Reseña de libros

 

Guillermo Castán Lanaspa
Doctor en Historia

 

Los años 1898 y 1936 son momentos decisivos en la historia de la España contemporánea, y lo son porque sintetizan, la primera, el definitivo final del sueño de grandeza imperial y de pueblo elegido para regir el mundo, tras la humillante derrota frente a EEUU en la Guerra de Cuba; y la segunda, la destrucción de los afanes de modernización social y de los anhelos de justicia de gran parte del pueblo español a través de un brutal golpe de estado fallido y la cruel guerra civil que se desató a continuación. Si con la guerra civil se inaugura una época oscura protagonizada por las fuerzas reaccionarias triunfantes, el intervalo entre las dos crisis que marcarán el siglo XX español es un periodo vivo, dinámico, propicio a los entusiasmos por cacotopías liberticidas y utopías emancipadoras y campo abonado para el debate público y el afloramiento de intereses contrapuestos, enfrentamientos, violencias, incompetencias e incomprensiones pero también de ideas y propuestas reformistas para enderezar el rumbo de la nación. Y es aquí donde brillan las tres luciérnagas que Cuesta ha elegido para su escrutinio.

Fue aquella una etapa de efervescencia social e intelectual, que se conoce como Edad de Plata de la cultura española, en la que se incubaron iniciativas, programas, debates y magníficas realizaciones culturales. Este apasionante periodo de la contemporaneidad es el que aborda el autor en su nuevo libro, que, pese a lo que pudiera parecer, no tiene como eje central la agitada historia política del momento o el análisis minucioso de los problemas graves y recurrentes que se presentaban a los contemporáneos, sino las ideas más brillantes, polémicas y debatidas que sobre todo ello se fueron cocinando en la cabeza de unos intelectuales que tomaron como propia la ardua tarea de iluminar el camino a una sociedad inquieta y atribulada pero con energías suficientes para rectificar y emprender un nuevo camino. Aquellos intelectuales asumieron su papel social, se comprometieron y se presentaron ante el público con unas propuestas que fueron de mil modos expuestas y debatidas y que tuvieron un extraordinario impacto en la opinión pública. Nunca, salvo quizás en el periodo de la Primera República, hubo intelectuales con tanta repercusión en el debate público español. Nunca han vuelto a aparecer en el espacio público tantos y tan comprometidos y famosos personajes como lo fueron los que aquí se estudian.

No estamos, sin embargo, ante un trabajo armado con tres biografías, ni tampoco ante una síntesis histórica del periodo; este trabajo es realmente un osado intento, un reto intelectual que pretende construir una explicación compleja de la España de la época desde una peculiar y original visión de la Historia de la Cultura. De modo que la indagación sobre los tres personajes elegidos suministra, en un ímprobo trabajo cuya magnitud enseguida apreciará el lector, el material para elaborar una reflexión sobre el significado de nuestra historia en el primer tercio del siglo XX, reflexión que el autor se esfuerza en destilar a partir de las propuestas y reacciones de estos tres personajes, de su ingente obra y de su profunda (y dispar) visión de los problemas que afectaban gravemente a la sociedad española de su tiempo. Una manera novedosa, ágil y muy libre de escribir la historia, aunque al haber optado por abordar separadamente a cada autor resulta muy difícil evitar ciertas reiteraciones, ciertas idas y venidas sobre las mismas cuestiones con las que los tres tropezaron,  matizadas por la visión peculiar de cada uno de ellos.

Miguel de Unamuno en Salamanca el 10 de julio de 1936. Entre sus acompañantes, Alonso Zamora Vicente (foto: fondo Zamora Vicente/Cervantes Virtual)

El libro consta de tres capítulos, dedicados uno a cada luciérnaga, ordenados cronológicamente; así es que el primero, que ocupa 171 páginas, se consagra a Miguel Unamuno. Toda una auténtica monografía que logra superar las dificultades que derivan de su amplísima, plural y diversa obra (incluyendo muchos centenares de artículos de opinión publicados en prensa) tanto como de la personalidad multiforme, tornadiza, contradictoria y en exceso ególatra del catedrático salmantino. Y a estas dificultades para aprehender al personaje se deben añadir también los riesgos que se derivan de abordar la vida, el pensamiento y la obra tan controvertida de esta rutilante figura, ya que todavía hoy brilla sobremanera en los cultos cenáculos salmantinos, donde un club de (casi) fans no deja de revisitarlo y de aportar, quizás ya exageradamente, nuevas informaciones, nuevos puntos de vista, nuevos detalles que, a falta de otra cosa, se elevan a la categoría de esenciales para entender al maestro; y constantemente se ponen sobre la mesa nuevos y viejos ditirambos que a menudo desfiguran la personalidad de Unamuno. Todavía hoy, tajando y lijando sus contradicciones, salidas de tono, juegos de palabras, retruécanos, boutades y gruesos errores de apreciación en sus juicios políticos, hay quienes se esfuerzan por ubicarlo en un Olimpo que, sin embargo no está hecho para humanos.

Así, sigue habiendo autores y opinantes que quieren todavía alimentar la duda y matizar hasta desdibujar la realidad sobre la adhesión inicial de don Miguel al franquismo y su creencia en la tarea providencial que el general golpista estaba llamado a realizar en España, pronunciada por cierto de forma tan estentórea como todas sus demás verdades. O, más recientemente, se ha reabierto el debate sobre los sucesos del 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad y se ha hecho cundir la especie de que el insigne intelectual murió envenenado por un falangista onubense que pasaba por allí, de modo que los días finales de su vida vuelven a ser objeto de un intenso y tergiversado debate no exento de pasiones, mensajes políticos y manipulaciones burdas. Se puede entender, a mi parecer, que para los más  incondicionales admiradores de su figura resulte difícil de tragar la postura infame que Unamuno mantuvo, por ejemplo, ante la pena de muerte pronunciada contra Ferrer Guardia y contra quienes encabezaron el movimiento para tratar de salvarle la vida, y nada digamos de su opinión sobre el sagrado deber del movimiento que gloriosamente encabeza Franco, por señalar tan solo un par de las inexplicables posturas de quien parecía llamado a defender lo contrario. No cabe duda de que, como concluye Cuesta, Unamuno no fue jamás hombre de una sola pieza y de una misma opinión, y como nunca ha sido posible la unanimidad sobre los decires de profetas y sibilas, es seguro que las miradas parciales sobre su pensamiento y su obra están llamadas a rivalizar y a mantener la controversia. Mala praxis, creo, esta de pretender apoderarse de un personaje inasequible que tenía a gala un tan rabioso individualismo que rechazaba con furia cualquier intento de hacerle aparecer como sostén y participante en afanes colectivos.

El autor, que ya se había aproximado a la figura de Unamuno en otros trabajos y que muestra un exhaustivo conocimiento de su obra y de la inabarcable bibliografía a que ha dado lugar, ha evitado entrar en estos falsos y a veces enconados debates, tan enconados como los surgidos con ocasión del documental de Manuel Menchón (Palabras para un fin del mundo, 2020), o con la película de Amenábar (Mientras dure la guerra, 2019) en los que también, cosa a resaltar en un debate que parecía de ideas y hechos, intervino la Asociación de Caballeros Exlegionarios supongo que en defensa del honor de su fundador, Millán Astray, de quien niegan que pronunciara aquello de muera la inteligencia y viva la muerte (interesante ver que en el siglo XXI tales palabras ya les suenan francamente mal). Frente a todo ese ruido, Raimundo Cuesta muestra que no puede haber debate sin conocimiento de toda la documentación para no dejarse llevar por las ideas preconcebidas que sobre don Miguel reaparecen periódicamente entre sus admiradores y sus detractores. Una decisión que, opino, sigue sin ser fácil en la Salamanca de hoy, que parece casi unánimemente volcada, también desde las instituciones, en el ditirambo y permanente loa de un personaje al que, parece, se le quiere utilizar como un atractivo más de  la ciudad y quizás también representarlo como una estrella más en el rutilante Cielo de Salamanca pintado en la Universidad por Fernando Gallego, ahora que se habla de completar las partes perdidas por el paso del tiempo.

Azaña, Valle Inclán y otros en una tertulia en el Ateneo de Madrid, en 1930 (foto: Efe)

Algo más breve es el capítulo dedicado a Manuel Azaña, 142 hermosas páginas en las que el autor despliega una capacidad de aprehender al personaje y de captar lo relevante de su obra, tanto literaria como, especialmente, política, que contrasta con las primeras consideraciones y dudas que se plantea al inicio a propósito de la posibilidad de la biografía como género. No cabe duda de que la dificultad principal a la hora de abordar al personaje estriba fundamentalmente en que, a diferencia de los otros, Azaña es un intelectual político, un destacadísimo protagonista de la historia reciente de España y, por ende, objeto de intensos debates sobre su papel, sus responsabilidades, sus aciertos,  valores éticos y políticos y sus graves fracasos en la arena del ruedo ibérico.

Personaje escurridizo, opaco en su vida personal a la que deja asomarse por momentos en su obra escrita (especialmente en sus Diarios) y producto de construcciones interesadas y malévolas debidas a la propaganda franquista que hay que depurar, Azaña es probablemente el político español más destacado del siglo XX si no de la contemporaneidad, y a la vez autor de una importante obra literaria y ensayística (Premio Nacional de Literatura por un ensayo sobre Valera) que, en cierto modo ha quedado oscurecida por su más rutilante obra política. Ambas facetas quedan ampliamente reflejadas en estas páginas que, en conjunto, constituyen un brillante y empático acercamiento a la importancia capital de quien ha sido, sin duda, el personaje público más difamado, tergiversado y vituperado de la España contemporánea.

Protagonista de una notable evolución personal, intelectual y política que le conduce desde el Derecho a la literatura y desde las orillas de la monarquía al corazón del republicanismo patrio, su periplo no deja de presentar caras oscuras que si bien bajan al personaje del pedestal en que algunos lo quieren colocar como padre de la democracia española y de las más relevantes iniciativas reformistas patrias, también lo muestran más real, más humano y hasta capaz de reacciones impropias de quien por ambición y voluntad  propia se colocó a la cabeza del Estado. El autor pone de relieve el carácter pusilánime del personaje, que parece, además, que solo se involucra cuando tiene el máximo protagonismo y muestra tendencias abandonistas cuando no lo tiene, como se manifiesta en su etapa como diputado de la oposición en el Bienio radical-cedista. Es decir, Azaña, me parece, era capaz de mirar hacia otro lado (o aparentarlo) y eludir compromisos y responsabilidades; y quizás en ese rasgo tan práctico de su forma de ser se pueda encontrar explicación a su ceguera frente a cuestiones esenciales, como parece haber hecho también con acontecimientos en los que no está exento de responsabilidad, como los de Casas Viejas o Pasajes. En este capítulo no se deja de poner de relieve la gran debilidad personal que delata su, me parece a mí, aparente incapacidad para estar en segunda fila, su deserción de responsabilidades en la oposición o el abandono de España y su dimisión en los últimos momentos de la guerra, a diferencia de las actitudes consecuentes de otras figuras como Negrín. También se señalan otras poco decorosas costumbres del personaje, como sus ribetes misóginos o su desempeño en la función pública (que por su elevado sueldo y muy escaso trabajo el autor califica de bicoca).

Visita a la frontera austro-italiana de Rusiñol, Azaña, Bello, Américo Castro y Unamuno, septiembre 1917. Casa-Museo Unamuno (Salamanca)

Francófilo de primera hora, Azaña, que se inicia en el ruedo ibérico como un intelectual político cuyo compromiso público va in crescendo, acaba convertido realmente en un político intelectual, a veces parece que malgré- lui (no deja en ocasiones de afirmar que su verdadera vocación es la literatura), aunque sin llegar al extremo de Unamuno, quien solía divertirse afirmando que a él lo presentaban a las elecciones aunque no quisiera.

La complejidad y trascendencia del personaje así como la gran cantidad de la muy diversa literatura que ha suscitado dibujan un cuadro de muy difícil aprehensión, por lo que este capítulo se presenta como un  formidable reto que el autor supera de forma sobresaliente en un trabajo ímprobo sobre fuentes y bibliografía que exhibe, igualmente, una manera original, clara y honesta de asomarse al interior de una  personalidad tan poliédrica, rica y contradictoria como la del Presidente de la República española. El resultado es una vívida imagen de la vida, pensamiento y obra de un intelectual político de gran altura, de un hombre de su época dotado de una gran capacidad de análisis, de profunda perspicacia para captar lo relevante en un momento histórico crucial para España y el mundo (los años treinta del siglo XX) y de un impulso cívico y ético sobresaliente, cualidades que lo hacen destacar sobremanera entre la pléyade de personajes de interés de la época. Como en el caso de las otras dos luciérnagas del suelo patrio, estos tres hilos conductores básicos hubieran sido suficientes para abordar una biografía del personaje; pero no es este el objetivo del autor, que pretende ir mucho más allá, como queda dicho. Por eso, esa tríada (vida, pensamiento y obra) aparece sostenida, interpretada y enriquecida por las continuas referencias al contexto sociopolítico y cultural, y matizada, reordenada y valorada por la mirada interrogativa y crítica del ensayista, que no se ha conformado ni con la construcción del yo (y de las circunstancias) que elabora Azaña en muchos de sus escritos, ni con las descalificaciones onerosas del franquismo y del pensamiento reaccionario o los ditirambos oportunistas o devotos de que también ha sido objeto.

Más amplio es el capítulo dedicado a Ortega (218 páginas), y también más complejo, pues este soberbio intelectual, al que no sin razón Raimundo Cuesta califica de olímpico, es autor de una obra realmente importante y protagonista de  un periplo vital pleno de oportunidades de intervención en la vida pública desde su primera juventud. Su formación alemana, la herencia cultural familiar, su ambición intelectual, las circunstancias personales e históricas que le rodearon (a las que él mismo daba tanta importancia) y una meticulosa y narcisista elaboración de su yo público configuran en conjunto una compleja, cambiante y atractiva personalidad que le hizo brillar como nadie en la España de la época.

Mitin de la agrupación Al Servicio de la República en el teatro Juan Bravo de Segovia, el 14 de febrero de 1931. Antonio Machado presenta a los oradores. En primera fila, Ortega y Gasset y, a la izquierda de Machado, Marañón y Pérez de Ayala (foto: Alfonso)

Los motivos y circunstancias que conducen al personaje desde su delenda est monarchia! a su refutación de las reformas del primer bienio republicano (¡no es eso, no es eso!), desde su primera adhesión a las ideas del socialismo alemán y al espíritu transformador de aquella ideología a su elitismo social y político que incluye el desprecio de las multitudes y la alabanza de la superioridad aristocrática de las minorías llamadas a dirigir los destinos de la nación, quedan muy bien reflejadas en estas páginas, en las que tampoco falta una mirada crítica y severa ante la falta de constancia en muchas de sus iniciativas culturales y políticas y la deserción del intelectual en el momento de la catástrofe hispana para luego guardar un silencio plomizo ante la barbarie del franquismo y una ambigua y calculada actividad pública tras la guerra. De modo que si Azaña murió en el exilio y abandonado sigue en Montauban, el olímpico personaje tuvo en la España franquista un funeral de Estado en el que la barbarie, que es lo contrario de la cultura, se apropió de su figura y hasta llegó a convertir a su obra en uno de los precedentes ideológicos de lo que sería el franquismo.

A lo largo de las más de quinientas páginas de este ensayo asistimos, pues, a la tragedia de España y su reflejo en el drama vital de estas tres luciérnagas, cuya vida, pensamiento y obra entretejen una narración capaz de conducir al lector, en un viaje a ratos apasionante, desde la personalidad extraordinaria de sus protagonistas hasta una cabal visión de aquella realidad social que, sin instrumentos eficaces para evitar el enfrentamiento, acabaría arrollando al país entero.

Unamuno, Azaña y Ortega, tan diferentes entre sí, representan para el autor tres tipos-ideales de estilo intelectual: profético, político y olímpico, respectivamente. Buena síntesis de quienes, como se explica ampliamente en este trabajo, pretendían, uno, Unamuno, formular la verdad de los tiempos, del hombre y de la sociedad, pronunciando admoniciones y sermones no exentos de contradicciones, frases ingeniosas y boutades; otro, Azaña, pretendió cambiar la sociedad española, modernizarla y darle la estructura que permitiera cabalgar el siglo XX en la buena dirección; mientras que el tercero, Ortega, envuelto en su soberbia de clase y de sabio entre los sabios, pretendía no solo dar lecciones (otra manera de derramar la verdad a los cuatro vientos) y ser aplaudido, sino además dirigir los destinos de la sociedad al frente de un partido de intelectuales, quintaesencia, en su (frustrada) ensoñación, del sistema ideado por Platón: el gobierno de los mejores, entre los que él se reservaba el papel de primus inter pares.

Estamos, pues, ante una obra de gran ambición que pretende trazar el gran mosaico de la sociedad, la cultura y la política española en el primer tercio del siglo XX tomando como eje central de organización de los contenidos y reflexiones a los tres más grandes intelectuales públicos de la época. Formidable reto que el autor supera de forma sobresaliente en un trabajo ímprobo sobre fuentes y bibliografía que exhibe, igualmente, una manera original, clara y honesta de asomarse al interior de unas  personalidades tan poliédricas, ricas y contradictorias.

Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, estudios fotográficos de José Limeses y Antonio M. Saralegui, con vistas a la realización de una escultura (montaje: Pinterest)

De modo que los elementos básicos de toda biografía, el contexto amplio (social, político, cultural) y una mirada crítica y escrutadora son los mimbres con los que aquí ha seleccionado, ordenado y expuesto su punto de vista en un trabajo que, a pesar de todo, podemos calificar, grosso modo, de reivindicación de unos personajes que nos muestra desde una perspectiva personal, desencasillándolos, elevándolos de los infiernos tanto como sacándolos de los altares y devolviéndolos al estado de seres humanos, históricos, condicionados, con sus brillantes luces y lúgubres y penosas sombras, haciendo con ello mucho más accesible la comprensión de su papel crucial en la España de los años treinta. Es evidente, en mi opinión, la simpatía del autor por Unamuno, a quien, sin embargo, no deja de reprochar su inicial y tan clara como inexplicable adhesión a la rebelión militar y a Franco (¡después de la experiencia que había tenido con otro conmilitón, Primo de Rivera, en años anteriores!), y el mayor distanciamiento con respecto a  Ortega por su petulancia y complejo de superioridad. La actitud positiva y benevolente ante Azaña trae consigo que la postura crítica, la mirada inquisitiva que pretende desvelar, para entender, el intramundo del personaje, quede lastrada, refrenada, contenida.

Cada capítulo, pues, culmina arrebatando a estos Prometeos su simulada apariencia de superioridad mostrando, en mi opinión, la naturaleza humana, y hasta demasiado humana, de quienes, llamados y colocados en el podio nacional, acaban abandonando el ruedo y ensombreciendo su esplendoroso anterior periplo: el acrítico y sorprendente apoyo inicial de Unamuno a la sublevación franquista, el abandono desolado del Azaña que cuando cruza la frontera seguía siendo el Jefe del Estado, y el silencio plúmbeo, cómplice y que yo juzgo vergonzoso del otrora olímpico intelectual que, para encarnar el ideal platónico del aristócrata virtuoso le faltó el coraje de denunciar la barbarie al menos con tanta fuerza como la que dedicó a boicotear a la República desde que esta tomó el rumbo de las reformas. Ortega no ignoraba (también conoció  el nazismo y sus horrores puestos de relieve en Núremberg) que un silencio tan prolongado apenas se distingue de la traición.

Una prosa suelta, dinámica, sin convencionalismos, confiere al texto desde el primer momento la virtud de ser leído con gusto y de enganchar a un lector que contempla cómo se entreveran las múltiples y complejas facetas de unos intelectuales públicos de gran altura que, a la vez, se convierten durante un tiempo en líderes sociales y políticos de peso fundamental, en comentaristas lúcidos de los acontecimientos y desafíos de su tiempo y en muñidores (especialmente Azaña) de las alianzas que eran necesarias para llevar adelante lo que sin duda ha sido el programa reformista más intenso y comprometido llevado a cabo para la modernización de España desde las quiméricas utopías de la Iª República. Virtud fundamental esta que permite al lector internarse con deleite en un escrito que, como bien se puede imaginar, no es nada fácil de componer por la enorme multiplicidad de cuestiones que deben ser tenidas en cuenta en un ensayo que ha sabido aunar el rigor y la honestidad intelectual con la claridad, el relato ameno y la inclinación en general benevolente hacia los personajes objeto de su atención, que se benefician de la mirada lúcida y empática del autor y que, de todos modos, no es incompatible, como podía esperarse, con poner de relieve en su momento los aspectos impertinentes y hasta menos decorosos de quienes, por otro lado, tampoco pudieron evitarlos ni ocultarlos. Toda una metáfora de España.

Reseña del libro de Raimundo Cuesta Fernández Unamuno, Azaña y Ortega. Tres luciérnagas en el ruedo ibérico (Visión Libros, Madrid, 2022)

Portada: montaje con retratos de Ortega y Gasset y de Azaña (Mueva Tribuna) y de Miguel de Unamuno (ediciones Sígueme)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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