“Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, los herederos del nazismo pueden volver a encabezar un gobierno en un país germánico. Ochenta años después, la sombra del fascismo vuelve a recorrer el corazón de Europa (…) La ultraderecha europea se siente fuerte y desinhibida. Y sabe que tiene el aval y el apoyo de un Donald Trump que el 20 de enero volverá a ocupar la Casa Blanca (…). Queda claro que los partidos tradicionales a derecha e izquierda han desconectado demasiado tiempo con una ciudadanía preocupada por su empobrecimiento, que cuanto más avanza, más se deja seducir por un populismo ultra que hace agujero con un cóctel de nacionalismo identitario y económico, retórica antisistema –contra las instituciones europeas y la administración pública– y señalamiento de culpables fáciles en la inmigración –sobre todo la musulmana–. No se divisa ninguna reacción del bloque demócrata. Más bien parece que los conservadores están empezando a echar la toalla y a acercarse a la extrema derecha para intentar condicionarla desde el gobierno, un juego arriesgado. Se ha abierto la caja de Pandora.”
Estos fragmentos del editorial del ARA de hoy invitan a comprender cómo ejerció el fascismo su influecia siniestra. De este modo -concluye Richard J. Evans- quizá podremos empezar a reconocer también las amenazas a las que se enfrentan en nuestros propios días la democracia y la defensa de los derechos humanos, y actuar para contrarrestarlas.
Conversación sobre la historia
Richard J. Evans
Universidad de Cambridge
Conclusión
Como individuos, los perpetradores cuyas vidas se narran en este libro no fueron psicópatas; no fueron personas perturbadas, pervertidas o dementes, por mucho que en los medios de comunicación y la bibliografía histórica haya sido habitual retratar a muchos de este modo. No fueron matones ni rufianes que se apoderaron del Estado alemán con el simple fin (o siquiera el fin principal) de enriquecerse, cobrar fama o manejar poder; aunque cuando se les presentó la ocasión, muchos no vacilaron en aprovecharla. Aparte de que las pruebas no sostienen esa hipótesis, concebir a esas personas como esencialmente depravadas, desviadas o degeneradas las sitúa fuera de los límites de la humanidad normal y corriente; por lo tanto sirve de exculpación para todos los demás, para todos nosotros, pasados, presentes y futuros. Tampoco fueron marginados sociales ni crecieron lejos de las corrientes principales de la sociedad. Durante la mayoría de sus vidas fueron personas completamente normales, según el estándar habitual en la época. Procedían casi todos de la clase media; entre ellos no hubo ni un solo obrero dedicado a trabajos manuales. Muchos compartían los atributos culturales convencionales entre la burguesía alemana: habían leído mucho, tocaban con destreza algún instrumento musical, pintaban, escribían textos de ficción o poemas. Pero todos tenían en común la devastadora experiencia emocional de haber perdido la condición social o la autoestima de forma brusca y poderosa en una fase temprana de sus vidas. Para no pocos de ellos, la derrota de Alemania en la primera guerra mundial, que consideraban repentina e inesperada, fue un acontecimiento traumático que puso fin a una carrera prometedora y echaba a la basura el sacrificio propio y de sus familias, a veces con sangre. En algunos casos, un desastre económico — la hiperinflación o la Gran Depresión— tuvo un efecto similar.
Hitler les ofreció una vía que les permitió superar los sentimientos de inferioridad y vinculó el destino de todos — y el suyo propio— a lo que presentó como la trayectoria histórica moderna de Alemania como totalidad, que pasaría de la derrota y la humillación al renacimiento y la regeneración; ante todo, salvando unas divisiones y antagonismos sociales, económicos y políticos que parecían insuperables al crear una comunidad nacional unitaria y genuina. Se suponía que una tal comunidad había unido a la nación en el estallido de la primera guerra mundial, en agosto de 1914, y se había deshecho tan solo cuatro años más tarde, por el impacto de la derrota. La mayoría de los perpetradores creció socializada en un ambiente burgués fuertemente conservador y nacionalista alemán; los conversos del socialismo, el comunismo o siquiera el liberalismo conservador fueron extraordinariamente raros. Desde aquella posición, el paso a la forma de nacionalismo más radical que los nazis representaban era corto.
La experiencia de la primera guerra mundial generó una enorme división en la vida política alemana. Durante el conflicto, y después, la militarización de la sociedad se hizo más pronunciada. Había uniformes por toda la vida pública, se los veía en cualquier calle. Aun así sería un error sostener que la experiencia de la guerra brutalizó a una generación entera. La mayoría de los hombres que combatieron en la guerra procedían, por definición, de las clases obreras; cuando la contienda acabó, pasados los primeros años de la posguerra, donde predominó el caos, retomaron la vida civil o bien como socialdemócratas, comprometidos con crear y preservar la democracia de Weimar, o bien — en especial si eran más jóvenes— acercándose a partidos más claramente izquierdistas de creación reciente, sobre todo los comunistas. Los nacionalistas alemanes ya estaban convencidos, incluso antes de la guerra, de que los socialdemócratas — desde 1912, el partido con más representantes en el Reichstag— eran unos traidores que solo pretendían debilitar y dividir Alemania. A juicio de muchos integrantes de la derecha nacionalista, estaban dirigidos entre bambalinas por una conspiración judía; se trataba de una fantasía paranoica, pero ofrecía una seudoexplicación aún más poderosa que la del movimiento comunista internacional. La frágil estabilidad que la República de Weimar alcanzó con el fin de la hiperinflación, en 1924, fue un remiendo poco duradero para las grietas abiertas en el tejido de la sociedad. Para más de un tercio del electorado, la Gran Depresión posterior, y la desintegración del mundo político, fueron la gota que colmó el vaso. Si no eran estúpidos — han sugerido otros autores—, entonces la vasta mayoría de los alemanes simplemente no captó las realidades del nazismo. Solo una pequeña minoría de fanáticos se entregó a las ideas y las prácticas de los nazis, mientras que el resto no sabía nada al respecto. Se trata de explicaciones exculpatorias, que encontramos incluso en los escalones más altos de la jerarquía nazi: en efecto, el arquitecto de Hitler, y a la vez ministro de Municiones, Albert Speer, logró convencer de algún modo a los jueces del Tribunal Militar Internacional que juzgó los crímenes de guerra en Núremberg después de la contienda de que él nunca había tenido noticia de los crímenes del nazismo y lo ignoraba todo sobre Auschwitz y el Holocausto hasta el momento final de la derrota de Alemania. Sus memorias, del todo interesadas, repitieron esta alegación; fue un libro superventas, y no solo en Alemania, tras ver la luz en la década de 1960: a millones de alemanes que habían vivido bajo el Tercer Reich les proporcionó una excusa convincente.
Gran parte de la investigación que se ha publicado en estos últimos años, no obstante, ha tenido el efecto acumulativo de desmontar para siempre estos mitos tan convenientes. Prácticamente todos los alemanes tuvieron ocasión de observar con sus propios ojos la violencia asesina de los nazis o supieron de los fusilamientos y gaseos masivos de los judíos en Auschwitz y tantos otros lugares por medio de las cartas que los soldados enviaban desde el Frente Oriental o las noticias que traían los militares de permiso. Era más fácil enterarse de los fusilamientos colectivos, que se realizaban a campo abierto, que de las cámaras de gas, que a menudo funcionaban en campos de exterminio adecuadamente situados fuera de los caminos principales; pero incluso en este último caso, las noticias se filtraron y llegaron a Alemania. El diarista judío Victor Klemperer, por ejemplo, ya recogía historias sobre Auschwitz — «un matadero organizado por turnos»— en el otoño de 1942. La publicación de una recopilación exhaustiva de los informes secretos nazis sobre la actitud de los alemanes hacia los judíos entre 1933 y 1945 (cuya traducción inglesa, de mil páginas, salió de imprenta en 2010) puso de relieve que existía un conocimiento generalizado sobre el destino de los judíos; también destaca hasta qué punto la «deportación» de los judíos alemanes contó con la aprobación popular de los alemanes que no eran judíos, frente a los recelos de una minoría.
Ahora bien, esto no significa — en contra de lo defendido por algunos historiadores y autores, empezando por los propagandistas bélicos Aliados— que desde sus orígenes, e incluso antes, el sentimiento de la identidad nacional alemana fuera inseparable del antisemitismo exterminador, la sumisión a la autoridad, la ambición de conquista, el militarismo y características similares. Algunos historiadores han planteado que Hitler y los nazis llegaron al poder con un respaldo popular abrumadoramente mayoritario, que gobernaron antes que nada por consenso y que su violencia solo se dirigía contra minorías políticas, raciales y sociales reducidas, poco populares o desviadas de la norma, lo cual acogió con satisfacción la vasta mayoría de los alemanes corrientes. En fechas muy recientes, diversos historiadores han expuestola idea de que los doce años de la Alemania nazi fueron un capítulo en las prolongadas «dificultades» de los alemanes con la democracia, y que el calificativo más idóneo para el régimen de Hitler es el de una «democracia iliberal», tomando prestado un concepto con el que el político populista y autoritario Viktor Orbán ha descrito su forma de gobernar Hungría.
Todos estos argumentos subestiman gravemente la profundidad y amplitud de la coerción y la violencia a las cuales los nazis recurrieron para someter a los alemanes. La aprobación de un 99 % del cuerpo de votantes — que el régimen obtuvo regularmente en las elecciones y plebiscitos organizados a partir de 1933 para impresionar a los gobiernos extranjeros con la escala del apoyo interior de Hitler— se obtuvo únicamente mediante el uso masivo de la intimidación, la manipulación y la falsedad. La publicidad que se dio a los primeros campos de concentración no fue un signo de que contaran con el respaldo de la mayoría de la población, sino el crudo anuncio de lo que le podía suceder a quien diera señales de disensión u oposición. Destacar que en 1935 solo había unos 4.000 presos recluidos en los campos de concentración ignora el hecho, mucho más relevante, de que la función represiva se había delegado en los tribunales regulares y las prisiones y penitenciarías estatales, que en aquel mismo año concentraban a 23.000 por delitos clasificados como políticos. Los nazis aplicaron una enorme colección de sanciones de diverso tipo contra los ciudadanos refractarios, como expulsarlos del empleo estatal o retirarles subvenciones. De la vigilancia y el control — en especial sobre los antiguos comunistas y socialdemócratas— no se ocupó tan solo la Gestapo, sino una figura de gran importancia: los «guardianes de las manzanas», que en número de más de dos millones (cuando estalló la guerra) escrutaban sus respectivas islas urbanas. Los nazis no llegaron al poder de una forma pacífica; quienes se opusieron a ellos, sobre todo los socialdemócratas y los comunistas, no fueron grupos marginales ni extraños; en total, en las últimas elecciones libres de la República de Weimar, en noviembre de 1932, estos dos partidos sumaron más votos y escaños del Reichstag que los nazis. Hitler y los nazis nunca superaron el 37 % del electorado en ningunas elecciones libres; ni siquiera se alzaron con la mayoría en las condiciones coercitivas e intimidatorias de las elecciones de marzo de 1933 — cuando se impidió hacer campana a otros partidos, pero antes de que los nazis se hicieran con el control total.
El Tercer Reich no fue ninguna democracia, ni «iliberal» ni de ninguna otra clase. Según concluye Peter Longerich su reflexión sobre el «carisma» de Hitler: Antes que nada, el [sistema de gobierno] de Hitler fue, de hecho, una dictadura. Los derechos básicos se habían abolido desde febrero de 1933; cualquiera podía ser llevado a rastras a un campo de concentración, por un período de tiempo no especificado, sin el debido proceso judicial y sin ninguna causa verificable; por lo tanto quedaba a merced de los guardias. La tortura, los tormentos de todo tipo y el asesinato de los presos formaban parte de este sistema y no se los perseguía judicialmente … Los campos de concentración fueron un elemento más de un sistema de represión exhaustiva que, desde 1936, se unificó y centralizó bajo la dirección de Himmler; otras ramas fueron la Gestapo, la «policía criminal», la «policía del orden» uniformada, la SS con su propio servicio de inteligencia (el SD) y diversas organizaciones armadas.
Así pues, el «carisma» de Hitler se ejerció en el marco de este sistema total de vigilancia y control, y lo crearon las proyecciones de su poder por medio de una propaganda incesante y omnipresente. No había prensa libre, ni justicia independiente, ni alternativas políticas, ni gobiernos locales con libertad de acción; no había ninguna otra entidad, fuera del Partido Nazi, salvo las dos excepciones — cada vez más hostigadas y frágiles— de las Iglesias y las fuerzas armadas. El régimen nazi no fue una dictadura generada y mantenida por el apoyo popular; no fue una «dictadura consensuada», pues el consenso no es tal cuando no se da con libertad y no se puede rescindir o retirar con esa misma libertad. Tampoco fue una «dictadura del pueblo», sino la dictadura de Hitler, en la cual el culto a la personalidad del líder llegó hasta el extremo de imponer como forma estándar de saludo el Heil, Hitler! en lugar de dar los buenos días o despedirse cordialmente.
Pero los doce años del Tercer Reich no fueron suficientes para remodelar de arriba abajo la sociedad alemana. A pesar de la retórica constante del igualitarismo social, se mantuvieron las diferencias de ingresos, propiedades y clase y condición social. Los obreros industriales reaccionaron al empeoramiento de las condiciones de trabajo en las fábricas y minas — cuando la economía del rearme se sobrecalentó, en la fase de preparación de la guerra— presionando al Frente del Trabajo para que intentara mejorar la situación. Las creencias religiosas arraigadas no fueron extirpadas por la coerción y la propaganda y, de vez en cuando, espolearon actos valerosos de protesta pública; por ejemplo, cuando los nazis intentaron cambiar los crucifijos de las aulas católicas con retratos de Hitler, o cuando las objeciones religiosas populares ante el asesinato masivo de los ciudadanos con enfermedades mentales y discapacidades culminaron con la condena pública de Clemens von Galen, el obispo de Münster, durante la guerra, con lo que la campana de la «eutanasia» tuvo que pasar a la clandestinidad. Como el régimen no deseaba dañar la moral bélica de la población, en algunos casos tuvo que dar también un paso atrás; por ejemplo cuando las esposas de los judíos detenidos en masa por la Gestapo se manifestaron durante días en la Rosenstrasse de Berlín, hasta que se les devolvió la libertad; o cuando Himmler ordenó interrumpir temporalmente las deportaciones desde Berlín a Auschwitz, en noviembre de 1941, ante el temor a provocar la resistencia del resto de la población judía de la capital. Aun así se trató siempre de incidentes relativamente aislados, que no implicaron ninguna hostilidad generalizada contra el régimen, ni menos todavía la intención de derrocarlo. Los historiadores lo han denominado «oposición» al régimen, sin que llegara a ser «resistencia». Nada de esto supone que el Tercer Reich no fuera una dictadura, o que su dominio no se impusiera mediante la violencia y la amenaza de ejercerla, acompañadas de la propaganda y la movilización de la opinión: las dos fueron en paralelo, pues los límites de la «comunidad nacional» estaban netamente definidos por todos lados mediante la fuerza y la coerción.
En realidad, la idea de que el Tercer Reich gozó de una aceptación común como «comunidad nacional» adolece del defecto de no diferenciar entre los grupos sociales. Por ejemplo el Tercer Reich fue más popular y gozó de mucha aceptación entre los jóvenes, influidos por las escuelas, las Juventudes Hitlerianas y la penetración de los nazis en las instituciones sociales; pero no tanto entre la población anciana o de mediana edad, cuyos valores e identidad social se habían forjado antes de 1933. La violencia e intimidación de los nazis alcanzaron su primer punto culminante en 1933, cuando el régimen nazi, inseguro en sus inicios, detuvo y encarceló a alrededor de 200.000 opositores en los campos de concentración recién creados; se moderó por cierto tiempo cuando el Estado asumió las funciones principales del control político; y se intensificó de nuevo cuando volvieron a crecer la desilusión y el descontento populares ante la trayectoria descendente de la guerra de Hitler y el hundimiento de cuanto quedaba de la «comunidad popular». Entre la clase media, el apoyo al Tercer Reich fue proporcionalmente mayor que entre la clase obrera; en las zonas rurales, más que en las urbanas; entre los protestantes, más que entre los católicos. A lo largo del tiempo los niveles de respaldo al régimen variaron fuertemente: hasta mediados de la década de 1933 no dejaron de ser limitados; crecieron hasta alcanzar su punto más alto tras la rápida victoria contra Francia, en el verano de 1940; y se hundieron de nuevo cuando las fuerzas armadas alemanas empezaron a sufrir derrotas en el Frente Oriental y, en especial, a partir de 1943, cuando los bombardeos aéreos de los Aliados empezaron a infligir daños de consideración en las ciudades alemanas.
A pesar de todo esto, la idea de una comunidad nacional o popular, que iba más allá de las diferencias de clase, ingresos, política, religión o identidad social, ejercía aún un poderoso atractivo emocional en la década de 1930 y primeros años de la de 1940.12 Se combinó con los sentimientos ya existentes de patriotismo, que también iban más allá de esos límites y no excluían siquiera a los comprometidos con la socialdemocracia o el comunismo, y que se intensificaron durante la guerra. Esta idea supuso una parte importante de la capacidad de atracción de Hitler, antes incluso de 1933; después de que en ese ano conquistara el poder, para muchos alemanes se convirtió en un símbolo unificador, y el líder nazi situó este concepto en el centro de su estrategia retórica. No cabe duda de que los intereses y las oportunidades económicas personales ayudaron a que muchos alemanes se sumaran al nazismo y dieran apoyo o al menos toleraran sus medidas; pero sería un error atribuir el apoyo al régimen a los factores económicos, si tenemos en consideración cuánto tardó la economía en recuperarse de la Depresión de los primeros años treinta y, por otro lado, que la transición a una economía de guerra fue incrementando las privaciones y sacrificios bastante antes de que estallara la guerra en sí.
En lo que respecta a las prácticas culturales y el comportamiento cotidiano, el impacto psicológico y cultural del concepto de la «comunidad nacional», machacado hasta la extenuación, fue desde luego innegable. Atrajo a una multitud de alemanes de muy diversos estilos de vida. Los que quedaron excluidos de la comunidad — los que padecían enfermedades mentales o discapacidades, los homosexuales, los delincuentes menores, los «gitanos» (sintis y romaníes), los adeptos del modernismo cultural y, por encima de todos ellos, las personas clasificadas por el régimen como «judíos»— fueron expulsados y silenciados: se los obligó a exiliarse, se los condenó a penas de cárcel, se los puso bajo vigilancia o, a la postre, se los asesinó. Entre tales «enemigos del Reich» destacaban los afiliados o partidarios de la socialdemocracia y el comunismo, que en su abrumadora mayoría eran de clase obrera. Acobardados y sometidos por la violencia masiva y desenfrenada que el nazismo ejerció en 1933 y el vasto aparato de vigilancia y control desarrollado por el régimen desde entonces, se sumieron en la inactividad política. Desde entonces el régimen se esforzó incesantemente por incorporarlos como trabajadores en una comunidad nacional libre de conflictos, una comunidad que afirmaba no abolir las diferencias de clase, sino reconciliarlas en nombre del interés nacional.14 Al mismo tiempo, la idea de la «comunidad nacional» vivió en un estadio de flujo y de cambios constantes, en especial durante la guerra, cuando experimentó un problema tras otro. La prosperidad económica, el desarrollo del bienestar y el pleno empleo — las grandes razones para atraer a la clase obrera, a exsocialdemócratas y a excomunistas, a la idea de una «comunidad nacional»— empezaron a desvanecerse bajo el duro impacto de la guerra y las privaciones. La gente empezó a contar chistes sobre Hitler, con más libertad y frecuencia que anteriormente. Después de Stalingrado, la idea de una comunidad nacional orgánica empezó a perder el poder de atracción sobre la abrumadora mayoría de las personas a las que había seducido. Fue dejando lugar al terror y la coerción, que, al mismo tiempo, nunca habían desaparecido por completo de la escena.
El régimen nazi creó un marco que animó a sus seguidores — en particular, durante la guerra— a cometer actos que habrían sido inimaginables en otras circunstancias. Primero el régimen deshumanizó a categorías enteras de personas, como los enfermos mentales, discapacitados, eslavos, gitanos, delincuentes menores, «asociales», «holgazanes» y, por descontado y por encima de todo, los judíos; después «puso a disposición de sus seguidores medios violentos que normalmente quedaban fuera del alcance de la gran mayoría de la gente». Al subvertir las restricciones morales comunes a todas las sociedades humanas en los tiempos corrientes, el régimen convirtió el asesinato, la crueldad e incluso el sadismo y la tortura en atributos legítimos y deseables de cuantos trabajaban para él. En consecuencia, después de 1945, cuando se restauraron el comportamiento y los valores morales corrientes, a los perpetradores no les resultó difícil integrarse de nuevo en una sociedad pacífica. La psicología individual quizá contribuya en parte a explicar por qué algunos participaron en la violencia y la destrucción con más entusiasmo que otros, o por qué exhibieron formas o grados particulares de sadismo; pero no explica por qué apenas ningún perpetrador se negó a participar en los asesinatos masivos, a pesar de que se ha demostrado que no se corría riesgo de incurrir en sanciones como la cárcel o la muerte, que en efecto no sufrió la diminuta minoría que sí tomó el camino de la negativa.
Las encuestas realizadas entre los soldados apresados por los estadounidenses, o las conversaciones grabadas a los exmilitares recluidos por los Aliados, pusieron de manifiesto que estaban unidos, en todos los niveles, por su admiración a Hitler, incluso en los meses finales de la guerra. El adoctrinamiento logró que una mayoría adoptara como razones esenciales para combatir, de una forma sostenida en el tiempo, la adquisición de «espacio vital» y la «batalla contra el bolchevismo». Una minoría numerosa — de más de un tercio de los implicados— también expresó la convicción de estar luchando contra los judíos, a los que además responsabilizaban del estallido de la guerra. La disposición de los alemanes normales y corrientes, de los miembros de las fuerzas armadas y de los hombres de la SS a participar en las masacres se vio reforzada por un sentimiento de lealtad hacia los camaradas y por la constancia de que lo que hacían era objeto de la aprobación — más aún: el deseo— del Estado al que servían; por lo tanto, aunque eran conscientes de que lo que hacían transgredía las normas morales aprobadas por el resto del mundo, sabían que recibirían la absolución. Cuando Himmler describió los asesinatos masivos como «un capítulo glorioso de nuestra historia» que nunca se pondría por escrito, estaba confesando que el mundo los consideraría crímenes, pero a la vez afirmaba el derecho de Alemania y los alemanes a cometerlos, con el argumento de que respondían a un interés superior: el de su propia supervivencia. Los alemanes — según creían los nazis— eran víctimas, sobre todo de la conspiración mundial de los judíos centrada en destruir la raza «aria», pero más en general de las grandes potencias que emergieron victoriosas de la primera guerra mundial, a las que se les había sumado la Rusia soviética. Superar el trauma de la derrota pasaba por dejar en suspenso la moralidad tradicional y afirmar el principio de que, para conseguir ese fin, podía y debía aplicarse cualquier medio necesario.
Aun así resulta llamativo que los nazis y otros perpetradores, ya fuera en el ejército o en los mundos profesional o empresarial, no llegaran a comprender — una vez acabada la guerra— que habían cometido violaciones extremas de la decencia y la moralidad humana; cuando se los sometía a juicio, no entendían por qué tenían que subir al estrado. Muchos de ellos, si no la mayoría, sabían — como evidencia el discurso de Himmler en Posen, en 1942— que estaban quebrantando las normas morales y legales aceptadas por la mayoría de las sociedades del mundo; pero, como Himmler, estaban convencidos de que lo hacían al servicio de una necesidad superior: el futuro de la raza humana, a la que había que proteger de las malvadas maquinaciones de los judíos. La conclusión de que los judíos los habían derrotado sirvió a los que pasaron por un juicio para intentar reconciliar su condición de acusados con la imagen de sí mismos generada durante los doce años o más que pasaron en el entorno moral de los nazis, que no excluía ninguna faceta vital; años en los que habían internalizado la subversión de la moralidad convencional y aceptado que palabras como «fanático», «implacable», «despiadado » o «aniquilar» se convirtieran en conceptos positivos. Al negar desde el principio la humanidad de los judíos, expulsándolos de la sociedad y reduciendo al mínimo sus contactos con la mayoría no judía de Alemania, el Tercer Reich abrió la puerta a tratarlos como lo que Hitler afirmó repetidamente que eran: «alimañas», «piojos», «bacilos».
En el transcurso de la década de 1930 y primeros años de la de 1940, los triunfos y las conquistas del régimen nazi fueron liberando los demonios del antisemitismo, la crueldad y la agresividad en un país tras otro, al par que se establecían dictaduras por toda Europa. Al disponer de un espacio en el que actuar así — con la hegemonía general de los nazis y la eliminación de los obstáculos políticos e incondicionales—, regímenes como el del gobierno de Vichy en la Francia no ocupada o la dictadura de Antonescu en Rumanía desataron sus formas particulares de odio y violencia contra sus propias poblaciones, sin necesidad de que Berlín los incitara a hacerlo. El Holocausto fue, por lo tanto, un hecho europeo, que se extendió incluso a las zonas del norte de África que se hallaron bajo la ocupación temporal de los alemanes, tras los éxitos militares de Rommel y el Afrika Korps. No únicamente los regímenes de marionetas establecidos bajo la ocupación nazi persiguieron y asesinaron a los judíos. Según ha señalado el historiador Dan Stone en su reciente historia del Holocausto:
Aunque la persecución de los judíos que llevó al Holocausto era un proyecto alemán — sería imposible hacer excesivo hincapié en este hecho—, resonaba en los programas de muchos regímenes fascistas y autoritarios de Europa. Sin el paraguas del proyecto de los alemanes, en Europa no se habría producido un Holocausto. Sus aliados no estaban tan obsesionados como los alemanes con la «amenaza histórica mundial» que los judíos representaban, aunque algunos no estaban muy lejos, sobre todo ciertas figuras de los estratos de liderazgo croatas, rumanos y franceses; pero sin la participación voluntaria de tantos colaboradores por toda Europa, a los alemanes les habría resultado mucho más difícil dar muerte a tantos judíos.
A la postre, no obstante, la clave de todo fue el ascenso, triunfo y gobierno del nazismo en Alemania. Por eso resulta fundamental, antes que nada, examinar las mentalidades y los motivos de las personas que fueron responsables de lo sucedido. En un estudio reciente, el psefólogo Jürgen Falter ha llegado a la conclusión de que, a pesar de todas las presiones que recibieron, los alemanes que vivieron en los años veinte, treinta y primeros años cuarenta ejercieron su libertad individual cuando tomaron las decisiones que tomaron.
Al mismo tiempo, sin embargo, la historiadora Mary Fulbrook nos ha recordado:
Lo que explica cómo mucha gente pasó a participar de forma activa en una persecución validada por el Estado no es la motivación individual ni las aberraciones específicas de cada personalidad … Se trata de fenómenos sociales, colectivos, que deben analizarse en contextos más amplios.
Solo si situamos las biografías de los distintos perpetradores nazis, con todas sus idiosincrasias y peculiaridades, en esos contextos más amplios, podremos empezar a comprender cómo ejerció el nazismo su influencia siniestra. De este modo quizá podremos empezar a reconocer también las amenazas a las que se enfrentan en nuestros propios días la democracia y la defensa de los derechos humanos, y actuar para contrarrestarlas.
Epílogo. La señora del tren
En algún momento de finales de 1977 (no recuerdo exactamente cuándo) terminé una estancia de investigación en Hamburgo, bastante prolongada, hice las maletas, me dirigí a la estación central del ferrocarril, subí al expreso de Copenhague a París y encontré el «coche especial a Hoek van Holland». En aquellos días — antes de que se pudiera tomar un vuelo barato de Gran Bretaña al continente—, utilizaba regularmente este puerto holandés por la conexión de sus transbordadores con Harwich, desde donde volvería a Norwich: yo estaba radicado entonces en la Universidad de East Anglia y el nuevo trimestre estaba a punto de empezar. Hallé un compartimento con asientos libres, dejé la maleta en la rejilla superior y me senté junto a la ventana. Tenía delante de mí a una señora anciana, de pelo cano y mejillas sonrojadas. Vestía con esmero y hacía punto.
Era la época del «Otoño alemán», cuando el grupo terrorista Baader-Meinhof realizó una serie de ataques que crearon entre la opinión pública alemana una atmósfera próxima a la histeria. En todas las ciudades del país la policía había colgado carteles con las fotos de aproximadamente una docena de terroristas. Delante de cada uno de ellos, una multitud intentaba memorizar los rostros de aquellos hombres y mujeres «buscados», con la esperanza de reconocerlos si se cruzaban con ellos. Al ser yo un joven de pelo más bien largo y vestimenta más bien informal, no era infrecuente que al conversar con algún alemán mayor me preguntara qué pensaba yo del terrorismo; así que me había preparado una respuesta del tipo: «Me parece terrible, pero creo que los alemanes le están dando demasiada importancia». En aquel coche especial a Hoek van Holland, la conversación fue justo por esos derroteros. «.Qué piensa usted del terrorismo?», quiso saber la anciana señora, después de que hubiéramos establecido que ella era alemana, pero vivía en Copenhague, y que yo era británico (aunque hablábamos en alemán). Le di mi respuesta habitual: «Me parece terrible, pero creo que los alemanes le están dando demasiada importancia». Su contestación me sorprendió, por decir poco: «Pues sí, le están dando demasiada importancia. Todo es culpa de los diez mil de arriba. !Habría que fusilarlos a todos!».
Los «diez mil de arriba» — se explicó— eran las élites acomodadas que, a su juicio, habían gobernado en Alemania desde la década de 1930 y seguían mandando, al menos en el sector occidental (pues eran los días de la división del país en un Este comunista y un Oeste capitalista), y provocaban odio y miedo avivando la histeria contra los que ellos califican de «terroristas». Ella, por suerte, vivía en Dinamarca. Cómo podía ser que aquella anciana inofensiva defendiera ideas llamativamente similares a las del grupo Baader-Meinhof? Empecé a preguntarle por la historia de su vida. Resultó que había nacido en Hamburgo antes de que los nazis se alzaran con el poder y, en su juventud, encontró empleo como secretaria personal de un empresario judío. Su jefe era un hombre excepcionalmente amable, que la invitaba a su casa a comer con la esposa y los hijos y, en general, la trataba como si fuera de la familia. Por eso quedó especialmente conmocionada cuando los nazis empezaron a imponer restricciones sobre sus derechos civiles, «arianizaron» el negocio mediada la década de 1930 y arrestaron al empresario durante el pogromo nacional de la Reichskristallnacht, en noviembre de 1938. Pasó varias semanas recluido en un campo de concentración, como los 30.000 hombres judíos que sufrieron ese mismo destino. Al regresar a su casa, para obtener la libertad, había prometido abandonar el país. Volvió cubierto de moratones, casi irreconocible. Su secretaria quedó tan horrorizada que decidió que no permanecería por más tiempo en Alemania. «Cogí el tren a Copenhague, encontré un trabajo allí — aunque entonces no hablaba danés— y empecé a buscar marido». A tenor del derecho internacional del momento, una mujer que se casaba con un hombre de otro país adoptaba de forma automática la nacionalidad del marido, y este era precisamente su objetivo, pues no deseaba tener nada más que ver con Alemania y los alemanes. «Yo era bastante bonita, entonces — siguió contando, con un toque de vanidad—, así que no me costó mucho. Y luego, con el tiempo — añadió, entre risas—, encontré a un hombre que me gustaba de verdad, me divorcié del primero y nos casamos».
Era evidente que a ella esto le parecía lo más normal. Animada por mi interés en su vida, empezó a ensenarme fotos de los nietos (el viaje a los Países Bajos era para conocer a uno de ellos). Yo no tardé en aburrirme, pero estaba claro que no deseaba seguir hablando de los años treinta. Había llegado a la conclusión de que «los diez mil de arriba» eran los responsables del nazismo y las décadas transcurridas no la habían hecho cambiar de opinión. .Qué más se podía decir? Retomó sus labores y, al llegar ella a su estación de destino, nos despedimos.
Aquel encuentro me ha perseguido desde entonces. Puesto que si una joven de lo más normal y corriente, no especialmente lista, ni intelectual, ni comprometida con la política, había visto la equivocación moral del nazismo y el Tercer Reich, y había tomado una decisión radical en consecuencia, por qué los otros alemanes no supieron hacer lo mismo?
Índice de la obra
Primera parte. El líder
Introducción
1. El dictador: Adolf Hitler
Segunda parte. Los paladines
2. El “hombre de hierro”: Hermann Göring
3. El propagandista: Joseph Goebbels
4. El soldado: Ernst Röhm
5. El policía: Heinrich Himmler
6. El diplomático: Joachim von Ribbentrop
7. El filósofo: Alfred Rosenberg
8. El arquitecto: Albert Speer
Tercera parte. Los apoderados
Introducción
9. El suplente: Rudolf Hess
10. El colaborador: Franz von Papen
11. El “trabajador”: Robert Ley
12. El maestro de escuela: Julius Streicher
13. El verdugo: Reinhard Heydrich
14. El burócrata: Adolf Eichmann
15. El bocazas: Hans Frank
Cuarta parte. Los instrumentos
Introducción
16. El general: Wilhelm Ritter von Leeb
17. El profesional: Karl Brandt
18. Los asesinos: Paul Zapp y Egon Zill
19. La “bruja” y la “bestia”: Ilse Koch e irma Grese
20. La madre: Gertrud Scholtz-Klink
21. La estrella: Leni Riefenstahl
22. La denunciante: Luise Solmitz
Conclusión
Epílogo: la señora del tren
Conclusión y epílogo de: Gente de Hitler. Los rostros del Tercer Reich, de Richard J. Evans (Barcelona, Crítica, 2024)
Para saber más: entrevista a Richard J. Evans en Jacobin 17 de agosto de 2024
Portada: Adolf Hitler es aclamado al salir del Hotel Kaiserhof (Berlin) el 30 de enero de 1933 (foto: United States Holocaust Memorial Museum)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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