Evidentemente había sido un cuento, nada más que un cuento hecho realidad. Y ahora había terminado. Sería ridículo seguir aferrándose al poder. Los resultados electorales de enero habían sido demasiado deprimentes. Un 2,5% de los votos: una broma, una broma cruel y de mal gusto. Desde entonces, en la prensa él estaba a merced no solo de un odio enloquecido, sino también de la burla y el escarnio. Un rey del pueblo sin pueblo, un bufón en el trono real, un chiflado ajeno al espíritu bávaro, un judío de quién sabe dónde. Kurt Eisner se había rendido. Hasta altas horas de la noche había estado negociando con su archienemigo Erhard Auer, líder de los socialdemócratas. ¿Negociando? ¡Pero si no tenía nada con que negociar! Auer le había ofrecido el cargo de embajador en Praga, pero lo mismo podría haberle dicho secretario consular en Australia. Aquello se había terminado. Había tenido sus segundos de gloria y había hecho cuanto estuvo en su mano para transformar el reino de Baviera en una república popular, en un país de solidaridad y altruismo. Había sido un sueño: de repente, la noche del 7 de noviembre, se encontraba en el asiento del presidente de Baviera. Uno tiene que ser lo bastante astuto para aprovechar el momento cuando llega. Y el 7 de noviembre de 1918 ahí estaba Eisner.

Así se inicia  La república de los soñadores  publicada en septiembre de  2019 por Arpa ediciones.  Su autor, Volker Weidermann, redactor jefe de Cultura de la revista Der Spiegel , reconstruye la ilusión y el desastre en modalidad de reportaje, a través de cartas, diarios, informes, artículos en prensa, … casi todos ellos producidos por escritores que protagonizaron los hechos o los vivieron en directo en Munich. En La república de los soñadores aparecen escritores que, sin participar, comentaron la revolución en sus escritos, como Rainer Maria Rilke o Hermann Hesse. Destaca el caso de Thomas Mann, residente en Munich, que temía por su holgada vida burguesa. “A muchos sorprende el antisemitismo de Mann –dice Weidermann–. Hablaba de judíos miserables, y eso que él debía su posición económica a la riqueza de su suegra judía”. La mayoría de protagonistas de la revolución eran judíos, y los nazis tomaron nota (La Vanguardia 21 octubre de 2019). Conversación sobre la Historia.


 

Reseña de libros

 

Mario Colleoni

Historiador

 

 

 

 

 

 

 

Si Mauricio Wiesenthal, en aquella portentosa biografía de Rainer Maria Rilke (Acantilado), concluía que «la Primera Guerra Mundial había significado el fracaso de los saberes de Europa», tal vez el levantamiento revolucionario de 1918 en Múnich podría haber invertido el estandarte trágico de ese desastre, pero no fue así. Aquella fulgurante promesa de la República Libre de Baviera, tal como fue proclamada, apenas duró cuatro meses y dejó a su paso un reguero sangriento de incomprensión y venganza y, además, sirvió en cierto modo de fermento para la llegada del nacionalsocialismo alemán.

Detrás de ella, pero sin agazaparse, se escondía un apasionado crítico teatral llamado Kurt Eisner, un socialista utópico del USPD (Unabhängige Sozialdemokratische Partei Deutschlands), el partido socialdemócrata independiente alemán. El nacimiento de este grupo parlamentario, surgido en gran medida gracias al compromiso antimilitarista de unos pocos socialistas díscolos y valientes ya que habían pagado su atrevimiento con la cárcel, debía ser la alternativa pacifista ante una Alemania que por entonces bramaba ansiosa de violencia en el tablero de la Primera Guerra Mundial. Pero tampoco fue así, o no siempre. Hasta que aquella estrella se apagó.

Kurt Eisner, socialista alemán asesinado en 1919

Si hacemos un repaso de las grandes fracturas acontecidas en la historia del mundo, detectamos en todas ellas una constante que se mantiene en todo tiempo y lugar, que persiste en cualquier régimen político o bajo cualquier estructura social que se precie, que se desarrolla en un estadio cultural determinado, el que sea, o bajo cualquier sistema económico establecido: el movimiento. Esta necesidad de movimiento es la que, empezando en este caso por las movilizaciones populares en contra de la guerra y terminando en las huelgas de trabajadores de las fábricas industriales, explica el fenómeno que precipitó la realidad de Alemania en ese momento tan preciso del siglo XX.

Hay que ponerse en situación. En mitad de la Gran Guerra, comienza a aflorar en Múnich un malestar que se inaugura con las primeras movilizaciones obreras y populares de 1915 y concluye en noviembre de 1918 con la comitiva real de Luis III de Baviera huyendo del palacio familiar, escapándose por la noche, en sigiloso secreto, como unos apestados, camino del castillo de Waldenwart, junto al lago Chien, acabando así con una hegemonía histórica, la de la Casa Wittelsbach, con más de setecientos años de reinado a sus espaldas. En la ciudad, entretanto, burbujea un nuevo sentimiento popular. A imagen y semejanza de la Revolución rusa de Octubre, un escueto grupo de socialistas heterodoxos decide llevar a cabo una maniobra insólita y escandalosa: decir no a la guerra e incluir al pueblo llano y a las minorías en la toma de decisiones públicas.

Volker Weidermann, autor de un reciente libro titulado ‘La república de los soñadores’ (Arpa Editores), afirma que a principios de noviembre de 1918 nadie pudo prever una fractura política de ese calado, pero lo que en principio iba a ser una sencilla manifestación pacífica y controlada en la explanada de Theresienwiese, se convirtió en el asalto (siempre pacífico, al parecer, aunque esto resulte increíble) de los cuarteles militares y, de ahí, a la rendición forzosa de los órganos estatales de gobierno y acabando directamente en la ocupación (siempre pacífica) del Landtag, el parlamento muniqués, para proclamar el nuevo régimen.

El episodio es fascinante porque en él intervienen arribistas de medio pelo, futuros genocidas que extraen importantes lecciones, contrabandistas de guante negro, nobles políticos con verdadera vocación universal, otros que no tanto, literatos de fama mundial capaces de negar a su propia madre con tal de no arriesgar sus privilegios, reyes famélicos que huyen despavoridos ante el levantamiento de sus súbditos, poetas que ponen en peligro su vida por hacer realidad el sueño socialista y, por supuesto, una turba inocente y criminal que fue finalmente incapaz de comprender el alcance de una revolución. El extraordinario trabajo de documentación que ha llevado a cabo Volker Weidermann, jefe de Cultura del diario ‘Der Spiegel’, nos acerca un momento fugaz y luminoso que puede leerse como una pequeña metáfora del mundo de entonces y casi con toda seguridad del nuestro propio también.

Marea de banderas rojas

 

«Una marea de banderas rojas, pañuelos rojos y flores rojas daba a la manifestación, en la que participaron aproximadamente 120.000 personas, un aspecto imponente, al menos desde fuera. Pude sentir y entender personalmente con qué facilidad un hombre del pueblo puede caer víctima de la magia sugestiva de un espectáculo de tal grandeza». Así describe un cabo del ejército alemán el aspecto de la ciudad de Múnich el 7 de noviembre de 1918. Se llamaba Adolf Hitler. El resto de la historia no la conocíamos: a Hitler no le incomodaba la revolución, sencillamente cambió la hoja de ruta del mismo modo en el que cambió los pinceles por las cámaras de gas.

Soldados revolucionarios recorriendo las calles de Múnich

Un día más tarde, el 8 de noviembre, Kurt Eisner, en su primer discurso en el Landtag, pronuncia las siguientes palabras: «Los últimos días hemos demostrado en pocas horas cómo se hace historia, cómo se pueden cambiar las cosas de forma revolucionaria. Hoy ninguno de ustedes, tenga la opinión que tenga, tendrá la insensata creencia de que el punto y final que hemos puesto, mediante un levantamiento pacífico, a todo el pasado del Estado de Baviera (y de la vida en su totalidad) tenía un carácter anarquista, eso no ha sido más que un malentendido». A pesar del entusiasmo generalizado, la gente —que gritaba «¡Paz! ¡Viva la revolución mundial! ¡Viva Eisner!»— no fue consciente de lo que se le venía encima. Y una vez más, haciendo gala de su cíclico carácter, tanto la historia como el ser humano se revelaron incapaces de aprender de sus propios errores. Lo supimos siempre después.

«Los primeros días fueron un carnaval democrático», dice Weidermann. «Múnich debatía, Múnich respiraba». El día 9 llegaba un telegrama de Bélgica: el káiser Guillermo II había abdicado desde Spa; dos días más tarde Carlos I de Austria y IV de Hungría, el último emperador austrohúngaro, le copiaba. Entretanto, Eisner había formado tres consejos independientes porque quería que campesinos, obreros y militares tuvieran representación directa en el parlamento. La esperanza invadía todos los rincones de la ciudad, pero, con el paso de las primeras semanas, el abastecimiento básico de suministros comenzó a resentirse. De pronto las patatas de Polonia, la harina de Bohemia, los embutidos de Hungría o el carbón de Chequia dejaron de llegar con la regularidad que se esperaba. El escepticismo abrió la puerta de la desconfianza y Kurt Eisner estaba solo en el centro de la diana. Sin embargo, ¿quién era realmente ese tal Kurt Eisner? ¿Qué quería, de dónde venía, adónde se dirigía?

Eisner, periodista metido a político

Nacido en Berlín, en el seno de una familia judía, estudió filosofía y acabó ejerciendo como periodista en distintas cabeceras. Escribía reseñas de teatro y reportajes culturales. En 1892, con tan sólo veinticinco años, publicó un libro sobre Nietzsche. Cinco años más tarde, habiendo pasado ya por el Frankfurter Zeitung o el Hessische Landeszeitung de Marburgo, una frase como «Con un pueblo de jueces libres, rigurosos y exigentes, quizá también nosotros seríamos reyes» le valió una acusación de lesa majestad, lo que le costó el puesto y nueve meses de prisión. Después entró en el ‘Vorwärts’, el periódico del Partido Socialdemócrata (SPD), pero fue despedido en 1905 tras elogiar efusivamente un discurso de August Babel, que se sintió abochornado al respecto. Pasó por varios periódicos más hasta trasladarse a Múnich con su familia.

En 1917, en Gotha, se produjo la ruptura con el SPD. De ese modo nacía el Partido Socialdemócrata Independiente Alemán (USPD), cuya escisión se debió casi exclusivamente a la posición belicista del grupo mayoritario. Eisner había intervenido en esa reunión un par de veces, y también en Berlín, el mismo año, para hablar de la Novena sinfonía de Beethoven. Tal vez es allí donde expuso por primera vez su ideario político, proponiendo, entre otros hermosos delirios, convertir esa pieza de Beethoven en el catecismo de la humanidad. «El arte ya no es una huida de la vida, sino la vida misma». Y hablando del proletariado su vena poética emergió a la superficie: «En todas partes aspira a lo más alto y quiere las estrellas». Concluyendo, tal vez queriendo emular al propio Beethoven, de manera ascensional: «De lo más hondo ha surgido un sentimiento de liberación. ¡Alegría!». Finalmente, en enero de 1918, entra de nuevo en prisión preventiva por organizar las huelgas de trabajadores de la fábrica de munición.

Tuvo enemigos de todo tipo que lo miraban con reserva y descreimiento. Rosa Luxemburg, Karl Kautsky, Franz Mehring o Victor Adler lo consideraban un loco idealista, un Don Quijote lunático, un caso perdido al que no había que dar crédito alguno. Thomas Mann, con su característico porte antisemita, divisando la realidad desde su atalaya burguesa, le dedicó insultos tan sibilinos como «insípido», «hombre bajito» o «judío de larga barba». Pero también tuvo adeptos e incluso fanáticos, que creyeron ver en él la reencarnación de la bondad en su forma de pensar y de mirar el mundo. Annette Kolb, una escritora alemana pacifista, pareja del novelista Gustav Regler, queda profundamente marcada tras escuchar a Eisner en Berna, reconociendo en él a un nuevo Jesús de Nazaret: «Contuvimos la respiración, pues ante nosotros estaba uno de aquellos silentes mártires por las ideas de la antiviolencia, la verdad y el amor al prójimo. Este era ahora su destino, como lo fue hace dos mil años». Curiosamente el mismo Regler, una semana antes de que —¡cuidado, spoilers!— Eisner fuera asesinado, tuvo la misma sensación cuando presenció un discurso suyo en el Teatro Nacional de Múnich.

A la euforia inicial le siguió el descontento, la desilusión y cierto agotamiento. Oswald Spengler, uno de los detractores más fervorosos del levantamiento, sentía —son sus palabras— «asco y vergüenza». Fue el único, sin embargo, que supo verle las orejas al lobo del entusiasmo: «La revolución alemana sigue la evolución típica: lenta deconstrucción del orden existente, caída de ese orden, radicalismo salvaje, involución». Nadie pudo frenar el río de sangre que iba a desbordarse. Por entonces, Spengler daba a luz su obra magna, ‘La decadencia de Occidente’. Y Rainer Maria Rilke, que por entonces vivía en un apartamento de la Ainsmillerstrasse, en el barrio de Schwabing, leyó ese libro con avidez, al igual que Thomas Mann, y quién sabe si por ello el mismo Rilke, que en un principio miraba con buenos ojos la revuelta, terminó diciendo poética y dolorosamente que no reconocía en ella ningún «fuego convincente». Por otra parte, Oskar Maria Graf, un poeta de pálpito popular, aunque contrariado por la actitud sosegada de Eisner, dijo algo que nos ofrece un lienzo nada exhaustivo pero sí elocuente sobre Eisner: «Tenía la precaución de una persona que no quiere hacerle daño a nadie». A juzgar por las ampollas que levantó entre sus contemporáneos, esta afirmación parecería hoy increíble. Pero Graf no mintió en esta ocasión.

Eisner, al contrario de lo que esperaban todos sus detractores, había decidido mantener las estructuras de gobierno tal y como se las había encontrado. No quería provocar ningún desequilibrio hostil ni despertar sentimientos políticos de revancha. No quería resarcirse de nada ni fustigar a los antiguos potentados, y por eso sorprendió a todos con una noción de tolerancia nunca antes vista; ni se le pasó por la cabeza expulsar del parlamento a conservadores del SPD (Partido Socialdemócrata) como Ehrard Auer, su rival histórico, teniéndolo así siempre presente en el núcleo del poder representativo, haciendo gala de un tipo de paroxismo que llamó la atención de muchos y que, con el tiempo, avivó el odio, la incomprensión y quién sabe si también la envidia. Tal fue así que incluso llegó a disculparse por el caos generado esas últimas semanas: él, un revolucionario, ¡pidiendo perdón por hacer la revolución! La reserva ciega e inmisericorde de sus rivales se cernía poco a poco sobre él.

Hasta que el día 21 de febrero, en torno a las diez de la mañana, como escribe de Weidermann, mientras Múnich amanecía «entre el odio y el cansancio, entre la esperanza y la decepción», un joven aristócrata llamado Graf von Arco auf Valley descargó su revólver sobre Kurt Eisner, por la espalda, cuando éste se dirigía al Landtag para pronunciar su discurso de dimisión. Dos disparos “a traición” que pusieron fin a la utopía política del socialismo alemán, desatando la sangre y la venganza en Múnich. Se conjetura que en aquel inmenso cortejo fúnebre también se encontraba ese cabo del ejército alemán que después llevó al mundo a uno de sus episodios más nefastos, circunstancia que él mismo negó sin mucha credibilidad.

La deriva de Alemania

Volker Weidermann ha dado forma legible a este período tan convulso de la historia de Alemania, pero para interpretar todo lo que aconteció después de 1919, es decir, la labor determinante de Gustav Landauer, de Erich Mühsam, de Ernst Toller, de los espartaquistas y, en definitiva, de todos los grupos vinculados al partido comunista alemán (KPD), que finalmente proclamaron la República Soviética de Baviera (de amargo recuerdo); o para comprender con mayor rigor la deriva histórica que condujo a Alemania de un régimen utópico y libertario a la República de Weimar y, de ahí, a una dictadura deshumanizada que dejó un reguero de sangre que oscila —según qué cifras— entre quince y veinte millones de personas; para entender la dimensión de esa tragedia, digo, habría que releer otros libros olvidados, entre ellos, por citar alguno: ‘Llamamiento al socialismo’, de Gustav Landauer (Ediciones del Salmón), ‘La eternidad de un día’ (Acantilado), ‘Una juventud en Alemania’. de Erns Toller (ContraEscritura), ese pedestal literario en forma de tetralogía titulado ‘Noviembre 1918’, de Alfred Döblin (Edhasa), y seguir tal vez por ‘Años de hotel’ de Joseph Roth (Acantilado), las jugosas memorias de Klaus Mann, ‘Cambio de rumbo’ (Alba), o las más recientes de Sebastian Haffner, ‘Historia de un alemán’ (Destino), sin dejar en el olvido ‘El nacionalismo como fuente de beneficios’, del anarquista Rudolf Rocker (Pepitas de Calabaza).

Funeral de Kurt Eisner en Múnich’

Muchos de los protagonistas de esas páginas no tuvieron un final feliz. Ernst Toller, en mayo de 1939, un día después de pronunciar un discurso en el que llegó a decir: «Esta voz [la de los exiliados] es tan potente que Hitler no puede ahogarla con los gritos de su rabia», amaneció ahorcado en su habitación del Hotel Mayflower de Nueva York. Erich Mühsam, por ejemplo, fue brutalmente asesinado en 1934 en el campo de concentración de Oranienburg, hecho que intentó camuflarse como un suicidio. «Una de las mejores personas, y más bondadosas, que he conocido», recordaba Ernst Jünger en ese otro monumento llamado ‘Radiaciones’ (Tusquets). O Ernst Niekisch, un verdadero librepensador a contracorriente de todos, que primero fue condenado por Hitler en 1939, a pesar de su antisemitismo, a cadena perpetua (en la cárcel de Brandenburgo perdería la vista), nombrado después catedrático de Sociología en la RDA de 1948, y que, por último, renegando de sus ideas comunistas, pasó al otro lado del muro de Berlín para vivir refugiado en esa ciudad hasta que murió en 1967. En 1980 Haffner lo equiparó con los grandes pensadores del siglo, diciendo que «El verdadero teórico de la revolución mundial que actualmente está en marcha no es Marx, ni siquiera Lenin. Es Ernst Niekisch». Pero estos son sólo tres ejemplos, hay docenas.

Contra la bondad

Sin embargo, ahora necesito volver atrás, exactamente hasta la muerte de Kurt Eisner, pues tengo el convencimiento de que el valor de aquel acontecimiento fue todo lo opuesto a un sencillo homicidio político. Su desaparición representó, entonces como ahora, la incomprensión de la masa hacia sentimientos genuinamente puros de bondad. O cómo un político que desea un mundo mejor, quizá sujeto a ciertos mecanismos políticos, quizá condicionado por la siniestra maquinaria del poder per se, acaba siendo apedreado por los suyos sin el menor remordimiento hasta la muerte. Ni amigos ni enemigos supieron verlo, aunque en muchas ocasiones todos ellos, a toro pasado, lamentaron el incidente y admitieron virtudes que en realidad muy pocos supieron reconocer en él mientras vivía.

Nosotros, con la debida distancia, estamos constreñidos a interpretar. Weidermann lo resume así: «No había precedentes históricos a los que agarrarse. Democracia directa y permanente, toma de decisiones compartida por todos en todo. Un gobierno de fantasía y ficciones. Querían lo mejor y crearon algo aterrador». Pero hay más. Tras el asesinato de Eisner, una gran poeta como Ricarda Huch, colosal y olvidada, pronunció un diagnóstico que, al menos por su vigencia, debería hacernos temblar como seres humanos: «Algo que me parece especialmente repugnante de nuestro tiempo y que considero un indicio claro de la degeneración de nuestra civilización es que no puede ocurrir nada sin que sea fotografiado o filmado de inmediato. Es el grado máximo de impúdica exposición: la humanidad vive delante del espejo«. Las cursivas son mías.

Tal vez haya llegado el momento de reflexionar sobre las consecuencias que pueden desencadenar nuestras buenas intenciones, es cierto. Tal vez haya llegado la hora de pensar rigurosamente lo que significa la política y la responsabilidad que tienen nuestros políticos. Pero tal vez, sobre todo, deberíamos meditar sobre nuestra propia e imperfecta naturaleza y por qué, como nos demuestra el caso de Eisner y la República Libre de Baviera, todo lo que no puede ser comprendido acaba dilapidado. Tal vez, quién sabe, esa muerte es la pregunta que todos necesitamos respondernos.

Portada: Detalle de portada de ‘La República de los soñadores’

Fuente: El Confidencial 17 de agosto de 2020

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