Reseña de libros

 

 
Guillermo Castán Lanaspa
Doctor en Historia

(A propósito del libro de Raimundo Cuesta
Verdades sospechosas. Religión, historia y capitalismo. Madrid, Visión Libros, 2019).

 Verdades sospechosas es básicamente un ensayo de antropología cultural que se centra en uno de los elementos constitutivos de las sociedades humanas, la religión, y que se hilvana, en cinco capítulos y 293 páginas, con dos hilos conductores entretejidos, la historia del pensamiento y la sociología. La primera representada por los, en palabras de Paul Ricoeur, tres grandes maestros de la sospecha contemporáneos (Marx, Nietzsche y Freud)[1] y la otra por dos pioneros de la sociología (Durkheim y Weber) y un intelectual complejo, oscuro e inclasificable (Benjamin), a los que se añade la aportación de Bloch, pensador de la utopía, marxista e inspirador de algunas de las teologías de la liberación actuantes en el pasado siglo XX y que sirve de puente entre el objeto de estudio (la religión/utopía) y las herramientas para abordarlo (pensamiento crítico). Siete grandes pensadores, pues, que han construido herramientas para analizar, comprender y profundizar en las diversas facetas que presenta un fenómeno tan poliédrico y sustancial desde puntos de vista muy distintos, no siempre complementarios, y que suministran al autor un amplio espectro de ideas y de sugerencias en las que fundamentar su reflexión.

La mirada sobre el fenómeno religioso, aunque se centra en el cristianismo, es en realidad mucho más amplia tanto en el espacio como en el tiempo, lo que puede hacerse por la unicidad del fenómeno a pesar de su gran diversidad y riqueza cultural y de su carácter dinámico. Pues la distinción, la separación, entre lo profano (la realidad cotidiana del mundo social) y lo sagrado por medio de un ritual estrictamente reglamentado es una seña cultural universal. Y en efecto,  empíricamente analizada, la religión se muestra siempre como un conjunto de creencias organizadas (en relación a un Principio Absoluto, o sea uno o muchos dioses), y de normas de comportamiento, o sea unos principios morales y unas reglas del culto. Así es que, aunque no sea independiente de condicionantes sociales, la religión trasciende las diversas culturas, se adapta a sus diversas evoluciones e incide en ellas de múltiples maneras con una característica impronta.

Gabriel Díaz Romero, Angelus Novus Clausus after Paul Klee. Tribute to Walter Benjamin (1990)(foto: archivo digital de artistas de Castilla y León)

Pero en la sociedad moderna el declive de lo sagrado avanza por la secularización de la vida, que se despoja de significación religiosa, con la consiguiente decadencia de los ritos. Así es que estamos ante un fenómeno de carácter dinámico, como el de las sociedades que le dan vida, que evoluciona hasta transmutarse y convertirse en otra cosa en nuestra época, al punto que, para Benjamin, en realidad hoy el capitalismo es la religión.

De este sugerente trabajo de reflexión y de síntesis hay que destacar, en primer lugar, la selección de los autores y el uso de una bibliografía reciente y relevante que Cuesta administra más como báculo en que apoyar y reforzar sus tesis que como suministradora de la materia prima de la que parte, pues esta materia prima es producto de la propia reflexión del autor que, tras largos años de lecturas, encara con autonomía y sentido crítico tan arduo fenómeno social, convertido en objeto de estudio peculiar. Peculiar, sobre todo, por la imposibilidad de separar religión, educación religiosa, de nuestras vidas personales y colectivas, de nuestras experiencias y vivencias íntimas, lo que en cierto modo implica que analizar el fenómeno religioso tiene también, velis nolis, algo de autobiográfico, algo de introspección, algo de autoconocimiento socrático (y freudiano) que bien podría enturbiar la visión de un fenómeno cultural complejo que forma parte intrínseca de nuestra mentalidad, de nuestro imaginario colectivo y personal sobre el mundo, la vida y la sociedad.

Así es que la peculiaridad, que se traduce en dificultad, de estudiar la cuestión religiosa consiste básicamente en que estamos ante un caso en que, simultáneamente, el objeto y el sujeto se condicionan, se contaminan mutuamente, pues el objeto de la investigación implica al sujeto que lo analiza y pretende conocerlo, y a su vez el sujeto tiene una experiencia íntima y una lectura del objeto previa a su investigación. De este riesgo el autor es plenamente consciente, y lo ha intentado desactivar centrándose en los aspectos más profanos que sagrados del fenómeno; así, plantea la figura de Jesús de Nazaret, siguiendo una espléndida bibliografía (descreída) que se remonta a la Ilustración, alejándose del debate, impropio de la ciencia social, sobre si el personaje tiene o deja de tener naturaleza divina (que es, sin embargo el elemento clave del cristianismo) para centrarse en las posibilidades reales de que un personaje así surgiera en la Galilea de la época a partir de los contextos culturales que se desprenden de las fuentes.

Aunque desiguales, notables resultan en general las contextualizaciones de las diversas aportaciones críticas y sociológicas de los pensadores seleccionados, pues el autor no se limita a hilvanar en su discurso las ideas de sus siete elegidos, sino que indaga en la genealogía de su pensamiento y nos descubre los vericuetos, los áridos y a veces tortuosos caminos intelectuales y personales por los que han transitado, lo que hace mucho más inteligible el mensaje explícito e implícito que transmite este libro. Así es como aparece recurrentemente la interesante idea de las relaciones entre el judaísmo (como patrón cultural determinado) de los autores elegidos (Marx, Freud, Durhkeim, Benjamin, Bloch) y el desarrollo del espíritu crítico tanto como el arrojo para expresarlo en un medio social refractario que, a la postre, no les traerá más que disgustos, marginación y censura[2].

Y todo ello expresado, y también se debe destacar, con una prosa suelta, ligera, por momentos elegante y muy cuidada, lo que no es un mérito menor en una época en que, al revés de lo que exigían los sabios del siglo XIX, se suele practicar una redacción descuidada y oscura, especialmente en el tratamiento de temas tan complejos y arriesgados como este.

La selección de los autores no es ajena al mundo de las simpatías y empatías del autor; empatías y simpatías que propician un tratamiento especial y, lo que quizás pese más, una contención muy matizada de la crítica a sus aportaciones; señalo esto porque no puede olvidarse que una vez se obtiene el hábito de sospechar de las verdades que se nos aparecen, es necesario sospechar de todas, y con el mismo entusiasmo. Simpatía que yo sospecho se cimenta en el carácter heterodoxo y ajeno a maestros y a escuelas de pensamiento concretas que exhiben estos autores, que dibujan así el ideal de intelectual que él comparte, crítico, independiente, osado en la parresia e irreverente, hasta casi la anaideia, con muchas de las convenciones sociales y las necesidades creadas[3]. Una visión, por otro lado, de raigambre liberal-burguesa que encierra el tipo ideal de intelectual individualista, sin ataduras ni compromisos en el desarrollo de su quehacer.

Los tres maestros de la sospecha, Marx, Nietzsche y Freud (y su precedente Feuerbach[4]), que cubren un siglo de la historia del pensamiento, han afrontado el proceso de deconstrucción del teísmo filosófico, y, a la vez que cuestionan la religión, han puesto en solfa las bases mismas del pensamiento occidental, pues sus sospechas se centran en la sociedad, la política, la economía y la moral. De estos tres pensadores, cuyo estudio ocupa el primer capítulo, Freud obtiene el mejor tratamiento y Nietzsche la máxima benevolencia. Un revolucionario, un dinamitero y un intelectual de orden[5] requieren distintos tamices para su filtrado, cierto, pero puesto que juntos se abordan en el primer capítulo, no estaría de más hacer un balance en el que, me parece a mí, Marx quedaría algo desplazado y Nietzsche a años luz. Quizás por ello el texto más amplio se dedica a Freud, que de los tres es, en mi opinión, el que con más fundamento (independiente del grado de aceptación que nos merezcan hoy sus aportaciones[6]) ha abordado el tema de la crítica-explicación-comprensión de la religión como fenómeno social residente en la mente humana.

Freud en Londres (1938) durante la redacción de Moisés y la religión monoteísta foto: freud-museum.at)

La misma simpatía, si no más, y un tratamiento amplio y considerado obtiene en el capítulo segundo Ernst Bloch, otro de los destacados santos de la devoción del autor, al que dedica 43 hermosas páginas; páginas que resultan centrales en esta obra porque desarrollan la idea de la naturaleza esencialmente utópica del ser humano[7] y explican cómo la religión es susceptible de suministrar un impulso fundamental en ese anhelo de construir un mundo mejor. Su esfuerzo por hermanar teología judeocristiana y materialismo marxista (que también ocupará a Benjamin), por concretar el genérico poso utopista de la religión en los afanes de la revolución socialista, se sitúan en la base misma de las nuevas corrientes revolucionarias que, tras las decepciones provocadas por el marxismo soviético, por el socialismo real, anidaron en el Tercer Mundo y especialmente en América Latina; el pensamiento de Bloch  fue, pues, entendido como puente entre el marxismo y algunas de las versiones de la utopía cristiana, las de unos teólogos de la liberación y movimientos de cristianos por el socialismo que emprendieron, movidos por su compromiso social y su mundo ideal (una utopía emancipadora que imagina un mundo más deseable para la humanidad), el camino inverso al que siguen los ortodoxos de su fe, pues si desde las virtudes teologales la ortodoxia parte de la fe para seguir con la esperanza y solo si eso se llega a la caridad (que, como se sabe, bien entendida empieza por uno mismo), los presbíteros y fieles comprometidos con ideas emancipadoras parten de la caridad (lo que implica combatir la desigualdad, luchar por la justicia, mejorar el mundo) para llegar a la esperanza y, si eso, a la fe, por lo que gran parte del recorrido lo pueden hacer junto con otros utopistas descreídos. Y ciertamente en este camino inverso y heterodoxo las aportaciones de Bloch son relevantes para la causa emancipatoria aunque su itinerario intelectual resulte complejo, de múltiples influencias no siempre conciliables.

Algo similar pasa con los tres pensadores que se abordan en el capítulo cuarto; con un esquema similar al primero, es una notable síntesis, llena de ideas e interpretaciones propias del autor, de las imprescindibles aportaciones de tres maestros singulares: Durkheim, Weber y Benjamin.

Durkheim y Weber (fotos: ssociologos.com)

En mi opinión, habría sido deseable profundizar en la contextualización de la sociología de la religión del primero en el conjunto de su pensamiento sobre la sociedad y en el método científico para aprehenderla de manera positiva, como es bien visible en su Las reglas del método sociológico, de  modo que se vea que este gran sabio francés se enfrenta a la religión como un objeto que puede y debe ser analizado y explicado, al margen de sus contenidos dogmáticos concretos, en el contexto social en que se desarrolla. Durkheim define la religión en términos de sus funciones sociales: es un sistema de creencias, rituales y valores que vincula a las personas en grupos sociales. Así es que, del mismo modo que Feuerbach pensaba que la historia del cristianismo había transformado la teología en antropología, en Durkheim el positivismo la transforma en sociología. En Las formas elementales de la vida religiosa da un paso más abriendo una veta de reflexión y de estudio muy interesante: las religiones primitivas encarnan la idea de sociedad, de modo que los objetos sagrados lo son porque simbolizan a la comunidad. Todo un mundo simbólico que, ampliamente desarrollado por antropólogos y etnólogos de primera línea, forjados en este caldo de cultivo metodológico, mostrarán cómo la cultura religiosa consiste en los valores colectivos que conforman la unidad y especificidad de una sociedad, razón por la que las ceremonias religiosas refuerzan los valores comunes.

A partir de esta convicción, el autor interpreta la obra y las intenciones de Durkheim como las de un recalcitrante conservador del orden liberal capitalista vigente, casi al modo de su maestro Comte, aunque sin los decorados estrafalarios y narcisistas de éste. De modo que, como el mensaje del cristianismo se debilita en la sociedad industrial, el sociólogo habría convertido su ciencia en la base de una especie de ingeniería social tendente, en línea con lo vivido durante la Convención revolucionaria, a crear una religión cívica, netamente conservadora, cuyos valores, debidamente implantados en los ciudadanos a través de la educación, fueran un eficaz escudo frente a la anomia, especie de nihilismo moral, de vacío de valores, que pone en riesgo la civilización. Así es que la religión se concibe como una decisiva variable de la conciencia colectiva relativamente independiente y manipulable; comprensión del fenómeno religioso que no puede orillarse aunque no haya dado muestras de ser capaz de dar cuenta de toda la complejidad e implicaciones que otras perspectivas analíticas ponen de relieve.

Amplio y sólido es el análisis de las aportaciones de Weber, a quien el autor incluye, junto con Durkheim y Marx, en la triada más sobresaliente de la teoría social contemporánea. Estas páginas muestran bien a las claras el trabajo profundo que el autor ha hecho para conocer e interpretar a uno de los más brillantes pensadores sociales contemporáneos, inspiradas quizás también por ver en él al tipo ideal de intelectual, casi predestinado a la excelencia, que destaca muy por encima de los otros muchos y muy relevantes que va citando a lo largo del libro. 

Comte, Durkheim, Marx y Weber (fotos: cafecomsociologia.com)

Weber entiende la religión como las respuestas a los dilemas de la existencia humana que dan sentido (también racional) al mundo[8]. Así es que la religión es una respuesta a cuestiones esenciales que nos conciernen; de donde se derivaría que todos los seres humanos son religiosos, pues todos nos enfrentamos a esos dilemas vitales; en coherencia dirá que él no se considera ni antirreligioso ni irreligioso. Estamos, pues, ante una perspectiva mucho más amplia que la del Positivismo, ante una sociología interpretativa, menos encorsetada en la dualidad, en el dilema entre lo sagrado y lo profano, y que busca más allá del simbolismo de los objetos de culto o de la idea de la sociedad en cada cultura y momento histórico. Una racionalización que, si por un lado, exige una teología desarrollada por una corporación (capaz de mediar entre el contenido del mensaje religioso esencial y la forma en que puede ser acogido en cada contexto histórico-cultural), implica igualmente la desaparición de lo mágico y, como puede entenderse en la mentalidad del protestantismo, la sustitución de los sacramentos por la responsabilidad personal. Una perspectiva que otorga gran importancia al significado que los individuos dan a sus actos, lo que no impidió, ni a Marx ni a Weber, resaltar la capacidad de la religión para cohesionar  (y para disgregar) grupos humanos.

Sugerente resulta igualmente el análisis sobre religión y capitalismo en Walter Benjamin, que viene a ser como la culminación histórica de toda la reflexión anterior. Las páginas dedicadas a las afinidades electivas, esa irresistible atracción de polos opuestos (teología judaica y materialismo histórico) de tan difícil digestión, resultan muy atractivas, con una profusa argumentación que, de todos modos, me sabe a poco porque apenas disipa la niebla que impide ver con claridad el surtido conceptual y el resultado de tan osado experimento intelectual. Me quedo con la sensación de que muchas ideas, argumentos, sugerencias, que se van desgranando apenas se esbozan y no se desarrollan con la amplitud que el lector curioso desearía, probablemente porque la oscuridad del pensamiento de Benjamin (Cuesta lo califica de impenetrable y esotérico diamante) y el lenguaje en que se expresa, así como el carácter fragmentario de su obra no lo facilitan.     

Walter Benjamin (foto: http://gizra.github.io/)

El capítulo tercero se dedica a la cuestión del triunfo del monoteísmo, a la construcción de la figura de Jesús y su transformación de judío de Galilea en hijo de dios, así como a la que el autor denomina prodigiosa historia de la Iglesia cristiana, que seguramente no hubiera pasado de ser una mera e irrelevante desviación de la ortodoxia hebrea (una de tantas) a no ser por Constantino y Teodosio, que son los verdaderos baluartes fácticos del fenómeno[9]. Este capítulo presenta luces y sombras en su desarrollo y en su concepción; por un lado, el tratamiento del monoteísmo debería completarse y mejorarse, por ejemplo no limitándose a exponer únicamente la vía egipcia (Atón), cada vez menos aceptada por los especialistas, y abriendo la opción de Mesopotamia (Babilonia, Hammurabi y su dios Marduk), donde, como primer paso, el panteón se ordenó jerárquicamente no solo como reflejo de la organización social, sino también por que favorecía la búsqueda de un orden intelectual y una cierta unidad en las explicaciones sobre la naturaleza.[10]

Por otro lado, para trazar el camino que conduce al monoteísmo, parece necesario referirse a la monolatría como etapa previa de transición a su triunfo definitivo desde el politeísmo; y esto importa para ver que se trata de la historia del poder, pues por entonces Iahvé se nos aparece como un dios subordinado en el panteón cananeo, protector de un pueblo subordinado (como lo era el pueblo de Jacob, conglomerado de tribus nómadas que se incorporaron a la más potente confederación del norte, cuyo dios principal era El), que reconoce la existencia de otros dioses en numerosas ocasiones [11] y cuya reafirmación comienza con la exigencia de que su pueblo le adore solo a él, sin confraternizar con otros dioses cananeos (como hacían los comerciantes judíos para incrementar sus ventas y como era normal por el poso cultural común); más adelante eliminará incluso el rastro de los demás dioses, absorbiendo sus connotaciones decisivas, cuando los hebreos se conviertan en la fuerza hegemónica en Canaán sobre los demás habitantes de la zona[12].

Los niños son llevados ante Jesús, 1646-1650, Rijksmuseum (foto: Wikimedia Commons)

La parte dedicada a la invención de Jesús de Nazaret plantea muy bien la historia del Galileo, separando el debate de la historicidad del personaje del que defiende su divinidad, dos cosas muy diferentes, la primera probable (el argumento del contexto es importante) y la segunda para qué vamos a hablar. Interesa, pues, el análisis del contexto cultural en el que se supone vivió el hombre luego mitificado; pero quizás sería necesario insistir en que en realidad ese contexto cultural en sentido amplio, históricamente constatable, habla más de la posibilidad de que existiera un tipo así que de una realidad histórica comprobada, cuestión objeto de amplio debate desde al menos el siglo XVIII[13].

Concluyo confirmando que ciertamente estamos ante un notable trabajo de madurez que supone una excelente, actual, original aproximación, a veces arriesgada, a un tema de gran complejidad y relevancia  para la historia del pensamiento y también para las sociedades actuales, altamente recomendable para aquellas personas que no se han rendido a pesar de la fuerza imponente de un sistema social que impulsa como nunca la alienación y el fetichismo cosificador en las gentes que trata de dominar y de usar, desposeyéndolas de las herramientas y del coraje necesario para decir que no; y también para aquellos que, pese a todo, siguen sospechando de ideas, organizaciones y actuaciones verdaderamente sospechosas en el mundo de hoy.

Algunas claves de interpretación. Mi contexto como lector

Imposible no empatizar con Verdades sospechosas. Imposible al menos para alguien que, como yo, comparte mucho del itinerario personal e intelectual del autor. Pertenecientes a la misma generación, procedemos de un caldo de cultivo similar: educación católica (en la familia y fuera de ella, claro es), escuela franquista donde el pensamiento crítico estaba vedado y había que tragarse y repetir las verdades establecidas para una eficaz integración de los jóvenes en una dinámica social infumable, universidad de los años setenta, enfrentada (de aquellas maneras si pensamos en el conjunto de la comunidad universitaria) a una dictadura criminal y castradora, amiga de la ignorancia (libros prohibidos, autores desterrados, teorías demonizadas…) y de una España tan cerrada como la pretendieron los seguidores de ese apóstol matamoros que, en realidad, nunca estuvo en estas tierras. Un ambiente, pues, en una época en la que sospechar y denostar gran parte de esas verdades establecidas era bastante fácil, casi una reacción espontánea, para unos jóvenes estudiantes interesados por la sociedad y por la cultura y muy molestos con los entornos iluminados por Trento en que se desarrollaban nuestras vidas.

Entre las primeras verdades cuestionadas por esas generaciones destacaban, como puede suponerse, las religiosas, las más íntimas y también más íntimamente ligadas a una educación infantil que se antoja en la juventud como un fiasco y que por ello se convierte en blanco fácil (para muchos no tanto) de impugnación. Así es que las ruedas de molino de las doctrinas y dogmas, presentados como las únicas verdades, tanto como el papel de una Iglesia prepotente en una sociedad sometida, íntima colaboradora de una dictadura criminal liberticida, fueron sacrificadas en los altares de la primera juventud, apenas abandonada la adolescencia[14].

Preu, ese mitificado curso-antesala de la Universidad, ha sido testigo de muchos cuestionamientos personales, de abandonos de prácticas religiosas (la pregnancia de algunas creencias, transmutadas en temores e incertidumbres, hace que estas den muchas más vueltas antes de dejarnos en paz) y de pérdida de algunas fés, en especial esa fe del carbonero que la Iglesia exigía sin limitaciones.

Estudiantes de Preuniversitario en Salamanca, años 50 (foto del libro de David Rodero Vivencias y Recuerdos de Salamanca, 2019)

Inmediatamente, como puede suponerse, se hizo necesario impugnar un entorno familiar y social que te quiere amarrado a la tradición, en un mundo paradójicamente tan cambiado como estático, como fosilizado en la mente de tantos. Y luego se irán acumulando posibilidades encadenadas de profundizar en la ruptura con estas verdades y de poner en solfa otras, con más fundamento, con más argumentos obtenidos de lecturas, de debates, de algunas clases de unos pocos profesores y, desde luego, de la participación activa en la protesta social y la lucha contra la dictadura. Esta lucha, sin duda, fue el crisol donde se incineraron algunas de las viejas herencias y donde empezamos a edificar nuestras otras creencias, que ha habido que matizar muy mucho en la etapa de la vida en que esto se puede hacer. Así es que impugnación de dogmas y de verdades sospechosas, también de maneras de vivir, de prácticas sociales, a la luz del descubrimiento de otras formas de pensar y de razonar que ayudan a perder el miedo a entender y a enfrentarse con la propia biografía.

En los cursos de Filosofía de los años comunes a las carreras que se englobaban bajo el título de Filosofía y Letras, muchos de nosotros entramos en contacto con corrientes de pensamiento que nos facilitaron las herramientas (y, quizás, sobre todo los clichés) no solo para sospechar de muchas verdades, sino para dinamitarlas a la vez que, aun de forma balbuciente, se edificaba en nuestra mente un nuevo elenco de verdades de las que más adelante también tuvimos que sospechar.

No en vano, aunque no sean objeto del libro que comentamos, la oposición racional y las críticas radicales a la religión tienen una amplísima tradición en la cultura occidental, pues, como se sabe, en el mundo greco-romano aparecen, aunque en nuestra educación se ocuparon bien de esconderlos, argumentos contundentes e interpretaciones del mundo puramente ateas que alimentaron nuestra curiosidad. Por ejemplo, Heráclito afirmaba que el mundo no ha sido creado por ningún dios, Demócrito sostenía que el mundo visible es el único que existe, pues los átomos que lo componen son eternos y responden a unas leyes físicas inmutables, de  modo que ni el azar ni los dioses tienen cabida en este mundo; Epicuro y Lucrecio decían que la religión no es más que una fábula consoladora ante el miedo existencial… También el Positivismo Lógico y su impugnación de la metafísica  y de las trampas del lenguaje contribuyó a este proceso de impugnación racional de la religión, que se reforzó inmediatamente por el contacto con los grandes maestros que  Raimundo Cuesta analiza en este libro, singularmente Marx y Freud; a Nietzsche yo llegué más tarde porque, entre otras cosas, a la luz de las entendederas de un chaval de 18 años, él también me resultaba sospechoso y contaminado (ya se sabe, el superhombre…) a pesar de no haberlo leído y de que su propuesta de filosofar a martillazos no dejaba de tener atractivo para quien quiere derribar los muros que impiden el surgimiento del hombre nuevo.

Pecado original y expulsión del paraíso en la Capilla Sixtina, Miguel Ángel (1509)(foto: Wikimedia Commons)

Más adelante, completamos las ideas de estos maestros de la sospecha con las de otros que, en tanto que constructores de métodos, ideas y conceptos analíticos fundamentales para el conocimiento de lo social, contribuyeron igualmente, aunque de otra forma –cuya aprehensión requiere renovados esfuerzos- al conocimiento crítico y a la confirmación de las  sospechas sobre las verdades sociales de ayer y de hoy: el conocimiento (y, por fin, la valoración sin prejuicios) de Durkheim o Weber nos animaron a seguir alimentándonos del fruto prohibido del árbol del conocimiento, de la ciencia, por cuya atractivo Nietzsche la denominó la gaya ciencia, el gay saber.

Para finalizar, dos afirmaciones fundamentales del autor que me parecen idóneas como conclusiones: la que dice que la religión (y yo añado, con dios o sin él) es el intento audaz de concebir el universo como algo con significado, y la que dice que, visto lo visto, conviene ser prudente y modesto a la hora de imaginar y de tratar de construir un mundo mejor. Pues si las utopías racionalistas pueden ser execrables, las basadas en la irracionalidad de creer que hemos alcanzado la percepción del verdadero significado último del universo y del papel que nos ha sido reservado a los humanos, acaban siempre en tragedias irreparables.

                      

Libro reseñado:

Cuesta, Raimundo: Verdades sospechosas. Religión, historia y capitalismo. Madrid, Visión Libros, 2019.

 

Referencias

Historia del Pensamiento. Vol. I. Filosofía Antigua. Comienzos de la patrística. Madrid, SARPE, 1988. Y vol. VI. La Filosofía entre los siglos XIX y XX. Madrid, SARPE, 1988.

Abercrombie, N., Hill, S. y Turner, Bryan S., Diccionario de Sociología. Madrid, Cátedra, 1986.

Bustamante, Cristina, “Aportes de la hermenéutica de la sospecha para la Literatura y la Teología. Una aproximación desde los Escritos de Paul Ricoeur”. En Teoliterária V. 7, N. 14  (2017), págs. 28-41.

Díaz Murugarren, J., La religión y los maestros de la sospecha. Salamanca, San Esteban, 1989.

Ferrater Mora, J., La Filosofía actual. Madrid, Alianza Editorial, 1998.

García-Valdecasas Medina, José Ignacio y  Belmonte García, Olga, “La religión del amor: Feuerbach y los filósofos del diálogo”. En Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 35-2 (2018), págs. 395-413.

Ricoeur, Freud: Una interpretación de la cultura. Buenos Aires, Siglo XXI, 1970, pág. 33.

Torralba, Francesc, Los maestros de la sospecha. Marx, Nietzsche, Freud. Barcelona, Fragmenta Editorial, 2013.

Wright, Robert, La evolución de Dios. Madrid, Léeme Libros, 2016.

Notas

[1] “El filósofo formado en la escuela de Descartes sabe que las cosas son dudosas, que no son tales como aparecen; pero no duda de que la conciencia sea tal como se aparece a sí misma; en ella, sentido y conciencia del sentido coinciden; desde Marx, Nietzsche y Freud, lo dudamos. Después de la duda sobre la cosa, entramos en la duda sobre la conciencia”. Vid.  P. Ricoeur, Freud: Una interpretación de la cultura. Buenos  Aires, Ed. Siglo XXI, 1970, pág. 33.

[2] Cita Raimundo (pág. 28, nota 12) el interesante análisis que al respecto realizó  Isaac Deutscher  relacionándolo con su concepto de los judíos no judíos, y dice que a Marx ese concepto le encaja como un guante. Se trata, aclara más adelante (pág. 132) de un tipo de judío sin Dios capaz de erigirse en conciencia viva de la sociedad, superando sus raíces religiosas y aceptando una actitud cosmopolita, sin patria… del que procede una buena parte del pensamiento crítico del mundo contemporáneo.

[3] Si la parresia consiste en expresar con clara franqueza y sin temor las ideas propias, la anaideia, tal y como la practicaba Diógenes el Cínico, añade a esa franqueza componentes de osadía descarnada y sin complejos frente a las convenciones sociales por arraigadas que estén. Por ejemplo, en la página 219 del libro que comento, a propósito del puritanismo religioso, se lee: Esa perturbada obsesión fundamentalista y esa repugnante moral puritana…; o en la página 153, hablando del perfil psicológico del Nazareno que se desprendería de las fuentes, Raimundo espeta: No hay ni podría haber coherencia psicológica alguna porque la hibridación entre Dios y hombre genera una criatura monstruosa de psique indescifrable, que ni siquiera podría ser objeto de cura en gabinetes psicológicos al uso por más que ellos sean hoy, como lo fue ayer la religión, el depósito de falsas esperanzas y de remedios portentosos. He aquí un buen ejemplo de la anaideia practicada por el autor tanto para referirse al pasado como al presente.

[4]En Feuerbach la crítica a la religión es el lado negativo de un propósito positivo: el desarrollo de la antropología. Negar a Dios es para Feuerbach algo más que afirmar el ateísmo… es, en su filosofía, negar la negación del ser humano; es decir, rescatar al ser humano de una posición ilusoria. Pero su crítica mantiene los presupuestos fundamentales de la filosofía occidental: la confianza en la validez de la razón, el reconocimiento de la importancia de la ética y la defensa de la emancipación del ser humano”. En ese sentido, es un representante genuino de la Ilustración. (Vid. García-Valdecasas y Belmonte, 2018).

[5]Freud, hombre de orden por cuya obra intelectual, sin embargo, ha podido ser calificado como destructor de ilusiones y maestro de la sospecha radical, pues en su pensamiento la sospecha no sólo se cierne sobre el sujeto sino sobre toda la cultura, incluyendo el arte y los sistemas religiosos; la sospecha es total. De modo que para Freud, enfrentarse a la opacidad de la conciencia exige la crítica frontal de las ilusiones del sujeto. Pues en esa opacidad hay, además, autoengaño, falsa comprensión, un sujeto que se traiciona a partir de sus ilusiones. (Bustamante, 2017).

[6] Estudios bíblicos recientes apoyados en hallazgos arqueológicos ponen muy en duda, si no niegan, la presencia de los judíos en Egipto, la existencia de Moisés y el propio éxodo, proponiendo para el pueblo de Israel un origen cananeo, pues la reciente arqueología ha puesto de relieve la continuidad cultural entre Canaán e Israel; al punto que, en el camino hacia el monoteísmo hebreo, Marduk tuvo un papel más importante del que pudo tener Atón. La religión del pueblo elegido es un destilado de las tradiciones culturales y teológicas de su entorno cananeo, como parecen probar los más recientes estudios bíblicos, arqueológicos y de teología histórica comparada (Wright, 2016:103-104 y otras).

[7] Dice Raimundo (págs. 72 y 85) que Bloch enhebra una filosofía que descansa sobre una antropología conforme a la cual el ser humano aparece como un perpetuo sujeto desiderativo de un mundo mejor, lo que no deja de ser una especulación esencialista sobre la naturaleza humana.

[8] Finalmente, es la misma idea que se defiende en este libro, como puede leerse en la página 276, en la que Raimundo opina que la pujanza de las religiones y su poder magnético, como el de las grandes ideologías políticas…reside en la perentoria necesidad humana de intentar dar significado al mundo y atribuir alguna dirección a su imprevisible trama evolutiva.  

[9] Hablando del fracaso del faraón Akenatón para implantar un monoteísmo duradero en Egipto, Wright comenta que incluso siendo el dios más poderoso del cielo, se necesitan potentes aliados en la tierra…y la muerte de Akenatón privó a Atón de su socio más imprescindible. (Wright, 2016: 91).

[10] Por ejemplo, nuevos conocimientos y la introducción de nuevas técnicas agrícolas que mejoran el regadío, las cosechas y su almacenamiento, permitieron ir prescindiendo de los dioses que anteriormente protegían esas actividades, de modo que así se va restando credibilidad a la idea de que estaban bajo el dominio de un hatajo de dioses imprevisibles. Así es que el movimiento hacia el monoteísmo no tuvo un origen exclusivamente político. (Wright, 2016: 85-86).

[11] Por ejemplo, en Éxodo 15:11 se lee: ¿Quién hay como tú, Señor, entre los dioses? El Salmo 82 proclama que Dios se levanta en la asamblea divina, en medio de los dioses juzga. Wright (2016: 100 y ss.) afirma que la cantidad de referencias politeístas en la Biblia es realmente asombrosa, al punto que parece claro que Jehová formaba parte con otros dioses del panteón israelita. Hoy en día, concluye el autor que citamos, no se puede aceptar que Dios surgiera de una forma diferente a la del resto de las deidades conocidas.

[12] Combinar la lectura de textos cananeos, la decodificación selectiva de textos bíblicos y la interpretación de hechos históricos a la luz de las nuevas evidencias arqueológicas descubiertas recientemente, nos ayudan a dibujar un retrato más completo de la figura de Jehová, que inicialmente formaba parte con otros dioses del panteón israelita (Wright, 2016. Politeísmo, la religión del antiguo Israel, págs. 95 y ss. ).

[13] Las referencias a Jesús de Nazaret, probable personaje histórico que vivió y actuó según los parámetros y posibilidades propias de su época, son muy escasas y muy oscuras, pues si existió, como algunos afirman, su paso por este mundo ha sido muy tergiversado en las sucesivas versiones que de su vida y quehaceres se fueron dando a lo largo de los siglos; y por añadidura, las fuentes y los estudiosos más reflejan los puntos de vista personales (de creyentes o de escépticos) que otra cosa. (Verdades, pág. 138 y ss.)

 [14] Juan XXIII, en su Pacem in Terris, en plena etapa de reforma y de sus intentos por asimilar los Derechos Humanos, otrora tan denostados como las vacunas por la Iglesia, acepta como un derecho fundamental de las personas la libre búsqueda de la verdad y defender las propias ideas aunque por error invencible profese otra religión distinta a la verdadera. Así es que poseen toda la verdad y los demás el error. Mal comienzo para el diálogo y la comprensión entre quienes piensan y creen distinto, y motivo suficiente para, con desdén, mirar hacia otro lado.

Portada: Angelus Novus (1920)/El fantasma de un genio (1922), obras de Paul Klee.

Ilustraciones: Conversación sobre la Historia

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