José Luis Martín Ramos
Catedrático emérito de Historia Contemporánea. Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en historia del movimiento obrero y de la guerra civil española. Su último libro: “Guerra y revolución en Cataluña. 1936-1939″, Crítica, Barcelona, 2018.
La revolución alemana de noviembre de 1918 tuvo una consecuencia que la trascendió; al producirse, Lenin activó el proyecto de constituir una nueva internacional, la Tercera, de la que se venía hablando – no sólo él – desde el estallido de la Primera Guerra Mundial. Una activación que ya no tuvo como razón y referente la guerra mundial, sino la revolución mundial: el hecho de la continuación de la movilización revolucionaria iniciada en el Imperio Ruso en 1917 que se difundía por Europa entre 1918 y 1919. Hoy, desde el análisis histórico, podemos interpretar que la opción de llevar la revolución alemana hasta una ruptura sistémica, a una salida de revolución socialista, quedó pronto derrotada por la propuesta del SPD, liderada por Ebert, de circunscribirla a una ruptura política y a la proclamación de la república democrática (el desenlace de la primera Asamblea de Consejos de toda Alemania y las elecciones a la Asamblea Constituyente jalonaron esa derrota). Sin embargo, no fue esa la percepción del momento y la fragilidad de la república democrática, agravada por la “paz cartaginesa” que se impuso en los tratados de París-Versalles, mantuvo en la izquierda revolucionaria la expectativa del vuelco de sistema hasta entrada la década siguiente. Durante algún tiempo los reflujos de la movilización revolucionaria en Alemania parecieron verse compensados por su activación en Austria, Hungría, el oriente de Europa e incluso en el seno de los estados vencedores de Europa occidental. Entre 1919 y 1920, con un repunte alentado por la crisis alemana de 1923, la revolución mundial pareció ser no un objetivo sino un hecho; de manera correspondiente, Lenin, su partido, en el poder y en guerra revolucionaria, y la izquierda más radicalizada de toda Europa, América y Asia, consideraron la oportunidad y la necesidad de constituir la estructura internacional que habría que impulsar, dirigir y consolidar esa revolución mundial. Desde su nacimiento, en 1919, hasta 1923, en los años fundamentales de su definición ideológica y organizativa, la Internacional nació y se construyó al ritmo de los episodios de estallido o movilización revolucionaria desde abajo; la derrota o la frustración incipiente de la revolución, que dejó al estado soviético sólo y aislado, condicionó que la respuesta desde arriba quedara sobredimensionada, en la adaptación a la nueva etapa de recuperación burguesa, por usar los términos de la época y de la historiografía[1].
El 4 de enero de 1919 el diario Pravda publicó la convocatoria urgente del “primer congreso de la nueva Internacional revolucionaria” firmada por ocho organizaciones, aunque las únicas representaciones reales de partido eran las del PC Ruso y el PC de Finlandia. El texto concretó la invitación a una cuarentena de organizaciones o sectores que habían militado en la izquierda en los tiempos de la Segunda Internacional y durante la guerra. Incluía partidos que ya habían adoptado la denominación de comunista – Austria, Hungría, Polonia, los de los países bálticos, Bielorrusia, Ucrania, Holanda,…- otros que mantenían la denominación de socialistas o laboristas – Bulgaría, Chequia, Noruega, Italia, Gran Bretaña, Estados Unidos, …- corrientes como la Liga Espartaquista, la izquierda socialista de Suecia, la de Suiza, la encabezada en el socialismo francés por Loriot o, sencillamente, “elementos revolucionarios” o “de izquierda” en el caso del socialismo español y del portugués; por otra, sin reducirse al mundo de la socialdemocracia, la convocatoria apeló también a las diversas secciones nacionales del sindicato revolucionario IWW (Industrial Workers of World) y al sindicalismo revolucionario en general. Su objetivo estuvo claro desde el primer momento: aunque se partía de la denominación comúnmente compartida de Tercera Internacional, se propuso constituir una Internacional Comunista, habida cuenta del descrédito de la “Internacional socialdemócrata”, y sus diversos partidos componentes serían “secciones de esa Internacional”.
La alusión a la Liga Espartaquista, que se había constituido en Partido Comunista Alemán el 30 de diciembre – en presencia de Radek y otros seis delegados del gobierno soviético- indica que la convocatoria fue redactada en diciembre, antes de esa constitución, bajo el impacto del estallido de la revolución alemana. Es un detalle no secundario que el paso de la postulación de una tercera internacional a su fundación, de las palabras a los hechos, no fue nunca la pretensión de la proyección mundial de la revolución rusa; si lo hubiese sido se habría dado de inmediato o al poco tiempo de la revolución de octubre, pero no fue así. Lenin dejó claro en marzo de 1918, cuando defendió, en el Comité Central del Partido Comunista Ruso, la firma del tratado de Brest-Litovsk –contra la postulación de Bujarin y los socialistas revolucionarios de izquierda de una “guerra revolucionaria”, de proyección de la rusa sobre occidente- que eso no tenía sentido y que la relación era la inversa; era la perspectiva de la revolución mundial, confirmada en Alemania, la que justificaba y exigía la nueva internacional. El 12 de enero Lenin escribió una “Carta a los obreros de Europa y Norteamérica” – publicada el mismo 24 de enero también en Pravda- en la que afirmó “La fundación de la Tercera Internacional, de la Internacional Comunista, verdaderamente proletaria, verdaderamente internacionalista, verdaderamente revolucionaria, se convirtió en realidad cuando la Liga Espartaco de Alemania (…) cambió su nombre por el de Partido Comunista de Alemania. Aunque aún no ha sido oficialmente inaugurada, la Tercera Internacional en realidad existe”. Esa misma idea fue reiterada por Lenin en su artículo “La Tercera Internacional y su lugar en la historia”, escrito el 15 de abril y publicado en La Internacional Comunista – revista de la IC- en mayo: “La Tercera Internacional se creó en los hechos en 1918, cuando los largos años de lucha contra el oportunismo y el socialchovinismo, principalmente durante la guerra, condujeron a la formación de partidos comunistas en una serie de naciones”[2]. En esta segunda ocasión no se limitó a señalar a Alemania; en abril de 1919 se estaban produciendo movimientos revolucionarios todavía en Alemania, -en Baviera- en Hungría y estos se proyectaban sobre Eslovaquia y el oeste de Rumanía; y en Francia, Italia y el Reino Unido la desmovilización y la transición de la economía de guerra a la de paz se acompañaban de un incipiente movimiento reivindicativo cuyas dimensiones y trascendencia estaban por ver.
La reunión de Moscú se desarrolló en un momento de incertidumbre, con la resaca del revés de enero en Alemania compensada por la expectativa que generaba el hundimiento del Imperio austro-húngaro. Por otra parte, la guerra civil en los territorios del antiguo Imperio ruso y la intervención militar de las potencias de la Entente contra el estado soviético – iniciada en junio de 1918 en el Norte, ampliada en agosto por la intervención japonesa y norteamericana en Siberia y reforzada tras el final de la guerra mundial con la ocupación francesa de Odessa en el Sur- dificultaban la llegada de los participantes a Moscú, pero también proyectaban un escenario de combate generalizado en el que revolución, guerra civil e intervención imperialista se entrelazaban, para reforzar expectativas y discursos de ruptura. El congreso se inició el 2 de marzo con una asistencia muy reducida; aparte de la representación del PC Ruso y de los partidos comunistas de los países bálticos, Bielorrusia, Armenia o Rusia oriental – todos ellos antiguos grupos bolcheviques – las únicas delegaciones realmente representativa eran las del PC Alemán (que se reducía a Eberlein), el Partido Obrero Noruego y la corriente de izquierda del Partido Socialista Suizo; el resto eran secciones de militantes extranjeros vinculados al PC Ruso y alguna presencia personal, no formalmente representativa, como la de Boris Reinstein, afiliado al Partido Socialista Laborista de Estados Unidos, el holandés Rütgers, que sintonizaba con los comunistas de su país, y la de Angélica Balabanova, que había sido secretaria del Comité de Zimmerwald y aunque intervino en su nombre ya no podía representarlo[3]. Al día siguiente llegaron por fin a Moscú y se incorporaron al congreso Steinhard, delegado del Partido Comunista Austriaco, y Rakovski, en nombre de una Federación Balcánica discutida por búlgaros y serbios, cuya fuerza principal era ser presidente de la república soviética de Ucrania; y al tercer día llegó Otto Grimland, delegado del Partido Socialdemócrata Sueco de izquierda; por el contrario los delegados del Partido Comunista de Hungría no consiguieron alcanzar territorio soviético y su representación fue asumida por un húngaro residente en Moscú.
No fue, pues, extraño que el debate se centrara el primer día entre las posiciones de Lenin, Trotsky y Zinoviev, cabeza de la delegación rusa, que sostenían que el congreso se convirtiera en constituyente de la nueva internacional, para potenciar la multiplicación de partidos comunistas y la articulación de la dirección internacional de la revolución mundial, y las de Eberlein, que tenía el mandato de su partido –acordado antes del asesinato de Rosa Luxemburgo– de defender que la reunión fuera un primer encuentro impulsor, pero no constitutivo, y que la formalización de la nueva internacional se hiciera cuando ya existiera una base más amplia de efectivos partidos comunistas nacionales. La escasez de delegaciones representativas y la firmeza de Eberlein en defender sus posiciones hizo que la dirección rusa vacilara y por boca de Zinoviev acordara sumarse provisionalmente a la posición alemana; el factor alemán había sido determinante en la convocatoria y, por la misma razón, seguía siendo determinante en el contenido del acuerdo a tomar. Sin embargo, la discusión no quedó zanjada y la situación dio un giro de 180 grados con la llegada de Rakovski y Steinhardt al día siguiente; este último presentó una imagen de inminente triunfo de la revolución en Viena, y Rakovski puso todo el peso del incendio bélico y revolucionario en Ucrania y el mundo danubiano para activar de nuevo en los debates de pasillo, bambalinas y comisión, la propuesta de congreso constituyente. Al final de cuentas, el revés de enero en Berlín podía parecer transitorio y la revolución estaba efectivamente en marcha en Centroeuropa; Eberlein no traicionó nunca el mandato que tenía, insistió en sus argumentos, pero cedió, accedió, a solo abstenerse. El 4 de marzo el plenario del congreso aprobó la moción presentada formalmente por Rakovski, Steindhardt, Grimlund de constituir formalmente la Tercera Internacional, bajo la denominación de Comunista, con el único voto particular de Eberlein. Para acabar el acto fundacional se eligió un primer Comité Ejecutivo, presidido por Zinoviev, y se aprobaron diversos documentos de carácter político, el más importante de los cuales era un nuevo Manifiesto Comunista; sin embargo, se dejó para un próximo congreso, en el que se pudiera contar ya con una masa crítica de organizaciones y constatar la supervivencia del proceso revolucionario mundial – incluída la del estado soviético- la formalización de su estructura organizativa y su línea política básica. Por cierto, al regreso de Eberlein a Alemania, el Partido Comunista Alemán ratificó sin reservas la fundación de la Internacional.
En el ámbito organizativo los primeros meses de vida de la nueva internacional conocieron la promoción, por el Comité Ejecutivo, de cuatro oficinas políticas de relación e irradiación, los denominados Burós: del Sur con sede Ucrania, en pleno territorio de guerra civil e intervención francobritánica, bajo la dirección de Rakovski y proyectando su actuación sobre el mundo danubiano oriental y balcánico; el de Berlín, denominado Secretariado para Europa Occidental, dirigido por Iakov Reich y Karl Radek, el más importante de los cuatro, que en diciembre de 1919 organizó una conferencia clandestina de los partidos comunistas europeos en Frankfurt; el de Amsterdam, dirigido por Rütgers, complementario del berlinés con la misión añadida de proyectarse sobre el Reino Unido y Norteamérica; y el más modesto de Estocolmo, cuya actividad se confunde con la del Partido Socialdemócrata Sueco de Izquierda, dirigido por Ström y que tendrá como acción más destacable apoyar al estado soviético durante la guerra con Polonia. Esa red, “por arriba” -una evidencia del funcionamiento inmediato de la Internacional, para los coetáneos y para la historiografía- contribuyó a su expansión ideológica, difundiendo propaganda y apoyando a los núcleos terceristas que se iban formando en el seno de la socialdemocracia y del sindicalismo. No obstante, los progresos del tercerismo y su definitiva identificación con la propuesta de Internacional Comunista, tuvo que ver sobre todo con factores que crecieron, “desde abajo”, en primer lugar con la movilización social de postguerra, la dura confrontación de clase que se produjo y, en un escalón causal inferior, la incapacidad de la socialdemocracia, del grupo de partidos que intentaba reactivar la Segunda Internacional, a la hora de recuperar una unidad efectiva.
Despejemos primero ese segundo factor. Acabada la guerra, el comité de la Conferencia Socialista Interaliada, integrada por el belga Vandervelde, el británico Arthur Henderson y el francés Albert Thomas- los tres no solo miembros de partidos de países “vencedores” sino que habían formado parte de sus gobiernos de guerra- convocó una Conferencia internacional en Berna, desarrollada en febrero de 1919, que constató la brecha que la reciente guerra mantenía todavía y la imposibilidad de restablecer por el momento la quebrada Segunda Internacional. Para empezar, y a pesar de que Vandervelde estaba entre los convocantes, el Partido Obrero Belga se negó a asistir a un encuentro en el que el estarían presentes también los alemanes y el Partido Socialista Italiano, el Suizo, el Serbio y el Rumano lo hicieron también, en su caso por negarse a responder a una convocatoria hecha por el bloque “socialpatriótico” de los partidos de la Entente; por otra parte, la delegación de la SFIO estaba encabezada por Longuet, que representaba una nueva mayoría interna, contraria a Albert Thomas, partidario de la reconstrucción marxista de la internacional. Formalmente, la razón principal de la conferencia era adoptar una posición común para presentar a la conferencia de paz que se había iniciado en París el 18 de enero. No obstante, su inicio quedó marcado por las exigencias, presentadas por Thomas, de poner a debate la cuestión de la responsabilidad alemana en la guerra y el enjuiciamiento del estado soviético, so capa de distinguir entre democracia y dictadura; proposiciones ambas que situaban la conferencia a la rueda de los propósitos de establecer una paz de castigo contra Alemania y legitimar la intervención militar de la Entente en Rusia y en cualquier caso establecer un “cordón sanitario” frente al estado soviético. La primera de ellas, que podría haber hecho naufragar el encuentro de entrada, se saldó con un resolución de compromiso en la que se establecía al Imperio Alemán como culpable del estallido de la guerra, aunque exoneraba de ello a la nueva República; aparentemente la delegación alemana salvó la cara, pero quedó abierta la puerta a la paz de castigo, las exacciones territoriales y la exigencia de reparaciones con categoría de deuda internacional, por todo lo cual pagaría no el Imperio inexistente sino la República de Weimar. En la segunda no hubo compromiso y la conferencia se dividió: el sueco Branting presentó una moción en la que establecía un vínculo exclusivo entre socialismo y democracia parlamentaria, que implicaba la condena ideológica y política del Estado Soviético, y aceptaba la propuesta de las representaciones menchevique y socialista-revolucionaria de enviar una delegación a Rusia para informar “de la situación política y económica en aquel país”, para debatir sobre el bolchevismo en la próxima conferencia socialista internacional; Longuet y el austriaco Adler, rechazaron la condena ideológica y política de Branting y el apoyo a intervenir en Rusia a partir de lo expuesto por mencheviques y social-revolucionarios a lo que consideraban “que representan solo a una minoría de la clase trabajadora rusa”. La mayoría de la conferencia votó en favor de la moción Branting, sin embargo la división llevó a la minoría de entonces, a la SFIO y al Partido Socialista Austriaco, a descolgarse de la reactivación de la Segunda Internacional, que ya habían desechado italianos, suizos, serbios, rumanos y una parte de los suecos, noruegos y búlgaros a la que se sumó el PSOE en junio de 1920.
Aquella Segunda Internacional demediada reunió por fin su congreso de postguerra, en julio y agosto de 1920, con un núcleo reducido al Partido Laborista, el Partido Obrero Belga, el SPD y las facciones mayoritarias de los socialistas suecos, holandeses y daneses. Coincidió su reunión con el segundo de la Internacional Comunista, que volvió a tenerse en Moscú, y la imagen comparada de aquellos dos congresos resultó favorable al de Moscú que, al revés de lo que sucedía con el de Ginebra, había crecido exponencialmente desde su precedente. La Internacional Comunista pareció estar en condiciones de dar la batalla por la hegemonía en el movimiento obrero y la revolución en Europa. Entre la primavera de 1919 y el verano de 1920 la movilización social había favorecido un clima de expectativa revolucionaria, en parte también sobredimensionada por el miedo a la revolución de la burguesía europea y sus medios de comunicación de masa de la época; las respuestas políticas de los partidos socialdemócratas reformistas resultaban decepcionantes, a la espera de la estabilización del nuevo orden europeo consagrado en París-Versalles (y del beneficio que les reportaría el avance en la universalización del sufragio); el Estado Soviético, a punto de sucumbir en junio de 1919 -cuando los ejércitos blancos llegaron a 7 kilómetros de Petrogrado y Ucrania parecía perdida por la conjunción de ataques blancos, intervenciones militares extranjeras e insurrecciones campesinas- se había salvado y no solo había visto la retirada de la intervención extranjera en marzo de 1920 (excepto en Siberia) sino que en su contraataque a la ofensiva del gobierno polaco de Pilsudsky en Ucrania – que vino a sustituir a aquella retirada- el Ejército Rojo llegaba a las puertas de Varsovia.
Desde comienzos de 1919 Europa central y occidental había entrado en un tobogán de conflictividad social y movilizaciones en la que se entremezclaban la exigencia del cumplimiento de las promesas de mejoras sociales y laborales hechas por los gobiernos durante de la guerra, la exigencia de una rápida desmovilización, el rechazo a los ataques a la Rusia revolucionaria y una incipiente voluntad revolucionaria. La intervención militar contra el estado soviético quedó frenada por la multiplicación de motines en el ejército y la armada británica, hasta tal punto que Lloyd George alertó a Clemenceau y Wilson de que una intervención abierta significaría un levantamiento de tropas y marinos. La flota francesa del Mar Negro quedó afectada en abril por una cadena de amotinamientos, en los que participaron de manera destacada los futuros dirigentes comunistas André Marty y Charles Tillon; la intervención quedó gravemente tocada y los amotinamientos tuvieron la secuela de la posterior movilización de marinos y soldados en Francia por la libertad de sus compañeros detenidos, que culminó el 28 de junio en una manifestación de miles de ellos en Toulon, frente a la prisión militar, acabada en batalla campal. Las huelgas “económicas” de los primeros meses de 1919 fueron tiñéndose en el Reino Unido, Francia e Italia de matices políticos, en los que se planteaba la cuestión del poder interno en las fábricas y del poder general en el país. La ola de la movilización alcanzó también a España, con la huelga de La Canadenca en Barcelona derivada en huelga general en toda Cataluña hasta mediados de abril, las movilizaciones campesinas en el Sur de España y las huelgas de la minería y del metal en Vizcaya. Después de que el 1º de mayo en París reuniera una masa de 500.000 manifestantes, los sindicatos ingleses, franceses e italianos acordaron para el 21 de julio una huelga general concertada contra la intervención militar en Rusia y en defensa de la revolución húngara. Las direcciones sindicales de la CGT francesa, la CGL italiana y la UGT española empezaron a poner freno a la deriva política de las movilizaciones y en aquellos momentos de mayor desconcierto en lo que quedaba de la Segunda Internacional fueron los sindicatos, sus sectores mayoritarios, los que salvaron al reformismo. La CGT desconvocó la huelga del 21 de julio y la CGL moderó notablemente su impulso.
En contrapartida, las posiciones se radicalizaron en favor de la Tercera Internacional en el seno de los partidos socialistas del Mediterráneo. El italiano decidió en su congreso de octubre de 1919 adherirse a ella, y en las elecciones generales del mes siguiente sus expectativas políticas se dispararon al convertirse en primer partido de la Cámara (con 156 diputados – 104 más que los obtenidos en 1913- del total de 508; el segundo era el partido católico, el Popular, con 100) y conseguir más del 42% de los votos en el Norte y del 56% en el Centro. En febrero de 1920 la SFIO acordó dejar la Segunda Internacional y entrar en conversaciones con la Tercera. Su situación no era tan prometedora, su resultado electoral de noviembre –el mismo día que en Italia- había resultado agridulce con un cierto aumento de votos – de 1,4 millones a 1,7- pero un brusco descenso de diputados – de 102 a 68- por culpa del sistema electoral; en cualquier caso, esa disfunción abonaba las posiciones revolucionarias frente al reformismo parlamentarista. Por otra parte, en Alemania la derrota del putsch de Kapp contra la República, en marzo de 1920, por la movilización obrera que lo bloqueó, reforzó el ala izquierda del USPD, que en junio decidió también asistir al congreso de la Internacional Comunista y aceptar la propuesta que le había hecho su Comité Ejecutivo para entablar conversaciones sobre una futura fusión con el KPD; una decisión que adquiría trascendencia sobresaliente por el hecho de que en las elecciones de aquel mismo mes el USPD se había convertido en el segundo partido del Reichstag, con poco más de 5 millones de votos y 84 diputados, pisándole los talones al SPD que retrocedió de manera importante, perdiendo casi la mitad de los votos obtenidos en enero de 1919 y reteniendo solo 6,1 millones y 102 diputados.
La revolución húngara, con su proyección sobre Eslovaquia y Rumanía, había sido derrotada al iniciarse el mes de agosto de 1919 y ahora ya sabemos que aquél fue el último movimiento insurreccional revolucionario del siglo XX en Europa; sin embargo, esa no fue todavía la percepción de los europeos del momento ni, desde luego, de los promotores de la Internacional Comunista. El mantenimiento de una alta conflictividad social, los éxitos populares de formaciones abiertamente revolucionarias como el PSI o el USPD, las dificultades que todavía se arrastraban en la transición económica y política de postguerra, la supervivencia del estado soviético que contraatacaba en Polonia, todo ello mantuvo abierta la expectativa de la mundialización de la revolución. En el Segundo Congreso de la Internacional Comunista, en el que se había de concluir su fundación con la aprobación de sus estatutos y de las líneas fundamentales de su acción política y sus variantes tácticas, se produjo una avalancha de participación representativa importante. A la representación de 1919, se sumó la de partidos de masas del occidente europeo con posiciones de relieve en la correlación social y política de sus países, el PSI, el USPD, la SFIO; sin perder de vista la atracción que seguía ejerciendo sobre los sectores del sindicalismo revolucionario, de la CGT, la CGL, los IWW, el movimiento de los shop steward británicos, la CNT española, que fueron derivados hacia la constitución de una Internacional Sindical Roja. Ese éxito llevó a Lenin, Trotsky y Zinoviev a añadir a la agenda del congreso un documento de condiciones para el ingreso en la Internacional, el de los 21 puntos, que se convirtió en la práctica en protagonista fundamental del debate congresual y, sobre todo, del debate posterior en el seno de los partidos socialistas que iban a decidir sobre su integración definitiva en el nuevo partido mundial y en el que pasarían a ser partidos denominados formalmente como comunistas y constituidos como secciones nacionales de aquél.
El Segundo Congreso registró el éxito de la llamada a constituir una nueva internacional, pero también las diferencias que había sobre cómo concebir la revolución, el proceso revolucionario y por tanto la forma concreta de la organización y, sobre todo, la relación entre el partido/sección nacional y el partido mundial a través de su correspondiente dirección ejecutiva y aparato de apoyo. El debate sobre los 21 puntos reflejaría la complejidad existente en el movimiento revolucionario europeo y su pluralismo. En cualquier caso, ese debate, sobre todo el desarrollado en el seno de los partidos nacionales concretos, acabó de realizarse en un contexto de signo contrario a aquel en el que había nacido la Internacional Comunista. A finales de 1920 empezó a ser evidente que el ciclo revolucionario en Europa iniciado en 1917 se había cerrado y que el Estado soviético si bien había conseguido sobrevivir iba a tener que hacerlo aislado, con la sola compañía de una Internacional Comunista, integrada por una suma de secciones muy desiguales, solo algunas de ellas con una característica real de formación de masas. La ocasión de nacer y ser de la Internacional, la revolución mundial, había pasado, pero ¿había pasado también su razón? En una asamblea de militantes de la organización del Partido Comunista Ruso en Moscú, el 6 de diciembre de 1920 Lenin hizo reconocimiento público de la nueva situación: “La velocidad, el ritmo de desarrollo de la revolución en los países capitalistas es mucho más lento que el nuestro. Era evidente que cuando los pueblos lograran la paz, inevitablemente disminuiría el movimiento revolucionario. Por consiguiente, sin poder hacer conjeturas sobre el porvenir, no podemos ahora afirmar que ese ritmo se acelere. Nosotros tenemos que decidir qué hacer en este momento”. ¿Qué hacer? Desde luego no tenía sentido dar marcha atrás en la constitución del Estado Soviético, y tampoco en el de la Internacional Comunista, autodestruirse; la única salida era emprender el cambio político que hiciera posible seguir existiendo como propuesta revolucionaria en la larga etapa de transición que ya no se podía seguir contando por meses, reconocieron desde entonces Lenin y Trotsky, sino por años, sin que su cantidad fuera predecible. Por otra parte, es una hipótesis más que verosímil que sin la existencia de la Internacional Comunista los sectores de izquierda de la socialdemocracia, como los maximalistas italianos, la mayoría del USPD o de la SFIO habrían regresado, como lo hizo el Partido Socialista Austriaco o la minoría del USPD – la que incluía a Kautsky, Bernstein y Hilferding- a la organización histórica de la socialdemocracia contribuyendo a la recuperación y el refuerzo del reformismo en el período de entreguerras.
[1] Charles S. Maier, La refundación de la Europa burguesa. Estabilización en Francia, Alemania e Italia en la década posterior a la Primera Guerra Mundial. Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid 1988
[2] Ernesto Ragioneri y Pierre Broué han reclamado la atención sobre ambas manifestaciones.
[3] La explicación más detallada de ese primer congreso puede consultarse en Pierre Broué, La Internationale Communiste. 1919-1943. Fayard, París, 1997.
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