El libro Castigar a los rojos surge del casual hallazgo de una «Memoria» escrita por el entonces fiscal jefe Felipe Acedo Colunga sobre cómo desplegar el terror contra republicanos, sindicalistas y militantes de izquierda al inicio de la guerra civil. Su reproducción se acompaña de breves ensayos firmados por Francisco Espinosa, Ángel Viñas y Guillermo Portilla, reconocidos expertos en sus respectivas áreas de conocimiento. En esta reseña (publicada previamente en catalán en la revista Política&Prosa), se sitúa esta nueva aportación en el contexto de los estudios sobre la represión franquista.

Jaume Claret

 

En El temps esquerp [El tiempo huraño], Raimon Obiols (Arcàdia, 2022) nos regala una cita con falsa apariencia de ‘boutade’: “Si per tal de no oblidar s’han de fer monuments, més val fer-los als assassins” [“Si para no olvidar deben erigirse monumentos, más vale dedicarlos a los asesinos”]. La afirmación parece ciertamente anti-intuitiva. De hecho, si nos aproximamos a la guerra civil española, veremos cómo los esfuerzos se han centrado en recuperar la memoria de las víctimas. Después de 40 años de monopolio propagandístico por parte de los vencedores (ejemplificado en el reciente Cruces de memoria y olvido de Miguel Ángel del Arco), parecía lógico que fuera el turno de los vencidos.

Sin embargo, la investigación sobre los represaliados por el franquismo no siempre fue fácil. Hacia el final de la dictadura abrieron camino algunos estudiosos locales, hispanistas con mejor acceso a las fuentes y algunos pioneros en determinados departamentos universitarios. Desde perspectivas globales o provinciales, desde sectores concretos o cronologías determinadas, fue incrementándose y mejorando el conocimiento sobre los aspectos cuantitativos de la violencia. Se trataba de, parafraseando la web promovida desde Andalucía y Extremadura con resonancias a José Saramago, conocer “todos los nombres”.

Con el cambio de siglo, las grandes cifras quedaron fijadas y pocas han sido las variaciones o puntualizaciones realizadas. Víctimas de la guerra civil coordinado por Santos Juliá fue la culminación de esa etapa. A pesar de esta constatación documentada y científica, el debate subsiste porque, por un lado, el revisionismo neofranquista directamente ha ignorado la evidencia y, por otro, esta investigación ha facilitado la reivindicación de las entidades memorialísticas y ha musculado las hasta entonces prudentes y aisladas actuaciones de las instituciones públicas.

Mientras tanto, la historiografía se reorientó hacia investigaciones más cualitativas, coincidiendo también con una nueva mirada sobre la represión. La violencia pasaba a interpretarse como un fenómeno fundamental y fundacional del franquismo, que habría jugado un triple papel: como castigo a los vencidos, como herramienta de sometimiento de los indecisos y como premio para los vencedores. Este último rasgo se convertía en central, ya que permitía entender cómo la represión fue un elemento de cohesión al exigir la implicación de un importante grueso de la población –el franquismo no era sólo Franco– y al consolidar el régimen vinculando los intereses particulares a los generales. En resumen, detrás de cada sanción había alguien que obtenía una ganancia de carácter económico, profesional, laboral, etc. Sin necesidad de caer en lecturas deterministas, sí que los orígenes de muchas sagas vinculadas a la alta administración o de muchas fortunas a la sombra de los presupuestos públicos, había que buscarlos como hace el periodista Antonio Maestre (Franquismo S.A.) en este asalto al poder que es la dictadura.

De los vencidos a los vencedores

Se abría lentamente el camino para dirigir el foco hacia los verdugos y hacia una lectura más compleja del pasado y del papel jugado por la violencia. Porque, aunque estudiar a los vencidos tenga algo de justicia poética, los vencedores son muchos más decisivos: dispusieron de 40 años para borrar la memoria republicana, para reconstruir las propias biografías de forma interesada y para influir de forma significativa en el legado del presente. Para entender la violencia franquista y la España contemporánea, resultaba insoslayable estudiar a los represores, directos e indirectos.

No obstante, dar el paso no siempre es fácil y los investigadores han adoptado estrategias contradictorias. Hay quien ha obviado sus nombres, quien los ha camuflado bajo iniciales y/o descripciones, quien los ha expuesto indirectamente (reproduciendo documentación, por ejemplo) y quien lo ha convertido en una cruzada. Quizás uno de los primeros estudios que reflexionaron sobre la complejidad de la cuestión fue el libro editado por Lourenzo Fernández Prieto y Antonio Míguez centrado en el caso gallego: Golpistas e verdugos de 1936.

Porque la decisión no es sencilla. En primer lugar, cuando existe, el registro documental a menudo es escaso, parcial e incompleto. O, peor aún y cómo nos recuerda el antropólogo e historiador Alfonso M. Villalta en Demonios de papel, cuando el ministro Rodolfo Martín Villa, “en una fecha tan poco casual como antes de esas primeras elecciones democráticas del año 1977, ordenaba destruir los archivos de Falange y del Movimiento Nacional […] en un claro síntoma de la incertidumbre ante lo que podía venir”. En segundo lugar, en poblaciones pequeñas ha quedado memoria de los hechos, pero también del miedo. En tercer lugar, a menudo se producen lecturas anacrónicas que proyectan juicios maniqueos, difuminan la complejidad de ciertas situaciones y dificultan evaluar con justicia trayectorias posteriores.

Y, finalmente, a menudo estas revelaciones afectan a terceros: desde familiares que no son responsables de los actos de sus padres, a otros que están dispuestos a defenderse judicialmente. Este uso espurio del derecho al honor y/o al olvido entra en conflicto con la necesidad de conocimiento e intimida –sutil y no tan sutilmente– el trabajo del historiador y la propia verdad histórica. No se trata de simples hipótesis, sino de amenazas reales como ha podido comprobar Juan A. Ríos Carratalá a quien la publicación facsímil de Los consejos de guerra de Miguel Hernández, le ha supuesto un calvario judicial impulsado por los familiares de uno de los militares implicados en la condena del poeta. Como denunciaba Bartolomé Clavero en un artículo en la revista electrónica Nuestra Historia (2021): “Así se suma el derecho al olvido al estado de desmemoria. Uno de los legados onerosos de la dictadura es que no haya visos del derecho a la verdad y lo tengamos al olvido”.

Castigar a los rojos

Lejos de ser una característica española, los “perpetrator studies” están normalizados dentro de los estudios de la violencia política, su memoria y representaciones. A principios de año, por ejemplo, se presentaba el dossier “Contrafiguras de la violencia. Imágenes, relatos y arquetipos de la perpetración de los crímenes del franquismo” dentro de la revista Quaderns de Filologia. Allí, las investigadoras Violeta Ros, Lurdes Valls y María Rosón nos recordaban –con un claro eco a la máxima obiolística– que “entender, explicar y, sobre todo, prevenir la violencia política requiere del esfuerzo colectivo de convocar a los fantasmas, no sólo de las víctimas, sino también de sus victimarios”.

Justo en esta línea hay que situar títulos recientes como Arquitectos del terror de Paul Preston o, aún más recientemente, Castigar a los rojos. Éste último profundiza en uno de estos (supuestamente) fantasmagóricos victimarios: Felipe Acedo Colunga (Palma 1896 – Madrid 1965). Antes de su más conocida etapa catalana como gobernador civil de Barcelona entre 1951 y 1960, cuando se ganó el apodo de ‘la mula’, este fiscal falangista destacó como pieza clave del entramado jurídico que debía justificar el castigo y la persecución de los futuros vencidos. Desde unas convicciones tradicionalistas y totalitarias, redactó una suerte de guía de inquisidor –recuperada en los archivos militares sevillanos y reproducida por primera vez— para orientar las actuaciones de los tribunales rebeldes.

Además del facsímil, el libro incluye un prólogo del mediático Baltasar Garzón, en el que reivindica la necesidad de identificar y juzgar –como intentó él mismo de forma infructuosa– a los responsables de la represión franquista. A continuación, se despliegan tres estudios complementarios a cargo del historiador Ángel Viñas, del investigador Francisco Espinosa y del jurista Guillermo Portilla que analizan, respectivamente, la biografía de Acedo Colunga, su papel como cerebro de la violencia represora y los fundamentos jurídicos (o más bien su ausencia) de su guía inquisitorial.

Castigar a los rojos es una obra ineludible para los especialistas y para los interesados ​​en el estudio de la violencia franquista. Pero su relevancia va más allá. Por un lado, ejemplifica la evolución de los estudios sobre la represión más cualitativos y más centrados en los verdugos. Por otra parte, nos recuerda que la construcción de una memoria necesita de un conocimiento completo y complejo. Porque sólo así, la memoria del pasado será útil para el presente.

Fuente: Política & Prosa núm. 45-46 (julio de 2022)

Portada: Escuadra negra de Eirexalba, foto cedida por José Luis Díaz Gómez (revista Luzes/Ctxt)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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