Francisco Espinosa Maestre
Prólogo a «La ‘Semana Sangrienta’ de julio de 1931» de José Mª García Márquez (*)
El interés de la historia de Sevilla entre 1931 y 1936 desborda el marco local. La versión general dominante sobre la experiencia republicana, que llega hasta nuestros días, es que el final de la monarquía y la proclamación de la II República fueron aceptadas mayoritariamente por la sociedad española. Incluso los sectores que no compartían las ideas republicanas entendieron que la monarquía era insostenible. Sin embargo esa alegría general que conocemos por imágenes y testimonios duró muy poco, ya que el desorden público más absoluto fue apoderándose poco a poco de la situación hasta desembocar en un proceso revolucionario en octubre de 1934 y en una guerra civil dos años después. En esta versión el golpe militar de Sanjurjo de agosto de 1932 viene a ser un mero episodio sin importancia. Para esta versión la República equivalió a caos.
La renovación historiográfica iniciada en las décadas finales del siglo XX aportó una visión más matizada de aquella etapa tan breve pero tan intensa de nuestra historia reciente. Sin embargo ese avance se enfrentó a muchas limitaciones. La situación de los archivos heredada de la dictadura resultaba lamentable y el modelo de transición no favoreció en modo alguno la mirada al pasado. Baste decir que los archivos judiciales militares, claves en un país en que el orden público estuvo tradicionalmente militarizado, no se abrieron a la investigación hasta 1997, a lo que habría que añadir el tiempo que ha llevado catalogarlos. Esta documentación, además, no ha pasado a archivos nacionales con horarios favorables a la investigación, sino que ha permanecido en ámbito militar con consulta muy limitada y, salvo excepción que confirma la regla, no se ha digitalizado.
Por otra parte, sin que se llegara a consumar esa renovación historiográfica y en oposición a la inhibición que caracterizó los largos años del PSOE en el poder, la reacción alentada desde fines de los noventa por la derecha frente al movimiento en pro de la memoria histórica aparecido entonces, favoreció primero el surgimiento de una versión neofranquista alentada desde ciertos medios de prensa y después una apuesta académica más elaborada pero con la misma intención: seguir responsabilizando a la República de la guerra civil. De este modo, a cuatro décadas de la transición y a diferencia de los países europeos de nuestro entorno marcados por el fascismo, no ha sido posible consensuar una interpretación del pasado reciente. No en vano los mismos que destruyeron la democracia republicana fueron los que controlaron el proceso de transición.
En este panorama el trabajo de José María García Márquez resulta una novedad interesante. Y esto por más que contemos ya desde hace tiempo con algunos trabajos sobre la República en Sevilla que, pese a su interés, adolecían de serias carencias por la imposibilidad de acceder a ciertas fuentes, lo cual afectaba considerablemente el resultado. En esta ocasión el autor ha tenido a su favor dos hechos: un buen trabajo de archivo y una serie de investigaciones previas sobre Sevilla que le permiten ver con perspectiva el hecho investigado.
La obra de García Márquez nos muestra la realidad de aquel episodio partiendo de una buena base documental tanto local como nacional, realidad que intuíamos pero que hacía falta documentar. De este modo ha conseguido crear un relato coherente y lleno de matices de los primeros meses de la República en Sevilla. La versión dominante que comenté al principio no resiste la prueba. La historia no es como nos han contado. La realidad es que las maniobras encaminadas a impedir el desarrollo y la implantación del nuevo régimen político, tal como demostró José Ángel Sánchez Asiaín en La financiación de la guerra civil española (Crítica, 2012), comenzaron el mismo día de su proclamación y desembocarán en el golpe de Sanjurjo de agosto de 1932.
No suele darse la importancia que merece al hecho de que el único lugar donde triunfó la “Sanjurjada” fue precisamente Sevilla. El libro de García Márquez permite entender por qué esto fue así. La secuencia temporal que se analiza es muy breve, ya que abarca desde abril a julio de 1931, momento en que tuvieron lugar los hechos más importantes que se describen, pero la sombra se alarga hasta 1936. Su importancia fue tal –hablamos de hechos que tuvieron repercusión nacional– que cabe afirmar que la República quedó dañada desde ese momento tanto ante sus enemigos, que tomaron conciencia de su poder, como sobre todo ante quienes tenían puestas sus esperanzas en ella, que se vieron desamparados e indefensos ante los desmanes de la reacción, que actuó sin freno alguno.
Lo cierto es que, frente a la versión que nos ha llegado, nunca existió ninguna revolución en marcha ni un plan comunista para ocupar el poder, sino una conspiración permanente contra la República que se manifestó ya desde sus comienzos. En Sevilla los primeros meses estuvieron marcados por acontecimientos de diverso signo. La movilización popular fue común a la que hubo en otros lugares del país y la actuación de las fuerzas armadas, especialmente la Guardia Civil, fue sumamente violenta y causó víctimas en distintos lugares. Esto no era ninguna novedad. La particularidad del caso sevillano es que va mucho más allá de los enfrentamientos habituales entre fuerzas armadas y manifestantes. En ningún otro lugar vemos el Gobierno Civil ocupado por monárquicos armados y revestidos de poder al mando de un militar que dirige todas las operaciones. El militar no era otro que el capitán Manuel Díaz Criado, fuente de problemas durante toda la República y que será nombrado delegado de Orden Público por Queipo en julio de 1936.
La conspiración que tuvo lugar en Sevilla contra la República a las pocas semanas de proclamarse tuvo cuatro pilares: los sectores monárquicos, las fuerzas de carácter represivo (Ejército, Guardia Civil y Policía), el poder judicial y el cuarto poder: la prensa. Los cuatro actuarán conjuntamente creando un muro infranqueable. Pero poco hubieran podido hacer sin la ayuda y estrecha colaboración del Gobierno Civil, es decir, de la máxima autoridad designada por el ministro de Gobernación de la República, y del jefe militar de la División Orgánica. Fue la confluencia de Miguel Maura Gamazo en Gobernación, José Bastos Ansart en el Gobierno Civil y Leopoldo Ruiz Trillo como máxima autoridad militar, todos ellos manifiestos enemigos de la República, la que marcó los sucesos de Sevilla. Entre los tres, armando todo el ruido posible, montarán esa “semana sangrienta” que les permitirá llevar a cabo un proceso represivo que dejará herido al movimiento obrero, especialmente a comunistas y anarquistas, y en extraña situación al gobierno de la República por mostrar debilidad a los pocos meses de su existencia. Lo anómalo de la situación queda en evidencia con solo decir que, sin motivo alguno, entre mayo y julio fue declarado el estado de guerra en dos ocasiones y que la justicia civil quedó supeditada a la jurisdicción militar.
Las fuerzas armadas actuaron a su aire sin tener que rendir cuentas a nadie. Los sectores antirrepublicanos vieron ahí la ocasión de recuperar el poder perdido. La derecha más reaccionaria pasó a controlar el Gobierno Civil en un proceso que comenzó con la ocupación militar de la ciudad y culminó con la aplicación de la “ley de fugas” a cuatro personas en el Parque de María Luisa y con el bombardeo de la “Casa Cornelio”, un bar popular del barrio de la Macarena. La gravedad de lo ocurrido en esos días, con varias decenas de muertos y heridos, debiera haber bastado para sustituir y exigir responsabilidades a las autoridades civiles y militares, incluyendo entre estas a quienes decidieron encausar a quien les vino en gana. No fue así y las víctimas fueron las que pagaron con su vida los excesos represivos. Por su parte la República no quiso llegar al fondo del asunto pese a las advertencias de algunos parlamentarios y periodistas y, como era habitual en el poder, amparó la actuación de los responsables.
Todo ello constituye un relato que deja un sabor amargo por el triunfo absoluto de la impunidad y por saber en qué acabó todo aquello exactamente cinco años después. García Márquez, que conoce bien lo que ocurrió a partir de julio de 1936, tiene el acierto de recordarnos que los protagonistas de aquel asalto a la República, tanto civiles como militares, son los mismos que volverán a la acción en cuantas ocasiones se presentaron en los años siguientes hasta culminar en la barbarie de 1936. En este sentido la “Semana sangrienta” no fue más que un primer ensayo. La gravedad de los hechos permite afirmar que el papel de los sectores reaccionarios sevillanos en el período republicano representa un elemento a tener en cuenta en la desestabilización del nuevo régimen. No en vano fue la única ciudad en la que triunfaron los golpes militares de 1932 y 1936. Y si el primero acabó diluyéndose ante el fracaso general, el segundo resultó fundamental para el control del suroeste del país y, sobre todo, para recibir al Ejército de África, sin el cual la sublevación hubiera fracasado en poco tiempo.
Mención aparte merece el papel jugado por la prensa, que no fue otro que justificar ante la opinión pública las operaciones represivas llevadas a cabo. La prensa en general vino a jugar el papel de la sección de Agit-Prop de la derecha reaccionaria. El periodismo no existió y los periodistas de los principales medios sevillanos trabajaron para la reacción bajo el principio de la involución permanente. Esa fue su labor entre 1931 y 1936. El prototipo sería Enrique Vila con su Un año de República en Sevilla, que vio la luz en junio del 1932, cuando faltaban dos meses para el golpe de agosto de ese mismo año. Él mismo será, bajo el pseudónimo de “Guzmán de Alfarache”, el autor de la Historia del Glorioso Alzamiento de Sevilla (1937), el primer trabajo periodístico de homenaje al golpe de Queipo.
El trabajo de José María García Márquez esclarece un episodio importante y abre nuevas perspectivas para los estudios de la II República en lo referente a la conflictividad social y política. La batalla de la historia y de la propaganda sobre el ciclo histórico abierto con la proclamación de la República y cerrado con la muerte del dictador continúa tan activa como siempre. En un país donde la II República sigue siendo un período maldito de nuestra historia y hay quienes siguen justificando el golpe militar cuyo fracaso parcial condujo a la guerra civil, es importante recuperar su verdadera historia.
Introducción
José María García Márquez
Investigador sevillano especializado en el golpe militar de julio de 1936 y sus consecuencias a través de diversos trabajos entre los que destacan «La UGT de Sevilla: golpe militar, resistencia y represión, 1936-1950» (2009) y «Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla» (2012).
Este es un trabajo breve sobre una semana clave de la historia de la Segunda República en Sevilla. De esa etapa se han hecho interpretaciones de todo tipo: estructurales, sociológicas y electorales, culturales, políticas, etc. Hora es, quizá, de añadir otra lectura diferente basada, sobre todo, en algunas fuentes no utilizadas hasta ahora.
La criminalización de la Segunda República durante el franquismo y la deformación abusiva de su historia tuvieron efectos muy nocivos en la memoria colectiva del país. No solamente el golpe militar acabó con la República, sino que también se puso especial énfasis en destruir su pasa- do. De tal forma esto fue así que, aún hoy, muchas personas siguen identificando República con enfrentamientos, incendios, atentados, pistolerismo, violencias de todo tipo, etc., sin mencionar la ingente y progresista labor legislativa que llevó a cabo y la enorme transformación social que se desencadenó con su llegada. Las llamadas luchas de partidos quedaron sepultadas bajo la bota militar y el partido único. Las libertades pasaron a ser libertinajes, nadie pudo elegir libremente un representante político y el Código de Justicia Militar sustituyó al derecho y a la ley. La represión, por su parte, después de descabezar a las organizaciones del Frente Popular y a los sindicatos obreros, eliminó todo vestigio republicano en todas las instituciones del Estado y en la administración pública. Ni un ferroviario, ni un cartero, ni un maestro, ni un periodista, nadie que no fuera afecto a la dictadura quedó en su puesto de trabajo y un tropel de sustitutos afines se adueñó de todo. Medio país, y no unos cuantos como algunos creen, vivió mejor con Franco, empezando por los empresarios y patronos que tuvieron a su servicio a una masa trabajadora controlada y vigilada en todo momento, sin sindicatos para su defensa y con salarios que solo «recuperaron en 1962 el nivel que habían tenido en 1936».1 Más la Iglesia, que actuó también en funciones policiales en los procesos de depuración con sus certificados de «buena conducta» para aquellos que acreditaran su dócil catolicismo y denunciando a los «descarriados de la fe».
De la misma forma que la transición de la dictadura franquista a la democracia mantuvo incólumes los cuerpos fundamentales que sostuvieron el régimen durante cuatro décadas: el Ejército, la Policía, la Guardia Civil, la Justicia y, por supuesto, la Iglesia, la Segunda República tuvo que avanzar de la mano de esas mismas instituciones heredadas de la Monarquía que, salvo leves cambios en su composición, se mantuvieron en sus mismos principios e ideologías durante toda su corta vida hasta el golpe militar de julio de 1936 que les devolvió sus prerrogativas completas. Entonces, como en la transición posfranquista, no pudo llevarse a cabo una transformación democrática de los aparatos del Estado. Y si bien en la Transición hubo que esperar a la muerte de una generación para que, poco a poco, otras mentalidades fueran ocupando su espacio, la Segunda República ni siquiera tuvo tiempo para ello.
Veremos cómo casi todos los nombres que fluyen en la narración de los sucesos que ocupan este trabajo son los mismos, y en las mismas posiciones ideológicas y políticas, que aparecen tras el golpe militar. Los que apoyaron la sublevación fueron —con muy escasas excepciones— los que combatieron a la República desde su nacimiento, de la misma forma que sus defensores —también con escasas excepciones— recibieron una oleada de terror y represión. Pero hay que hacer una aclaración importante. Si tuviéramos que poner un nombre a esa represión la llamaríamos obrera, pues obreros fueron más del 80 % de las víctimas. Allí donde se poseen datos de profesión u ocupación se constata esta realidad. En Sevilla, por ejemplo, el 55,5 % de las víctimas identificadas eran jornaleros y trabajadores del campo, otro 24 % obreros de la construcción e industrias y manufacturas y el 6,29 % eran mujeres trabajadoras.2 En Huelva, en un estudio sobre la represión judicial militar, el porcentaje alcanza el 75 %, cifra a la que habría que añadir un 7,2 % de mujeres trabajadoras.3
Entre otras muchas cosas, la llegada de la República trajo también, como lógica consecuencia, un mayor peso y actividad de las organizaciones sindicales, que vieron cómo sus filas se incrementaron con millares de afiliados. El marco de nuevas libertades abrió la puerta a una gran acción reivindicativa por mejores jornales y condiciones de trabajo y en Andalucía, en concreto, la precaria y difícil situación de millares de jornaleros propició una fuerte lucha contra el latifundismo. No debemos de olvidar, por ejemplo, que «desde las primeras décadas del siglo, la mano de obra sevillana era de las más baratas del país».4 En el campo, el latifundismo mantenía una dramática situación laboral para millares de jornaleros. Los datos conocidos sobre las tierras expropiables en Sevilla eran espectaculares: 588 propietarios con fincas mayores de 250 ha poseían 542.624 ha, el 91,19 % de dichas tierras; 145 propietarios con fincas mayores de 1.000 ha tenían el 52 % de la superficie expropiable.5 Y aunque el paro agrícola no era solamente imputable a los latifundios —también afectaba a los regadíos y a las pequeñas propiedades— lo cierto es, como nos apunta Florencio Puntas, que cuando llega la Segunda República en Andalucía había en torno a 100.000 parados y la provincia de Sevilla, en concreto, tenía 50.766 desempleados sin medio alguno de vida, recordándonos también cómo la pérdida de la cosecha de aceituna en el otoño de 1930 y la escasa cosecha de cereales de 1931 vinieron a agravar notablemente la situación, provocando una legislación de choque inmediata mediante leyes y decretos, como la de términos municipales, la creación de las bolsas de trabajo y la de laboreo forzoso, que fue abiertamente combatida por la patronal.6
Si no entendemos el clima social y económico imperante al advenimiento de la República será difícil que nos aproximemos al clima político. Si algo caracterizaba a la Sevilla de 1931 era, sobre todo, la miseria, el hacinamiento, los bajos salarios y el paro en un sector importante de su población, sobre todo en la construcción. Todo ello con un incremento no- table de la delincuencia y una actuación abusiva y muchas veces brutal de las fuerzas encargadas del orden público. Y eran problemas heredados de años anteriores. Macarro Vera nos dice que durante 1931 y 1932 el gasto familiar en alimentación fue inferior al de los años precedentes. Es cierto que «los salarios subieron respecto a los años prerrepublicanos, con lo que el nivel de vida aumentó, pero este nivel era tan bajo en su momento de partida, que lo único que se garantizaba con los aumentos salariales era el sobrevivir».7
Otro de los grandes problemas de la ciudad era la carencia de viviendas, agravado por las condiciones de habitabilidad e higiene de muchas de ellas, lo que provocaba un hacinamiento desmesurado en los barrios obreros. En catorce de ellos con más de 20.000 habitantes, las carencias de servicios urbanos eran importantes. Algunos (la Barzola, Vistahermosa, los Carteros, la Haza del Quesero, etc.) no tenían agua potable, alcantarillado o alumbrado.8 La acción de los sindicatos dio una gran visibilidad a todos los problemas que se venían arrastrando y, ahora sí, se exigían soluciones.
En Sevilla, como en Andalucía y en España, esas reivindicaciones se manifestaron en un número considerable de huelgas, que no fueron cargadas en el debe de la patronal y los terratenientes, sino en el debe de la República. Es como si los millares de huelgas que se desarrollaron en la transición tras la muerte de Franco se imputaran a la democracia. Hoy empezamos a conocer cada vez más datos precisos y documentados y sabemos que el número de huelgas y huelguistas entre 1931 y 1936 fue significativamente inferior al del período 1975-1980. Los cuadros 1 y 2 pueden ser ilustrativos de lo que decimos.
Cuadro n.º 1. Huelgas en 1931-1936
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1931 | 734 | 284.208 | 4.624.862 |
1932 | 681 | 421.331 | 5.619.967 |
1933 | 1127 | 908.634 | 15.559.345 |
1934 | 594 | 809.459 | 12.137.320 |
1935 | 181 | 53.609 | No disponible |
1936 | 887 | 809.495 | No disponible |
Totales | 4.204 | 3.286. 736 | |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX. pp. 1242 y 1243. |
Cuadro n.º 2. Huelgas en 1975-1980
Año | N.º de huelgas | Trabajadores Participantes | Jornadas perdidas |
1975 | 3.156 | 647.100 | 1.814.600 |
1976 | 3.662 | 2.556.763 | 13.593.100 |
1977 | 1.194 | 2.955.000 | 16.641.700 |
1978 | 1.128 | 3.863.855 | 11.550.911 |
1979 | 2.680 | 5.713.193 | 18.916.984 |
1980 | 2.103 | 2.287.000 | 4.712.516 |
Totales | 13.923 | 18.022.911 | 67.229.811 |
Fuente: CARRERAS Y TAFUNELL (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos XIX–XX, pp. 1242 y 1243. |
Obviamente, los datos tienen que ser puestos en relación con la población empleada que había en cada período citado. En 1930, la población era de 23.444.615 y la empleada ascendía a 8.784.489. En 1975, de 35.519.804 habitantes y la población empleada era de 13.288.654, de tal forma que el porcentaje de huelguistas sobre la población fue de 14,01 % en el sexenio 1931-1936 y el 50,74 % en 1975-1980.9
Incluso los datos que se citan en el cuadro nº 1 correspondientes al año 1931 no coinciden con los publicados oficialmente por el Ministerio de Trabajo durante la República. En ese año, aunque aumentó el número de huelgas en relación al anterior, el número de huelguistas fue inferior. Podemos ver esos datos en el siguiente cuadro:
Cuadro nº 3. Huelgas 1930 y 1931
Concepto | 1930 | 1931 |
Número dehuelgas | 402 | 734 |
Número dehuelguistas | 247.460 | 236.177 |
Jornadas perdidas | 3.740.360 | 3.843.260 |
Fuente: MINISTERIO DE TRABAJO Y PREVISIÓN SOCIAL, Estadísticas de las huelgas 1930 y 1931, pp. 11,12 y 14. |
Sabemos también que las huelgas, la agitación y la lucha política no eran nuevas. Continuaba la misma lucha «que estaba sufriendo España desde la primera posguerra mundial, y que alcanzó su momento de mayor intensidad conflictiva durante la dramática andadura de la democracia nacida el 14 de abril de 1931».10
Pese a ello, es evidente que si se comparan las muertes violentas por motivos políticos y sociales que se produjeron durante la transición política y las referidas al período 1931-1936, se comprueba una violencia muy superior en la etapa republicana. Sin embargo, si acudimos al sexenio 1945-1950, que se desarrolló con una gran violencia y represión –especialmente la del movimiento guerrillero y clandestino– observaremos una curiosa coincidencia. Hemos extraído de la base de datos del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla 11 todos los casos con muertes de los que se instruyeron procedimientos en dicho período por la Auditoría de Guerra para las provincias de Huelva, Sevilla, Córdoba, Cádiz y Jaén, que suman un total de 251 fallecidos (cuadro n.º 4). De otra parte, recopilamos del trabajo de Eduardo González Calleja las cifras de víctimas mortales en las mismas cinco provincias en 1931-1936, con el resultado de 252 (cuadro n.º 5).
Cuadro n.º 4. Muertos en 1945-1950
Año | Muertos |
1945 | 26 |
1946 | 29 |
1947 | 41 |
1948 | 71 |
1949 | 50 |
1950 | 34 |
Total | 251 |
Fuente: ARCHIVO DEL TRIBUNAL MILITAR TERRITORIAL 2.º |
Cuadro n.º 5. Muertos en 1931-1936
Provincia | Muertos |
Cádiz | 54 |
Córdoba | 39 |
Huelva | 17 |
Jaén | 32 |
Sevilla | 110 |
Total | 252 |
Fuente: GONZÁLEZ CALLEJA, Cifras cruentas, p. 110. |
Es demasiado fácil saber por qué una violencia tan similar cuantitativamente a la otra no tuvo la misma repercusión pública ni mediática. Durante el franquismo, la dictadura se encargó con especial celo de que la población no se enterara de lo que estaba ocurriendo. Y hablamos de víctimas mortales. Junto a estos casos hubo también muchos heridos, atenta- dos, agresiones, robos a mano armada, secuestros, etc. La paz de la dictadura en esos años estuvo plagada de violencia y, además de ocultación y censura, se manipuló toda la información que se consideró necesaria.
Hemos intentado contrastar los datos estadísticos existentes sobre defunciones por muertes violentas u homicidios elaborados por la Delegación de Estadística de Sevilla, pero nos tropezamos con numerosas irregularidades en la información, especialmente en el período de la guerra desde julio de 1936 a marzo de 1939 y la posguerra hasta diciembre de 1945. Cabe señalar, por ejemplo, que durante la guerra se registran como datos estadísticos en la provincia y en la capital un total de 393 homicidios, sin especificar si algunos se corresponden con ejecuciones. Esta cifra resulta claramente manipulada frente a más de doce mil casos documentados. También debemos señalar que en los datos analizados de la posguerra (hasta diciembre de 1945), aparecen 18 homicidios y 1 ejecución judicial, frente a 249 casos documentados e identificados en los archivos milita- res y en los registros civiles.12 Estamos, por tanto, ante una información muy difícil de aceptar. En cualquier caso, si consideramos solamente el volumen global de muertes violentas, homicidios y suicidios, es decir, el capítulo XVII de causas completo, según los registros de la Delegación de Estadística de Sevilla, tendríamos también unos datos sorprendentes. Veamos el siguiente cuadro:
Cuadro nº 6. Muertes violentas, homicidios y suicidios (período 1925-1945)
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En el período que transcurre desde 1925 a 1930 (salvo el año 1927, del que no se conserva documentación), tenemos un promedio de 26,93 casos mensuales de muertes violentas. En el período de la Segunda República, desde abril de 1931 a junio de 1936, el promedio mensual sube a 32,98.
Si analizamos el período de guerra, desde julio de 1936 a marzo de 1939, vemos cómo son 120,24 casos mensuales de promedio. Vamos ahora a la posguerra desde abril de 1939 a diciembre de 1945. El promedio mensual es de 67 casos. Es decir, que se duplican respecto al período republicano, en la misma línea que comentábamos antes respecto a las muertes por causas sociales y políticas en los cuadros 4 y 5.
Este país está acostumbrado a vivir entre secretos policiales, militares, judiciales, económicos, eclesiásticos y políticos. Los entresijos del Estado, de los Gobiernos y de muchas instituciones siempre han quedado ocultos a los ojos de los ciudadanos, y cuando los archivos han podido ser consultados ―muchos años después y solo de manera parcial― los responsables ya estaban muertos y libres de todo cargo. El resultado es que gobernantes y dirigentes de todo signo abarrotan los cementerios sin haber respondido nunca de sus actos, siendo esta una constante en la historia contra la que resulta muy difícil actuar. De tal forma esto ha sido así que en numerosas ocasiones la verdad ha quedado para siempre oculta en archivos infranqueables y que cuando algunos resquicios se han abierto a la investigación, la historia tiene que estar de enhorabuena.
Así como la apertura de los fondos judiciales militares ha dado en los últimos años un vuelco a la historiografía de la represión franquista, estos mismos fondos, referidos al período de la Segunda República, abren la puerta a una segunda lectura de muchos sucesos acaecidos entre abril de 1931 y julio de 1936 que, hasta ahora, se habían estudiado sin acceso a esas fuentes primarias. Además, la información ofrecida por la prensa obrera casi siempre ha sido considerada como sectaria o parcial, siendo muy utilizada por el franquismo y el revisionismo histórico posfranquista para las citas de proclamas y llamamientos de carácter radical que sirvieran a sus intereses ideológicos y políticos, pero la han desdeñado como otra fuente de información diferente a la prensa conservadora y eclesiástica.
Después de que los archivos judiciales militares de la Auditoría de Guerra hayan permanecido ocultos tantos años, hoy podemos conocer con detalle la actuación judicial militar más allá de las notas y declaraciones de prensa de la época, que casi siempre deformaron la realidad de los hechos. Y, unas veces por desconocimiento ante el secretismo militar y otras deliberadamente, según las posiciones políticas de los diferentes medios de comunicación, muchas interpretaciones sesgadas, incompletas o simplemente falsas se han mantenido hasta nuestros días en multitud de opiniones, artículos o libros sobre aquel período. No se trata aquí de obviar ni minimizar el alcance que tuvo la conflictividad social y política en los primeros meses de vida de la República ni la actuación de las organizaciones sindicales y políticas de la izquierda obrera, sino de analizar hasta qué punto esa conflictividad fue manipulada para favorecer unos fines determinados. Y los casos y ejemplos se agolpan unos tras otros a medida que vamos analizándolos.
¿Por qué se sigue utilizando con frecuencia el incendio de la iglesia de San Julián como un caso más de la iconoclastia anticatólica de la República? La misma policía sevillana, mientras presentaba en público a los dos supuestos autores fotografiándose con ellos, emitía su informe al gobernador civil en el que aseveraba que el incendio fue casual y que partió del interior, sin que nadie hubiese accedido a la iglesia. Daba lo mismo: la difusión masiva por todo el país del templo ardiendo cumplió sobradamente su papel. Al igual que ocurrió con los disparos contra la Virgen de la Estrella en la Semana Santa de 1932 y la autoría de Emiliano González, venido desde Ciudad Real. Nadie se preguntó por qué este hombre ―que actuó solo, según se dijo, y con carné de la CNT, como todos los trabajadores de la madera― se afilió después a Falange.
¿Llegaremos algún día a conocer quién puso la bomba que explotó en la sede de la Compañía Telefónica en septiembre de 1931 cuando se había puesto en libertad a 17 huelguistas detenidos y el Gobierno Civil estaba realizando gestiones para la readmisión de los despedidos? Mientras la Compañía adujo que el explosivo se colocó desde fuera, la Guardia Civil, que vigilaba el edificio con tres parejas, insistió una y otra vez en que se hizo desde dentro, al igual que la Policía cuando investigó el caso. Y, además, en la parte que menos podía dañar las comunicaciones. ¿Importó eso acaso? ¿O es que lo que pretendía la noticia era precisamente imputar el sabotaje a los huelguistas de teléfonos? ¿Por qué pagaba la compañía a los guardias civiles el uso de taxis para patrullar la ciudad? Son las versiones de la prensa —eso sí, de una prensa determinada— las que han rellenado de contenido la historiografía de la Segunda República, pero, como en los casos citados, son muy numerosos los sucesos sobre los que se publicó información de dudosa veracidad y que nunca se han documentado adecuadamente.
En el aspecto religioso, aparte de la indiscutible confrontación de la legislación republicana con el estatus de la Iglesia y los actos violentos que se dieron contra templos y religiosos, se suele también dejar fuera del relato lo que era la realidad social que lo envolvía y el descrédito de la Iglesia para un sector muy importante de la población, que la identificada como un elemento más del poder monárquico. La Sevilla católica de 1931 estaba en franca decadencia y ante una generalizada apostasía de sus habitantes frente a los preceptos religiosos. Y el fenómeno tampoco vino con la República, aunque se incrementara con ella. En los informes del período 1928-1932 que todos los párrocos de la provincia y de la capital enviaron al Arzobispado se constata, con la cruda realidad de los datos, que solo un insignificante 0,98 % de la población en la provincia (5.092 sobre 521.481 habitantes) cumplía el precepto de asistir a misa los domingos, y en su mayoría eran mujeres. Las personas que iban a misa no superaban la decena en 35 de las 108 parroquias que enviaron su informe. El porcentaje de las 20 parroquias de la capital se elevaba a un reducido 2,69 %, un total de 5.256 personas sobre una población de 197.533 habitantes. En algunos barrios llaman la atención las escasísimas personas que acudían a las iglesias. Por ejemplo, en la parroquia de la Macarena, San Gil, con 10.000 habitantes en el barrio, eran 60 los vecinos practicantes. En Triana los católicos practicantes eran 90 de 20.000 habitantes.13
Volviendo a la finalidad de este trabajo, resultaría muy extenso analizar todos los sumarios del período republicano disponibles en los archivos militares y estos ya irán siendo objeto de trabajos específicos, pero hemos querido detenernos en un hecho especialmente significativo por la importancia mediática que tuvo en su momento: la llamada «Semana sangrienta» de Sevilla, también denominada «Semana roja», que durante siete días de julio de 1931 ocupó las páginas de todos los periódicos y tuvo tan graves consecuencias.14 Y hemos querido analizar estos sucesos porque fue precisamente Sevilla la ciudad elegida por el general Sanjurjo para sublevarse en agosto de 1932 y, dicho sea de paso, el único lugar donde triunfó el golpe, aunque fuera por poco tiempo.
Ni la justicia civil ni la militar eran muy bien vistas por la mayoría de la población, especialmente por la clase trabajadora. Decía el fiscal José Luis Galbe, destinado en Sevilla:
Al día siguiente, la puerta de la Audiencia estaba cerrada a cal y canto, y en ella habían pintado una balanza clásica de la justicia tachada por una enorme cruz, y al lado, insultante, otra balanza automática ―marca Toledo― de las que funcionaban echándoles monedas.15
Esa burla escondía una abierta crítica a la justicia que, como el mismo Galbe reconocía, «era de todas las ramas de la vida estatal la más sumisa al rey, en cuyo nombre se administraba».16
Hay que añadir que una parte importante de los fondos de la Audiencia Provincial de Sevilla y de sus cuatro juzgados de instrucción relativos a dicho período no se conservan. Pero, en cualquier caso, tanto los escasos archivos de la justicia civil conservados como los de la justicia militar son fundamentales para entender los diferentes conflictos que se sucedieron durante este periodo, y nos permitirán conocer que desde el nacimiento de la Segunda República se llevaron a cabo actuaciones para desprestigiarla y se conspiró sin ningún escrúpulo contra el nuevo Estado.
- Arenas Posadas, Poder, economía y sociedad en el sur, p. 176
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963), 160.
- Espinosa Maestre y García Márquez, «La desinfección del solar patrio. La represión judicial militar: Huelva (1936-1945)», en Núñez Díaz-Balart (coord.), La gran represión, 423-424.
- Arenas Posadas, Industrias y clases trabajadoras en la Sevilla del siglo XX, 28.
- Florencio Puntas, Empresariado agrícola y cambio económico, 41.
- Ibidem, 335.
- Macarro Vera, La utopía revolucionaria, 33.
- Ibidem, 40.
- Carreras y Tafunell (coords.), Estadísticas históricas de España. Siglos xix- xx, 1216.
- González Calleja, Cifras cruentas, 307.
- No hemos podido utilizar los datos de Granada y Almería por ubicarse dicho archivo en otra provincia, así como tampoco los de Málaga, por no haber podido tener acceso a su base de datos El hecho de utilizar el período 1945- 1950 se debe a que los últimos procedimientos instruidos en relación a la guerra se culminaron en 1943, con algunos casos aislados en 1944.
- García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla, 187-217.
- Serém, «Conspiracy, coup d’état and civil war in Seville (1936-1939): History and myth in Francoist Spain». Tesis doctoral, Departamento de Historia Internacional, London School of Economics, London, 2012, 268-269 y 273-277. Recuérdese también cómo tras el golpe militar de julio de 1936 las parroquias se llenaron a rebosar de fieles en un masivo e «inesperado» retorno de la fe.
- En realidad el final de los acontecimientos podría situarse el día 29, cuando se levantó el estado de guerra, aunque los días más conflictivos fueron desde el 18 al
- Galbe Loshuertos, La justicia de la República. Memorias de un fiscal del Tribunal Supremo en 1936, 107.
- Ibidem, 108.
(*) Jose María García Márquez, La «Semana sangrienta» de julio de 1931 en Sevilla. Entre la historia y la manipulación, Sevilla, Aconcagua Libros, 2019.
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