Acontecimientos como la extinción de la Unión Soviética (en teoría el más totalitario y menos reformable de los regímenes autoritarios del siglo XX), la explosión de Yugoslavia, las masacres de Ruanda y la región de los Lagos, la Guerra del Golfo de 1991, o la guerra de Irak iniciada en marzo de 2003, han contribuido a desorientarnos a todos. El error de una cierta tradición conservadora, en política y en economía, fue darse por satisfecha con una lectura superficial de la crisis y desaparición de la URSS, y por extensión de todo aquello que denominábamos bloque del Este, sin esforzarnos en inclinarnos sobre el enfermo –terminal—para ver si las razones profundas de su agonía no eran más complejas de lo que parecían, y todavía más, si era cierto que aquella defunción soviética anunciaba realmente la solución de todos nuestros problemas a escala mundial. Es cierto que, si nos quedamos en una lectura superficial de la crisis de la URSS, la izquierda europea tampoco entendió bien su sentido, ya sea porque una parte lo vivió como un trauma difuso o explícito (esto último sólo unos pocos), ya sea porque la mayoría lo vivió como un malestar difícil de procesar. Algo así como: Así que al final ¿la derecha tenía razón? ¿ahora sólo queda Estados Unidos?.

Un mal debate, o un debate mal planteado, éste era el problema. Un mal debate, si el enfoque consiste en partir de la premisa de que la caída de la URSS presupone el triunfo definitivo del capitalismo, o que el mercado habría triunfado. Un mal debate del que la tesis sobre el fin de la historia sería su expresión más absurda, porque contrapone de manera simplista (y reduciendo las variables a dos) los parámetros de un problema mucho más complejo. Por otro lado, corremos el riesgo de perder de vista la realidad esencialmente dinámica de la política como fenómeno social. La Historia es dinámica, no es una foto fija. Las sociedades están, por definición, en un proceso de cambio permanente, en mutación estructural, y en el centro de esta dinámica hay un motor que se llama conflicto. No hay sociedad sin conflictos, no hay sociedad quieta, homogénea, compacta: una sociedad en la que los problemas habrían tenido una solución definitiva, gracias a la aplicación de una determinada fórmula ideológica. Estos párrafos que corresponden al artículo de Pere Vilanova publicado en este blog hace dos años nos ha parecido una buena presentación para el artículo de Branco Milanovic, uno de los mejores estudiosos de la desigualdad. Por eso este atrevido balance de ocho días de guerra se inicia con la breve reflexión sobre el poder de la oligarquía y continúa con la hipótesis de la fragmentación financiera. Si la tesis del fin de la historia estaba desprestigiada, la guerra de Ucrania es la demostración más brutal de su fracaso.

Conversación sobre la historia


 

 

Vladimir Putin (izq.) y el presidente Joe Biden (der.) Oficina de prensa del Kremlin/Folleto/Agencia Anadolu/Getty Images; Kent Nishimura/Los Angeles Times/ Getty Images

Las guerras nos permiten reevaluar nuestras ideas. Tenemos que enfrentarnos al mundo tal y como es, no al que imaginábamos hasta un día antes

 

BRANKO MILANOVIĆ *

Las guerras son los acontecimientos más terribles que pueden existir. No deberían producirse nunca. Todo esfuerzo humano debería dirigirse a hacer las guerras imposibles. No solo ilegales, sino imposibles, en el sentido de que nadie pudiera ni tuviera incentivos para iniciarlas. Pero, desgraciadamente, aún no hemos llegado a ese punto. La humanidad no ha evolucionado tanto. Ahora estamos en medio de una guerra que puede convertirse en muy sangrienta.

Las guerras son también una oportunidad (por muy frío que este pensamiento parezca) para reevaluar nuestros antecedentes. De repente, las cosas se presentan de forma mucho más nítida. Nuestras creencias se transforman en ilusiones. Las ideas preconcebidas dejan de tener sentido. Tenemos que enfrentarnos al mundo tal y como es, no al que imaginábamos hasta un día antes.

Así pues, ¿qué hemos aprendido tras una semana de guerra entre Ucrania y Rusia? Intentaré no especular sobre el resultado. Nadie lo sabe. La situación podría terminar con la ocupación y el sometimiento de Ucrania, o con la fragmentación de Rusia. Y todo lo que hay entre medias. Ni yo, ni el lector, ni Vladímir Putin, ni Joe Biden lo sabemos. Así que no voy a hacer conjeturas al respecto.

Pero ¿qué parece que hemos aprendido hasta ahora?

Putin con participantes en la Semana Rusa de la Energía en Moscú (foto: Mikhail Svetlov/Getty Images)

1. El poder de la oligarquía. El poder de la oligarquía cuando se encuentra con la razón de Estado es limitado. Tendemos a creer que Rusia, al ser una economía capitalista oligárquica, es también una economía en la que los ricos influyen decisivamente en la política. Quizá en muchas decisiones cotidianas sea así. (No tengo en mente aquí a los oligarcas que viven en Londres y Nueva York, sino a los que viven en Moscú y San Petersburgo y que pueden ser también jefes o grandes accionistas de poderosas empresas privadas y semiestatales).Pero cuando los asuntos de Estado son serios, para el poder organizado, es decir, el Estado, la oligarquía no es rival. La amenaza de sanciones, tan visiblemente desplegada y pregonada por Estados Unidos semanas antes de que comenzara la guerra, podría haber influido en los oligarcas rusos para que trasladaran sus yates lo más lejos posible de la jurisdicción de Estados Unidos, o para que emprendieran la venta de sus propiedades, pero no supuso ninguna diferencia en la decisión de Putin de ir a la guerra.

Tampoco importó toda la compra de influencias por parte de los rusos ricos entre los tories en el Reino Unido o entre los dos partidos políticos en Estados Unidos. Ni tampoco importó la “santidad de la propiedad privada” sobre la que se creó Estados Unidos (y que tanto atrajo a los oligarcas para que considerasen trasladar allí su riqueza, robada en primer lugar). Estados Unidos procedió a la que probablemente sea la mayor transferencia interestatal de riqueza de la historia. Es el equivalente a la confiscación de las tierras de la iglesia por parte de Enrique VIII. Si bien hemos visto tales incautaciones gigantescas dentro de los propios países (las revoluciones francesa y rusa son dos ejemplos), nunca lo habíamos visto, de un solo golpe, en 24 horas, entre distintos países.

2. Fragmentación financiera. El corolario de este punto es que las personas extremadamente ricas ya no están a salvo de las fuerzas políticas, aunque cambien de ciudadanía, contribuyan a las campañas electorales o financien un ala de un museo. Pueden ser víctimas de una geopolítica que no controlan y que está mucho más allá de sus competencias y, a veces, de su comprensión. Seguir siendo excesivamente rico requeriría más que nunca ingenio político. Es imposible saber si los ricos globales interpretarán esta incautación en el sentido de que deben captar más seriamente que nunca la maquinaria del Estado, o si la interpretarán en el sentido de que deben encontrar nuevos refugios para sus inversiones. Lo más probable es que esta situación conduzca a la fragmentación de la globalización financiera y a la creación de nuevos centros financieros alternativos, posiblemente en Asia. ¿Dónde estarán? Creo que los candidatos más fuertes son los países democráticos con cierto grado de independencia judicial, pero que también gozan de suficiente peso político internacional y margen de maniobra para no ceder a la presión de EE UU, Europa o China. Me vienen a la mente Bombay y Yakarta.

3. El fin del fin de la historia. Nosotros —o al menos algunas personas— tendíamos a creer que el “fin de la historia” significaba no solo que el sistema político y económico definitivo fue descubierto en una noche de noviembre de 1989, sino que las antiguas herramientas de las luchas internacionales no volverían a aparecer. Esto último ya se demostró erróneo varias veces, desde Irak y Afganistán hasta Libia. Una demostración más brutal se está ejecutando ahora mismo, cuando se están redibujando las fronteras utilizando los instrumentos practicados por la humanidad durante 5.000 años de historia registrada, pero que se creían obsoletos.

La guerra actual nos muestra que la complejidad del mundo, su “bagaje” cultural e histórico, es grande y que la idea de que un tipo de sistema será finalmente abrazado por todos es un engaño. Es un engaño cuyas consecuencias son sangrientas. Para tener paz, tenemos que aprender a vivir aceptando las diferencias. Estas diferencias no son diferencias triviales que responden a la premisa actual de estar abiertos a la variedad en la forma de vestir, en nuestras preferencias sexuales o en los alimentos que comemos. Las diferencias que tenemos que aceptar, y con las que tenemos que vivir, son mucho más fundamentales y están relacionadas con el funcionamiento de las sociedades, con lo que creen y con lo que piensan que es la fuente de legitimidad de sus gobiernos. Esto, por supuesto, puede cambiar en el transcurso del tiempo para una sociedad determinada, como ocurrió muchas veces en el pasado. Pero en un momento dado, diferirá de un país a otro, de una región a otra, de una religión a otra. Asumir que todos los que no son “como nosotros” son de alguna manera deficientes, o que no son conscientes de que estarían mejor siendo “como nosotros” seguirá siendo —si mantenemos esta creencia errónea— la fuente de guerras interminables.

Fuente: Conversación sobre la historia y El País 4 de marzo de 2022

Portada: daños ocasionados por los bombardeos en una autovía de acceso a Kiev (foto: Reuters)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

 

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