El historiador Fernando Hernández Sánchez escribe sobre los contornos posibles de una edad contemporánea tal vez ya terminada.

 

Fernando Hernández Sánchez *

 

Introducción

La medida cronológica de siglo, basada en un cómputo de cien años de duración, no se generalizó en nuestra cultura hasta el XVIII. Fue en la era de las Luces cuando «estar en el siglo» se empleó como sinónimo de modernidad, como vivir en la realidad material, cabalgando a lomos del progreso. En una época caracterizada por la apuesta por la laicidad, ser del siglo era lo contrario a lo que constituía la vivencia del clero regular, cuya forma de existencia partía del apartamiento voluntario de lo seglar o secular. Para épocas anteriores («dichosa edad y dichosos los siglos aquellos a quienes los antiguos pusieron el nombre de dorados», en cita de Miguel de Cervantes) o en la categorización del XVII como «el siglo de hierro», según expresión de Henry Kamen (1977), el concepto remitía a un tiempo remoto que abarcaba mucho más allá de la esperanza de vida de cualquier hombre en un mundo en el que esta no superaba, en promedio, los treinta y cinco años (Braudel, 2001).

La mentalidad preilustrada concebía la historia del mundo como una sucesión de estadios de degradación que, partiendo de los tiempos áureos de la Creación («cuando Adán cavaba y Eva hilaba ¿quién era entonces el noble?», cantaban los insurrectos en las guerras campesinas alemanas del XVI) desembocaba en la oxidación del presente (Macek, 1975). Cuando los movimientos radicales, asociados frecuentemente a corrientes heréticas en lo religioso —cátaros, valdenses, husitas— y a visiones salvíficas en lo mundano postulaban una sociedad igualitaria, despojada de los vicios y la corrupción asociados a la degeneración derivada del paso del tiempo, volvían sus ojos no hacia un futuro prometeico, sino hacia un pasado mítico, una edad dorada primigenia cuya nueva consecución restauraría la armonía inicial e implantaría un milenio —de ahí el calificativo de milenaristas— de felicidad humana previa al fin de los tiempos (Cohn, 2015). De la misma naturaleza eran las tradiciones existentes en distintas regiones del mundo cuyo denominador común se nutría de la creencia en un paradigma circular del tiempo y en mitos que implicaban el eterno retorno y la vuelta de héroes, divinidades o figuras revestidas de caracteres escatológicos: desde el sebastianismo portugués y el Pugachov ruso a los Viracocha y Quetzalcóaltl americanos.

Tabla del Libro delle figure basado en el pensamiento de Joaquín de Fiore, representando la cronología de la salvación desde Adán (en la parte inferior) hasta Jesucristo (en la parte superior)(imagen: https://www.centrostudigioachimiti.it/tavole-liber-figurarum/)
La elástica medida de los siglos

Fue en la contemporaneidad, con la inversión de la flecha de tiempo, su proyección hacia un porvenir percibido como más próspero y venturoso que el pasado por efecto del triunfo de la Luz sobre las Tinieblas, de la Razón sobre la Tradición y del Progreso sobre la Reacción, cuando se experimentó vivamente una aceleración del tiempo histórico. El concepto de siglo dejó de ser un segmento cronológico rígido que comenzaba el primer año de la centena terminado en uno y concluía a la consumación exacta de las diez décadas. El siglo, ahora, podía estirarse o acortarse en virtud de la velocidad de los acontecimientos históricos y de la apreciación cualitativa de los cambios percibidos.

En Age of extremes, traducido en español como Historia del siglo XX, el historiador británico Eric J. Hobsbawm (1998) enunció su célebre tesis sobre la existencia de un «corto siglo XX» cuya cronología estaría horquillada por 1917, en su origen, y 1991, en su fin. O lo que es lo mismo: por el estallido de la revolución rusa y la desaparición de la Unión Soviética nacida de ella y del sistema comunista al que dio lugar llegando a extenderse, en su momento de esplendor, por más de un tercio de la superficie del globo. Todo un periodo histórico marcado significativamente por el fulgor, el cénit y el ocaso del mito de Octubre. El modelo cronológico propuesto por Hobsbawm sería el siguiente:

  1. El «largo siglo XIX» (1789-1917), marcado por las revoluciones burguesas (la independencia norteamericana de 1776, el ciclo revolucionario francés de 1789 a 1799, la oleada de independencias hispanoamericanas, los espasmos de 1820, 1830 y 1848 que significaron el triunfo definitivo del liberalismo político), la revolución industrial en sus sucesivas fases (la primera, nutrida por la energía del vapor aplicada a la industria textil y el ferrocarril; la segunda, con el empleo masivo de los combustibles fósiles y la siderurgia como buque insignia), la revolución científica y el imperialismo, el sojuzgamiento de prácticamente todo el planeta a la horma de las potencias occidentales, plasmación política de la economía-mundo, de la división centro-periferia que, según Inmanuel Wallerstein(2016), arrancó en el siglo XVI.
  2. Un «corto siglo XX» (1917-1991), en cuyo origen se encontraba la revolución rusa, fin del último gran ejemplo de autocracia feudalizante superviviente en Europa y uno más de los viejos imperios, junto con el austrohúngaro y el otomano, que fueron barridos por la primera guerra mundial; le siguieron la Gran Depresión de 1929, la crisis de las democracias representativas y el auge de los totalitarismos (Scurati, 2020); la segunda de las mega masacres de la centuria, en cuyo seno se dio el caso más perfeccionado de una modalidad de ingeniería biopolítica que ya había apuntado, aunque con tintes casi artesanales, durante la Gran Guerra en Armenia y los Balcanes: el genocidio (Baker, 2009); el mundo bipolar, atenazado por el terror a una guerra nuclear y a la mutua destrucción asegurada; los procesos de emancipación y las nuevas formas de explotación neocolonial; los Treinta Gloriosos Años que marcaron el mayor crecimiento económico experimentado por el mundo occidental y la quiebra de los valores sociales hasta entonces predominantes; por último, el ascenso del neoliberalismo encarnado en las figuras de Ronald Reagany Margaret Thatchery la crisis y caída final del comunismo como cierre de época teatralizado en el derribo del Muro de Berlín en 1989.

Para el historiador marxista británico, una de las consecuencias de la desarticulación del mundo que quedó pulverizado, junto con el «largo siglo XIX» de las revoluciones burguesas, la industrialización y el optimismo científico, en los campos de batalla de Flandes, Caporeto y los Lagos Masurianos fue la brutalización de la política (Hobsbawm, 2016). Los choques sangrientos a los que se habituaron las calles, cervecerías y campos de la Europa de entreguerras fueron protagonizados por fratrías de excombatientes que se habían adiestrado en todas las modalidades de agresión y asesinato y que encontraron en la política una coartada para seguir dando rienda suelta a su frustración y sus instintos. Esa violencia alcanzaría su máxima expresión en lo que denominó las dos mega masacres de la centuria y en las guerras civiles y genocidios a distinta escala que asolaron su primera mitad.

Otras propuestas de medida

El reciente estudio sobre la violencia en el siglo XX de Julián Casanova (2020) contiene en sus primeras páginas una refutación de esta tesis: la violencia era una asignatura que ya venía aprendida desde mucho antes de 1914 y cuyos efectos no hubieron de aguardar hasta la consumación del trauma colectivo en 1918. Las pérdidas humanas causadas por el imperialismo y el colonialismo situaría a estos modelos de explotación de seres humanos y recursos por parte de las potencias occidentales en el tercer puesto de ranking de los genocidios de la reciente historia mundial, inmediatamente después del Holocausto o Shoá perpetrado por los nazis y del Holodomor estaliniano. Casanova impugna también la idea de que en la centuria pueden apreciarse dos periodos esencialmente distintos: una primera mitad violenta, indeleblemente marcada por las dos grandes mega masacres, los genocidios mayores y las grandes purgas, y una segunda pacífica, al menos en lo que respecta a Europa occidental, aunque no así en la Europa del Este influida por el estalinismo o en los países mediterráneos, donde pervivieron durante mucho tiempo caudillajes de extrema derecha. La violencia, en opinión del autor, atravesó todo el arco del siglo de punta a punta, si bien, como es evidente, con ritmos de intensidad e idiosincrasias diferentes.

A ambas tesis podría oponerse la de Arno Mayer (1984), que postuló la persistencia del Antiguo Régimen hasta 1939. Su posición se sustenta en la pervivencia de los valores aristocráticos a los que se acomodó la sociedad burguesa a pesar de la revolución liberal. Como bien ejemplificó el Príncipe de Salina que protagoniza El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, no existió durante el Ochocientos contradicción insalvable entre aristocracia decadente y burguesía rampante, sino una fértil simbiosis. De hecho, el universo de valores de aquella (el militarismo y su universo omnicomprensivo, el predominio de los junkers y la oficialidad aristocrática en los ejércitos anteriores a la Gran Guerra, el gusto por la alta cultura, la exhibición del lujo, el dispendio y el afán por aparentar) pervivieron prácticamente incólumes hasta el pistoletazo de Sarajevo y los mecanismos de selección restringida de las élites mediante la educación, las relaciones colegiales, las alianzas familiares y los distintos mecanismos de cooptación, propios de una sociedad de masas no plenamente democratizada, fueron plenamente operativos hasta el hundimiento del viejo orden de cosas en las procelosas aguas del mundo de entreguerras. No es totalmente cierto que la sociedad europea se hubiera transformado radicalmente en poco tiempo: junto a esa aristocracia decadente a la que hemos aludido, todavía capaz de imponer sus gustos, modas y patrones de elegancia a unos nuevos ricos ansiosos de imitarla, pervivía un artesanado en retroceso que reaccionaba con virulencia contra su conversión en proletariado vinculado a la disciplina de la fábrica. Allí donde había cámaras legislativas, eran en su gran mayoría parlamentos de propietarios, con un derecho al voto restringido a hombres —solo a los hombres— con un determinado nivel de riqueza. Si ya existía el sufragio universal, la práctica habitual era que se falseasen los resultados mediante la compra de voluntades o la manipulación de los resultados. La Europa de los inicios de la segunda revolución industrial (1890) era, a pesar de la extensión de las ciudades y las fábricas, un continente donde el peso de lo rural y del campesinado todavía era muy importante.

El impreciso cierre del presente

Sea cual fuere el paradigma de comprensión del presente al que nos acojamos, lo cierto es que siempre toparemos con un hecho incontrovertible: La contemporaneidad se caracteriza por no tener un cierre preciso. Se suele estar de acuerdo en cuándo se abre —con la revolución francesa de 1789—, pero no hay tal consenso a la hora de fijar cuándo se cierra. Todas las épocas anteriores de la convencional partición pentapartita de la historia tienen sus hitos reconocidos de apertura y clausura: la prehistoria —desde el proceso de hominización hasta la aparición de las primeras fuentes escritas de los Estados hidráulicos del Creciente Fértil (Gordon Childe, 1978)—; la historia antigua —con el surgimiento de los estados hidráulicos e imperios mediterráneos hasta las invasiones bárbaras del siglo V d. C.—, la medieval —desde la caída de Roma al Renacimiento y los descubrimientos geográficos europeos—  (Duby, 1988; Parry, 2016); y la moderna —desde la expansión europea, el nacimiento de la economía-mundo, el mercantilismo y la consolidación de las monarquías absolutas a la crisis del Antiguo Régimen—. Solo la edad contemporánea carece de hito de cierre y permanece abierta, acumulando de manera continua contenido factual y siendo, precisamente, la época de mayor aceleración del tiempo histórico. El resultado de todo esto tiene una traducción inmediata en la formación de las generaciones jóvenes, que viven adoleciendo de una especie de mal de historicidad, como si estuvieran instaladas en un presente continuo sin raíces ni expectativas (Hobsbawn, 1988; Pluckrose, 2002).

1917 como inicio

La toma de la Bastilla fue la metáfora fundacional de la nueva era para los historiadores del siglo XIX, pero para la ciudadanía actual han trascurrido casi dos siglos y medio desde entonces. Si no se opta por un cambio de paradigma, estamos condenados a que siga sin haber tiempo material suficiente para la enseñanza de la historia más próxima y, aunque el diseño curricular de la gran mayoría de los sistemas educativos contemple, en teoría, todos los acontecimientos comprendidos entre aquel hito inaugural y la realidad compleja de nuestro tiempo, los episodios que abarcan la historia más próxima al presente se encontrarán sumidos en un agujero negro. Una ignorancia fértil para las campañas mistificadoras y falsarias de la extrema derecha político-mediática (Hernández Sánchez, 2019).

La enseñanza de la historia contemporánea más reciente adquiere hoy un carácter de imperativo cívico y democrático. En primer lugar, porque lo que podría ser válido para el ámbito occidental —y solo para el europeo y norteamericano, a lo sumo— no tiene por qué serlo para las regiones centrales y meridionales de América, el conjunto de África o la mayor parte de Asia. Cierto es que cuando la historiografía estableció la división en etapas de la historia, para los forjadores de la Historia académica, los Michelet, Ranke o Tocqueville, las ruinas de la prisión de los Borbones afincada en el corazón simbólico de París aún humeaban y todo, a partir de ese momento, era contemporaneidad. Pero hoy en día, los juramentados del Jeu de Pomme, Felipe de Orleans, Danton, Saint Just o Robespierre ya no son nuestros contemporáneos. Y, entonces, ni siquiera lo eran para los nativos y mestizos sudamericanos para quien la postcolonialidad no supuso un cambio sustancial en su dependencia personal y social, ni para los pueblos nómadas o cazadores-recolectores de África, desde el Sahel hasta El Cabo, ni para las entidades políticas pre-existentes en estos territorios antes del desguace del mapa a beneficio de las potencias europeas, ni para las ingentes masas campesinas de la India o China.

La entrada en la contemporaneidad no fue simultánea ni se realizó en condiciones equiparables para todos y en todas partes. Es más, en la mayoría de las ocasiones no vino aureolada de las virtudes de la libertad, la razón y las luces, sino de la conquista, la imposición y nuevas modalidades de esclavitud. Para tres cuartas partes del mundo, la triada del liberalismo capitalista, cuyo epítome fue la Conferencia de Berlín de 1885 en la que la Europa industrializada destazó el planeta con precisión de carnicero,  no fue «Libertad, Igualdad y Fraternidad» sino «Infantería, Caballería y Artillería».

Quema del trono de Luis Felipe en la Plaza de la Bastilla durante la revolución de 1848 (imagen: Nathaniel Currier/Wikimedia Commons)

Los libros de texto, con evidentes inclinaciones eurocéntricas, coinciden en el relato del crecimiento en espiral imprimido por la revolución industrial, un proceso que se inició en Gran Bretaña a finales del siglo XVIII y que irradió al resto del mundo en las décadas siguientes. Describen los avances del liberalismo político, que se expandió en forma de impulsos —1789, 1820, 1830, 1848…— a modo de ondas cuyo epicentro fue casi siempre París. Resaltan los descubrimientos y exploraciones de nuevas tierras, efectuados por una élite científico-técnica europea necesariamente precedida por las avanzadillas militares. Pero hace ya años que comenzó a cuestionarse que todo hubiese sido luces en aquel proceso. El imperialismo ejercido sobre África y Asia, y sirva como ejemplo la brutal explotación de los recursos del Congo a manos de las contratas otorgadas por el rey Leopoldo de Bélgica, demostró que la de Occidente no era necesaria ni principalmente una misión civilizadora. Los crímenes de los colonizadores presagiaban los futuros genocidios de las grandes guerras del siglo XX. Las teorías supremacistas y eugenésicas de ciertas corrientes del pensamiento científico anglosajón suministraron el combustible necesario para las ideas racistas que alcanzarían su sima moral más profunda con el nazismo. Hitler no inventó nada: solo perfeccionó las técnicas de persuasión, el terrorismo, la gestión burocrática y la eficacia técnica para proceder a la aniquilación en masa.

Fueron, de manera indeliberada, los acontecimientos que inauguraron el siglo XX los que desencadenaron una dinámica centrípeta e integraron todas las áreas del globo en una tendencia común, incluso cuando los valores que llegaron a las regiones periféricas y subordinadas lo hicieran precisamente para cuestionar el orden en el que sustentaba el sistema mundial. Es por ello que se puede establecer como lugar común que la primera gran impugnación y el hito que abrió la contemporaneidad mundial fue 1917 (Fontana, 2017). El conflicto mundial abrió la puerta a profundas transformaciones económicas y sociales. En todos los países beligerantes, los beneficios alcanzados con la venta de productos esenciales, alimentos, armamento y munición favorecieron la acumulación de capital y los ritmos de producción cada vez más exigentes contribuyeron a la difusión del fordismo. En las colonias, interpeladas a combatir como servicio obligado a sus metrópolis y cuyos hombres y recursos fluyeron hacia el sumidero de los campos de batalla, quedó inoculado el virus emancipatorio que comenzaría a eclosionar en poco tiempo. Todo lo que era seguro, todo lo que era sólido e inmóvil se trastocó y quedó profunda y definitivamente alterado.

La Gran Guerra, como haría su hija treinta años después, reconfiguró brutalmente los mapas, barrió dinastías seculares e instituyó regímenes plebeyos de distinta etiología, desde comités revolucionarios a dictaduras militares o repúblicas parlamentarias con gobiernos inestables acosados por la descontrolada inflación, el paro elevado y la violencia de los grupos de excombatientes. Se crearon nuevos países y se modificaron los límites y extensión de otros aflorando fricciones entre estados vecinos y minorías nacionales internas. El retorno de las tropas coloniales favoreció el surgimiento de corrientes antiimperialistas que postulaban para sus pueblos la libertad y la independencia por las que sus soldados habían combatido bajo las banderas de sus respectivas metrópolis. Todas estas corrientes se vieron nutridas por la ideología de la revolución que trastornó todo el orbe: la de Octubre de 1917. Fue, no hay duda, el arranque de una nueva época. Todo lo que ocurrió desde entonces y durante décadas se organizó, se articuló y se definió por, para, contra y respecto a ella.

Asalto al Palacio de Invierno (imagen: Galería de Imágenes de Mary Evans/Global Look Press)
El cierre del 2000: ¿una nueva era?

El mundo que surgió de los fulgores de Octubre colapsó a finales de la década de los ochenta del pasado siglo. Los límites de este texto no permiten analizar de manera prolija las causas que determinaron su caída. En lo que sí existe un consenso general es en afirmar que, a partir de la desaparición de la alternativa socialista, el mundo cambió tal y como se había conocido hasta entonces. Los avances sociales que había experimentado Occidente durante los años cincuenta y sesenta, el pacto social fundador del Welfare State, la cogestión sindical de la producción, la nacionalización de los servicios básicos —cesiones que el capitalismo había realizado a modo de escaparate para desmontar el atractivo del comunismo— entraron en descomposición. Un nuevo orden mundial, homogéneo y unilateral, aspiró a plantar sus banderas sobre los campamentos del enemigo batido.

Desde finales de los años ochenta y comienzos de los noventa del pasado siglo, varias han sido las propuestas para determinar la ubicación de un hito que sirva de referente para un cambio de paradigma cronológico ¿En qué momento histórico vivimos? Para Francis Fukuyama (2015), la implosión del bloque soviético entre 1989 y 1991 supuso el fin de la historia y la implantación de un nuevo orden mundial caracterizado por una extensión universal de la economía de mercado, de las sociedades abiertas y del sistema democrático. El futuro, ahora sí, sería un avance continuo hacia la aclimatación de estos reconfortantes valores al conjunto del globo, proceso que iría acompañado de una atenuación de los conflictos, tanto los de clase, los civiles o los internacionales al desaparecer los modelos antagónicos, mutuamente excluyentes que habían imperado desde 1945. Sería el triunfo universal del paradigma neoliberal en trance de globalización y la consagración de un orden unipolar hegemonizado por la potencia vencedora de la Guerra Fría (1947-1989): los Estados Unidos de América. La tesis de Fukuyama fue refutada desde diversos ángulos, destacando, en el de la historiografía, la crítica de Josep Fontana (1992).

Ahora bien, este paradigma finisecular volaría en pedazos —nunca mejor dicho— con los atentados de Nueva York del año 2001, ejemplo de que el terrorismo también podía globalizarse, el fracaso del injerto a la fuerza del orden occidental en Oriente Medio tras las dos guerra de Irak y la desarticulación de una región estratégica del globo en estado fallidos proclives a acoger a organizaciones paraestatales que actúan en red y con extraterritorialidad. A ello se vino a sumar la disputa de la hegemonía mundial por una Rusia reedificada bajo un nuevo modelo autoritario después de años de anarcocapitalismo, y de una China con un crecimiento económico expansivo caracterizado por una velocidad de crucero e indicadores anuales de dos dígitos (VVAA, 2012).

La pérdida de liderazgo de los Estados Unidos y la erosión de su alianza con Europa occidental, base del orden hemisférico desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, se ha agudizado con las dos grandes recesiones del siglo XXI (la de 2008 y la desencadenada a raíz de la pandemia de 2019) y el neoaislacionismo norteamericano predominante bajo la presidencia de Donald Trump. La invasión de Ucrania por Putin en 2022 ejemplifica esa pugna activa por un nuevo sistema multipolar sin un claro ganador hasta ahora. Lo que se había concebido como globalización hasta la Gran Depresión 2.0 de 2008, un nuevo periodo de progreso imparable a escala universal, ha quedado reducido, en el contexto de un orden mundial pulverizado y sin una clara hegemonía geopolítica, a una refundación salvaje del capitalismo en lo socioeconómico y a un retorno al paisaje político de los nacionalismos identitarios y del postfascismo. Algo que contribuye a la dificultad para encontrar referentes válidos, generalmente aceptados, para la determinación de un cambio de fase histórica.

Si habitualmente nos hemos remitido a un acontecimiento de alta carga de densidad como uno de esos hitos de paso que marcan un antes y un después, una catástrofe en el sentido dado por los investigadores del Instituto de Historia del Tiempo Presente de Paris (Rousso, 2012) ¿sería el sigo XXI un «siglo minúsculo» (2000-2020) precedido de una década (1990) de espejismo neoliberal? ¿Nos lleva la aceleración del tiempo histórico a necesitar nuevas unidades de cómputo cronológico o a una vorágine que nos haga perder la perspectiva de historicidad? En un mundo estrechamente interrelacionado y con las distancias abolidas por las redes sociales pero, al mismo tiempo, con líneas de falla que separan tradiciones políticas y fórmulas de cómputo cronológico culturalmente aquilatadas y distintas, ¿valen unos mismos acontecimientos como hitos comunes de paso? Preguntas, preguntas…

Bibliografía

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*Fernando Hernández Sánchez es historiador y profesor titular de la Universidad Autónoma de Madrid, miembro de la Asociación de Historiadores del Presente y colaborador del Centro de Investigaciones Históricas de la Democracia Española. Preside la Asociación Entresiglos 20-21: Historia, Memoria y Didáctica, dedicada a la investigación sobre la enseñanza escolar de la historia reciente. Sus investigaciones versan sobre la historia del movimiento comunista en España. Es autor de Comunistas sin partido: Jesús Hernández, ministro en la Guerra Civil, disidente en el exilio (2007), Los años del plomo: la reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (1939-1953) (2015), La frontera salvaje: un frente sombrío de la guerra contra Franco(2018) o El torbellino rojo: auge y caída del Partido Comunista de España(2022). Colaboró en el volumen En el combate por la historia dirigido por Ángel Viñas (2012).

Fuente: El Cuaderno abril de 2023

Portada: Tabla XIb del Liber Figurarum (Libro de las Figuras), Códice Reggiano (s. XIII) basado en las teorías de Joaquin de Fiore (1135-1202)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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1 COMENTARIO

  1. Muy interesante, muchas gracias, pero hablando del cambio de Era resulta extraño que apenas se refiera al auge económico de toda Asia, que esta recuperando la hegemonía económica que perdió en el siglo XIX. No basta con hablar de eurocentrismo, de la perdida de liderazgo de USA o del crecimiento de China: el Declive de Occidente que ha marcado la época contemporánea es evidente, con conflictos actuales que pueden ser comparables con los de la China Qing al perder la hegemonía, como la rebelión Taiping

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