Sebastiaan Faber

 

Es imposible comprender la historia española de los últimos siglos sin entender el problema de la tierra. Su concentración en pocas manos, la intransigencia de los terratenientes —cuyo poder económico ha frenado o saboteado todo intento de cambio político— y, sobre todo, la falta de acceso a la tierra entre grandes sectores de la población han sido las causas principales de una desigualdad económica estructural cuyas huellas perviven hasta nuestros días. Hasta al menos 1950, por poner un ejemplo, en España “disponer de trabajo o de unos mínimos servicios sociales dependía del acceso a la propiedad de la tierra, individual o municipal, bien fuera en propiedad o en arrendamiento”.

El dato proviene de La tierra es vuestra (Pasado & Presente), el último libro del historiador Ricardo Robledo. Se trata una obra monumental —son 600 y pico páginas, incluidos cuatro apéndices— que ofrece tres grandes lecciones. La primera, ya mencionada, es que comprender el problema de la tierra es indispensable para narrar con rigor la evolución histórica del país. La segunda, que a esa comprensión solo se llega mediante una investigación rigurosa —basada en datos muchas veces difíciles de conseguir— que, a su vez, depara un escenario complejo. La verdad es que en España no ha habido un solo problema de la tierra, sino varios. Así, los desafíos en el sur latifundista —que ha solido servir, engañosamente, como metonimia para el país entero— han sido muy distintos de los de Catalunya o de Galicia.

La tercera gran lección es de carácter historiográfico y político. Las interpretaciones parciales o tergiversadas del problema de la tierra y de los intentos por resolverlo —en particular la reforma agraria emprendida en los años de la Segunda República— han servido para apuntalar versiones parciales o tergiversadas de la historia española y, de paso, descalificar ciertas opciones políticas. No solo en la época franquista y durante la Transición sino también hoy, cuando los retos de la España rural, además de sociales y económicos, son ecológicos y climáticos.

Ricardo Robledo (Lumbrales, Salamanca, 1946), ha enseñado Historia Económica en la Universidad Autónoma de Barcelona y la de Salamanca, donde también fue decano; hoy es investigador visitante de la Pompeu Fabra. Lleva más de 40 años escribiendo sobre la historia agraria (y otros temas).

Campesinos durante un mitin en un pueblo de Badajoz en 1936 (foto: David Seymour «Chim»)

Ha dedicado casi toda su vida profesional al agro. ¿Cuál es su experiencia personal con la vida campesina?

Alguna tengo, aunque poca. Soy de un pueblo de Las Arribes, en Salamanca, pero mi familia no era campesina. La de mi padre sí que había vivido del campo totalmente, pero él había migrado a Madrid y pudo promocionarse haciéndose chófer. De la República, por cierto: era uno de los perdedores de la guerra. Todavía en los años 60/70 se lo hacían recordar pidiéndole el carnet para humillarlo. Como yo me crié en el pueblo —mi esquema mental inicial era el del nacionalcatolicismo rural—sabía lo que era ir a hacer las faenas del campo, como la trilla, la vendimia o la recogida de patatas, en las que participaba ocasionalmente. Pero mi familia vivía de un pequeño comercio. Después, pasé a vivir a Ciudad Rodrigo, que no dejaba de ser una ciudad rural con obispo. Todo esto para decir que he tardado en ser un hombre urbano.

Como persona urbana, ¿ha llegado a idealizar la vida rural?

No. La melancolía o la añoranza por el mundo rural nunca las he tenido. Al contrario: en cuanto me di cuenta de que existían otros horizontes, hice lo posible por salir del pueblo. El campo lo recuerdo como un mundo muy cerrado. En cambio, lo que sí he llegado a comprender —ya como investigador— es que los modos de la agricultura tradicional tienen una capacidad de crecimiento orgánico que los modernizadores han desechado injustamente pero que hoy, cuando nos enfrentamos a una crisis ecológica sin precedentes, debemos de tener en cuenta. Hay modelos de alternativos que no tienen que pasar necesariamente por la industrialización de la agricultura y que a generaciones pasadas les han solucionado situaciones críticas.

Vecinos de Boada (Salamanca), el pueblo del que todos sus habitantes quisieron emigrar a América en 1905

¿Cómo ha cambiado su visión del problema de la tierra a lo largo de cuatro décadas de investigación?

Concretamente, escribir este libro me ha confirmado en la idea de que los problemas de la tierra no son los mismos en el sur y suroeste —donde el mayor problema ha sido el de la distribución— que en las otras Españas: Galicia, por ejemplo, o la misma Catalunya, donde vivo actualmente y donde he podido hacer mucha investigación nueva. También ha cambiado mi visión de la emigración rural. “La tierra es vuestra” es lo que pensaron los emigrantes castellanos cuando empezaron a  buscarla en América. Mi primera investigación, la tesis de licenciatura en 1973, dio a conocer los casos de emigración que eran resultado de la expropiación, del poder de la renta. Hoy, aprecio más sus aspectos positivos. No solo económicos —si la España campesina sobrevivió en periodos críticos, fue gracias a las remesas de los emigrantes— sino también políticos y culturales. Los emigrantes que regresan a su tierra traen perspectivas nuevas. Sin ir más lejos, la movilización política del campesinado castellano durante la Segunda República no se entiende sin tomar en cuenta el impacto de las ideas traídas de fuera.

Aunque su libro cubre un terreno amplio, su enfoque principal es la reforma agraria que emprenden los sucesivos gobiernos republicanos desde 1931 y que se ha solido tildar de “fracasada”. Usted cuestiona ese cliché. Al mismo tiempo, usted pone el foco en los obstáculos con que se enfrentaron los reformistas republicanos: su propia falta de pericia, pero también el desconocimiento de datos fiables y, ante todo, la férrea intransigencia de un bloque conservador que tenía mucho que perder.

Es verdad que hubo cierta falta de pericia: políticos republicanos como Fernando de los Ríos o Marcelino Domingo no eran exactamente expertos en el tema. Pero se acompañaron de técnicos que sí lo eran. El tema de la intransigencia es más importante. Era de carácter cultural y político. A fin de cuentas, estamos hablando de hábitos culturales formados a lo largo de mucho tiempo y que son, por tanto, difíciles de cambiar a corto plazo. El papel de la Iglesia es central en su pervivencia. (Ya decía Lakoff que la gente no vota necesariamente en su propio interés, sino que votan su identidad, sus valores, votan a aquel con quien se identifican). Después está el factor más netamente político de la legitimidad. Para una parte significativa de las élites, la Segunda República era ilegítima. Por tanto era inaceptable cualquier reforma que se propusiera. No olvidemos que la fracción monárquica empezó a a conspirar contra la República ¡el mismo 14 de abril!

La «minoría agraria» contra la reforma agraria: José María Cid y Ruiz Zorrilla, Antonio Royo Villanueva y José Martínez de Velasco durante un acto en el teatro Victoria (foto: Santos Yubero/Archivo de la comunidad de Madrid)

En varios momentos clave del libro cita a Alfred Hirschman, el economista alemán que luchó con la República en la guerra de España y acabó como catedrático en las Universidades de Columbia, Harvard y Princeton.

Es uno de los autores que más me ha servido para comprender las retóricas de la intransigencia que se desplegaron en España. Su trabajo sobre el pensamiento reaccionario es fundamental. También me ha ayudado a comprender las oportunidades que tienen los humanos para poder escoger su papel con relación a los grupos sociales —Hirschman distinguió de forma memorable entre salida, voz y lealtad— y cómo al mismo tiempo pueden influir en el comportamiento de las otras personas. Su forma de pensar ha sido esencial para los que intentamos escribir la historia desde abajo. Concretamente, el trabajo que hizo Hirschman sobre la reforma agraria de Colombia  me sirvió para comprender de otra forma los actos de violencia “espontáneos” de parte del campesinado español, por ejemplo en las ocupaciones e invasiones de las fincas. Para Hirschman, esa violencia descentralizada representa una opción política concreta que tienen los campesinos en un momento determinado. Más importante aún, sirven como indicador para el legislador, que gracias a ellos ve dónde hay un problema y cuál puede ser su solución. De ahí que a menudo ese tipo de violencia descentralizada, sobre todo si no tiene resistencia inmediata, actúe de partera indispensable de la reforma posterior. Para Hirschman, en otras palabras, el conflicto social no tiene por qué ser negativo. Incluso una sociedad sin conflicto alguno sería sospechosa. La invasión de fincas por ocupantes sin título en Andalucía o Extremadura no solo resuelve una necesidad inmediata, sino que da impulso luego a la reforma agraria legalizada.

En este sentido, rechaza usted las lecturas de la reforma agraria republicana que denuncian su falta de respeto al “marco liberal democrático”. Incluso un historiador como Edward Malefakis critica a los republicanos por poco garantistas. Usted cuestiona que se pueda hablar de garantismo en ese sentido: si invadir una finca es un acto antidemocrático —señala— no lo es menos “el boicot sistemático del gran propietario a la legislación social de la República”. En este contexto, plantea usted una pregunta retórica que me parece clave: “¿se puede hablar de democracia en abstracto en los años 30?” La respuesta, obviamente, es no.

Así es. Juzgar la reforma agraria desde los principios de la democracia liberal actual es totalmente ahistórico. No puedes extrapolar esos principios para comprender los conflictos de los años 30, cuando las mismas democracias liberales estaban traicionando las reglas democráticas. Solo hace falta recordar la posición de las democracias liberales ante el golpe de Estado de 1936 en España. Si intentamos meter el concepto de democracia en el chaleco de los años 30, salta hecho pedazos. En este sentido, me parece muy ilustrativa la postura que adoptaron individuos que no tenían nada de revolucionarios, como Mariano Ruiz Funes, catedrático de Derecho Penal, y hombre de Izquierda Republicana. Para Ruiz Funes, ministro de Agricultura, el problema no era que la reforma agraria violara el marco democrático; asumía que la reforma era una precondición de ese marco cuando afirma en mayo de 1936 que la reforma supondría  “la definitiva consolidación en España de una República democrática”.

Adolfo Vázquez Humasqué homenajeado por la Asociación Nacional de Ingenieros Agrónomos en 1932

El debate, entonces, ha estado mal enfocado.

Efectivamente. Los hechos no coinciden con el relato historiográfico que ha sido dominante hasta la fecha. De la reforma del 32 se repite una y otra vez que fue “un severo error político”. Se la circunscribe a los asentamientos de campesinos pero hay otras medidas sobre acceso a bienes comunales y, especialmente sobre el  desarrollo de un marco democrático de las relaciones laborales. Hasta 1931 tenía vigencia la lógica del “amo” -que tenía la voz dominante- y del “criado” sin contratos negociados.  Fue la primera vez en la historia de España que se comunicaba a las personas trabajadoras que tenían derechos. La reforma que se inició después de la victoria del Frente Popular en febrero del 36 no fue un fracaso porque se resolvieron problemas sociales reales ¿Cómo podemos calificar un proyecto así, hoy, como ilegítimo?

Si algo indica su libro, sin embargo, es que las perspectivas pueden cambiar: la historiografía avanza, no solo gracias a que haya mejores datos, sino también perspectivas nuevas.

Así es. Tomemos, por ejemplo, el papel de las mujeres, que era clave en la conflictividad laboral de la época pero que se ha ignorado durante mucho tiempo. No solo es que las mujeres no aparecen en los datos estadísticos. Siempre hablamos de activos agrarios masculinos y dejamos fuera a la mitad de la población. También hay que tener en cuenta que cobraban el 50 por ciento menos que los hombres. Venían a representar el papel de los obreros forasteros de otros pueblos o países (gallegos, portugueses) discriminados por la Ley de Términos Municipales. Así, se enfrentaban a una doble discriminación: sus maridos no querían que trabajaran y además cobraban la mitad. Algunos de los conflictos más violentos en el campo nacen de esa desigualdad de género. La humillación mayor posible era que a un hombre le dijeran: o aceptas el salario femenino, o no tienes trabajo. En Castellar de Santiago, un pueblo en Ciudad Real, una situación así estuvo en el origen del enfrentamiento violento entre campesinos y patronos que acabó en una tremenda masacre.

Jornaleros detenidos tras la entrada de los sublevados en un pueblo de Sevilla en el verano de 1936

Para narrar estos conflictos, en su libro aporta muchas fuentes nuevas. También descarta ciertas fuentes que les han servido a otros investigadores.

No es un tema baladí. Parte de la conflictividad social del campo está, a mi entender, mal analizada porque se han venido usando fuentes poco fiables como la prensa católica. Casi siempre los disparos que abortaban las reivindicaciones laborales provenían de pistolas de los obreros dejando en penumbra, como ocurrió en Villanueva del Arzobispo, a los patronos que disparaban tras las cortinas de los balcones.  El propio Malefakis dio crédito alguna vez  a estas fuentes e interpretaciones como El Debate. Pero los reporteros de El Debate señalaban como autores de ciertos hechos a personas que no lo fueron. Si te pones a pensar, no deja de ser lógico: ¿cómo nos vamos a fiar de lo que escribe sobre el conflicto rural la prensa conservadora en los años de la Segunda República? Es como si alguien se decidiera escribir la historia de nuestro momento presente fiándose únicamente de La Razón o El Mundo.

La reforma agraria de la Segunda República fue abortada por la guerra y la dictadura. En su capítulo final, sugiere que los ecos de ese aborto resuenan en la España actual en términos demográficos, económicos y medioambientales.

Es importante comprender el enorme impacto de la contrarreforma agraria que se inicia durante la guerra en los territorios controlados por los rebeldes y que continúa con plena fuerza durante el franquismo. Esa contrarreforma no solo se tradujo en una represión brutal en las zonas rurales, en una pobreza extrema —recordemos que las hambrunas de la postguerra matan a 200.000 personas— y en la destrucción de todo un entramado asociativo. También hizo que la despoblación del campo fuera mucho más brutal de lo que podría haber sido bajo otras circunstancias. Esa brusquedad del cambio demográfico dejó sin amarre alguno a muchos, muchos lugares. Y, en efecto, estoy convencido de que las consecuencias de todo esto no solo han sido desastrosas desde el punto de vista sociológico y económico, sino también ecológico —pienso, por ejemplo, en la desertización— precisamente porque el vaciamiento demográfico se combinó con una industrialización masiva de la agricultura.

Fuente: CTXT   9 de Noviembre de de 2022

Portada: Primero de mayo de 1936 en Fregenal de la Sierra (Badajoz)(foto: David Seymour «Chim»)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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