El poder del capital se redujo en favor de los organismos elegidos políticamente. La competencia se redujo mediante intervenciones políticas en el mercado. Se instalaron controles de capital, y el capital financiero quedó sometido a una importante regulación. Esto hizo posible que los gobiernos siguieran una política de desarrollo nacional y social sin tener que enfrentarse continuamente al chantaje del capital, en el que las grandes empresas amenazaban con trasladarse a otros países con condiciones más favorables si sus intereses se veían perjudicados.

A través de una fuerte expansión del sector público y del Estado de Bienestar, una gran parte de la economía fue sacada del mercado y sometida a decisiones políticas y democráticas. Esta fue su arista más radical, y la domesticación general de las fuerzas del mercado se convirtió en algo más importante que la legislación laboral a la hora de proporcionar mejores condiciones de trabajo. Fue un equilibrio particular de las fuerzas sociales, y no el espíritu de compromiso en sí mismo, lo que lo hizo posible.

Acuerdos de Matignon el 7 de junio de 1936 (imagen: Larousse)
El pacto social

En un lenguaje más tradicional, el compromiso de clase llegó a conocerse como «pacto social». Aunque fue sustancialmente un producto de la era de la posguerra, sus primeras raíces se remontan a la década de 1930, cuando el movimiento sindical llegó a acuerdos con las organizaciones patronales en el norte de Europa, una práctica que se siguió después de la Segunda Guerra Mundial en la mayor parte de Europa Occidental. De un periodo caracterizado por duros enfrentamientos entre el trabajo y el capital, las sociedades entraron en una fase de paz social, negociaciones bipartitas y tripartitas y políticas de consenso. Fue el equilibrio de poder en el marco de este pacto social entre el trabajo y el capital, de país a país, lo que constituyó la base del desarrollo del Estado de Bienestar.

En este momento, el capitalismo internacional experimentó más de veinte años de crecimiento económico estable y fuerte. Este crecimiento facilitó el reparto del excedente social entre el trabajo, el capital y el Estado o el sector público. Los empresarios y sus organizaciones llegaron a aceptar que no podían derrotar a los sindicatos directamente. Tuvieron que reconocerlos como representantes de los trabajadores y negociar con ellos. La cohabitación entre el trabajo y el capital, en otras palabras, solo se apoyaba en los cimientos de un movimiento obrero fuerte; en cuanto los sindicatos volvieron a ser vulnerables, el capital empezó a explorar estrategias para romper el pacto.

Al mismo tiempo, había discusiones ideológicas y políticas dentro del movimiento obrero sobre el camino a seguir. Las corrientes más radicales o revolucionarias querían socializar la propiedad y la producción, mientras que las corrientes más moderadas o reformistas pretendían delimitar el poder del capital mediante la regulación y las reformas. Aunque fue el poder de los elementos más radicales el que primero convenció al capital de la necesidad de llegar a un acuerdo, con el paso del tiempo, las fuerzas moderadas —que progresivamente veían su papel menos como una lucha en nombre del trabajo y más como el mantenimiento de la paz social— se alzaron con el dominio de la tradición socialdemócrata y de sus partidos, sindicatos e instituciones.

Muchos de estos moderados llegaron a creer que la sociedad había alcanzado un nivel superior de civilización o que el capitalismo sin crisis se había hecho realidad. No habría más desempleo masivo ni riqueza concentrada entre los ricos y privilegiados ni miseria entre los trabajadores. Quizá nadie representó mejor esta tendencia que el laborista Anthony Crosland, cuyo libro El futuro del socialismo afirmaba que «el capitalismo tradicional había sido reformado y modificado hasta casi desaparecer». Con el beneficio de los nuevos y enormes programas sociales, como el Servicio Nacional de Salud, existía una base material para una ideología de asociación social que llegó a estar —y aún lo está— profundamente arraigada en los movimientos obreros occidentales.

Una madre y sus hijos reciben la primera ayuda familiar en la oficina de correos de Vicarage Lane (Stratford, East London) el 6 de agosto de 1946 (foto: Topical Press Agency/Getty)

Pero se hicieron compromisos por ambas partes. Para el movimiento sindical, el pacto social significaba la aceptación del modo de producción capitalista, una economía todavía regida por la propiedad privada y el derecho de los empresarios a dirigir el proceso laboral. A cambio de las ganancias en términos de bienestar y condiciones de trabajo, se esperaba que los sindicatos garantizaran la paz industrial y la moderación en las negociaciones salariales. Simplificando, el Estado de Bienestar y la mejora gradual de las condiciones de vida era lo que conseguían las partes dominantes del movimiento obrero a cambio de renunciar a sus mayores ambiciones socialistas.

Parece claro, en retrospectiva, que los capitalistas entendieron mejor la naturaleza del pacto social como una tregua entre facciones enfrentadas que como una asociación que pudiera mantenerse indefinidamente. Lo utilizaron para ganar tiempo, incrustar nuevas ideologías de consumo y amortiguar los sentimientos socialistas en el movimiento obrero.

Sin embargo, también hay que aceptar que el pacto social obtuvo un apoyo masivo de la clase obrera debido a los importantes logros en términos de bienestar, salarios y condiciones de trabajo. Esto, sumado al anticomunismo generalizado de la época de la Guerra Fría, hizo que los desafíos radicales a la centroizquierda fueran difíciles de sostener.

Debido a esta dinámica, las partes dominantes del movimiento obrero veían cada vez más el progreso social como un efecto no de la lucha sino de la paz social y la cooperación con una clase capitalista conciliadora. Esto condujo a la despolitización del movimiento y a la burocratización de sus dirigentes. El papel histórico de los sindicatos y de los partidos socialdemócratas fue administrar esta política de compromiso de clase. Con el tiempo, se atrofiaron, pasando de ser organizaciones de masas de la clase obrera a mediadores burocráticos entre el trabajo y el capital. Esto representó el principio del fin del auge de la socialdemocracia.

Manifestación sindical en estocolmo, 1968 (foto: Sten-Åke Stenberg/Flickr)
La ofensiva neoliberal

A medida que la reconstrucción de la economía después de la Segunda Guerra Mundial llegaban a su fin, el modelo económico se topó con crecientes problemas. El estancamiento, la inflación y la reducción de los beneficios se convirtieron en algo habitual. Espoleadas por estas crisis internacionales, las fuerzas capitalistas pasaron a la ofensiva para restablecer la rentabilidad, retirándose paulatinamente del pacto social e introduciendo políticas más confrontativas. Comenzó la era del neoliberalismo, y la hegemonía política e ideológica que el empresariado había obtenido en la década de 1980 se utilizó para llevar a cabo un proyecto sistemático de privatización, desindustrialización y desregulación.

A pesar de que la crisis se prolongó durante toda la década, el movimiento sindical luchó por adaptarse. El paso de la paz a la confrontación en nombre del capital era incomprensible dentro de la ideología de pacto social orientada al consenso de sus dirigentes. Esto también se demostró en su incapacidad para hacer frente a la renovada actividad de las bases, ya que los trabajadores se organizaron desde abajo para resistir los ataques a sus condiciones que anunciarían una nueva era.

La ruptura del compromiso histórico de clase también provocó una crisis política e ideológica en la socialdemocracia. Surgieron alternativas desde la izquierda: en 1971, la confederación sindical LO de Suecia propuso Löntagarfonderna, fondos de propiedad de los trabajadores que se harían con una parte sustancial de las acciones de las empresas más grandes. En Gran Bretaña, Tony Benn aprovechó su cargo de ministro para ser pionero en la creación de cooperativas de trabajadores en empresas en quiebra, y luego presentó un plan más radical para democratizar la economía.

Pero quizás el único lugar donde se produjo un avance real fue en Francia. En 1981, François Mitterrand ganó las elecciones presidenciales y optó por gobernar con el Partido Comunista. Su programa común se había elaborado en 1972 y reflejaba una respuesta de izquierdas a la crisis de esa década: aumento del salario mínimo, reducción de la semana laboral, aumento de las vacaciones, impuesto sobre el patrimonio y ampliación de los derechos de consulta a los trabajadores. Por desgracia, este singular experimento antineoliberal no duró, y bajo la presión de los intereses financieros nacionales e internacionales Mitterrand dio un giro de 180 grados anunciando su tournant de la rigueur, o vuelta a la austeridad.

Robert Fabre, Georges Marchais y François Mitterrand en torno a la tumba del programa común de la Union de la gauche, caricatura de Maurice Tournade (foto: Wikimedia Commons)

La mayoría de los partidos socialdemócratas no intentaron contraatacar. De hecho, se adaptaron con sorprendente rapidez a la agenda neoliberal dominante, proponiendo simplemente alternativas más suaves a las políticas de la derecha.

El resultado fue la erosión de las bases de la economía del Estado de Bienestar: la abolición de los controles de capital, la desregulación y liberalización de los mercados, la redistribución y concentración de la riqueza, la privatización de los servicios públicos, la reducción de la plantilla y el consiguiente aumento de la intensidad del trabajo y la flexibilización de los mercados laborales.

No se trata, pues, de un retroceso accidental o temporal al que nos enfrentamos, sino de un cambio fundamental en el desarrollo de nuestras sociedades. Se ha producido un inmenso cambio en la relación de fuerzas entre el trabajo y el capital, esta vez a favor del capital. Las grandes empresas multinacionales han estado a la cabeza de este desarrollo con su recién lograda libertad de regulación y control democrático. Las políticas de consenso del pacto social han sido sustituidas gradualmente por una economía cuyas relaciones de clase comienzan a retroceder a una posición que se asemeja más al período anterior.

La respuesta de la izquierda ha girado durante demasiado tiempo en torno a un nuevo compromiso de clase. El movimiento obrero sigue teniendo nostalgia de una época de mejora gradual de las condiciones sociales. Queremos que vuelva la paz industrial de los años 60 y volver a sentarnos a la mesa como socios. Pero esos días no van a volver. El trabajo es débil, el capital lo sabe, y no hay incentivos para el diálogo social que tanto reclamamos. Las fuerzas que quieren defender los servicios públicos y el Estado de Bienestar tendrán que responder a los ataques de la clase capitalista con una contraofensiva. Se avecinan más enfrentamientos, y más vale que estemos preparados.

Manifestación contra los recortes impuestos por el gobierno de Thatcher al estado del bienestar (foto: Yorkshire Slang)
¿Y ahora?

Los activistas laborales de hoy en día deberían ser lo suficientemente honestos como para preguntarse por qué se ataca y socava ahora el Estado de Bienestar. ¿Qué ha fallado? Está claro que hay algunas lecciones.

En primer lugar, el pacto social no era una situación estable. Fue un compromiso en una situación histórica concreta, y las principales características del sistema capitalista permanecieron intactas. Algo que podría haberse considerado un importante compromiso táctico a corto plazo desde el punto de vista del movimiento obrero se convirtió en el objetivo estratégico a largo plazo. Este fue un error de época, que definió el fracaso de la resistencia neoliberal. En lugar de ver el Estado de Bienestar como un paso hacia una emancipación social más fundamental, se convirtió gradualmente en el fin de la historia, para nosotros más que para ellos.

En segundo lugar, la ideología del pacto social era simplemente errónea. Puede haber diferentes tipos de capitalismo, pero sus fundamentos siempre permanecen. No puede haber un control democrático de la economía, no puede estar libre de crisis, la lucha de clases no puede terminar. Todo esto está inscrito en el ADN de un sistema económico basado en la propiedad privada, en el afán de lucro y en el implacable deseo de expansión del capital.

En tercer lugar, al no entender la naturaleza del sistema, el movimiento obrero fue tomado por sorpresa por la ofensiva neoliberal. En lugar de movilizar a la clase obrera para defender los logros conseguidos gracias al Estado de Bienestar y llevar la lucha social hacia adelante, muchos de los líderes del movimiento obrero y sindical se vieron empujados a la defensiva, aferrándose a la paz social, al diálogo y a las concesiones negociadas, y se convirtieron en parte del proyecto neoliberal. De hecho, a lo largo de la década de 1990, los partidos socialdemócratas lograron reformas que ningún partido de derechas pudo conseguir por su capacidad de disciplinar al trabajo.

Manifestación contra los recortes en la sanidad pública, Madrid 2013 (foto: Agustín Millán)

El defecto del Estado de Bienestar del siglo XX fue que no fue lo suficientemente lejos. La concentración de la propiedad privada formó una sólida base de poder que impidió cualquier democratización de la economía: una fortaleza para el capital desde la que se podía lanzar un ataque contra el movimiento obrero, el progreso social y los bienes públicos. Esto es exactamente lo que estamos presenciando desde los años 70.

Es hora de enfrentarse al neoliberalismo y al aumento del poder del capital. No hay otra manera de romper el ciclo. Hoy en día, cada vez más gente se da cuenta de que el modelo neoliberal no solo representa una ofensiva del capital, sino también sus debilidades, su vulnerabilidad, su vulgaridad y sus contradicciones internas. El capitalismo y sus instituciones globales están atravesando una prolongada crisis de legitimidad.

A fin de cuentas, se trata de una cuestión de poder. Las políticas de izquierda presuponen un cambio fundamental en el equilibrio de fuerzas de la sociedad. El principal objetivo a corto plazo del movimiento obrero pasa por limitar el poder del capital y someter la economía al control democrático. Esto no se logrará mediante el diálogo social, la asociación, los pactos, el compromiso o la cooperación, sino mediante la lucha de clases y la confrontación. La historia del Estado de Bienestar nos muestra que el capital nunca cede voluntariamente su poder. Tiene que ser obligado.

Autor: Asbjørn Wahl es asesor sindical, escritor y activista. Fue presidente del Comité de Transporte Urbano de la Federación Internacional de Trabajadores del Transporte (ITF) y su libro, «The Rise and Fall of the Welfare State», fue publicado por Pluto Press en 2011.

(también publicado en Sin Permiso 10 de julio de 2021)
 
Portada: una de las marchas del hambre en la Gran Bretaña de los años 30 (foto: Herald Scotland)
 
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
 
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3 COMENTARIOS

  1. De la lucha de clases; del sindicalismo y de la socialdemocracia; aunque la versión estalinista y ahistóroca sigue insistiendo que fue resultado del miedo al bolchevismo primero y al socialismo real después. Hora va siendo de contrastar empiricamente el asunto y de que los nostálgicos abandonen el mito

  2. La lucha de clases no excluye a la socialdemocracia ni al sindicalismo. Antes de la segunda postguerra mundial buena parte de la socialdemocracia y del sindicalismo se insertaba plenamente a sí misma en el contexto del conflicto de clases. Y no hacen falta grandes elucubraciones “empíricas” para reconocer que la generalización del sufragio universal, incluyendo el femenino, respondió al temor de que cundiera el ejemplo de la revolución. Las propuestas de políticas de bienestar social, de políticas expansivas basadas en el aumento de las rentas salariales y del consumo, también tuvieron que ver con el temor a la expansión de la revolución. No hay más que leer la biografía de Skidelsky sobre Keynes para reconocer ese tipo de motivaciones.

  3. El desmontaje paulatino del Estado del Bienestar se inicia tras el fin de la URSS y la victoria moral sobre el comunismo, que suponía el fin de la amenaza contra el capitalismo del ejemplo de un régimen superior. El Capitalismo había demostrado su superioridad, los obreros estaban desmontados ideológicamente y todos aquellos beneficios entorpecían al capital y debían ser eliminados.
    Paradójicamente la «buena vida» había destruido la lucha de clases y una posible revolución.
    Bueno, ese siempre fue el único objetivo del Estado del Bienestar: desmontar una revolución.
    A partir de ahí el desmontaje -gradual, dosificado para no provocar una respuesta obrera importante-, ha sido implacable.

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