François Godicheau
Catedrático de historia contemporánea
Universidad de Toulouse
Johann Chapoutot es uno de los historiadores del nazismo más reconocidos por el gremio. Junto con otros dos colegas importantes, Christian Ingrao y Nicolas Patin, publicó en 2024 una síntesis en la editorial Tallandier titulada Le Monde Nazi, 1919-1945. Antes, había publicado una docena de libros traducidos en varios idiomas. Especializado en la comprensión de la cultura nazi y la relación entre el imaginario de los nazis y su actuación, también ha reflexionado sobre los meta-relatos que gobiernan las visiones del pasado (Le grand récit. Introduction à l’histoire de notre temps, 2021) y se ha interesado por la relación entre la visión del poder nazi y la gestión en Libres d’obéir. Le management, du nazisme à aujourd’hui (2020). Este último fue publicado en español en 2022 por Alianza, como antes lo fueron La revolución cultural nazi en 2018 y en 2021 La ley de la sangre: pensar y actuar como un nazi, mientras Abada había sacado El nacionalsocialismo y la antigüedad en 2013. Además, el catedrático en la Sorbona, Johann Chapoutot, es un historiador comprometido con el presente, cada vez más volcado, dada la situación política francesa y mundial, en entrevistas y conferencias para el gran público, en particular en los medios independientes.
La idea del presente libro surgió precisamente de la urgencia de la situación política francesa, pero también alemana, estadounidense, etc., así como el problema representado por la creencia común de que “los nazis llegaron al poder a través de las urnas”. En realidad, lo que interesa a Chapoutot va más allá: los tópicos sobre el nazismo se conjugan con la idea según la cual el horror nazi remite a una mezcla de idiosincrasia alemana, circunstancias excepcionales y locura individual (Hitler) y colectiva. La consecuencia es creer que el nazismo es tan excepcional que no tiene nada que ver con nosotros. Encerrar el relato histórico en una retórica moralista del “nunca más”, haciendo uso del famoso “punto Godwin” condena toda reflexión vinculante entre ese pasado y el presente, lo cual representa para Chapoutot y sus dos co-autores de Le Monde nazi, una pura y sencilla “renuncia a toda comprensión de lo que hizo posible el nazismo” (p. 502).

En Les irresponsables. Qui a porté Hitler au pouvoir ?, Chapoutot vuelve sobre la secuencia 1930-1933 y demuestra que el acceso de los nazis al poder no fue el resultado de una progresión electoral imparable sino de los problemas que tenía el “consorcio liberal-autoritario” para seguir gobernando, de la ausencia de base popular de una política deflacionista en razón de la cual se temía una sublevación generalizada. El prólogo no puede ser más actual: vuelve sobre la visita en 2019 a la sede de la CDU del fantasma del canciller Von Papen, que dio acceso al poder a Hitler en enero de 1933 –quedando Papen como vice canciller. Este happening había sido montado por un colectivo de activistas y artistas que querían alertar sobre los peligros de cualquier compromiso con la extrema derecha, ante una posible alianza de la CDU con la AfD en Turingia. Después de validarla en febrero de 2020 con la elección del primer ministro del land frente a una coalición de izquierdas, el jefe de la CDU, Friedrich Merz, se habría retractado y restablecido el Brandmauer, la versión alemana del cordón sanitario (literalmente significa “corta fuego”).
La tesis del libro ataca la teleología histórica asociada a la idea de “fracaso” de la República de Weimar, un sonsonete conocido en España, aunque la teleología haya servido (y siga sirviendo) aquí a unos fines exculpatorios del franquismo, y la idea de “fracaso” remita a otra idiosincrasia que la alemana (en el caso español, la idiosincrasia del cainismo o de la “violencia política” y la “intransigencia”). A contrapelo de la versión del “suicidio de una república”, Chapoutot argumenta el relato de su asesinato, entre 1930 y 1933.
El primer capítulo se inicia con el análisis del bloqueo de la política alemana después de la gran coalición entre los partidos fundadores de la República, Zentrum y SPD, encabezada por el canciller social-demócrata Hermann Müller. Su política anticrisis insoportable para el presidente Hindenburg –ese militar monárquico convencido de que el ejército era la columna vertebral de la nación– y para la patronal alemana, provoca su caída y la composición de un gobierno de austeridad dirigido por Heinrich Brüning (Zentrum) gracias al uso de un artículo de la constitución (el 48) que otorgaba poderes excepcionales al Presidente. La misión de ese gobierno expresamente desvinculado de los partidos era llevar a cabo una violenta política de deflación, vista como “la única posible”: una verdadera sangría con desastrosas consecuencias sociales. Las elecciones de 1930, convocadas después de una disolución por la que Brüning buscaba conseguir una mayoría que no tenía, confirman por sus resultados que su política era minoritaria, ya que la coalición entre la derecha y la extrema derecha del DNVP de Hugenberg pasa de representar el 50 a solo el 35% de los diputados, una hemorragia que beneficia al NSDAP que pasa del 2,8 a 18,3%, mientras que el SPD retrocede y el KPD progresa. El peligro nazi lleva entonces al SPD a practicar una “política de tolerancia” que perdona la vida al minoritario Brüning. El centro político estaba en la disyuntiva entre una gran coalición con el SPD o con la extrema derecha, opción al final preferida pero rechazada por Hitler. Tenía que ver con una situación en la que las elecciones regionales habían permitido ya a los nazis entrar en gobiernos de coalición (en Turingia, luego Brunswig, luego Oldenburg, donde consiguen la mayoría absoluta en mayo de 1932). Al final, un fracaso diplomático lleva a la dimisión del gabinete Brüning considerado por Hindenburg como no lo suficientemente a la derecha.

El análisis de esta secuencia se prolonga en el del proceso de presidencialización del poder y de las instituciones alrededor de Hindenburg en el segundo capítulo, que muestra cómo la manipulación de diversos artículos de la Constitución tuerce completamente el espíritu de las instituciones y convierte el régimen en autoritario, y al Parlamento en secundario detrás de la camarilla que rodea al viejo general prusiano. Esta transformación es a su vez situada, en el tercer capítulo, en el contexto de un proceso de fascistización del espacio público, para usar la categoría muy interesante acuñada por Ferran Gallego. El imperio mediático de Alfred Hugenberg funciona como un verdadero sistema, una fábrica de producción de un contenido ultra-nacionalista estandarizado. El espacio público es afectado más allá de los numerosos órganos de prensa controlados, por la imposición de unos temas y de su tratamiento, al servicio de una extrema derecha que el mismo Hugenberg lidera, con su DNVP, hasta resultar sobrepasado, y en realidad vampirizado por el NSDAP en 1930. La obsesión por constituir luego un “frente de derechas” capaz quizás de llegar a matar a la República y restaurar la Monarquía, prolonga ese trabajo de nazificación de la opinión a pesar del no compromiso de Hitler con esos objetivos.
Los capítulos siguientes (4 & 5) cuentan la caída de Brüning y el acceso a la Cancillería de Franz von Papen, renegado del Zentrum y favorito de Hindenburg, y la formación en junio de 1932 de un “gobierno de los barones”, una concentración de grandes fortunas, nobles y generales completamente desfasada de la sociología política alemana pero concebida como un equipo de combate para seguir imponiendo al país la terapia de choque deflacionista. Sin ninguna base parlamentaria, este gobierno confirma la relegación del Reichtag y una orientación resueltamente antisocial, que hace desear a su jefe, Franz von Papen, llegar a un acuerdo con los nazis, cuyas milicias, SA y SS, son autorizadas de nuevo, después de haber sido prohibidas por su violencia. La multiplicación durante el verano de las muertes violentas, por centenares, debida en gran mayoría a estas organizaciones, cada vez más apoyadas desde gobiernos regionales y secundadas por instituciones de policía muy porosas a su propaganda, tiene que ver con el interés del gobierno en romper la fuerza del movimiento obrero y el miedo del “bloque burgués”, según la expresión de la época, hacia una revolución que el crecimiento y la agitación del KPD parecen prometer. La intervención del land de Prusia, símbolo de la democracia de Weimar, en el verano de 1932, la ley marcial en Berlín y la depuración del funcionariado prusiano se dirigen contra todo lo que huele a izquierda, asimilado a “los rojos” y a “la revolución”. Esta y el KPD representan en boca de Papen “la destrucción de los fundamentos religiosos, morales y culturales de nuestro pueblo” (p. 192). La denuncia de “los extremos” desde el auto-proclamado centro se subsume en la llamada a erradicar el único “extremo” de la izquierda radical, mientras el partido de Hitler es tratado como un posible (y deseado) socio.
Las nuevas elecciones generales del 31 de julio de 1932 confirman las regionales justo anteriores: la progresión de los nazis es enorme, con 37,3% de los sufragios y los comunistas siguen avanzando, aunque mucho menos. El imperativo de aliarse con los nazis, a los que se intentaba agradar por todos los medios, crecía para un gobierno Papen que a pesar de representar el 10% del electorado, lejos de verse como un gobierno de transición, pretendía encarnar los primeros pasos de un “Estado nuevo” para llevar a cabo el programa liberal-autoritario a la espera –ansiosa– de sus resultados (Capítulo 6). El gobierno pretendía “modernizar” el Estado, volverlo más centralista y vertical, rechazando el calificativo de “canciller de la patronal”: “prosperidad” y “estabilidad” debían ser los resultados de la combinación de un “Estado fuerte” y de una economía de la oferta, gracias a “reformas” y a la “simplificación de la administración” y permitir al país realizar su misión civilizatoria y espiritual.

Gracias a los diarios de Goebbels y a otras fuentes, Chapoutot muestra en el capítulo siguiente que la exigencia nazi de la Cancillería y los plenos poderes descansaba en la conciencia de haber alcanzado su techo electoral. En cuanto a Papen, estaba construyendo un poder dictatorial, en el que los nazis serían una fuerza de choque frente a un posible levantamiento obrero. Su blanco político era la “subversión” de la izquierda y en particular lo que llamaba, como hacía la extrema derecha, el “bolchevismo cultural”, algo mucho más difuso que el marxismo, una especie de espantapájaros contra el cual ninguna solución parecía demasiado violenta.
El fracaso del plan de Papen en sus maniobras para anular el Reichtag con un decreto presidencial que postergaba sine die nuevas elecciones conduce a una segunda disolución y a nuevas elecciones el 6 de noviembre de 1932, en las que, como temía Goebbels, el NSDAP pierde 2 millones de electores y 34 diputados, pasando de 37 a 33%. En algunas regiones como Turingia, pierden más del tercio de su electorado, y esto justo en el momento en que la tendencia económica se está revirtiendo, con la creación de miles de empleos, de empresas, etc.
En los capítulos 9 y 10, Chapoutot analiza el estado real de las fuerzas nazis al final del año. Revisa primero la opinión historiográfica común sobre las investigaciones de los historiadores de la RDA después de la caída del muro, que descansaba en el descarte rápido de sus análisis sobre el apoyo patronal al NSDAP. Demuestra que la campaña de seducción de Hitler y otros dirigentes nazis fue un gran éxito, no solo por la presión de las grandes fortunas sobre Hindenburg para nombrar a Hitler, sino también por el posterior apoyo material, decisivo en las elecciones de marzo de 1933, cuando no todo estaba decidido. En diciembre de 1932, el asentimiento del banquero Schröder al pacto faustiano y, en la sombra, de Papen con Hitler, se hace previa consulta a todos los nombres relevantes de la economía alemana.

En el último capítulo, el autor examina los tejemanejes del general Kurt von Schleicher, el más cercano consejero de Hindenburg, para establecer un gobierno transversal a todos los partidos, lo que pasa por provocar una escisión en el NSDAP. Schleicher, antes de acuerdo con Papen sobre la alianza/utilización de los nazis, se da cuenta durante del verano, primero de su infinita capacidad de violencia, y también de que no respetarían ningún pacto. Busca entonces aprovechar la fuerte crisis interna del partido, en particular en la SA, pero no solo, gracias a la divergencia creciente entre Hitler y el número 2, Gregor Strasser. El objetivo fracasa por poco, al darse cuenta Hitler y Goebbels de que Strasser no había dicho que no a la propuesta de Schleicher de un puesto de canciller adjunto y a la idea de presentar sus propias listas electorales.
Al final, el proyecto de Schleicher fracasa por varias razones, entre ellas la pérdida de confianza de Hindenburg. Papen ofrece a Hitler el puesto de canciller, quedando como vice-canciller y convencido de que va a manipular con facilidad al caporal austriaco que va a terminar “gimiendo como un perrito arrinconado”. Sabemos que se equivocaba: aunque solo pidieran un Ministerio además de la Cancillería, se trataba del de Gobernación, que incluía educación e información. Todo ello resultaba un punto de apoyo esencial como recoge, por ejemplo, Peter Fritzsche en su reciente Hitler’s first Hundred Days: when Germans Embraced the Third Reich (Basic Books, NY, 2020)
El epílogo del libro no es menos interesante ya que el autor se enfrenta ahí a una cuestión que le ha valido muchos ataques, en particular tras la publicación de Libres para obedecer. Algunas lecturas poco honestas le reprocharon haber equiparado el management con el nazismo, cuando en realidad Chapoutot era mucho más riguroso, prudente y preciso. Ahora bien, el problema a raíz de estos ataques políticos es la reflexión emprendida sobre los vínculos entre, por una parte, el ordo-liberalismo desarrollado en los años treinta y que conoce hoy un auge en muchos países y, por otra, varios rasgos de los discursos nazis, su concepción del poder y de la sociedad y su llegada al poder.[1]

El interés del libro de Chapoutot radica en realidad en su carácter profundamente inquietante y, por tanto, útil, en este momento que nos ha tocado vivir. Desde el imperativo de no privarse del análisis del nazismo para estudiar las dinámicas del poder y la fragilidad de la democracia en el mundo contemporáneo, califica el “punto Godwin” de “pons asinorum de los vagos”. La cantidad de ecos generados en el presente por la llegada al poder de los nazis, en particular en Francia, es impresionante: una política de austeridad que agrava la pobreza a partir de las certidumbres de un centro político que en realidad es un “extremo centro”, según la expresión del historiador Pierre Serna (ver aquí una entrevista en La Vanguardia[2]); una versión del radicalismo neo-liberal en realidad ordo-liberal; un poder ejecutivo que destruye el modelo social usando frenéticamente un artículo de la Constitución que permite evitar un voto sobre las leyes propuestas (el 49.3 en Francia, el 48.2 en la Constitución de Weimar); un partido social-demócrata que deja pasar esa política “para evitar lo peor”; un régimen cada vez más presidencialista, ocupado por un personaje egocéntrico y testarudo; un fenómeno cortesano con consejeros errados; una disolución del parlamento exigida por la extrema derecha y que resulta en un fracaso electoral rotundo para un presidente que luego se niega a tomar en cuenta el resultado de las elecciones y condena a los “extremos”, pero sobre todo a la izquierda, mientras asume buena parte de la retórica y del programa político de la extrema derecha; un pánico moral, ya no contra el “bolchevismo cultural” sino contra el “wokismo”, palabra que descalifica y pretende alertar sobre “la destrucción de la sociedad/familia/religión/nación”; un imperio de los medias en manos de un multimillonario de extrema derecha, etc.
Estos ecos, si bien son escalofriantes para el lector francés de hoy, son interesantes también más allá del hexágono, por sí mismos y por el debate sobre el oficio del historiador. La capacidad de influencia de unos mass media que ya no son tanto los diarios, radios y televisiones como las redes sociales, para desplegar un discurso de guerra interior contra una parte de la población considerada como no-nacional, para sustituir la lógica de la deliberación política por la del espectáculo brutal, para hacer de cualquier oposición progresista, por moderada que sea, un “peligro rojo” que se alimenta de un pánico moral creado a base de mentiras: estos son fenómenos observables en EE.UU y también más acá.
Sobre todo, la puesta en valor de esos ecos, de unas lógicas políticas que parecen reincidentes, obliga a un debate sobre epistemología y deontología históricas a la altura de la urgencia historiográfica presente, y a calificar por lo que son las críticas de los periodistas, historiadores autoproclamados, pero también algunos universitarios, que se llenan la boca con la “objetividad” y citas de Weber –sin muchas veces comprenderlo bien: un “estadio infantil del deontologismo” (p. 277). Recuerda Chapoutot que hace decenios que en historia la pretensión a la objetividad es un contrasentido que, un mínimo de lecturas en epistemología de las ciencias, hace ver como lo que es: un catequismo penoso. Cualquier distinción ontológica entre pasado y presente es arruinada por la presencia continua del pasado en el presente. La movilización del pasado detrás de cualquier categoría, concepto o valor del presente, al reclamar una crítica genealógica, forma parte de esa materia que la historia trabaja. Esto implica efectivamente dejar atrás no solo la vieja historia magistra vitae sino también la historia vectorial hegeliana y post-hegeliana, como lo notó ya hace más de quince años Elias Palti en su contribución al volumen El fin de los historiadores (Alianza, 2008).

Queda el problema siguiente: para quiénes somos los primeros en explicar que la historia no se repite, ¿qué estatuto dar a esos ecos inquietantes? Chapoutot articula una propuesta muy interesante a partir de la idea de “reincidencia” formulada por el filósofo Michael Foessel en su libro Récidive 1938 (2019) donde lo que interesa son las analogías entre configuraciones políticas. Estas analogías permiten ver mejor el peso de determinadas retóricas, en particular las del extremo centro, y convocan también análisis en términos de fascistización, es decir de procesos, de configuraciones en movimiento. Algo sin duda saludable, e incluso urgente, dado que, como lo vemos en el caso de EE.UU, hay a veces pendientes que, más que deslizarse, se despeñan de manera imprevista.
Notas
[1] El liberalismo autoritario ha sido objeto de análisis muy interesantes en Francia desde la filosofía, con autores como Barbara Stiegler (Hay que adaptarse, editorial Kaxilda, 2023) o Grégoire Chamaillou (La sociedad ingobernable: una genealogía del liberalismo autoritario, Akal, 2022).
[2] Expresión aplicada a un análisis del espacio político español actual por Andrea Greppi en «Extremo centro o la anomalía popular-populista en la política española», Teoria politica. Nuova serie Annali [Online], 11 | 2021, online dal 01 février 2022, consultato il 07 février 2022. URL: http://journals.openedition.org/tp/1833
Reseña del libro de Johann Chapoutot, Les Irresponsables. Qui a porté Hitler au pouvoir ?, Paris, Gallimard, 2025.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: el primer gobierno de Hitler en el día de su toma de posesión, el 30 de enero de 1933: Adolf Hitler (NSDAP), Franz von Papen (independiente), Konstantin Freiherr von Neurath (independiente), Wilhelm Frick (NSDAP), Johann Ludwig Graf Schwerin von Krosigk (independiente), Alfred Hugenberg (DNVP), Franz Seldte (NSDAP), Franz Gürtner (DNVP), Werner von Blomberg (independiente), Paul Freiherr Eltz von Rübenach (independiente), Alfred Hugenberg (DNVP) y Hermann Göring (NSDAP)(foto: Deutsches Historisches Museum, Berlin)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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