Antonio López
Licenciado en historia
En el año 1946 la Oficina Informativa Española publicó un libro propagandístico titulado Cárceles españolas. Precisamente era el momento en el que la Dictadura de Franco atravesaba un periodo crítico con la condena internacional al franquismo. Así, la publicación respondía a un intento del régimen, cara al exterior, de rebatir la información que se estaba difundiendo por Europa acerca de la situación de las cárceles y el tratamiento que se le daba a los presos políticos, incluidos aún a los de la guerra. Dentro del mencionado libro propagandístico existe una alusión de repulsa al sistema de campos de concentración expresada en estos términos: «Franco huyó, en cuanto pudo, al pie de su victoria de mantener campos de concentración«, institución que él aborrece como español entero y verdadero que es»[1]. Un año después de la publicación de Cárceles españolas se cerró el campo de concentración de Miranda de Ebro, el último en funcionamiento del sistema de campos de concentración franquista.
Ese interés por ocultar la existencia de los campos orquestada por el régimen franquista funcionó en su momento, e incluso se prolongó hasta el actual periodo democrático, ya que hasta la publicación de Cautivos, del historiador Javier Rodrigo[2], no hubo un trabajo, además en este caso proveniente del ámbito académico, que perfilara por completo lo que fue el sistema de campos de concentración franquista en España. Como el propio Javier Rodrigo expone, la apertura de algunos fondos archivísticos a finales de los años 90 del pasado siglo permitieron a los investigadores acceder a parte de la información sobre el funcionamiento y el número de prisioneros de los campos de concentración[3].
Pese a que el dictador aborreciera los campos, el sistema que de ellos él mismo fraguó fue fundamental en su estrategia represiva y uno de los pilares en los que se sostuvo la victoria final sobre la República. Los campos surgieron desde los primeros pasos del golpe de Estado, por ejemplo uno de los pioneros fue el de El Mogote (cerca de Tetuán)[4]. El fracaso del golpe y la deriva hacia una guerra larga, la vía elegida por Franco, consolidó a los campos de concentración como el instrumento perfecto tanto para los objetivos rebeldes de «limpieza» ideológica como de ayuda al esfuerzo de guerra. Los pasos que desde el cuartel general del generalísimo se dieron para su regulación pasaron por el derecho al trabajo «a los prisioneros y presos políticos»[5], lo que sería la utilización del trabajo forzado de los prisioneros, y finalizaron con la creación de una comisión encargada de organizar los campos, asumiendo la responsabilidad la Inspección de Campos de concentración (IPCC) desde julio de 1937 (Orden de 5 de julio de 1937, BOE 258). Entre las instrucciones ordenadas desde el cuartel general del generalísimo se definieron las tres principales funciones del sistema de campos: clasificación, represión y reeducación. Los campos se constituyeron en el primer escalón dentro del entramado represivo franquista, caracterizándose por su carácter prejudicial y por tanto extrajudicial[6].
En total el número de campos de concentración alcanzaría en España la cifra de 188, de los que 104 tuvieron un carácter estable, y por los que pasaron más de medio millón de prisioneros[7]. En Extremadura el número de campos que estuvo funcionando durante la guerra e inmediata postguerra sería de diecisiete[8]. Una cifra que es necesario ajustar a la propia cronología de la guerra. Por ejemplo, al final de la guerra fue una de esas fases en las que se crearon campos provisionales dada la masa de prisioneros que se concentró a pie de trinchera.
Precisamente, el campo de concentración de Castuera inició su funcionamiento en esos momentos de final de la guerra. Así, y ante la inminencia de la derrota republicana, los mandos militares franquistas planificaron el destino de la masa de prisioneros que iba a caer en su poder. El 4 de marzo de 1939, y desde el estado mayor del ejército del sur, se ordenó situar en Castuera una comisión de clasificación de prisioneros adscrita al II Cuerpo de ejército[9], señalando por tanto la creación de un campo de concentración en dicha localidad. A mediados de marzo de 1939 ya estaban asignados y trabajando en el paraje de «La Verilleja», a escasos tres kilómetros de Castuera, dos batallones de trabajadores de prisioneros republicanos construyendo lo que serían las instalaciones del campo. Se convirtió en el único campo de concentración construido para tal fin en Extremadura, la práctica habitual era utilizar plazas de toros, antiguos conventos, cuarteles e incluso cortijos. Una excepcionalidad que fue en consonancia con la especial función represiva que desempeñó en los meses que siguieron al final oficial de la Guerra. Pero quizá uno de los indicadores más explícitos del protagonismo de dicha función represora planificada para Castuera fueron los nombramientos de sus primeros jefes de campo. Los indicios apuntan a que el primer responsable del campo, considerando también la importancia dada por los mandos militares a las labores de clasificación y represión, recayó en Manuel Carracedo Blázquez. Éste estaba adscrito, con las fuerzas del Servicio de Información y Policía Militar (SIPM) a sus órdenes, al Cuerpo de Ejército Marroquí desde el 24 de marzo de 1939 y, precisamente, a partir del 1 de abril de 1939 fue cambiado de destino siendo nombrado para el Cuerpo de ejército de Extremadura, el anteriormente nombrado II Cuerpo de ejército[10]. Aunque en su historial su paso por Castuera no aparece, su propio testimonio corrobora su actuación al frente del Campo de Castuera: «…y entonces el jefe de la División le designó a él como Jefe del Campo de concentración, a mi que diera las instrucciones de organización y trámite para aligerar en lo posible la existencia de tanto personal allí que originaba, claro, dificultades«[11]. El segundo nombramiento como jefe de campo fue el de Ernesto Navarrete Arcal, concretamente asumiría el cargo el día 20 de abril de 1939[12]. Su historial represivo, investigado a escala local y provincial[13], avalaría para los mandos militares la decisión de ser destinado a Castuera. Unido a estos nombramientos hubo un cambio sustancial para aligerar la ingente cantidad de prisioneros, que podría explicar las «ejecuciones» realizadas en el campo de Castuera obviando la instrucción de consejos de guerra sumarísimos de urgencia, y que estaría relacionado directamente con el cambio que se produjo en el interior de los campos de concentración donde se constituyeron tribunales militares que abrirían causas judiciales a los detenidos, yendo más allá de las funciones que desempeñaban las comisiones clasificatorias[14].
Se ha hecho alusión del borrado de la presencia y actuación en Castuera de Carracedo en su historial. Precisamente, la ocultación es una de las características principales de la represión que fue ejercida sobre la masa de detenidos del Campo de Castuera, y sin duda, el listado provisional de los «desaparecidos» del Campo de Castuera sigue siendo una consecuencia directa[15]. Paul Preston ya señaló cómo los rebeldes tras lo ocurrido en Badajoz tomaron conciencia de la importancia de poner en sombra toda su labor de eliminación expeditiva de los enemigos políticos[16]. Y en el caso del campo de Castuera la ocultación se llevó a cabo durante el periodo de tiempo en el que se realizaron los asesinatos y se prolongó con posterioridad ya que la documentación generada, y que se produjo desde las oficinas del campo, está desaparecida. Una desaparición que fue deliberada y se llevaría a cabo en el momento en el que el campo fue convertido en Prisión Central en octubre de 1939. Las declaraciones del primer jefe de la Prisión Central de Castuera exponía la situación en la que estaba el Campo cuando llegó: «…no existía ningún servicio burocrático acomodado a las peculiares normas de un establecimiento penitenciario y que ni siquiera estaban clasificados los reclusos, por lo que se ignoraba cuales eran penados, preventivos, prisioneros de guerra y autoridades a disposición de las cuales se encontraban»[17].
La ocultación deliberada de la represión franquista ha supuesto que la utilización de los testimonios orales sean fundamentales para su conocimiento y estudio. Así, testimonios como el de Albino Garrido han servido para aproximarnos a lo que ocurrió en el recinto alambrado que se ubicó a pocos kilómetros de Castuera. Además, seguir su biografía supone ir desgranado las principales características y funciones del Campo de Castuera.
Cuando terminó la Guerra Albino estaba encuadrado en la 41 División republicana con base en Herrera del Duque. Tras entregarse su unidad fueron recluidos en uno de los campos de concentración provisionales que se establecieron en las inmediaciones del frente. Albino fue a parar al que se instaló en las cercanías del «Palacio de Cíjara». Éste fue uno de los que figuran en el listado de campos que organizó la 19 División junto con los de Fuenlabrada de los Montes, Siruela y Zaldivar (Casas de Don Pedro). Tras una primera clasificación, y sucesivos interrogatorios por los servicios de información, Albino y todos los prisioneros del campo provisional fueron trasladados a Castuera a principios de mayo de 1939. Así, los prisioneros capturados en los campos establecidos en La Siberia extremeña habían pasado de depender del ejército del centro al del sur[18]. Ya en el campo de Castuera el proceso de clasificación lo llevó al barracón de los incomunicados. Como indicaban las órdenes de clasificación, a dichos barracones ingresaban los que habían sido oficiales o comisarios del ejército republicano o que hubieran tenido cargos institucionales. También fueron recluidos en dicho barracón civiles, principalmente dirigentes de partidos y sindicatos del Frente Popular. Valga recordar que alcaldes como el de Zafra, José González Barrero, o el de Campanario, Antonio Gallardo Ayuso, fueron asesinados durante su estancia en dicho campo. Albino expone con detalle cómo vivían dentro del barracón de incomunicados y cómo fueron los instantes que precedían a la ejecución de madrugada de los detenidos. En su caso, el cambio en la jefatura del campo, al ser relevado Ernesto Navarrete por el capitán Antonio Valverde fue el motivo de no acabar fusilado. La lucidez de su relato ha proporcionado datos que concuerdan con otros testimonios recogidos en el momento, como el papel del médico Vázquez y que a pesar de ser prisionero colaboró con los servicios de información, señalando a los prisioneros que posteriormente eran destinados a los barracones de incomunicados y a una ejecución segura. Las exhumaciones llevadas a cabo en las fosas halladas en el cementerio de Castuera, promovidas por la Asociación Memorial campo de Concentración de Castuera y financiadas en los años 2011 y 2012 por el Ministerio de la Presidencia, corroboraron materialmente testimonios como el de Albino Garrido[19].
Su relato nos ha ayudado a conocer aspectos de la vida cotidiana dentro del campo, de las relaciones que se establecieron entre los prisioneros e incluso su memoria nos ha servido para completar historias muy concretas como la del vecino de Almendralejo Isaías Carrillo Sosa. Y es que pese a la ocultación premeditada de los asesinatos en ocasiones su propia burocracia procesal nos ha ayudado a esclarecer casos como el de Isaías Carrillo. Cuando un juez militar inició la instrucción de su causa averiguó que el Campo de concentración de Castuera ya no existía, que ya era Prisión Central y que para esas fechas de enero de 1940 nada sabían de lo que había pasado con la documentación del extinguido campo. Interrogados algunos ex-prisioneros acerca de lo ocurrido con Isaías Carrillo declararon lo que presenciaron, «que al asomarse este último a una ventana del barracón fue herido o muerto…por el centinela de guardia«[20].
La fuga de Albino Garrido nos señala la situación desesperada en la que se encontraban los detenidos en el espacio del campo de concentración, convertido nominalmente desde finales de octubre de 1939 en Prisión Central. El descontrol en la administración de los allí detenidos, la falta de alimentos y el incremento de enfermedades propiciaron que las fugas aumentaran durante el mes de enero y febrero de 1940. De manera paralela creció el número de prisioneros fallecidos por enfermedades carcelarias. Estos hechos provocaron la apertura de una investigación por un juez civil de Llerena que personado en las instalaciones del antiguo campo descubrió una red de corrupción donde estaban implicados el director de la prisión provincial de Badajoz, los directores de las prisiones habilitadas de Herrera del Duque y Puebla de Alcocer, y el de la Prisión Central de Castuera. El delito consistió en desviar y repartirse para su beneficio particular los fondos destinados al rancho en caliente para los presos[21].
Pero no todas las fugas fueron exitosas como la de Albino y sus compañeros. Recientemente hemos descubierto un asesinato de un prisionero que escapó unas semanas después del grupo de Albino. Se llamaba Víctor Gutiérrez y fue interceptado y asesinado en el acto por la guardia civil en Luciana, Ciudad Real[22]. Apuntamos este dato para mostrar que la historia del Campo de concentración de Castuera, como muchos otros aspectos de la represión franquista, es una investigación abierta. Como inconclusas, también para muchas familias que siguen a la espera, se mantienen las biografías de cientos de detenidos cuya última referencia vital fue su estancia en el campo de concentración de Castuera.
En las líneas anteriores Antonio López Rodríguez ha esbozado el cuadro represivo que las autoridades franquistas dibujaron a medida que iban sometiendo las zonas que caían en sus manos y que culminó con el final de la guerra. Fue en ese final trágico cuando mi padre y miles de camaradas, que estaban luchando desde el principio, tuvieron que entregarse. Mi padre dejó constancia de ello en un libro que primero salió en Francia y, al año siguiente, en el 2013, fue publicado, en España, por la editorial Milenio: https://www.edmilenio.com/esp/una-larga-marcha.html
Aquí se pueden descargar los dos capítulos en los que se basa la publicación
“Una larga marcha – De la represión franquista a los campos de refugiados en Francia”. La primera parte del título alude a la larga caminata que mi padre y sus compañeros emprendieron tras su fuga del campo de concentración de Castuera para conseguir llegar a Francia. A continuación podrán leer una selección de pasajes de los dos capítulos del libro . El primero, relacionado con su estancia de más de ocho meses en el campo de concentración; después los extractos del capítulo que relata esa larga y peligrosa andanza que permitió a cuatro de los fugados cruzar la frontera y poner a salvo sus vidas. Desgraciadamente dos compañeros no lo consiguieron al ser detenidos por los guardias civiles y somatenes que iban detrás de ellos.
Luis Garrido Orozco
El campo de concentración de Castuera
El 1 de mayo de 1939, no se me olvidaba porque ese es el día de la fiesta del trabajo, nos metieron en el campo de concentración de Castuera. No recuerdo en qué condiciones nos llevaron hasta allí, supongo que iríamos en camiones. En el campo del pantano de Cijara, estábamos en campo abierto; en Castuera, el espacio sí estaba acondicionado para recluir prisioneros. El recinto quedaba delimitado por un foso y dos líneas de alambres de espinos. Aproximadamente a una distancia de cuarenta metros unas de otras, se hallaban las garitas de los soldados que, por el exterior, custodiaban el campo. En el interior del recinto se encontraban nuestros «alojamientos», barracas de madera con techumbre de uralita. Había un total de ochenta, organizadas en hileras de diez. Encabezando las filas de barracas, se hallaban unos depósitos de agua.
Al poco tiempo de llegar, obligados por las autoridades del campo, tuvimos que cumplimentar un impreso. En ese documento teníamos que indicar varios datos: nombre y apellidos, localidades en las que habíamos residido desde octubre del 1934, en qué condiciones nos habíamos incorporado al ejército «rojo», en qué unidades habíamos servido desde el principio de la guerra… En esas circunstancias, rellené los formularios de dos camaradas, Lucio Martínez Bravo y Calixto Bonilla Marrupe, que conocí ese mismo día. Lucio y Calixto eran naturales de Castilblanco, un pueblo de la provincia de Badajoz. Me acuerdo bien de Calixto, un hombre con bigote fino, muy abierto y simpático que debía tener alrededor de treinta años. Según me comentaron ellos, fueron apresados en el sur de la provincia de Toledo. Pertenecían a una compañía de ametralladoras. Les propuse incluir un destino, digamos, menos expuesto, y, con su beneplácito, escribí que eran camilleros.
La barraca número ochenta estaba destinada a los incomunicados. Los barracones se dividían en varias calles y estaban separados por una gran plaza central donde, colocada en una peana de piedra, se erguía una cruz muy grande, la cruz de los caídos. Dentro de la retorica franquista, los caídos eran, como bien se sabe, los que cayeron por Dios y por la patria. Desde el principio, la Iglesia tomó partido por Franco y por los golpistas. Para ellos, la guerra fue una Santa Cruzada. Esa cruz era el símbolo de la potencia de la Iglesia y de su complicidad con los rebeldes que echaron abajo a la República. Frente a ella, cada preso republicano tenía que expiar sus pecados. Todos los días, bajo el control de nuestros guardianes, formábamos en la plaza y, haciendo el saludo fascista con el brazo alzado, teníamos que cantar el Cara al sol, que era el himno de Falange. Esa era la humillación que se nos imponía a diario.
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Un día, estábamos sentados delante de nuestra barraca cuando vimos pasar a unos hombres que se llevaban un cadáver envuelto en una manta. Reconocimos la manta, pues pertenecía a un muchacho natural de Almendralejo, en la provincia de Badajoz, que se llamaba Isaías Carrillo Sosa. Antes de haber sido trasladado a la barraca n° 80, la de los incomunicados, Isaías había estado con nosotros en el mismo barracón. Por ese motivo reconocimos su manta. Cuando algunos días más tarde nuestro grupo fue a engrosar las filas de los incomunicados, nos enteramos de las condiciones en que Isaías había sido asesinado: estaba matándose los piojos cerca de la ventana de la barraca y, desde el exterior, un falangista le disparó y lo mató. Los mismos falangistas nos dijeron que al que asesinó a Isaías ¡le habían dado un permiso de cuarenta y ocho horas!
Como ya he dicho, cierto día, nos trasladaron a unos camaradas, entre los que se encontraba el grupo de Castilblanco, y a mí a la barraca número 80, la de los incomunicados, que era la antesala de la muerte. Disponíamos de tan poco espacio como en los demás barracones. Dormíamos en el suelo. En la cabecera de nuestra «cama», un clavo, y enganchada al clavo, una lata. En esa lata hacíamos nuestras necesidades. Una vez al día los falangistas nos sacaban a todos juntos para que fuésemos a vaciar nuestro puchero a las letrinas. Enseguida nos metían de nuevo al barracón y volvíamos a colgar nuestra lata. Yo tomé por costumbre, en nuestro «hotel» número 80, andar de una punta a otra por la hilera central de la barraca. Era la única posibilidad de hacer ejercicio físico que nos quedaba. Y esa costumbre de caminar de un lado a otro, cortas distancias, la he mantenido muchos años.
El 7 de junio recibí una carta de mi madre. A media tarde, en doble hilera, los falangistas se presentaron delante de la barraca. Tenían una lista de más o menos cuarenta prisioneros, y yo estaba en ella. No dudaba de lo que suponía esa selección. En un movimiento reflejo, tiré por la ventana las treinta y cinco pesetas que, a duras penas, mi madre había conseguido mandarme. Pude recuperar ese dinero unos días más tarde pues, Isaías, un camarada de la 41 división, encontró las pesetas y me las entregó. Nos condujeron a una barraca más pequeña situada cerca de la salida del campo. Una vez dentro, clavaron puertas y ventanas.
Permanecimos dos o tres días en esa situación, viviendo horas angustiosas. Desconocíamos cuándo vendrían a por nosotros para llevarnos a lo que sí sabíamos que sería nuestro último viaje. Cada día que duró ese calvario, un médico militar, un teniente que se llamaba Vázquez y, si bien recuerdo, era oriundo de Valladolid, venía a pasar lista en la barraca. Conocíamos a ese teniente pues, en los primeros días de nuestra estancia en Castuera, había estado en la misma barraca que nosotros. Poco más tarde, seguramente porque pudo obtener avales por parte de familiares afectos al régimen, fue trasladado a las oficinas del campo de concentración. De ese modo, ayudaba a las autoridades del campo, como también lo hizo un veterinario de Fuenlabrada de los Montes que conocimos en semejantes circunstancias. Le preguntábamos a Vázquez por qué nos habían metido en ese barracón. Él nos contestaba que no sabía, que pensaba que iban a destinarnos a otra cárcel. Nosotros estábamos seguros de que no nos decía la verdad, y que sabía muy bien cuál era nuestro destino. Algunos camaradas escondieron láminas de navajas de afeitar al nivel de la cintura. Con ellas pretendían cortar las ligaduras, pues sabíamos que los franquistas tenían por costumbre atar los brazos y las manos de los que iban a fusilar. Era una espera angustiosa, durísima. Los pensamientos de unos y otros se centraban en sus seres queridos. Los que habían contraído matrimonio pensarían en sus mujeres y en sus hijos. Yo tenía muy presente en la mente a mi familia. A mi padre encarcelado en Ávila. A mi madre, a quien llevaba tres años sin ver. A mis tres hermanas y a mi hermano, Félix, que solo tenía cuatro años y que apenas andaba cuando, el 6 de agosto de 1936, salí de casa para unirme a la columna Mangada. Los cinco estaban aislados en nuestro pueblecito, y cada día expuestos a la ira de los vencedores porque éramos una familia de «rojos». Fueron momentos muy difíciles.
Una mañana, cuando llevábamos dos o tres días encerrados, un capitán que iba acompañado de soldados se presentó ante nosotros y nos dijo, aproximadamente, lo siguiente: «Soy el nuevo comandante del campo. Mi misión es llevar ante los tribunales militares a los prisioneros de este campo que tengan que responder por los actos que han cometido. Si se les condena, tendrán que cumplir sus penas. Los que no sean condenados, volverán a sus hogares». A partir de entonces, para nosotros, se acabó aquella pesadilla pues nos metieron de nuevo en los otros barracones. Ese hombre, ese capitán que tomó el mando del campo de un modo tan oportuno para nosotros, se opuso a que fuésemos asesinados sin juicio alguno como, desgraciadamente, tantos lo habían sido hasta aquel día, jamás, jamás en mi vida olvidare su nombre: ¡Antonio Valverde!
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Cuando decidimos fugarnos, desde el principio tuvimos la intención de irnos a Francia. Estábamos en pleno invierno, sabíamos que la travesía seria larga y difícil, y que el peligro siempre estaría presente. A pesar de eso, ninguno dudó en hacerlo, salvo un capitán de la 66 Brigada Mixta, abulense como yo, era de Arenas de San Pedro, que se negó a acompañarnos. Él pensaba que no podríamos superar las dificultades que se presentaran a lo largo de nuestro camino hacia la libertad. No obstante, nos prestó un libro de geografía que nos fue muy útil pues, con la ayuda de los pequeños mapas que llevaba, pudimos trazar un itinerario y orientarnos por las zonas desconocidas que íbamos a tener que recorrer.
La fuga del campo de concentración de Castuera
Nos escapamos al anochecer del 4 de enero de 1940. Cruzamos sin dificultad la primera hilera de alambres de espino, el foso y la alambrada exterior. Éramos seis camaradas firmemente dispuestos a lograr una huida exitosa a pesar de ser conscientes de la cantidad de kilómetros que, en pleno invierno, íbamos a tener que recorrer por zonas totalmente desconocidas hasta conseguir llegar a Francia. Los cinco camaradas que me acompañaban en tan arriesgada aventura eran todos extremeños, de la provincia de Badajoz. Miguel Fernández Talán, de Villarta de los Montes; Silverio Naveso Marrupe, de Castilblanco; Fulgencio Morcillo Pulido, de Guareña, José María Trinidad, también de Badajoz, pero no recuerdo de qué pueblo. Del quinto, no recuerdo su nombre y apellidos, ni de dónde era natural. Fue ese camarada el que cayó en una trampa de la Guardia Civil, que seguramente le asesinó, cuando ya íbamos por la región de los Montes Universales.
Para evitar ser vistos por los guardias, que dentro de sus garitas custodiaban la periferia del campo de concentración, José María tenía la intención de cargarse a un centinela, y para eso disponía de un cuchillo que él mismo había hecho. Le convencimos de que renunciase a su proyecto y, arrastrándonos como culebras, conseguimos pasar entre dos garitas sin que, al parecer, nadie nos viera. Muchas veces he pensado cómo fue posible que seis hombres, como éramos, pudiesen pasar desapercibidos. ¿Es que los centinelas estaban dormidos? Esos centinelas, que eran simples soldados, ¿podían habernos visto pero por simpatía pro-republicana no dieron la alerta? Nunca sabremos lo que pasó.
Después de haber cruzado la línea de las garitas, seguimos arrastrándonos, y al cabo de unas decenas de metros nos incorporamos un poco para continuar el desplazamiento a cuatro patas en dirección a la vía del tren. Por fin, nos levantamos del todo y emprendimos una marcha rápida camino a Cabeza del Buey. Un macuto y una manta, que llevábamos cada uno de nosotros, era el único equipaje del que disponíamos.
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Habían pasado tres o cuatro días desde que Miguel fue a visitar a su esposa y a sus hijos en Agudo. Una noche, al atravesar el cauce de un río pequeño, nos dimos cuenta de que no estaba con nosotros. Cuando nos desplazábamos, siempre amparados por la oscuridad, caminábamos uno tras otro. Y para que nuestra marcha fuera más provechosa, el que mejor andaba encabezaba la fila. Así, si uno se encontraba en dificultad, avisaba al que iba delante y las cosas se normalizaban. Miguel, al ser el mayor, a menudo iba el último. Eso explica cómo pudo apartarse de nosotros sin decir nada. Estuvimos buscándole y llamándole algún tiempo sin resultado. Por eso, nos pusimos todos de acuerdo para seguir sin él. Siempre he pensado que Miguel, cuando regresó de su casa, ya había tomado la decisión de abandonar la fuga y volver con su familia. Se ve que no se atrevió a decírnoslo temiendo que nos opusiéramos a ello, y unos días más tarde, simplemente, nos abandonó.
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Más allá de Los Yébenes, tomamos dirección a Consuegra, Madridejos y Mora. Por esa zona, se produce el excelente queso manchego. El día 4 de febrero, víspera de mi cumpleaños, iba a cumplir veintiuno, lo pasamos escondidos en un olivar bajo una lluvia que no dejaba de caer. Teníamos apetito, nuestros estómagos estaban vacíos. De vez en cuando, para engañar el hambre, comíamos alguna aceituna. Cuando están maduras son buenas, verdes es muy difícil tragarlas, pero no teníamos otro remedio.
Desde nuestro escondite en el olivar veíamos al otro lado de río Algodor, afluente del Tajo, unas chozas de pastores y, no muy lejos de estas, un cercado con ovejas. Eran chozas de forma circular con un techo puntiagudo, seguramente realizado con cañas de las que se encuentran en las riberas.
Ya llevábamos un mes andando y, a vuelo de pájaro, solo habíamos adelantado unos doscientos kilómetros. En realidad habíamos recorrido una distancia mucho más grande. Y eso se comprende porque siempre andábamos de noche y fuimos la mayor parte del tiempo por zonas desconocidas. Si el tiempo estaba despejado, la estrella polar nos indicaba la dirección del norte hacia donde teníamos que ir. Cuando el cielo estaba cubierto, a campo través y con pocas posibilidades para orientarnos, es posible que, a veces, incluso camináramos en dirección contraria. A pesar de eso, en general, nuestra orientación no fue muy mala. Ya he hablado de aquel libro de geografía que nos dejó mi camarada de la 66 brigada preso con nosotros en el campo de concentración de Castuera. Ese libro incluía mapas pequeños de cada zona de España. De ese modo podíamos anticipar algo con arreglo a nuestra progresión. De forma regular establecía yo los itinerarios que cada uno de nosotros llevaba con él.
Estamos, pues, a 4 de febrero. El agua ha caído todo el día y nos ha empapado hasta la médula. Tenemos frío. Tenemos hambre. Al caer la noche emprendemos de nuevo la marcha. Caminamos con la intención de acercarnos a las chozas de los pastores que hemos visto, a unos dos kilómetros, al otro lado del río Algodor. Se puede cruzar el río por un puente. Nos acercamos con mucha cautela. Y vemos que, al lado del puente, en una casucha, hay una pareja de guardias civiles. Es posible que estén allí para vigilar ese paso o unos depósitos de agua situados no muy lejos, que quizás abastecieran Mora. No sabíamos lo que vigilaban pero nosotros los vigilábamos a ellos, observando cada uno de sus movimientos. De vez en cuando, con cierta regularidad, salían, daban unos pasos, miraban a derecha y a izquierda, y volvían a meterse en la casa. Nos acercamos un poco más al puente y, a la primera ocasión, entre dos salidas de los civiles, atravesamos rápidamente el río. Al otro lado, a pocos pasos, nos cruzamos con un grupo de campesinos que, terminada la jornada de trabajo, volvían a sus hogares. Al cabo de unos minutos, llegamos a las chozas. Nuestro propósito es secarnos e intentar procurarnos un poco de comida. Los pastores y sus familias nos acogen sin dificultad y nos ofrecen cenar con ellos. Recuerdo que nos dieron una sopa de fideos con garbanzos que, además de calentarnos el cuerpo, apaciguó un poco nuestra hambre. Les explicamos cuál era nuestra situación pidiéndoles que mataran un cordero para que pudiéramos llevarnos un poco de carne. No acceden de inmediato a nuestra demanda. Nos dicen que son pequeños propietarios, que la situación está difícil y que un cordero representa mucho para ellos. A pesar de que somos cinco, no queremos imponernos por la fuerza por lo que seguimos discutiendo. Finalmente, consienten en sacrificar un cordero. Lo matan. Estamos ya comiéndonos la asadura que han preparado cuando, de forma muy violenta, se ponen a ladrar los perros de los pastores. El ama de casa sale de la choza con un farol. Nosotros, intranquilos, la seguimos. Los civiles están a unos metros de la puerta. Se dan a conocer gritando: «¡Alto! ¡Guardia Civil!» Nuestro camarada, del que desgraciadamente no recuerdo el nombre, tiene la valentía, la rabia o la inconsciencia de contestarles: » ¡Alto a tu puta madre, cabrón!» No tenemos armas, el único remedio que nos queda es echar a correr. Si hubiésemos tenido bombas de mano pienso que hubieran pasado un mal rato. Amparados por la noche, oscura como boca de lobo, corremos como alma que lleva el diablo, y nos libramos de las balas asesinas. Si el tiempo hubiese estado despejado no hubiésemos podido escaparnos todos. Corremos como locos. Hasta el punto que me hago un lío con mi manta y me doy un buen porrazo en la frente al caer al suelo. No siento ningún dolor. Seguimos corriendo. El ruido de la huida de unos y de otros contribuye a que no nos desperdiguemos. Poco a poco vamos disminuyendo la velocidad y recobrando el sentido. Entonces paramos y es cuando nos damos cuenta de que Fulgencio no está con nosotros. Fulgencio, el pescador de Guareña, ha desaparecido. ¿Lo habrán matado? ¿Lo habrán malherido y detenido? ¿Puede ser que haya corrido en una dirección distinta a la nuestra? No sabemos qué pensar, seguimos andando toda la noche. Al amanecer nos escondemos entre la maleza, al fondo de un barranco. Durante el día hemos visto pasar no muy lejos un pastor con su rebaño, nos hemos escondido un poco más.
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Nos acercábamos de los Montes Universales y eso se hacía evidente tanto en el relieve como en la vegetación, pues iban aumentando. Caminando, nos encontramos con un hombre que se desplazaba con dos mulos. Era un buhonero que iba de un pueblo a otro vendiendo ropa de vestir, mantas y cosas parecidas. Procedía de Priego, en la provincia de Cuenca. Nos dijo que no era nada prudente caminar a campo través pues, según él, la Guardia Civil andaba por la zona buscando a gente que se había escapado de la cárcel. Le contestamos que no se preocupase, que íbamos a trabajar a Tragacete y que si andábamos a campo través era para acortar camino. Le compramos un poco de pan y seguimos nuestro camino y él el suyo. De todos modos, tuvimos en cuenta su advertencia. La accidentada y arbolada zona por la que transitábamos era propicia para esconderse. Y si lo era para nosotros, también lo era para los demás. Nos detuvimos en medio de la vegetación para comernos el pan, lo que hicimos con ganas. A unos doscientos metros, en un claro del bosque, vimos un hombre partiendo leña. Un camarada, el extremeño de quien no recuerdo el nombre, tuvo la idea de acercarse a aquel leñador para pedirle un pitillo. ¡Maldito tabaco! Fue, habló con él, posiblemente le diera un cigarrillo, y volvió hacia nosotros. No sé cómo ocurrió, pero se desorientó, hizo una contraseña a la que recurríamos cuando deseábamos juntarnos unos con otros. Le respondieron. Se fue en dirección al lugar de donde provenía ese sonido y, sin saberlo, se metió en la boca del lobo. A muy corta distancia de nuestro escondite, oímos un contundente: «¡Alto! ¡Guardia Civil!» que nos atemorizó. Aquel pobre extremeño, nuestro camarada de Castuera, había caído en la trampa de los agentes. No sabíamos cómo reaccionar, si echar a correr o quedarnos quietos a la espera de que se alejaran ellos. Decidimos irnos con mucha precaución hasta que alcanzamos un punto alto desde el que podíamos vigilar los contornos, y ahí nos quedamos. Al atardecer, oímos tiros por el monte. ¿Es que nuestro camarada había intentado fugarse? Pensé que lo habían asesinado. Fue el segundo camarada que no pudo llegar con nosotros a Francia y, desgraciadamente, no recuerdo su nombre.
Cuando recuperamos el sentido, tras la huida del lugar donde cogieron a nuestro camarada, nos dimos cuenta que habíamos dejado allí los macutos y las mantas. Volver para recuperar el equipaje representaba un peligro pero, por otra parte, seguir andando en pleno invierno en una zona montañosa y fría sin ni siquiera una manta nos parecía imposible. Entonces decidimos retornar a nuestro escondite y lo encontramos tal y como lo habíamos dejado. Los guardias civiles no lo habían descubierto. Perdimos a un camarada pero, al fin y al cabo, se puede decir que tuvimos la fortuna de no caer todos en la redada. Una vez más, la suerte nos acompañó.
……………..
Ese intento nos bastó para comprender que no podríamos pasar por la montaña para llegar a Francia. Teníamos que volver atrás y hacerlo de noche por el valle. A media tarde, empezamos a bajar por donde, la víspera, habíamos ascendido y llegamos de nuevo a la cabaña, donde descansamos esperando que oscureciera. De nuevo estuvimos en Canfranc. Pasamos por la derecha de la inmensa estación y de varias construcciones contiguas. Luego, por una zona de huertos. De vez en cuando aparecía un letrero con nombre de oficiales: capitán fulano, teniente mengano…, por ello deducimos que debíamos encontrarnos en una zona de presencia militar. Posiblemente Canfranc albergaba algún batallón de trabajadores forzosos, de presos republicanos condenados a duras penas de trabajo. Además, esos presos debían cuidar de los huertos de los oficiales que mandaban las tropas que les custodiaban. En plena noche, todos, presos y guardianes debían dormir y teníamos que aprovecharnos de su sueño para alejarnos de la zona, lo que conseguimos sin dificultad. Más lejos, atravesamos el río Aragón, un afluente del Ebro. Había poca profundidad pero el agua estaba helada y la corriente era muy fuerte, un verdadero torrente. Tuvimos que cogernos unos a otros por las manos para no ser arrastrados.
En la orilla opuesta, a muy corta distancia, un carabinero salió de su garita, encendió la luz, echó una mirada a derecha e izquierda, apagó la luz y volvió al interior de su casucha. Nos habíamos pegado al suelo en espera de que la situación nos fuera más favorable. Cuando el carabinero desapareció, nos levantamos y andamos por un camino empedrado que subía de forma progresiva. Caminamos un buen trecho y, de repente, en el borde de la carretera, vimos un mojón que indicaba: «Francia – Un kilometro». ¡Nuestra alegría fue intensa, indescriptible! ¡Saltábamos, nos abrazábamos!
Era el 22 de marzo de 1940. Nuestra odisea, iniciada el 4 de enero al fugarnos del campo de concentración de Castuera, concluía favorablemente. Habían sido setenta y nueve días y setenta y nueve noches de vagabundeo. El hambre, el frío y los piojos, que nos chupaban la sangre, habían sido nuestros fieles compañeros de viaje. Hacía casi un año que llevábamos sobre el cuerpo las mismas prendas, y hoy, ya más que ropa, eran jirones.
Nuestra aventura terminaba después de haber atravesado tantas zonas donde el peligro precedía cada uno de nuestros pasos. Habíamos llegado a Francia, pero faltaban dos camaradas. Miguel, quien seguramente nos abandonó para volver a su casa, y nuestro compañero extremeño, que cayó en la trampa de la guardia Civil y debió ser asesinado en los Montes Universales.
Era el 22 de marzo, y para nosotros, que acabábamos de escaparnos del infierno franquista, la naciente primavera de 1940 era la promesa de muchas esperanzas. Aquel día aún no sabíamos por qué calamitosos caminos íbamos a tener que seguir andando en los meses y los años siguientes.
[1] GÓMEZ BRAVO, G. La redención de penas. La formación del sistema penitenciario franquista, 1936-1950. Libros de la Catarata, Madrid, 2007, (pp. 87-88).
[2] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos. Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947. Editorial Crítica, Barcelona, 2005.
[3] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Los campos de concentración franquistas. Entre la memoria y la historia. Editorial Siete Mares, Madrid, 2003, (p. 18).
[4] Ibidem, (p. 48).
[5] Archivo General Militar de Ávila (AGMAV). Cuartel General del Generalísimo (CGG). «Documento nº 1. Decreto del Nuevo Estado concediendo el derecho al trabajo a los prisioneros y presos políticos y fijando la justa remuneración a ese trabajo y su adecuada distribución. Salamanca, 28 de mayo de 1937. BOE 224»
[6] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos…(p. XXVIII).
[7] Ibídem, (p. 308).
[8] Para una visión general del sistema de campos en Extremadura ver: GONZÁLEZ CORTÉS, J.R. «Origen y desarrollo de los campos de concentración en Extremadura», Revista de Estudios Extremeños, Más centrado en la provincia de Cáceres: CHAVES RODRÍGUEZ, C. Los reclusos de Franco. El sistema penitenciario y concentracionario franquista en la provincia de Cáceres (1936-1950). PREMHEx, 2017.
[9] AGMA.ZN. «Ejército del sur. Información». A. 18/L.17/C. 17.
[10] Archivo del Ministerio del Interior. Servicio Histórico de la Guardia Civil. Expediente personal de Manuel Carracedo Blázquez.
[11] Entrevista realizada por el historiador Ángel Olmedo, al que agradecemos su cesión.
[12] AGMA. 21 División. Organización. Estados de fuerza. De las unidades de esta División. Mes de abril de 1939. A. 42/L. 1/C. 30.
[13] IBARRA BARROSO, C. La otra mitad de la historia que nos contaron. Fuente de Cantos, República y Guerra 1931-1939. Diputación de Badajoz, Badajoz, 2005.
[14] RODRIGO SÁNCHEZ, J. Cautivos…Op. Cit. (p. 192).
[15] LÓPEZ RODRÍGUEZ, A.D. Cruz, bandera y Caudillo. El Campo de concentración de Castuera. CEDER-La Serena, Badajoz, 2006, (pp327-333).
[16] PRESTON, P. «El uso del terror contra civiles en la Guerra Civil», en Alberto Reig Tapia y Josep Sánchez Cervelló. La Guerra Civil Española, 80 años después. Un conflicto internacional y una fractura cultural (pp. 27-39), (pp. 33-34).
[17] Archivo General de la Administración (AGA). Fondo Justicia. Expediente «Castuera, falta de expedientes de reclusos trasladados de Orduña a Castuera».
[18] AGMA. Ejército del Sur. Organización. Prisioneros y presentados. Abril de 1939. A. 18/L.5/C.27.
[19] MUÑOZ ENCINAR, L., AYÁN VILA, X. y LÓPEZ-RODRÍGUEZ, A.D. (Eds.), De la ocultación de las fosas a las exhumaciones. La represión franquista en el entorno del Campo de concentración de Castuera. AMECADEC-Ministerio de la Presidencia-CSIC-Incipit, Santiago de Compostela, 2010.
[20] Archivo General Histórico de Defensa. Expediente Isaías Carrillo Sosa.
[21] AGA. Fondo Justicia. Expediente instruido sobre responsabilidades Prisión Central de Castuera.
[22] MORENO ANDRÉS, J., VILLALTA LUNA, A. y BALLESTEROS MARTÍN, G. (Eds.). Todas las fosas de posguerra en Ciudad Real. Diputación de Ciudad Real-UNED, 2020, (pp. 495-499).
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: base de la cruz que presidía el campo de concentración (foto: Cadena Ser)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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me encanta que escribierais,algo del campo de castuera,mi paadre estuvo alli,y nunca consegui que nadie me imformara sobre el campo ,como si no existiera,mi padre me conto que habia la boca de una mina y alli los fusilaban cuando pasaba algun tren para no oir el ruido y muchas cosas mas, mi padre no aparece en los archivos de salamanca,era natural de murcia alguien me podria decir donde estan los archivos del campo de castuera,haber si por ahi pudiera encontrar algo……..gracias
Buenas tardes Dolores,
Soy Luis Garrido Orozco, hijo de Albino Garrido. Tengo algunos listados de presos que estuvieron en el campo de concentración de Castuera.
¿Cómo se llamaba su padre?
Buenas tardes, Luis. Soy uno de los colaboradores de Conversación sobre historia, y en otra de las páginas que administro (Foro por la Memoria de Zamora), donde también he compartido esta publicación, nos consulta la descendente de otro asesinado en el campo de Castuera, cuyo nombre era Federico Luengo Horcajo, natural de Castilblanco y que también agradecería información sobre su presencia en el campo. Gracias por adelantado.
Buenas tardes.
En los listados que tengo no aparece Federico Luengo Horcaje. Mi padre recordaba a algunos vecinos de Castilblanco que con él estuvieron en el campo de concentración de Castuera: Silverio Naveso Marrupe –Silverio se fugó con mi padre y consiguió llegar a Francia-, Lucio Martínez Bravo y Calixto Bonilla Marrupe.
Desde muy lejos, Argentina, nunca nos llegan noticias del dolor de tantos españoles. El lugar que el «exprimento españa» ocupa en la historia, no se cuenta en los libros. Muchas gracias. Susana