Sebastiaan Faber

 

 

Resumen

En el mundo neoliberal de las marcas-país, no hay nadie que no sea capaz —quiera o no— de acumular prestigio en nombre de su nación. Un concurso de popularidad mundial de este tipo es lógico que cree ansiedad y, en algunos casos, comportamientos neuróticos. Leyendas negras, marcas blancas, un libro nuevo publicado por la revista Contexto, afirma que este es el caso de España, donde la obsesión con la imagen del país en el extranjero ha tenido efectos más bien malsanos. Como escribe Ignacio Sánchez-Cuenca en el prólogo, “el bienintencionado deseo de mejorar la imagen de España suele acabar contaminado por el na­cionalismo excluyente, generándose un clima de intolerancia hacia todo aquel que se atreva a presentar una visión crítica o discordante del relato dominante”.


 

Ahora que, a sus 86 años, Mario Vargas Llosa ha vuelto a acaparar los titulares de la prensa del corazón gracias a su ruptura con la Preysler, quizá valga la pena recordar el día que se le anunció como ganador del Nobel de Literatura. La noticia se difundió desde Suecia el 7 de octubre de 2010 a las 7 de la mañana, hora neoyorquina. Seis horas exactas después, el novelista, al que la llamada había sorprendido preparando sus clases en la Universidad de Princeton, se presentó para una apresurada conferencia de prensa en la sede del Instituto Cervantes de Nueva York, en la que mantuvo que, en realidad, compartía el premio con un idioma, un continente y dos países.

Creo que el Premio no solo premia a un escritor”, dijo:

Creo que también premia lo que rodea a este escritor, en este caso la lengua en la que escribo, la maravillosa lengua española, que hablamos por lo menos 500 millones de personas en el mundo. Una lengua que une a gente de países distintos, de tradiciones distintas, de costumbres y creencias distintas, y que es una de las lenguas más dinámicas, enérgicas, creativas en el mundo moderno. […] Cuando yo llegué a Europa y a los Estados Unidos, la idea de Latinoamérica era muy estereotipada. Parecía una tierra únicamente de dictadores, revolucionarios, catástrofes. Hoy sabemos que Latinoamérica es capaz de producir a artistas, músicos, pintores, pensadores y novelistas. […] Quisiera agradecer de manera muy especial a España. Yo creo que este Premio se lo debo tanto a la Academia Sueca como a España, un país del que yo recibí desde muy joven un enorme apoyo a mi trabajo de escritor. Gracias a ciertos editores, críticos, lectores españoles mi obra ha tenido una difusión en el mundo que yo nunca soñé que tendría. […] Yo soy peruano. Lo que hago, lo que digo, expresa el país en que he nacido, en que he vivido las experiencias fundamentales que marcan a un ser humano, que son las de infancia y juventud. De tal manera que el Perú soy so.

Es curioso: basta un Premio Nobel para que incluso el más inteligente de los genios literarios recaiga en clichés trasnochados —Latinoamérica como desastre sociopolítico que sin embargo produce alta cultura— o en disparates heredados del romanticismo cultural alemán, vía Ramón Menéndez Pidal. ¿Realmente se puede decir que el castellano sea un idioma más enérgico, dinámico o creativo que otros idiomas? ¿Son menos enérgicos y creativos el catalán, el holandés, el chino o el polaco? (Aprenda español: ¡un cincuenta por ciento más enérgico que otros idiomas imperiales! Recomendado por nueve de cada diez lingüistas.) Por otra parte, el desliz menendezpidalista era digno del escenario en que se pronunció. No era nada fortuito que esta conferencia de prensa se celebrara en el Cervantes, institución financiada por el Estado Español y dedicada a promocionar la cultura y lengua de la Madre Patria. Como se sabe, Vargas Llosa tiene doble nacionalidad, peruana y española, desde hace más de treinta años.

Mario Vargas Llosa en el Instituto Cervantes de Tokio, en 2011. Le acompañan Kenzaburo Oé y Víctor Ugarte (foto: Instituto Cervantes)

En esta alegre ocasión, sin embargo, el hecho de que el premiado tuviera dos pasaportes supuso un problema: no quedaba del todo claro cuál de sus dos patrias tenía más derecho a sentirse orgullosa del Premio. Los periódicos españoles festejaron la noticia a lo grande, dedicándole portadas enteras. El País celebró el Premio del escritor hispanoperuano. El Mundo lo llamó directamente el “sexto español” en ganar el Nobel literario. La prensa peruana reaccionó alarmada. “Pese a que los diarios españoles se refieren a él como ‘hispano-peruano’”, escribió El Comercio de Lima, “el escritor reconoció sus orígenes, … [H]a sabido reconocer el gesto del país europeo de haberle otorgado la naturalización, pero también se ha referido … a su presencia en las letras peruanas con una frase contundente: El Perú soy yo.” Para evitar toda equivocación, la foto en El Comercio mostraba al escritor delante de una gran bandera peruana.

Debo confesar que, en su momento, yo también preferí pensar en Vargas Llosa, y en el Premio, como peruanos. Me pareció excesivo que España, en el mismo año que se había llevado Wimbledon y la Tour de France, también se ganara un Nobel de literatura. (Me perdonaréis que, como holandés que soy, prefiera no acordarme del gol de Iniesta.) Bromas aparte, la analogía deportista no es gratuita. Desde sus inicios en 1901, la opinión pública mundial ha concebido del Premio Nobel de la literatura como una versión cultural de los Juegos Olímpicos. En la percepción del mundo el que recibe el Premio no lo hace tan sólo como individuo creador, sino como representante de un colectivo, sea nacional, cultural o lingüístico. En efecto, ninguna de las noticias dejaba de mencionar que Vargas Llosa era el tercer Nobel literario latinoamericano de las últimas décadas, después de García Márquez y Octavio Paz. La reacción del propio Vargas Llosa, como hemos visto, al afirmar que, en él, la Academia Sueca premiaba también al idioma castellano y la cultura latinoamericana, se hizo eco de este marco colectivo. Así también el efecto psicológico colectivo del Premio recuerda al mundo de los deportes y sus mecanismos de identificación colectiva, en particular su extraña producción de orgullo y vergüenza por mérito ajeno. El Los Angeles Times entrevistó a Daniel Alarcón, un periodista peruano que vive en Oakland: “Me alegré muchísimo cuando me enteré de la noticia,” dijo. “Estuve absolutamente extático, fue como si yo mismo hubiera ganado algo”.

Es esta misma lógica la que mueve el concepto de “marca-país” popularizado y comercializado en los años 90 por Simon Anholt, un antropólogo social británico nacido en Países Bajos. Anholt, a su vez, no tardó en mercantilizarlo a través de –cómo no– un ranking mundial (el Anholt Nation Brand Index) basado en una recopilación de datos objetivos (como tasas migratorias) pero sobre todo subjetivos (percepción, reputación) recopilados mediante encuestas. En la práctica, el concepto de la marca-país tal y como lo ha difundido y comercializado Anholt combina todos los greatest hits de la era neoliberal y la espectacularidad: partiendo de un mundo globalizado, postula una carrera competitiva basada en factores primordialmente afectivos (una brand basada en asociaciones y expectativas de un público-mercado global de consumidores e inversores) en el que los países se convierten en empresarios de sí mismos, comprometidos a realizar la “promesa” de su marca. Al mismo tiempo, son todos animados a acudir a la consultaría del propio Anholt, quien, en modo self-help, les puede echar una mano para mejorar su ranking. Pero como todos compiten por lo mismo, se produce un fenómeno similar al de un partido de fútbol en que los veintidós jugadores se dirigen a Dios pidiendo la victoria. Así, una competencia mundial entre marcas nacionales que buscan distinguirse la una de la otra lleva a un resultado paradójico: la uniformidad, un mar de marcas blancas.

Mario Vargas Llosa y María Eugenia Roca Barea acompañan a Albert Rivera en un acto en el que también están presentes la magistrada María José Torres, el exseleccionador de baloncesto Javier Imbroda y el empresario Kike Sarasola, el año 2018 (foto: Daniel Pérez/Efe)

El propio Anholt, por otra parte, se cuida de que su propia marca no se exceda en sus promesas. Subraya que construir, mantener y promover una marca verdaderamente nacional es una tarea complicada y descomunal. De hecho, muchos de los factores que entran a determinar la marca mundial de un país escapan al control de cualquier gobierno nacional. En realidad, la nación entera ayuda a conformarla. Para Anholt “es esencial”, según apunta Alfredo Martínez Expósito en su libro Cuestión de imagen, “que la ciudadanía se sienta en sintonía con la promesa de marca que se intenta transmitir al potencial turista, visitante o inversor”. Como “cada ciudadano es un representante de la marca, emite mensajes acerca del lugar y de manera implícita o explícita hace promesas sobre su ciudad o país”. En suma, “cada ciudadano es un embajador”. Así acabamos con un mundo en que los ciudadanos de países diferentes compiten entre sí, en representación de su nación, en una especie de concurso de popularidad planetario. En ese escenario, claro, un Nobel de Literatura hace las veces de una medalla de oro olímpica. Importa, y mucho, qué país puede colgarla en su vitrina de trofeos.

En otras palabras, la ambigüedad en torno al Nobel de Vargas Llosa solo es problemática porque vivimos en un mundo donde las naciones y sus representantes están ansiosas por acumular prestigio en nombre de su nación. Aunque no hay país que se libre de esa ansiedad, algunos están más afectados por ella que otros. En Leyendas negras, marcas blancas, un libro nuevo publicado por la revista Contexto, mantengo que este es el caso de España. Es más, algunos de los corresponsales extranjeros a los que entrevisté me aseguraron que no conocen ningún país más obsesionado con su imagen en el mundo.

Leyendas negras, marcas blancas intenta explicar de forma amena y concisa —en poco más de 100 páginas— por qué me parece que la obsesión que tiene España con su imagen en el mundo ha tenido efectos más bien negativos. Como escribe Ignacio Sánchez-Cuenca en el prólogo, es una obsesión que ha motivado “los intentos desesperados por promover la «marca España», no sólo en los gobiernos de Mariano Rajoy, también en el Gobierno en solitario de Pedro Sánchez, cuan­do Josep Borrell, en su condición de ministro de Asuntos Exteriores, se empleó a fondo en «combatir» las críticas a España por la crisis ca­talana, a veces con resultados grotescos”. En los últimos años, apunta, “el bienintencionado deseo de mejorar la imagen de España suele acabar contaminado por el na­cionalismo excluyente, generándose un clima de intolerancia hacia todo aquel que se atreva a presentar una visión crítica o discordante del relato dominante”.

Mario Vargas Llosa junto a Josep Borrell, Xavier García Albiol y otros durante un acto contra el procés en octubre de 2017 (foto: Efe)

En el libro defiendo cuatro tesis principales. Primero, que España, en efecto, está más obsesionada con su imagen en el extranjero que muchos otros países. Es una obsesión que está muy presente en la esfera pública española, hasta el punto, por ejemplo, de que las noticias sobre España en periódicos extranjeros muchas veces son, a su vez, noticia en los medios españoles. Como me aseguran las y los corresponsales con quienes hablé, la obsesión de las élites españoles con la imagen de su país a veces da lugar a conductas poco usuales. Así, ha habido casos en que la cobertura sobre España en un medio extranjero ha provocado quejas formales, demandas de corrección o disculpa, e incluso teorías de la conspiración.

La segunda tesis que defiendo es que la obsesión con la imagen mundial de España muchas veces va acompañada de la idea de que esa imagen es injustamente negativa. Esta idea —sostengo— es falsa. A pesar de lo que mantiene María Elvira Roca Barea, no hay una leyenda negra promovida por otros países envidiosos y una quinta columna de malos españoles. En tercer lugar, mantengo que la obsesión con la imagen de España y los aparentes intentos por defender o mejorarla allende las fronteras tienen, muchas veces, una proyección y unos efectos mucho más evidentes dentro de España que fuera de ella. En el fondo, es un discurso que solo en apariencia está dirigido hacia el exterior. En lugar de convencer a la opinión pública internacional, las y los políticos que hablan del prestigio internacional del país pretenden utilizar el tema como munición ideológica para movilizar a bases y votantes en España o para deslegitimar a rivales políticos internos. En ese sentido, es una especie de pantomima.

Un cuarto punto, como ya he mencionado, es que se trata de una obsesión malsana. Sus efectos han sido nefastos. No solo por lo reductivo que resulta el concepto de marca-país, sino también, por ejemplo, porque tiende a exagerar las diferencias entre España y otros países, como si los desafíos de España fueran únicos, que no lo son. La obsesión con la imagen del país también ha tentado a los políticos a ignorar esos desafíos o negarlos directamente, y buscar una solución falsa, puramente retórica, auto-afirmativa. Declarando, por ejemplo, que en España no hay conflicto de memorias o de justicia histórica porque el país ya se reconcilió en el 78. O que ya es una democracia plena, una de las más plenas del mundo mundial.

Una cosa, en fin, es construir una marca-país para atraer a los turistas o subrayar la calidad de los productos que allí se fabrican; otra muy dis­tinta es movilizar la idea de la marca-país para ocultar o minimizar sus deficiencias políticas e injusticias sociales. En el caso de España, estas deficiencias no tienen por qué ser típica o exclu­sivamente españolas. Pero no por ello son menos apremiantes.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Toro de Osborne pintado en 2017 por el muralista Sam3 con imágenes del Gernika de Picasso en Santa Pola (Alicante)(foto: Rafa Molina/Efe)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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