La crisis del liberalismo progresista decimonónico y de la democracia parlamentaria a resultas del ascenso del autoritarismo fascista y las secuelas de la revolución soviética, impulsaron durante  la década de los años treinta del siglo pasado el surgimiento del magma ideológico conocido como “neoliberalismo”. Como se relata en este artículo, la razón elitista de Ortega y Gasset dejó su  sombra inspiradora en ese cada vez más perceptible divorcio neoliberal entre liberalismo y democracia.  En el Coloquio Lippmann en el París de 1938, pila bautismal del nuevo dogma, el filósofo madrileño estuvo  muy presente aunque no asistiera físicamente a esa reunión fundacional. Ahora bien, la maceración de sus tesis histórico-políticas viene de antes. Se ha seleccionado una glosa de la excursión meseteña de Ortega en 1925 y su curiosa hermenéutica de las fortalezas medievales, que fue llevada a las páginas del volumen V de El Espectador, a manera de muestra de cómo Ortega era capaz de hacer castillos en el aire sobre la interpretación de la historia de España, dejando su pensamiento abierto a las tempestades antidemocráticas de las que fue testigo.

 

 

Raimundo Cuesta

 

…que a unos hombres conviene por naturaleza dedicarse a la filosofía y dirigir la ciudad, y a otros, en cambio, prescindir de ella y no hacer otra cosa que seguir su mandato” (Platón, La República)[1].

Todo fluye y el pensamiento también es un discurrir dinámico porque la obra de un autor es más parecida a un río, que divaga y varía su caudal merced a diversas alternancias meteorológicas, que a un depósito de aguas inalterables. Sin embargo, a menudo, algunos autores se dotan de un estrato subyacente, poroso y persistente de ideas que comparecen con mayor y menos intensidad a lo largo de todo su quehacer. Es precisamente eso lo que ocurre con la concepción elitista de la sociedad que transpiran los escritos de Ortega y Gasset. En su temprana juventud sus primeros pinitos periodísticos ya estaban preñados de esa actitud exclusivista e incluso algo más tarde, a sus treinta años, cuando todavía en 1913 se declaraba admirador del socialismo, decía que él era “socialista por amor a la aristocracia”, pues estimaba que parte de la minoría exquisita podría encontrarse entre los seguidores de Pablo Iglesias, el venerable padre del socialismo español[2].

El gravoso equipaje elitista no era algo excepcional en el mundo intelectual y ya desde finales del siglo XIX emerge, en el campo económico y sociológico, una clásica “teoría de las elites” en buena medida como reacción a las tesis marxistas sobre la lucha clases y el proyecto de implantación de una sociedad igualitaria. A tal efecto las minorías egregias se contraponen a las masas y las primeras estarían llamadas a pastorear, embridar y dirigir a una multitud ignorante, informe, caprichosa y a veces desaforada. Dentro de estas posiciones, el intelectual, componente de esa parte selecta de la sociedad, habría de actuar como una especie de cortafuegos de las pulsiones y amenazas revolucionarias que crecen arrolladoramente después de la Segunda Guerra Mundial. Ortega en nada era un ser extemporáneo; era como él mismo decía “muy del siglo XX”, y el portentoso éxito internacional de su libro La rebelión de las masas (1929) estaba para demostrarlo hasta la saciedad[3]. La crisis del liberalismo progresista decimonónico y de la democracia parlamentaria ante el ascenso del autoritarismo fascista y las secuelas de la revolución soviética, impulsan la aparición en la década de los treinta del movimiento y el abanico dogmático que cobija el llamado “neoliberalismo” (neologismo entonces y vocablo ya vetusto pero muy vigente en nuestra época), empresa en cuyo parto e historia el filósofo madrileño dejó su impronta a modo de sombra inspiradora, junto a otros profetas de los males de las sociedades de masas, de ese cada vez más perceptible divorcio entre liberalismo y democracia. ¿Cómo fue eso? Veamos.

Ortega y Gasset y Victoria Ocampo frente al castillo de Manzanares el Real, en 1925 (foto: residencia.csic.es)

Corría el estío de 1925 cuando Ortega, impelido por su inveterada proclividad a tomar sus viajes de esparcimiento como objeto de observación y motivo de meditación, emprendió una gira por Castilla con fin de trayecto en Santander. De sus “vivencias” y ocurrencias dejó testimonio para la posterioridad en una serie de notas  que acabaron insertas en el volumen V de El Espectador (1926), su personalísima revista, agrupadas bajo el nombre de Notas del vago estío[4]. En uno de estos apuntes a vuela pluma titulado “Ideas de los castillos: liberalismo y democracia” convierte, como por ensalmo, las imponentes fortificaciones de la Edad Media en fosilizado símbolo de la libertad[5]. En su periplo castellano-cantábrico el filósofo posa su mirada escrutadora e interpretativa sobre esos seculares y valetudinarios alcázares-moradas de los señores medievales y, como hiciera un personaje del que a la sazón no quiero acordarme, confunde molinos con gigantes, esto es, alcanza a imaginar los enhiestos y desafiantes baluartes, sus barbacanas, almenas y troneras como si fueran una especie de congelación pétrea de las antiguas libertades feudales frente al poder monárquico. De esta guisa dio en confundir libertad con privilegio, quizá ofuscado y arrastrado por su portentosa habilidad metafórica y por su incontinente afán de pronunciar solemnes y provocativas paradojas historiográficas sobre España y su pasado. ¡Quién no recuerda aquello de bautizar El Escorial como “nuestra gran piedra lírica”!. ¿Acaso contemplar los castillos meseteños o el palacio erigido en tiempos de Felipe II lleva ineluctablemente a pensar en la libertad y la lírica? Desde luego hay otra forma no tan complaciente de mirar e interpretar los restos del pasado, porque, como sugiere Walter Benjamin, un pensador coetáneo (once años más joven) y en las antípodas de nuestro personaje, “no hay documento de cultura que no sea al tiempo de barbarie[6]. En la misma tesis VII de sus consideraciones el pensador alemán termina apelando a la necesidad de “cepillar la historia a contrapelo”. Justamente lo contrario que hace su colega español porque donde este contempla emanaciones sublimes del ser humano, Benjamin ve el rastro de destrucción y humillación de los que en la historia sufrieron y siempre fueron vencidos.

Por añadidura, el lirismo poético no siempre concuerda con el rigor historiográfico. En efecto, no mucho antes el filósofo en su famosa, aunque inane e insustancial, España invertebrada (1921), concretamente en su segunda parte, pretende sentar la tesis de que el declive de la nación española se debió a que en nuestro país no  hubo un feudalismo como Dios manda y, por ende, no existió una minoría noble y directora, una aristocracia militar recia, consciente de su destino y capaz de conducir por el recto camino a las volubles masas sin andarse por las ramas, sin remilgos democráticos. Esta peregrina idea, que casa a la perfección con su incorregible y tempranero elitismo, la descubre Ortega al escribir la segunda sección de su invertebrado opúsculo porque en la inicial había dejado dicho que la decadencia de España se remontaba a los años ochenta del siglo XVI. En fin, dos tesis en un mismo libro, un texto de “culto”, una joya inmarcesible para el nacionalismo español más tremendista, rancio y reaccionario.

Pues bien, cinco años después de tales devaneos en su escrito sobre “Ideas de los castillo” se explaya aseverando que el liberalismo moderno debe mucho a la aristocracia feudal, porque este estamento de guerreros medievales adelanta el dogma central orteguiano de la superioridad y preeminencia de la libertad individual sobre el dominio público. De donde infiere que el liberalismo es algo que ha sido dado primigeniamente en los alcores donde se levantan los castillos porque “sus torres están labradas para defender a la persona contra el Estado, señores: ¡Viva la libertad![7]. En consecuencia, el liberalismo debe mucho al feudalismo y al germanismo (y poco a la herencia latina del derecho romano) y por eso, según él, tal ideología prendió mejor en las tierras europeas donde el derecho señorial impuso sus mandatos.

Mitin de la Agrupación al Servicio de la República, en el teatro Juan Bravo de Segovia, el 14 de febrero de 1931. De pie, presentando a los oradores, Antonio Machado; a la izquierda, sentado con las manos entrelazadas, José Ortega y Gasset, y a la derecha Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. (Foto Alfonso. Fundación José Ortega y Gasset, Madrid)

Claro que el concepto de “liberalismo” que maneja Ortega, como él mismo reconoce, no tiene nada (o poco) que ver con el de “democracia”, porque en su opinión ambos significantes poseen carga semántica muy distinta. Solo advirtiendo esta premisa pueden empezar a entenderse las especulaciones hermenéuticas que le suscitan sus escarceos veraniegos a través de la desolada y ardiente tierra surcada de lomas, cerros y motas, accidentes topográficos sobre los que se encaraman los castillos meseteños. No cabe echar en saco roto que, tras la Primera Guerra Mundial y la Revolución soviética nada es igual en del paisaje moral y político de la achacosa Europa, que se convierte en blanco del lamento de pesimistas y de cavilaciones decadentistas sobre su viejo esplendor, su triste presente y su incierto futuro. Ortega, en los años veinte, es un atento hijo de esas circunstancias envolventes y en él, como en otros grandes del pensamiento occidental, tal coyuntura histórica despierta miedo y concita una profunda frustración y desconfianza hacia la irrupción de la sociedad de masas, la crisis de las democracias liberales y el progresivo auge del fascismo. Ante tal marasmo y pandemónium, Ortega trata de recuperar la verdadera esencia del liberalismo “el predominio de lo privado sobre lo público[8].Es la hora, según su estimación, de volver la vista atrás (hacia la estirpe liberal conservadora de los doctrinarios franceses o los tories británicos) para deshacer el malentendido de pensar el liberalismo en términos de democracia.

Un amigo muy cercano, Juan Mainer, me llamó la atención sobre el libro del mexicano Fernando Escalante Senderos que se bifurcan…, un texto sencillo y clarificador sobre la genealogía de lo que hoy conocemos como “neoliberalismo”[9]. Precisamente allí se toca   la aportación inspiradora de Ortega a ese movimiento ideológico que rompe amarras con la democracia en favor de un liberalismo de la crème de la crème encaminado a la defensa sin restricciones del mercado capitalista como instancia organizadora de la vida colectiva. Aunque Ortega, ya exiliado en París desde el verano de 1936 y luego, tras un paréntesis argentino, dedicado casi en exclusiva al cultivo su imagen de intelectual europeo de primera fila, no participó directamente en las reuniones fundacionales del movimiento (Coloquio Lippmann de 1938 en París, y Sociedad Mont Pélerin de 1947 en Suiza), el espíritu espectral de La Rebelión de las masas estuvo presente y sobrevuela los debates e iniciativas de quienes edificaron las primeras plataformas de un laboratorio de ideas que no triunfará plenamente hasta los años ochenta durante los mandatos de Margaret Thatcher en Gran Bretaña y de Ronald Reagan en Estados Unidos. Sus padres fundadores, los Hayek, los Popper, los Friedman, los von Mises y otras mentes preclaras construyeron los pilares ideológicos de un distópico orden social completamente reactivo frente a la victoria del Welfare State posterior a la Segunda Guerra Mundial y enemigo declarado de todos los experimentos socialistas de economía planificada. Finalmente, el totalcapitalismo de nuestro tiempo se nos presenta esencialmente impregnado del aroma neoliberal y de esta suerte hemos de suponer que los encrespados castillos de los bellatores triunfaron sobre las humildes aldeas de los laboratores. Y en esas andamos…

De la génesis, meollo y desenvolvimiento doctrinal del neoliberalismo se extrae la conclusión de que lo importante en la vida social es la dimensión económica tanto en el plano individual como en el colectivo, de manera que cualquier sistema político debe otorgar al Estado una función subsidiaria en tanto que eficaz protector del libre mercado contra cualquier eventualidad intervencionista. De lo que se sigue que la meta ideal del liberalismo ni es una pretendida democracia ni nada que se parezca a una sociedad igualitaria. El éxito económico es una señal no tanto de predestinación al estilo calvinista como de los merecimientos de cada persona, lo que ineluctablemente conduce a admitir la desigualdad como justa y necesaria.

Ortega y Gasset el día de su conferencia en el Ateneo de Madrid, el 4 de mayo de 1946. Le acompaña Pedro Rocamora, director general de Propaganda (foto: Martín Santos Yubero / Archivo Regional de la Comunidad de Madrid)

De todas las maneras, más allá de un individualismo absoluto, en el neoliberalismo bulle un magma doctrinal diverso cual hidra dotada de muchas cabezas. La de Ortega comulgaba, ciertamente, con la pretensión de distinguir y separar ser liberal de ser demócrata, reservando en consecuencia la máxima preferencia a lo privado frente a lo público, aunque en el terreno económico era menos manchesteriano que sus colegas del Coloquio Lippmann y de Mont Pélerin. Incluso durante sus años de parlamentario en la II República española el programa de la Agrupación al Servicio de la República (grupo de diputados que lideraba) proponía un cierto dirigismo de la economía nacional a cargo del Estado, lo que le ha valido el ser tildado de practicar un “corporativismo pluralista”[10]. “Pluralista” por aquello de que no se trataba de un corporativismo fascista, que era lo que se llevaba por entonces entre las derechas extremas. En cualquier caso, el reformismo republicano del primer bienio le hizo exclamar tempranamente “no es esto, no es esto”[11]. Claro que la República española era, dado sus políticas de porte socialdemocrático, algo más que liberal. De ahí procede su primera desafección y su fallido propósito de rectificar la República creando un partido nacional por encima de las clases y de las ideologías. Pero fuése y no hubo nada…

Abandonada su breve e intermitente dedicación a la política activa y directa, perseveró desde su cátedra, sus múltiples conferencias y sus escritos en el sublime ideal de la sofocracia platónica (el gobierno de los sabios). Pasada la guerra española, dedica sus mayores esfuerzos a engrandecer su figura como pensador de estatura europea, dejando por imposibles los males y remedios de su patria y por ello mismo jugando a quedar olímpicamente por encima de veleidades políticas partidarias, aunque sin perder sus conexiones con los nuevos centros de poder cultural y político de la Europa de posguerra, principalmente de los ubicados en la Alemania occidental, núcleo neurálgico de la guerra fría. Su calculada distancia de la dictadura de Franco, su persistente silencio en público sobre la catadura del régimen, en ningún caso impidió sus recatados, crípticos y esporádicos retornos a España. Su actitud de fondo siempre estuvo atada muy acusadamente a quienes buscaban tender un telón de acero en el escenario europeo que detuviera el fuego o los peligros de contagio de la experiencia socialista soviética. Casi no hace falta decir que nuestro intelectual, que se viste de esfinge muda en sus comparecencias públicas en cuanto se refiere al general Franco y su régimen político, era, como muchos otros seres pertenecientes a la sedicente “tercera España”, un cruzado del anticomunismo.

Ahora bien, no deja de ser un hecho reseñable que el neoliberalismo, nacido para buscar una vía superadora de los fascismos y un camino de contención del peligro comunista, acabe transformándose en el santo y seña de los actuales movimientos posfascistas. Ya fue escandaloso que algunos de sus exponentes más notorios (los Chicago boys) colaboraron con la dictadura de Pinochet y es que los reinventores del liberalismo nunca tuvieron empacho en lanzar su mensaje redentor a regímenes políticos de muy diversa naturaleza. Los herederos del fascismo, actualmente se han arrepentido del pasado estatista de sus abuelos y acuden al vetusto yacimiento de ideas del mercado libre y a los nuevos vericuetos que ofrecen las redes sociales. Estos días leo el libro de Steven Forti titulado Extrema derecha 2.0…[12]. En sus páginas se analiza el nuevo rostro del autoritarismo de derechas que se ha visto ayudado por esos credos neoliberales que han orillado como inexistente la rica tradición liberal decimonónica que trajo las revoluciones burguesas en Europa y América o los regímenes democráticos de esa inspiración que en el siglo XX, como hiciera la II República española desestabilizando parcialmente la hegemonía de las añejas y reaccionarias capas dominantes hispanas. Por el contrario, la concepción de libertad que se maneja hoy en estos lares del nuevo conservadurismo nacionalpopulista mantiene estrechos lazos genéticos con ese individualismo egocéntrico derivado de la “revolución neoliberal” de la que nuestro hombre fuera testigo e inspirador. En fin, los castillos en el aire del Ortega de antaño han contribuido a traer hogaño estos lodos de los Abascal y compañía, que en nombre del liberalismo ponen en peligro la supervivencia de lo queda de democracia. ¡Ójala no tengamos que vivir para ver el ignominioso retorno de una casta guerrera que nos gobierne y devuelva la “libertad” desde las altas torres de sus alcazabas!

Público asistente a la conferencia de Ortega en el Ateneo de Madrid, el 4 de mayo de 1946 (foto: Martín Santos Yubero / Archivo Regional de la Comunidad de Madrid)

Nota:

Este artículo es una criatura nacida a partir de un libro que ultimo y lleva por título:  Unamuno, Azaña y Ortega. Tres luciérnagas en el ruedo ibérico.

 

[1] Platón. Obras completas. Madrid, Aguilar, 1991, p. 756.

[2] José Ortega y Gasset. “Socialismo y aristocracia”. Obras completas, X. Madrid, Revista de Occidente, 1969, p. 239.

[3] Apareció desde 1927 como folleto por entregas en el diario El Sol y acabará siendo el libro de autor español más leído y traducido fuera de España después de la obra cimera de Cervantes.

[4] J. Ortega y Gasset. “Notas del vago estío”. El Espectador V (1926). Obras completas, vol. II. Madrid, Revista de Occidente, 1966, pp. 413-450.

[5] Ibídem, pp. 424-426.

[6] Walter Benjamin. “Sobre el concepto de historia”. Obras completas, libro I, vol. 2. Madrid, Abada, 2008, p. 309.

[7] J. Ortega y Gasset, OC, II, p. 424.

[8] Ibídem, p. 426.

[9] Fernando Escalante. Senderos que se bifurcan. Reflexiones sobre neoliberalismo y democracia. México, Instituto Nacional  Electoral, 2020.

[10] Antonio Elorza. La razón y su sombra. Lectura política de Ortega y Gasset. Anagrama, 1984, p. 171.

[11] En su célebre lamento titulado “El aldabonazo”. Crisol, 9 de septiembre de 1931. A la sazón sólo habían transcurrido algo menos de dos meses desde que el 14 de julio se inauguraran las sesiones de las Cortes Constituyentes republicanas. La campanada disidente la remata en su no menos célebre conferencia de 9 de diciembre: “Rectificación de la República”. Véase J. Ortega y Gasset. Discursos políticos. Madrid, Alianza, 1974, pp. 187-211.

[12] Steven Forti.  Extrema derecha 2.0. Qué es y cómo combatirla. Madrid, Siglo XXI, 2021.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Ortega y Gasset pronuncia la conferencia “Rectificación de la República” en el Cinema de la Ópera de Madrid, en diciembre de 1931 (foto: Alfonso)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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