Asesinato en la ciudad «donde nunca pasa nada»: el caso Sender-Barayón, Zamora, 1936 (I)

 

Eduardo Martín González

Licenciado en Geografía e Historia (Universidad de Barcelona).
Foro por la Memoria de Zamora

Con motivo de la reedición del libro de Ramón Sender Barayón Muerte en Zamora y del estreno del documental Viaje hacia la luz hemos dedicado una entrada al «caso Sender-Barayón», que por su extensión hemos dividido en dos partes. Si en la anterior presentábamos los antecedentes del caso, centrándonos en la génesis del libro y en sus derivaciones a escala local, en esta segunda parte recogemos tres textos que se han incluido en la reedición y que muestran las repercusiones de Muerte en Zamora en la historiografía. El artículo de Helen Graham es la versión abreviada de un trabajo de 2003 incluido en la revista The Volunteer que aborda la historia de Amparo Barayón desde una perspectiva de género, enmarcándola en la destrucción por el franquismo del modelo republicano de ciudadanía femenina (1). El debate suscitado por la tardía recepción del libro en Zamora está en el origen de los otros dos textos que aquí se reproducen, cuyos autores se implicaron en la controversia: el prólogo de Paul Preston (2) reivindica el valor de los testimonios recogidos en la obra de Sender Barayón como fuente para el estudio de la represión franquista, y el artículo de Francisco Espinosa la sitúa en el marco del movimiento para la recuperación de la memoria de las víctimas, con referencia final a la polémica que resumimos en la primera parte de esta entrada, y a la que el propio Espinosa dedicó en su día un texto más extenso, «Amparo Barayón, historia de una calumnia», incluido también como apéndice a esta reedición y que ya había sido publicado anteriormente (3).

Prólogo a la reedición de 2017
Paul Preston

La magnitud de la deliberada y sistemática persecución de las mujeres es uno de los aspectos menos conocidos de la represión llevada a cabo por los partidarios del golpe militar del 17 y 18 de julio de 1936. En toda la zona rebelde asesinaron a muchas mujeres; y miles de esposas, hijas y madres de izquierdistas ejecutados fueron víctimas de violaciones y otros abusos sexuales, y de humillaciones como raparles la cabeza y forzarlas a ingerir aceite de ricino para provocar diarreas en público. El asesinato, la tortura y la violación eran castigos comunes para muchas, que no todas, las mujeres liberales e izquierdistas que abrazaron la liberación de la mujer durante la época Republicana. Aquellas que salieron con vida de la cárcel, sufrieron secuelas tanto físicas como psicológicas de por vida.

Por una variedad de razones, se sabe más sobre la violencia sexual que se llevó a cabo en Andalucía y Extremadura que sobre las experiencias de la relativa minoría de mujeres republicanas en el norte del país. Puede deducirse hasta qué punto era política oficial gracias a los discursos del general Queipo de Llano, quien era de hecho el “virrey” del sur de España. Intercalaba sus emisiones radiofónicas diarias con referencias sexuales, describía violaciones con grosero deleite y animaba a sus milicias a repetir dichos actos. En un celebérrimo discurso, Queipo de Llano declaró: “Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad. Y, a la vez, a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”.

En el norte del país se cometieron atrocidades parecidas, aunque en menor escala y sin la publicidad que suscitaba Queipo de Llano. Uno de los ejemplos más extremos de la represión sobre los inocentes en Zamora, como en tantos lugares en Castilla y León, fue el caso de Amparo Barayón, la esposa de Ramón J. Sender, novelista mundialmente famoso y simpatizante anarquista.

Amparo Barayón
Amparo Barayón

Sender, su esposa y sus dos hijos estaban de vacaciones en San Rafael, Segovia, cuando comenzó la guerra. Él decidió volver a Madrid y le dijo a Amparo que se llevara a los niños a su ciudad natal de Zamora, por estar seguro de que allí estarían a salvo. En realidad, el 28 de agosto, y a pesar de ser católica practicante, Amparo fue encarcelada junto con su hija de siete meses, Andrea, como consecuencia de haber protestado ante el gobernador militar por el asesinato de su hermano Antonio esa misma mañana. Esta madre de treinta y dos años de edad, que no había cometido delito alguno y apenas tenía actividad política, fue maltratada y finalmente ejecutada el 11 de octubre de 1936. Su delito era ser una mujer moderna e independiente, que fue aborrecida porque había escapado de la sofocante intolerancia de Zamora y porque tenía hijos con un izquierdista famoso con quien sólo se había casado por lo civil.

Pilar Fidalgo Carasa
Pilar Fidalgo Carasa

Amparo no estaba sola en su sufrimiento. Otras madres, encarceladas a temperaturas bajo cero y sin ropa de cama, vieron morir a sus bebés porque, privadas de alimentos y medicinas, no tenían leche para amamantar. Uno de los policías que detuvo a Amparo le dijo que “las rojas no tienen derechos” y “ya se lo podía haber pensado antes de tener hijos”. Otra presa, Pilar Fidalgo Carasa, había sido detenida en Benavente porque su marido, José Almoína, fue secretario de la agrupación local del PSOE. Sólo ocho horas antes de su detención y transporte a Zamora, Pilar había dado a luz a una niña. En la cárcel, para los interrogatorios, fue obligada a subir una escalera empinada muchas veces al día. Esto le provocó una hemorragia potencialmente mortal. En su relato de sus experiencias en la cárcel escribió: “Como seguía con la hemorragia, estaba constantemente pidiéndole a la celadora que me ayudara. Por fin trajo a la cárcel al doctor Almendral, que vino sólo por mero formalismo. Al ver mi sufrimiento comentó que ‘la mejor cura para la mujer del sinvergüenza de Almoina es la muerte’. No me recetó nada. Ni para mí ni para la niña”. Muchas de las presas jóvenes fueron violadas antes de ser asesinadas.

Las estremecedoras memorias de Pilar Fidalgo no son la única evidencia de lo sucedido a las mujeres en Zamora. Muerte en Zamora es un libro conmovedor, en verdad profundamente triste, que tiene mucho que decir a diferentes públicos. La narrativa central relata la búsqueda de un hombre criado en los Estados Unidos para descubrir lo que le pasó a su madre en España durante la Guerra civil. El autor, Ramón Sender Barayón, es hijo de Amparo y Ramón J. Sender. Al estar casada con Sender, Amparo se convirtió en un blanco para la derecha local. Había huido a su ciudad natal de Zamora confiando que allí no le pasaría nada. En realidad, su horrendo destino de encarcelamiento, tortura y, finalmente, ejecución es típico de lo que les sucedió a muchas mujeres inocentes a manos de los partidarios del general Franco. En ese sentido, este libro es una contribución importante a la historia de las atrocidades derechistas durante la Guerra civil española. Pero además, la posterior historia de cómo Ramón J. Sender llevó a sus dos hijos a los Estados Unidos, para luego prácticamente abandonarlos, también es horrible a su manera y lo convierte en un trágico drama psicológico que será de interés para muchos lectores que no tienen especial interés en la historia de España. La historia de la búsqueda de Ramón Sender Barayón es también una historia detectivesca fascinante. Leí la primera edición de este libro hace casi veinte años y enseguida compré varios ejemplares para regalar a mis amigos, cuya reacción confirmó la mía propia. Le envié uno de ellos a mi gran amigo y mentor Herbert Southworth, quien trabajó durante la Guerra civil española para Juan Negrín en Washington. Se emocionó mucho y me dijo que su lectura le trajo a la memoria que había ido a los muelles de Nueva York con su amigo, el gran periodista Jay Allen, a recoger a Ramón y a su hermana cuando llegaron.

Muerte en Zamora es una contribución única a la búsqueda de la memoria de lo que sucedió a civiles inocentes durante la Guerra civil española. Es una importante y poco reconocida obra maestra que estoy encantado de ver reeditada en España.

Familia Sender en 1951, foto Erin Healy
Ramón J. Sender (a la derecha) con su familia americana, en 1951. A la izquierda, sus hijos Ramón y Andrea (foto: Erin Healy)

 

Los fantasmas del cambio
Helen Graham

En 1989, el hijo del famoso escritor Ramón J. Sender, criado en Estados Unidos, publicó en inglés un relato de la búsqueda realizada por él mismo y por su hermana de los restos de su madre, Amparo Barayón, y de la verdad sobre su encarcelamiento y su asesinato extrajudicial. Amparo fue asesinada en Zamora en los primeros meses de la Guerra civil, cuando tenía 32 años. El libro, titulado simplemente Muerte en Zamora, describe una extraordinaria odisea en el tiempo, el espacio y la memoria. A su regreso a España a principios de los años ochenta, el hijo, también llamado Ramón, descubrió que tenía una familia española muy extensa, que surgía como un continente perdido trayendo consigo la historia, los rastros y el fantasma inquieto de su madre Amparo. Así, se puede leer este libro como una trama detectivesca cuyo protagonista, Ramón hijo, se esfuerza por reunir y descifrar los muchos fragmentos y esquirlas de conocimiento que tanto valoraba, ya que eran lo único que le que- daba del pasado, y que le habían llegado a través de su —literalmente devastadora— experiencia de la Guerra civil: la aniquilación de la familia y su propia experiencia de refugiado y del exilio. Cuando comienza su viaje de descubrimiento, no tiene a su disposición — precisamente por lo que le ha sucedido— los pequeños detalles que interconectan acontecimientos pasados. Y como salió de España a tan corta edad, no entiende plenamente la sociedad y la cultura en que ocurrieron los hechos que cambiarían su vida. Lo que no le falta es un conocimiento mayor —a la vez consciente y subconsciente— de lo que pasó y del daño que esto causó.

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Ramón Sender Barayón en un fotograma del documental Sender Barayón: A trip into the Light (Luis Olano, 2018)

La historia de Amparo Barayón es desgarradora —en algunas de sus dimensiones, de un
horror casi gótico; impresionante incluso entre las decenas de millares de dolorosas tragedias personales y familiares que produjo la Guerra civil—. Es posible, sin embargo, explicarla claramente en términos históricos: Amparo fue víctima de los asesinatos extrajudiciales desencadenados por el golpe militar del 17 y 18 de julio de 1936. Ya se ha investigado la historia de la violencia que recorrió España tras el golpe, y se han establecido sus parámetros generales. También se conocen multitud de detalles que los lectores podrán consultar en obras históricas especializadas. Pero el libro de Ramón ofrece algo más, algo crucial que no se deduce fácilmente de los libros de Historia: el suyo es un testimonio del devastador impacto psicológico de la violencia del pasado en una familia, y del duradero impacto sobre la paz interior y la memoria de todos aquellos que, atrapados en ella, continuaron viviendo. Esta es la razón principal por la que Muerte en Zamora es un libro extraordinario que merece ser ampliamente leído y conocido; su significado pleno y demoledor se encuentra tanto en como está contado como en lo que cuenta.

Pero los acontecimientos históricos en sí también merecen que les prestemos más atención actualmente, en particular porque de ellos podemos aprender algo clave sobre la naturaleza de esta “guerra”, algo que, curiosamente, sigue “desapercibido” hasta hoy, y que haríamos bien en comprender en los tiempos que corren. En Zamora, las autoridades militares rebeldes tuvieron el control desde el principio del golpe, no hubo una resistencia armada real, ni siquiera política. Resumiendo, costaría mucho identificar una “situación de guerra”, al menos según la definición convencional de “guerra”. No hubo tampoco ningún colapso del orden público. En todo momento las milicias fascistas de Falange o las clericales de los carlistas y otros voluntarios de la derecha podrían haber sido sometidas a las autoridades militares, que aseguraron el orden público desde un principio. Sin embargo, esto no solo no ocurrió, sino que, como sabemos por la investigación llevada a cabo por historiadores en los años noventa y 2000, los mismos militares reclutaron activamente a miles de civiles para llevar a cabo una guerra sucia en la retaguardia. Fue en esta “guerra” en la que mataron a Amparo Barayón. El objetivo de esos verdugos civiles eran normalmente personas relacionadas con las reformas sociales y económicas de la Segunda república contra la que se habían levantado los militares rebeldes. Pero esta relación no se debió siempre a que las víctimas fueran miembros o militantes de una u otra organización política, ni a que se identificaran con ellas. Muchas víctimas, como Amparo, no militaban en ningún partido ni organización; sin embargo, a los ojos de sus verdugos, fueron símbolo —sobre todo en el caso de mujeres modernas (la llamada “mujer nueva”) como lo fue Amparo— de los grandes cambios en marcha tanto en España como en casi todo el continente europeo, y de los cuales la República española fue tanto una consecuencia como una causa. Con estos cambios, las estructuras sociales llegaban a ser menos estrictas, y en algunos aspectos hasta más igualitarias.

Cárcel 19-07-36
19 de julio de 1936: civiles y militares a la entrada de la cárcel de Zamora, tras el éxito de la sublevación militar en la ciudad (foto: Gutiérrez Somoza)

Las muchas personas y grupos que en España apoyaban a los militares golpistas tenían en común el temor de a dónde les llevarían estos cambios —ya fueran miedos a pérdidas materiales o psicológicas (riqueza, estatus profesional, jerarquías sociales y políticas establecidas, o certezas de género y religiosas) o una mezcla de todas ellas—. De este tremendo miedo surgió el deseo de “poner” las cosas (y a las personas) en lo que ellos creían que era su “debido sitio”.

Este deseo, nacido del miedo, fue un importante impulsor de la violencia arrolladora de la guerra sucia, al igual que también seguía siendo factor constitutivo de la llamada “represión fría” posterior, puesta en marcha por las nuevas autoridades franquistas. Precisamente por esta dimensión psicológica del miedo, la violencia aplastó a muchas personas relativamente pudientes, con propiedades, y a profesionales de clase media, como la familia Barayón, en la que tres hermanos, incluida Amparo, fueron víctimas de asesinatos extrajudiciales. Entre los tres se encuentra Antonio, el muy querido hermano menor de Amparo, ingeniero de profesión, que fue asesinado por “tener ideas”, es decir, por no ser suficientemente “respetuoso” con las normas y costumbres de la sociedad de provincias de aquel entonces en España. Los militares golpistas y sus verdugos civiles estaban, así, redefiniendo “al enemigo”, identificándolo con sectores sociales completos que se consideraban “descontrolados” porque iban más allá de las formas tradicionales de disciplina y “orden”.

Amparo Barayón Huelga Telefónica
Carta de Amparo Barayón protestando por la represión gubernamental contra la huelga de Telefónica (julio de 1931)

A las mujeres emancipadas les reservaron un odio particular e intenso, provocado por lo que para sus verdugos significaba su “desobediencia” frente a las normas de comportamiento de la “feminidad”. No obstante algunos comentarios anteriores, Amparo Barayón no fue asesinada simplemente en lugar de su famoso marido, el periodista y escritor Ramón J. Sender, que simpatizaba con la República y que se encontraba en aquella zona. A Amparo la asesinaron por derecho propio , por ser una mujer moderna. En 1930, cuando se desmoronaba la monarquía en España, ella, con 26 años, había abandonado el atraso provinciano y conservador de Zamora y se había marchado a Madrid, la “gran ciudad”, para ser independiente. En Madrid encontró trabajo como telefonista, una nueva oportunidad de empleo que es, en sí misma, un indicador de la modernidad que se empezaba a desarrollar en España. Se ganó la vida por su cuenta, vivió de forma independiente, educándose tanto política como culturalmente, conoció a Ramón J. Sender y empezó a vivir con él sin casarse; lo que era mucho en aquellos tiempos, incluso en la España urbana, ya que Madrid no era Berlín o París. Sólo sus familiares más cercanos conocían su relación con Ramón. Sin embargo, el solo hecho de que ella hubiera extendido sus alas inspiraba horror entre los pilares de la sociedad provinciana y también entre algunos de los miembros más conservadores de su propio clan familiar, que la veían en el camino a la perdición.

Voluntarios en Zamora 1936
Zamora, 1936: voluntarios falangistas (foto: Gutiérrez Somoza)

Y serían algunos de los miembros de su familia, decididos a asegurar el cumplimiento de
sus propios prejuicios disfrazados de profecía, los que parecen haber estado implicados en denunciarla ante las autoridades militares de Zamora a finales del verano de 1936. La
existencia de numerosos grupos sociales de provincia tan conservadores como el de Zamora fue lo que permitió al emergen- te orden franquista tachar a sus víctimas de “enfermas” o “degeneradas”, hablando siempre de su “impureza”, definiéndolas como la “anti-Nación”. En todo esto los franquistas se hacían eco de los nefastos imperativos del darwinismo social (que fueron también “purificadores”) y que se fueron extendiendo por toda Europa en las negras décadas entre la Primera y la Segunda guerra mundial, donde también causaron estragos. Más ecos de este mismo darwinismo social recalcitrante se hicieron notar en la polémica sobre Amparo que surgió en la prensa local de Zamora a principios del siglo XXI. Esta polémica (analizada por Francisco Espinosa en el Epílogo y apéndices de este volumen) demuestra, con una claridad meridiana, que en la Castilla vieja y profunda la época de Franco todavía es el pasado que no acaba de pasar .

Aunque estos asesinatos extrajudiciales de la Guerra civil sucedieron hace mucho tiempo en términos cronológicos, para muchos de los familiares de los muertos inquietos, incluidos los de Amparo, parece que hubieran sucedido ayer: a pesar de los muchos años transcurridos siguen siendo “muertes recientes”. “Recientes” porque sigue habiendo en ellos algo inoportuno y sin resolver. Como escribe Ramón, autor y protagonista, él sigue “cargando en mi corazón con mi madre muerta, sin absolver y sin vengar”. En parte, la respuesta a la pregunta de por qué esto es así reside en los cuatro decenios de dictadura franquista que vinieron después, y en los envenenados mitos acerca de la Guerra civil que la dictadura diseminó para sus propios fines políticos, apoyados por importantes sectores de la sociedad, tanto por motivos políticos como por sus propios intereses materiales.

Aun así, esos cuarenta años de dictadura están ahora a otros cuarenta años de distancia en el pasado. No obstante, los muertos republicanos continúan “inquietos”. Su sola mención causa malestar, incluso vergüenza, son memorias que estorban, como si las víctimas —es decir, los que hablan por ellas o las conmemoran a través del actual movimiento para la recuperación de la memoria— fueran de alguna manera culpables de “perturbar la paz” del presente. Es una situación extraña que inevitablemente conduce a los observador- es —incluidos muchos historiadores— a preguntarse a qué se debe realmente esta rareza. Simplificando (aunque la solución no será fácil en absoluto), tiene que ver con el hecho de que al conmemorar a las víctimas asesinadas en la zona franquista, para que sean reconocidas como tales —víctimas de la violencia fratricida de una guerra civil—, se pone implícitamente en tela de juicio a otra categoría de muertos. Estos son los muertos, tanto militares como civiles, asesinados extrajudicialmente en territorio republicano durante la guerra, y a los que la dictadura franquista declaró de entrada como las víctimas “puras”, sin mancha, ni “pecado”. El franquismo las elevó a la categoría de mito: “los mártires de la Patria”.

Ahora que las víctimas como Amparo pasan del olvido a la Historia, también estos otros
muertos, movilizados hace mucho tiempo por la dictadura, deben emprender el viaje de retorno, desde el terreno del mito hacia la Historia, para que en ellos se reconozcan, no mártires, sino otras víctimas más de la violencia fratricida de una guerra civil. Este es el “problema” que sigue obstaculizando hoy en España el trabajo de las asociaciones civiles por la memoria. El atasco en el camino que conduce del mito a la Historia en absoluto se centra en los “muertos inquietos” como Amparo —hasta en el 2004 calumniada por un aún presente franquismo sociológico— sino en aquellos otros muertos que fueron enterrados en los cimientos del orden franquista, y cuya “exhumación” aún hoy, en 2017, sigue siendo bloqueada por algo poderoso. Ramón ya ha dado sepultura a su madre Amparo en el pleno conocimiento de su historia, y de la Historia; pero a los “mártires” también se les tiene que devolver a la Historia antes de que la sociedad española de hoy pueda realmente saldar las cuentas con su difícil pasado y pasar página.

 

Amparo Barayón y la impunidad del franquismo
Francisco Espinosa

Anabel Almendral Opperman retratada por Jesús Gallego Marquina (Museo de Zamora). Foto: Estudio Mynt

A mediados de 2004, con el movimiento social por la memoria en plena marcha desde fines de los noventa y con el reciente compromiso del gobierno de Rodríguez Zapatero de poner en marcha una ley de memoria, se produjo un hecho que mostró los límites de la realidad. Aquel verano, aprovechando una entrevista, Anabel Almendral Oppermann, nieta de Pedro Almendral, médico de la prisión de Zamora en el año 1936, declaró a una periodista de La opinión de Zamora que Amparo Barayón, la mujer de Ramón J. Sender, asesinada el 11 de octubre con 29 años de edad, tenía sífilis cuando, ya detenida, fue atendida por su abuelo. Con ello se vengaba de cierto testimonio que no había dejado en buen lugar a Pedro Almendral contenido en Muerte en Zamora, publicado en 1990 – ¡14 años antes! – por Ramón Sender Barayón, hijo del escritor y de Amparo, tras una larga indagación sobre la muerte de su madre.

El testimonio en cuestión era el de Pilar Fidalgo Carasa, que dejó escrito en 1937 los recuerdos de su paso por la prisión de Zamora. Ni ella ni su hija recién nacida recibieron atención médica alguna por parte de Pedro Almendral, quien además se permitió  desearle la muerte por ser esposa de un izquierdista. Y como de Pilar Fidalgo no podía vengarse y había sido el hijo de Amparo quien había dado a conocer dicho testimonio en la España de los noventa, la nieta del médico decidió ir por donde más podía doler: lanzó la calumnia de que Amparo padecía sífilis. Al crimen del 36 se unía ahora, casi setenta años después, la difamación.

Aunque lentamente, la noticia llegó donde tenía que llegar: a Magdalena Maes Barayón, sobrina de Amparo y residente en Málaga; a su hija Mercedes Esteban Maes, que vivía en Inglaterra, y a los hijos de Amparo, Ramón y Andrea, ambos en Estados Unidos. Y a través de Mercedes y su amiga Helen Graham el asunto pasó a Paul Preston y a mí. El ataque era de tal gravedad que la familia intentó que la nieta del médico rectificara, restableciendo así la dignidad de Amparo y de sus familiares. El asunto se alargó y las cartas y artículos enviados al periódico ocuparon buena parte de  2005.

En medio terció el cronista oficial de Zamora, Miguel Ángel Mateos Rodríguez, quien jugó varios papeles entre los que cabe destacar los siguientes: detractor de Ramón Sender Barayón y Pilar Fidalgo; pantalla de la nieta del médico; autopromotor de sus fascículos, que aparecían en el mismo periódico; propagandista de su propio partido, y por encima de todo justificador de lo que pasó en Zamora tras el golpe militar. Su actuación más vistosa fue sin duda la de endosar a un personajillo de tercer o cuarto orden la responsabilidad del crimen que acabó con  Amparo.

A partir de mediados de 2005 el caso se fue enfriando. La hija del médico siguió sin dar señales de vida, el cronista de Zamora volvió a lo suyo y La Opinión de Zamora, que actuó siempre a beneficio de parte (la del cronista), se quedó sin un asunto que les debió de dar cierta vida en aquellos meses. Por su parte la familia vio con pesar que no solo no conseguían la rectificación de Anabel Almendral sino que los artículos de Mateos lanzaban sombras sobre Amparo y su entorno familiar, y que el periódico maniobró en todo momento el asunto en su favor. Desencantados, volvieron a sus vidas con el dolor añadido de ver cómo, además de haber sufrido la pérdida de Amparo, su memoria era manchada ahora con una sucia calumnia sin consecuencia alguna. La rectificación de Anabel Almendral no se había producido y plantear una demanda resultaba complicado dada la dispersión geográfica de la familia. Pesaba además el hecho de que las demandas que habían funcionado desde la transición eran las que los descendientes de los represores habían interpuesto contra aquellos que los señalaban e implicaban en actos criminales.

Hoy, doce años después, releo con profundo desagrado los artículos y correos electrónicos que generó aquel asunto. Cuesta trabajo entender tanta maldad por parte de la nieta del médico y sus corifeos. Posiblemente, aparte del ansia de venganza debió influir el ambiente creado por el movimiento en pro de la memoria surgido en 1995-1996 y consolidado entre 2000 y 2002. La derecha llevaba, y lleva, muy mal que el pasado oculto saliera a la luz, máxime en aquellas provincias que como en Zamora el terror solo vino de un lado: el de los golpistas. No podían oponer ni una sola víctima, teniendo que conformarse con sacar a la luz pequeños conflictos anteriores o dando rienda suelta a la imaginación sobre qué hubiera pasado si el golpe no hubiera triunfado. Lo que en modo alguno querían es que se conociera con nombres y apellidos lo que realmente pasó tras el triunfo del golpe militar en Zamora.

Muerte en Zamora, el libro de Ramón Sender Barayón, publicado en 1990 fue un libro innovador y valiente. Los trabajos sobre el golpe y la represión que salieron en la década de los ochenta fueron aún muy escasos y nacieron todos del esfuerzo personal y del compromiso político de sus autores. De ahí que resulte lamentable la teoría según la cual el antifranquismo constituyó una rémora para la investigación de la represión. ¿Acaso habría que haber esperado a que la Universidad decidiese que ya había llegado el momento de ocuparse de aquel tiempo oscuro? Por suerte hubo quienes cumplieron la función social que la Universidad tanto tardó en asumir. Ramón Sender quiso conocer el final de su madre y de paso, como era de esperar, supo de otra mucha gente que estuvo a su alrededor, unas como testigos de lo ocurrido y otras implicadas en el proceso que llevó a su asesinato. De todo ello dio cuenta en el libro y esto es lo que no le perdonaron: haber roto el pacto de silencio.

Entre 2002 y 2008 se desarrollaron dos iniciativas que pudieron influir en este asunto. De un lado el movimiento en pro de la memoria con numerosas actuaciones en todo el país, que culminará en el Auto del juez Baltasar Garzón, y del otro la comisión interministerial dirigida por el Gobierno de Rodríguez Zapatero cuyo objetivo era elaborar una ley de memoria. Esta, que defraudó toda expectativa, salió finalmente tras muchas dificultades en diciembre de 2007, pero quedó sin sentido solo unos meses después cuando se conoció la iniciativa del juez Garzón, quien por primera vez buscó llevar algo de justicia a las víctimas del golpe militar de julio de 1936. Ello abría una puerta a que casos como el de Amparo saliesen del vacío legal en que se encontraban desde entonces y pasasen a ser considerados como lo que fueron: crímenes de lesa humanidad.

Pero la esperanza duró poco. Ni el mundo político ni el judicial podían consentir que se abriera esa vía, de modo que de inmediato se cercó al juez y poco después se le expulsó del juzgado nº 5 de la Audiencia Nacional. Una vez más la derecha salía vencedora y su memoria histórica, que no es sino la que procede del franquismo, podía seguir tranquila. Para las asociaciones de memoria, muy comprometidas con la propuesta del juez Garzón, resultó también muy duro por estar convencidas de que la única vía para canalizar y elevar el nivel de la movilización social era precisamente esa. También lo fue para el pequeño grupo de juristas, historiadores y forenses que debíamos asesorar al juez Garzón. Todos, juez, asociaciones y asesores, estábamos convencidos de que, como escribió Elizabeth Jelin, especialista en derechos humanos, “la justicia es, sin duda, la parte más sólida de la memoria”.

Consumada la operación que dio al traste con el Auto del juzgado nº 5 la referencia volvía a ser la descafeinada ley de memoria, ante la cual la derecha adoptó una práctica antigua en la que tiene larga experiencia: acatarla pero no cumplirla. El vacío se consolidó en 2011 con la llegada del PP al poder y su decisión de dejar sin fondo alguno todo lo relacionado con la memoria histórica. Así hemos llegado a una situación absurda en la que la iniciativa judicial se ejerce desde Argentina, como en el reciente caso de Ascensión Mendieta, y en que los fondos para las exhumaciones proceden por lo general de particulares e incluso de otros países.

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Desfile del Día de la Raza a su paso junto a la Catedral de Zamora (Foto: Erich Andres)

Al mismo tiempo los alardes de la derecha y la descarada exhibición de parafernalia franquista han ido en aumento. En estos cuarenta años transcurridos desde la transición hemos visto pasar de la derecha contenida de los ochenta a una derecha bravucona cada vez más extendida de aquellos que, nostálgicos del pasado, se vieron reconocidos en las legislaturas de Aznar y desde entonces han comprobado día a día que podían decir y hacer cosas antes impensables. Al mismo tiempo, cada vez resulta más evidente que en los catorce años que gobernó el PSOE, en una decisión tan llena de pragmatismo como carente de ética, se decidió actuar como si el pasado no existiese, perdiéndose así la oportunidad de relacionar la verdad histórica en construcción con la verdad jurídica

Después de lo dicho, después de este viaje desde el exabrupto de la nieta del médico de la prisión de Zamora en el 36 a la impunidad del franquismo establecida mediante la Ley de (Auto)Amnistía de 1979 y consolidada por el sistema bipartidista también denominado “régimen del 78”, solo queda felicitar la decisión de reeditar el libro de Ramón Sender Barayón con los añadidos a que dio lugar esta historia. Por su parte, la nieta del médico y sus ayudantes pueden dormir tranquilos, pero sus nombres y sus actos irán ya para siempre unidos a la historia de una calumnia.

(1) Helen Graham, «Republican Memory Returns to Spain», en The Volunteer. Journal of the Veterans of the Abraham Lincoln Brigade, Vol. XXV, no. 2 (junio de 2003), pp. 9-11.

(2) Paul Preston, prólogo a Ramón Sender Barayón, Muerte en Zamora. Madrid, Postmetropolis, 2017, pp. I-III.

(3) Francisco Espinosa, «Amparo Barayón, historia de una calumnia», en Callar al mensajero. La represión franquista, entre la libertad de información y el derecho al honor. Barcelona, Península, 2009, pp. 97-136.

 

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