Elías M. Talamás
Maestro en Arquitectura y Urbanismo por el Instituto Politécnico Nacional (México)
Los datos duros son bastante conocidos: 1 % de la población acumula el 82 % de la riqueza global; los diez mexicanos más ricos poseen más que 60 millones de pobres; la riqueza de Jeff Bezos equivale al 1 % del PIB estadounidense. Estas cifras, útiles para entender la desigualdad de la riqueza en México y en el mundo, se introducen en el debate político y social, pero no siempre nos dan una explicación lógica o moral de por qué las riquezas se reparten de la forma actual.
Desde las décadas finales del siglo XX, las desigualdades económicas, y todos los resultados que implican, se han acrecentado a niveles no vistos hace mucho tiempo y complican la vida de los individuos y de las sociedades.
¿Estará acaso agotada la utopía de una economía global más equitativa, o quizá sea cierto que los milmillonarios trabajan más que sus miles de empleados y por lo tanto deben —es decir, es justo— obtener las grandes riquezas que concentran?
Por ejemplo, ¿qué significa realmente tener mil millones de dólares?
Branko Milanovic presenta una explicación interesante: “supongamos que usted tiene un millón de dólares en un primer caso, y mil millones de dólares en un segundo caso. Suponiendo que se gasta mil dólares diarios, en el primer caso, el dinero se terminará en menos de tres años; para el segundo caso, se va a necesitar más de ¡dos mil setecientos años! para que el dinero se acabe”.1
A continuación, intentaré dar respuesta, desde una perspectiva cualitativa, a tres preguntas que contradicen el nocivo mito de que en la sociedad actual “hay que echarle más ganas”.
¿Cómo llegamos a un mundo donde un número muy pequeño de personas puede obtener riquezas que requieren milenios para poder gastarse, mientras que la inmensa mayoría se reparte las sobras más pequeñas de un pastel muy grande?
En el debate actual surge, como ideología dominante del capitalismo, un concepto que da la pauta para tratar de explicar la situación hoy en día: el neoliberalismo. En la percepción común supone una idea simple, pero muy conocida: privatizar. Es decir, reconocer las ventajas del libre mercado sobre los servicios públicos; para ello, se requiere de un giro de 180 grados del Estado para que provea los medios necesarios para que el mercado se desarrolle.
En ese sentido, se plantea como una “teoría de prácticas político-económicas que consisten en no restringir las capacidades y las libertades empresariales de los individuos, en un marco de derechos fuertes a la propiedad privada, los mercados libres y las libertades de comercio”.2 Pero el neoliberalismo es más que eso, es también “una tradición intelectual, un programa político, y un movimiento cultural. Es pues, una transformación en la manera de ver al mundo y en la manera de entender la naturaleza humana”.3
Para que el neoliberalismo pudiera imponer su programa económico y político requirió también la transformación de la mentalidad grupal y la cultura popular hacía una idea del individuo egoísta, individualista y maximizador. Éste es el principio del relato neoliberal; sin él, no se entiende entonces cómo las nuevas generaciones dan por sentado que sólo ellas son responsables de su salud, su retiro y su educación.
El relato neoliberal no es un factor fundamental en la enorme brecha de la desigualdad mundial o dentro de los países, pero sí un factor dominante en la justificación de éstas. Esta tradición intelectual nos divide como sociedad. Un paso importante y necesario de las clases dominantes para mantener el statu quo. Esta “nueva idea de humanidad”4 tiene orígenes históricos, y a pesar de que no cuenta con ninguna validación biológica, histórica o antropológica, es la que domina la cultura popular de la meritocracia actual. Es una idea equivocada de las relaciones sociales.
¿Acaso será necesaria la desigualdad para mantener el espíritu emprendedor?
La segunda pregunta tiene una respuesta sencilla: disminuir las desigualdades no significará que los emprendedores y los creadores dejarán de serlo por el hecho de que los beneficios de sus creaciones se repartirán entre la población mediante impuestos y programas sociales. Debemos tomar en cuenta que la historia humana es un gran cúmulo de conocimientos y experiencias generados socialmente.
La creencia generalizada de que los inventores son personajes que, de la nada y sólo por su ingenio, fueron capaces de crear aquello que la humanidad necesita no es un mito característico de nuestra época: “Las narraciones sobre la Revolución Industrial son engañosas porque presentan un panorama debido a las realizaciones individuales y no como resultado de procesos sociales”.5
Lo mismo basta decir en la actualidad. Las grandes riquezas acumuladas no se habrían podido dar sin el cimiento y los avances tecnológicos desarrollados socialmente y, claro, en el contexto del mercado actual que da prioridad a la propiedad privada, los derechos de autor y las patentes que resultan en el esquema de the winner takes it all.
Desde un lado más oscuro, las riquezas se reparten también bajo las formas de corrupción política y sus lazos. Como mexicanos, tenemos el dudoso honor de tener a una de las personas más ricas del mundo, ejemplo de que no existe una necesidad de producir o inventar: “Carlos Slim no ganó dinero mediante la innovación. […] Su golpe maestro fue la adquisición de Telmex […] lo que una vez fue un monopolio público se había convertido en el monopolio de Slim, y era enormemente rentable”.6
¿Por qué los primeros deciles de la población suponen que la cúspide, el 1 %, está abierta para todos?
Respecto a la tercera y última pregunta, llama la atención la creencia de que el trabajo arduo, la actitud y la meritocracia son los caminos que se deben seguir para la movilidad social, la cual es prácticamente inexistente. Lo ejemplifica George Monbiot: “si la riqueza fuera el resultado inevitable del trabajo duro y el emprendimiento, todas las mujeres en África serían millonarias”.7
Si las riquezas son socialmente producidas mediante el trabajo del conjunto, son éstas las que deben ser repartidas, y no entonces el salario (valor de la mano de obra).
Por otro lado, disminuir las desigualdades sociales no significa disminuir la clase media, sino todo lo contrario, hacerla más grande en el sentido de una mejor calidad de vida, con buena educación, sistemas de salud universal y protección ante el desempleo ¿Cómo? Mediante la regulación de los mercados, principalmente el laboral, para evitar las enormes concentraciones de capital mientras que los salarios de los empleados son prácticamente inexistentes.
El relato neoliberal potenció e impulsó los mitos individualistas del capitalismo. Retomó incluso al desacreditado Darwinismo social, e internalizó en la cultura popular la idea de la supervivencia como un hecho de la naturaleza mediante el uso de analogías como El lobo de Wall Street o Nadando con tiburones. Y nos ha hecho creer que nosotros somos los responsables de nuestro destino: “naciste pobre, trabaja duro”, “no te alcanza, échale ganas”.
Es verdad: “puede que sea cierto que ‘siempre tendréis pobres con vosotros’, pero eso no significa que tenga que haber tantos pobres, o que tengan que sufrir tanto”.8 De continuar la tendencia global, donde “se necesitan más esfuerzos para subir cada peldaño de la escalera en una sociedad más desigual, o para permanecer en el mismo peldaño”,9 no son pocos los que creen posible grandes fallas generales en el sistema mundial, como la pérdida real de la democracia; más crisis económicas y más grandes; como también una polarización social al grado que se socaven los principios de convivencia básica.
El relato neoliberal es fácil de contradecir con los hechos económicos y los datos duros. Donde es complicado echar abajo es en el imaginario colectivo, en el debate público y concepción social dominante sobre cómo se obtienen las riquezas. Es una batalla vieja: derecha contra izquierda, capitalismo contra comunismo o socialismo; Estado benefactor contra libertad del mercado; servicios sociales contra responsabilidad individual.
Debemos, pues, comenzar a cambiar la creencia generalizada de que los únicos responsables por nuestros infortunios somos nosotros, y no el sistema económico mundial que reparte las riquezas sociales de la manera actual. Modificar nuestra manera de pensar nos permitirá guiar nuestras exigencias en conjunto hacia el gobierno y hacia arriba, buscando una mayor igualdad.
Al igual que la discriminación de cualquier tipo, la justificación de las desigualdades está solamente en el cuento que nos narraron y el cual queremos creer, en este caso, el relato neoliberal.
1 Milanovic, B., Desigualdad mundial. Un nuevo enfoque para la era de la globalización, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, México, 2017.
2 Harvey, D., Breve historia del neoliberalismo, Akal, Madrid, España, 2007.
3 Escalante, F., Historia mínima del neoliberalismo, El Colegio de México, D. F., México, 2015.
4 Ob. cit., pp. 141-175 , “Otra idea de la Humanidad”.
5 Ashton, T., La Revolución Industrial, 1760-1830, Fondo de Cultura Económica, D. F., México, 2008.
6 Acemoglu, D., y Robinson, J. A., Por qué fracasan los países. Los orígenes del poder, la prosperidad y la pobreza, Ediciones Culturales Paidós, D. F., México, 2013.
7 Traducción propia.
8 Stiglitz, J. E., El precio de la desigualdad, Penguin Random House, Ciudad de México, México, 2018.
9 Bourguignon, F., La globalización de la desigualdad, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, México, 2017.
Fuente: Nexos, 11 febrero 2021
Portada: ilustración de Patricio Betteo (Nexos)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia