Noticia de libros
(actualizado el 5 de octubre de 2020)

                                              

Guillermo Castán Lanaspa

Doctor en Historia

 

A través de un análisis detallado de la historiografía desde el siglo XV, en este libro se muestra que la idea de la catástrofe demográfica en la Península, en 1348 por la Peste Negra, ha sido construida en diversas fases a partir de las narraciones europeas difundidas por frailes historiadores desde el siglo XVI y, actualmente, por influencia de la historiografía europea. Las fuentes existentes, especialmente en la Corona de Aragón y en Navarra (las castellanas son escasísimas y nada explícitas), son insuficientes para demostrar una catástrofe como la que se afirma, que, además, se muestra incompatible con lo que sabemos de la coyuntura económica, la incesante actividad bélica y los enormes incrementos de la recaudación fiscal de las monarquías peninsulares. La Peste Negra entró en estas tierras, pero, a falta de pruebas, sus catastróficas consecuencias, salvo excepciones, no pasan de ser meras hipótesis de carácter local y más o menos fundamentadas. También hoy construimos el relato del Coronavirus y como «todo tiempo pasado fue actual» se pueden comparar nuestras explicaciones con las del pasado: ¿Nihil novum sub sole? 

 

La Universidad de Salamanca acaba de publicar un libro, titulado La construcción de la idea de la Peste Negra (1348-1350) como catástrofe demográfica en la historiografía española, del que ya hice un primer avance en otro artículo publicado en mayo pasado en este mismo Blog AQUÍ . Se trata de una investigación detallada y meticulosa que, pasando revista a lo escrito por historiadores, ensayistas y otras gentes de pluma desde el siglo XV hasta los inicios de nuestro siglo XXI, defiende la tesis de que la catástrofe demográfica sin paliativos que se acepta generalmente a causa de la gran epidemia de Peste Negra de 1348 es una idea construida con muy poca información, sobre todo para la Corona de Castilla, y con escasas y endebles pruebas, a partir de las lecturas, experiencias, creencias y mentalidad de los frailes historiadores de las órdenes religiosas; ideas que desde el siglo XVI ponen en circulación aquí imitando las que sus cofrades difundían por Europa. Estaríamos, pues, ante una contaminación historiográfica que nuestros monjes historiadores aceptan con entusiasmo cuando, al hablar de sus respectivas órdenes en el siglo XIV, traspasan a España las noticias y las visiones, los relatos, que sobre la epidemia corrían en Europa desde el propio siglo XIV y que aquí no encontraban ni en crónicas ni en documentos y tampoco en los escritores peninsulares de los siglos XIV y XV (el cronista López de Ayala, autor de la crónica de Pedro I, que tenía 16 años en 1348, nada sabe de esta pandemia en Castilla).

Doblado el siglo XX, al hilo de la renovación historiográfica, entrará también desde Europa la gran corriente que abrirá definitivamente las puertas a la idea de la catástrofe demográfica causada por el morbo (idea que hasta esas fechas no era compartida por los principales historiadores hispanos); los trabajos de Postan, Carpentier, Biraben o Bois, entre otros muchos, en el marco de una explicación sobre la crisis de la Baja Edad Media, constantemente citados, verán sus conclusiones directamente aplicadas en España sin pruebas suficientes que las respalden.

Pintura anónima sobre tabla, Museo Comunal de Lovaina (imagen del libro de Georges Duby Año 1000, año 2000: la huella de nuestros miedos, Santiago de Chile, Andrés Bello, 1995)

Así pues, la historiografía española, por influencia de la europea, tras el largo periplo del que se da cuenta detallada en un extenso capítulo del libro que comento, ha ido asumiendo desde mediado el siglo XX que nuestro país no pudo quedarse al margen de lo que parece la tónica general entre nuestros vecinos, de modo que acepta que la catástrofe demográfica fue general en la Península, con las lógicas disparidades regionales, y si bien no es posible cuantificarla se habla de cerca del 30% en la Corona de Castilla, y, con documentación fiscal, más en la Corona de Aragón, especialmente en Cataluña, y mucho más en Navarra. Apreciaciones pavorosas y ciertamente discutibles porque, ante la ausencia de datos, especialmente en Castilla, su apoyatura fundamental reside en la analogía con lo que quizás sucedió en países donde la documentación permite aproximaciones aparentemente menos arriesgadas. La idea es que aquí pasó lo mismo que allá, y lo que allá pasó viene avalado por una historiografía solvente que ha acabado por inspirar a la nuestra al punto de convertirla en su apéndice. El deseo implícito, tras una larga dictadura, de no ser diferentes, de acabar con la excepcionalidad hispánica en el contexto europeo, alcanzó también a la explicación del pasado. Así es como quedará establecido que aquí pasó lo mismo que en los demás países europeos aunque no haya fuentes ni estudios equiparables.

El resto del libro se dedica a analizar la específica historiografía de cada reino peninsular, valorar su evolución y contrastar las diversas aportaciones que pueden arrojar luz sobre la verdadera dimensión de las consecuencias de la pandemia. Las conclusiones señalan que ciertamente la Peste Negra visitó algunas zonas de nuestra Península, que para otras muchas no hay datos ni información que lo confirme, y que, en conjunto, no es posible aceptar cifras globales de mortalidad tan elevadas como las que se han venido manejando. Así pues, a falta de pruebas evidentes, las afirmaciones tan arraigadas en nuestra historiografía no deberían pasar de ser consideradas meras hipótesis de alcance local y más o menos razonable[1].

Quisiera ahora subrayar que, si bien la moderna historiografía ya no recurre normalmente a la prosa efectista y tremebunda que utilizaban los frailes historiadores como herencia de una manera de narrar el horror ya cuajada desde la Antigüedad, lo cierto es que la introducción de la idea de la catástrofe se realiza a través de relatos que condensan la imagen sobre el terror que provocan los cataclismos sociales y que construyen una manera de pensar, de entender y de narrar que ha llegado hasta nuestros días, como puede leerse en la primera parte del libro que comento, y que opera también hoy para dar cuenta, para interpretar, para comprender los sucesos que estamos viviendo protagonizados por un coronavirus al que se ha bautizado como SARS-Cov-2 (la enfermedad que provoca se denomina COVID-19).

Danza de la muerte (1484-1485), fresco de Giacomo Borlone de Buschis en el Oratorio dei Disciplini de Clusone, reconstrucción por Giovanni Darif (1859)(imagen: Wikimedia Commons)

Efectivamente, asistimos entre acongojados y expectantes a la pandemia que actualmente remueve Roma con Santiago en nuestro mundo, que ha puesto todo patas arriba y que nos recuerda, velis-nolis, la fragilidad con la que los seres humanos transitamos por esta vida. Las ideas que se van forjando sobre este morbo del siglo XXI proceden, sin duda, tanto de las tristes experiencias que estamos viviendo como del imaginario que se recrea en nuestras mentes con la avalancha de informaciones, comentarios, debates y bulos que corren sin cesar impulsados por esa formidable autopista de la comunicación que conocemos con el nombre de “redes”. Y por supuesto es evidente la enorme influencia de las creencias y visiones del mundo (sesgos cognitivos) en la interpretación de la realidad, pues el papel de esas estructuras mentales es esencial en la organización, procesamiento y recreación de la información que nos llega del mundo exterior, y singularmente de la sociedad.

Y así ha sido siempre; también cuando una generación de escritores y cronistas europeos de los siglo XIV y XV difunden ampliamente las noticias que les llegan de la pandemia de su época y construyen con ellas, con el conocimiento de los autores antiguos que narraron otras epidemias terribles, y con su arte literario, bien dotado de una feraz imaginación, vívidas y parecidas narraciones luego recogidas por autores hispánicos que extenderán a la Península su contenido. Petrarca, Boccaccio, Juan y Mateo Villani,  Mateo y Matías Palmerio, Cantacuceno, Antonino de Florencia, Jacobo Filipo de Bérgamo, Schedel… y, ya a fines del siglo XV, Sabellico, son algunos de los principales que, con un estilo literario dramático y efectista de amplia tradición, dibujan un panorama de desolación y muerte con todos los ingredientes clásicos que ya estaban presentes en las narraciones[2] muy anteriores de excelentes escritores como Tucídides, Orosio, Procopio y otros. Enfermedad misteriosa que se contagia con la mirada, síntomas crueles que llevan a la desesperación a enfermos y familiares, se muere sin remedio pues no hay solución humana que pare los designios divinos, infinidad de cadáveres abandonados en calles, plazas y puertas de iglesias, terror generalizado ante la idea de que nadie puede salvarse, esposos que se abandonan entre sí y a sus hijos huyendo del contagio, mueren todos los sacerdotes y médicos que se acercan a dar consuelo a los moribundos, corrupción moral… Un relato cuajado desde hacía siglos en sus líneas fundamentales y que, con los añadidos procedentes de la experiencia y de la imaginación de cada cual, se utilizaba para describir el horror, el miedo y la desesperanza que cundía entre los mortales acosados por la Parca[3].

La peste negra de Florencia en una edición del s. XV del Decamerón, París, Bibliothèque Nationale de France, MS fr. 239, Wikimedia Commons

Así pues, la fuerza de los relatos consolidados desde hace siglos para expresar el horror, la angustia y la desazón ante el caos que las epidemias y otras catástrofes sociales provocan, está en la base de muchas de las narraciones que nos han llegado del paso de la Peste Negra y otras plagas históricas más recientes por Europa, y ha contribuido a forjar una mentalidad colectiva que impulsa a las gentes a pensar, actuar e interpretar situaciones muy diferentes de forma paradójicamente muy parecida. Las circunstancias de hoy nos permiten observar este fenómeno directamente.

En la actual pandemia provocada por el coronavirus, el observador atento se da cuenta de que estamos, un poco entre todos (en la medida en que todos la estamos viviendo, opinamos y difundimos mucha información), construyendo un relato que, con las matizaciones y añadidos que en los días futuros se agreguen, dará cuenta de los inesperados sucesos que en el avanzado Occidente e inmediatamente en el resto del Mundo pusieron todo patas arriba a finales del invierno de 2020. Un relato en formación que aúna la experiencia vivida, la información que queda de entre la tan abundante como se difunde y compartimos, la mentalidad culturalmente heredada, la hipérbole que el miedo inspira y los ingredientes sin los cuales un relato que pretenda dar cuenta de una situación trágica queda invalidado a ojos del común de los mortales.

La pesadilla comienza en Europa frisando la primavera de 2020, cuando el tiempo cambia y, según los climas, las temperaturas y la humedad se incrementan a la par que lo hace la luz del día. Primavera que, opinaron algunos, podía ser una bendición no solo por la floración y la promesa de los frutos y de la abundancia futura, sino también, y especialmente en esta ocasión, porque se tenía la esperanza de que el aumento de las temperaturas creara un ecosistema adverso para este SARS-Cov-2, diminuto organismo con una endiablada capacidad de utilizar a su favor los mecanismos vitales de nuestras células y de reproducirse de forma tan exponencial que conviene no difundir para no asustar. Se esperaba, pues, que este microorganismo se comportara de manera contraria a como se comportaba, según parece, la Yersinia Pestis, otro enemigo cruel e invisible con el que la humanidad hubo de lidiar en situaciones incomparables con las que tenemos hoy nosotros; pues el bacilo de la Peste Negra hizo estragos, según refieren crónicas, testigos presenciales y difusores de épocas diversas, precisamente a partir de la primavera y especialmente en el verano, cuando, explicaba Pedro IV, en Valencia y en Zaragoza morían trescientas personas diarias de una enfermedad que parecía contagiarse con la mirada.

Enfermo de peste negra en un manuscrito del s. XV (imagen: focus.it)

Es cierto que nada tienen que ver SARS-Cov-2 y Yersinia Pestis; son muy diferentes, como muy diferentes son sus efectos en los seres humanos. Pero algo hace que en estos días atribulados se comparen ambos en conversaciones, debates, artículos de prensa y lecciones de expertos; paradoja (que siendo tan diferentes se les compare tanto) que se explica en parte por el hecho de que el relato que estamos construyendo de nuestra experiencia tiene puntos en común destacables con el relato que en su día construyeron los afligidos mortales que padecieron la Peste Negra y vieron cómo su vida, sus ciudades, su economía, sus relaciones sociales, se desmoronaban sin remedio. Pues como la actual, también aquella era enfermedad desconocida, no se sabía cómo ni por qué se propagaba, qué mecanismo infernal la hacía tan poderosa y mediante qué procesos provocaba la muerte de tantas personas que bien pareciera, exclamaba un cronista, que quisiera acabar con todos los humanos. Pues opinión general era que allí donde menos efectos tuvo acabó con la vida de nueve de cada diez, en un ejercicio de máximos semánticos que, en todo tiempo y lugar, han sido utilizados profusamente por relatores de las tragedias (y aun otros avisaban de que en realidad sobrevivió apenas uno de cada cien o incluso de cada mil). Los cálculos de muchos historiadores hablan de, como mínimo, un tercio de muertos por la peste en Europa Occidental a mediados del siglo XIV, entre el 30% y el 40% barrunta Guy Bois, o incluso más de la mitad, defiende Benedictow; cifras que, aun a pequeña escala, pretenden hoy abrir paso comentarios como que en Bérgamo este virus nuestro ha acabado con toda una generación, o sea, más o menos con un tercio de la población; valoración exageradísima para la Edad Media y nada digamos para nuestros días.

Frailes, obispos y cronistas anunciaban si no el fin del mundo, sí el fin de su mundo, pues eran tales los embates del morbo que muy bien podía pensarse que la humanidad entera iba a sucumbir; apocalíptica idea también muy difundida en nuestros días, en los que muchos, como  el sociólogo Jeremy Rifkin, afirman que estamos ante la amenaza de una extinción, y el filósofo Paolo Giordano cree entrever el derrumbe de la civilización, o cuando menos un cambio tal de la Historia que ya nada será igual. También con ocasión de la otra gran pandemia del siglo XX, la llamada gripe española, florecieron ideas similares; la enfermedad, se afirma, cambió el mundo aunque, paradójicamente, quedó relegada a una nota a pie de página en los libros de Historia, más proclives, por lo que se ve, a conceder el protagonismo de los cambios sociales a las consecuencias de la Gran Guerra.

El Triunfo de la muerte (c. 1562), por Pieter Brueghel (Museo del Prado)(fragmento)

En casi todas las epidemias de las que tenemos noticia era tanta la priesa en morir que no se dauan lugar a soterrarlos, faltando sepultureros, quedándose pequeños los cementerios y llenándose de cadáveres las calles, las plazas y las puertas de las iglesias; y también hoy, pues en Guayaquil y otras ciudades aparecen cadáveres abandonados en las calles, y resulta que en casi todo el mundo el número habitual de muertos se ha multiplicado, hay que ampliar cementerios a pesar de la extendida práctica de la incineración, las funerarias anuncian su incapacidad de atender a tantas demandas como tienen, también en Madrid, pues “nunca hemos visto nada igual”, de modo que, casi como antaño, los ataúdes, dice el corresponsal de hoy, se amontonan en las iglesias y muchos cadáveres yacen en las casas durante días, confinados en habitaciones cerradas, a la espera de ser retirados. En Madrid, afirmaba el consejero de Justicia, había “ingentes” (evidente hipérbole) cantidades de cadáveres en hospitales, residencias y domicilios. Y si en el siglo XIV los entierros se hacían sin ningún decoro, arrojando los cadáveres a fosas comunes sin asistencia de deudos ni religiosos, hoy se construyen enormes fosas comunes en la isla de Hart (Nueva York), a la espera de llenarla con los innumerables cadáveres que se esperan en estos aciagos días; hoy los entierros “se hacen sin rituales de despedida y casi todos mueren solos”, abandonados por unos familiares que, si en su día se alejaban despavoridos de sus seres queridos a poco que mostraran síntomas (los esposos se abandonan entre sí, los padres abandonan a sus hijos, los hijos a los padres, los hermanos no se frecuentan y amistades de toda la vida se rompen por el miedo al contagio), hoy esta COVID19 ha llevado a las autoridades a prohibir las visitas a familiares o amigos, y más si están enfermos o lo parecen, de modo que han de pasar la cuarentena solos si solos vivían antes del morbo. Así que, como antaño, los hijos no visitan a los padres ni los nietos a los abuelos, ni el amigo al amigo, y cada cual, resistiendo en su casa, soporta en soledad o muy poca compañía las tribulaciones de los tiempos.

A pesar de todos los esfuerzos de la ciencia, todavía no tenemos vacuna ni sabemos cómo atajar la expansión del SARS-Cov-2 y sus letales consecuencias (“estamos en territorio desconocido. Nadie sabe qué es lo correcto”, se dice), como tampoco en 1348 había remedio alguno, pues nunca se había visto nada igual (aunque algunos lo habían leído, por ejemplo en Tucídides o en Procopio, autores del siglo V antes de nuestra era el primero y del siglo VI el segundo; narrador este de la llamada peste de Justiniano -probablemente causada también por la Yersinia Pestis-, que describe vívidamente transmitiendo la sensación de impotencia, soledad y resignación con que tuvieron que vivirla, y notario Tucídides de la epidemia ateniense que, según nos explica, acabó con tantas gentes y de manera tan cruel y desgarradora, que solo podía explicarse por un castigo divino ante la insolencia humana). Hoy se afirma que algo así como la pandemia que sufrimos no se había visto nunca (a pesar de que la llamada gripe española es constantemente mentada), de modo que no tenemos precedentes y no sabemos cómo va a evolucionar el virus. Los especialistas no tienen respuestas a tantas preguntas como nos formulamos, situación que ya describió Petrarca cuando afirmó aquello de consule historicos: silent; “consulta a los médicos: alzan los hombros y mueven la cabeza” porque nada saben y nada pueden decir.

Triunfo de la muerte , fresco de 1446, Galleria Regionale di_Palazzo Abbatellis, Palermo (imagen: Wikimedia Commons)

Crueles epidemias, pues, en épocas muy diversas pero vividas y, sobre todo, contadas de manera similar; porque el miedo, la angustia, la incertidumbre, y la correspondiente desorganización social inspiran similares inquietudes y expresiones a los seres humanos en una manifestación que podemos considerar como invariante antropológica[4]

No hay solución, pensaban en 1348, nisi misericordia Dei, salvo la misericordia de Dios, pues los creadores de opinión de esas épocas, esencialmente gentes profundamente religiosas, veían tal hecatombe a través de los escritos de Homero, Sófocles, Galeno, Avicena, Tucídides, Procopio o Cantacuceno, por citar a algunos de diversas etapas, y desde luego del Apocalipsis y  la Biblia, de modo que, pensaban, todo era producto, como insinuara el hedonista Boccaccio, (que, por cierto, toma de Tucídides su descripción de la peste en Florencia) de le nostre inique opere, per la giusta ira di Dio. Solo así se podía explicar que, en palabras de Sabellico, las gentes sin distinción y sin saber por qué in spatio de giorni tre moriueno…a pena de cento uno rimase sano…alhora cascaueno tutti…luno sopra laltro cadendo moriua; non daua soccorso parente a parente,…non era medico ne medicina… Solo la ira divina podía explicar tanta desgracia. 

Tesis que vemos repetida en casi todas las grandes epidemias y que no faltó entre nosotros cuando se expandía esa misteriosa enfermedad que a la postre, ya domeñada, conocemos como SIDA (provocada por el VIH), y que no deja de ser traída a colación también en nuestros días, de manera semejante, cuando un patriarca ortodoxo de Ucrania afirmaba, de manera poco afortunada (ya que poco después se contagió), que la verdadera causa de la pandemia se encuentra en la práctica del pecado nefando (sodomía) o cuando muchas gentes y sus pastores exclaman que estamos exclusivamente en manos de Dios, y los presbíteros de parroquias y conventos pergeñan rogativas y oraciones colectivas, algunos incluso saltándose las normas cívicas de confinamiento, que parecen valer de poco ante la ira de su Dios. Y cuando algún personajillo de cuarta fila pero con eco en las redes, vaticina, como ya hiciera Dioniso de Halicarnaso, que cuando todo falle, cuando falten los remedios y nos veamos realmente perdidos, volveremos nuestros ojos a Dios, de modo que, vacíos los estadios, las calles, los templos del ocio secular a que tan aficionados somos, se llenarán las iglesias en busca del último refugio posible, que, quizás, como en tiempos de Publio y Apio Claudio, no se encuentre, pues entonces no funcionó remedio alguno, tampoco las súplicas a los dioses, ni los sacrificios ni los últimos recursos a los que los hombres se ven obligados a acudir en semejantes desgracias… Vieja tradición esta de buscar salvación en lo sobrenatural renovada ampliamente en nuestros días cuando viejos revolucionarios arrepentidos y fosilizados representantes del Ancien Régime, como Daniel Ortega, sedicente presidente de Nicaragua, y Luis Alfonso de Borbón, bisnieto de Franco y desubicado aspirante a la Corona de Francia, coinciden en las causas de la tragedia (castigo divino por los pecados de los insolentes mortales) y también en las soluciones, como consagrar al Señor la Patria entera (como hiciera en su día Alfonso XIII con España) en el centro geográfico de Francia…

Imagen: Getty Images

Todo tiempo pasado fue actual”, explica Emilio de Miguel en un entretenido libro centrado en la Historia de la Literatura que acaba de aparecer[5]. Y así parece también en estos negocios que estamos tratando.

Pues, para que no falte nada, también está presente como una invariante antropológica, como una reacción psicológica de funestas consecuencias por ser tan sencillo de manipular, la búsqueda de un culpable; necesitamos saber quiénes son los responsables y tomar las medidas precisas contra ellos; si en Tebas fue Edipo el culpable involuntario, como escribió Sófocles, en el siglo XIV fueron culpados los judíos, y por consiguiente sus barrios destrozados, y además per totam Almaniam fuerunt combusti quod fontes et puteos intoxicarunt…; también los forasteros eran sospechosos, de modo que muchos sufrieron ataques, al punto que se hizo muy arriesgado a peregrinos, viajeros y comerciantes seguir sus periplos. Pues bien, en nuestros días han aparecido noticias de, inicialmente, agresiones a chinos en Europa, pues se les consideraba culpables de difundir el que tan irresponsablemente Trump (y sus tristes émulos) denomina “el virus chino”, sobre el que esparce la especie de haber sido creado en un laboratorio de Wuhan, y ahora, cuando el centro de la epidemia está en Europa y en EEUU, conocemos agresiones a europeos, y también a africanos, en China, donde, además de empezar a difundirse  que SARS-Cov-2 es un virus artificial sembrado por los americanos, no se quiere ni pensar en la posibilidad de una recaída provocada por extranjeros portadores ; y ya hay pueblos españoles que, además de culpar a los gitanos de difundir el virus, se blindan contra forasteros y rechazan a los madrileños cerrando los accesos incluso mediante “bloques de hormigón, vallas y montañas de tierra”.  A veces, estas reacciones hostiles cobran la forma moderna de sabotaje a torres de comunicaciones erigidas para el 5G, pues se ha corrido la pasmosa idea de que con ellas las fuerzas ocultas piensan controlarnos usando un chip que nos inocularán a todos con la vacuna que ya tienen preparada y que están haciendo desear para vencer las resistencias de quienes conocen tan diabólico plan; menos sofisticado, pero más tradicional, es el apedreamiento del gobierno, al que la oposición en España tilda de criminal, o en su caso del autobús en que se traslada a unos ancianos desde una residencia sin medios a otra mejor dotada, como ha ocurrido en La Línea de la Concepción, o el rechazo de algunos vecinos a que el personal sanitario que sale de trabajar en los hospitales regrese a sus barrios, a sus casas; miedo al contagio y a la más mínima posibilidad de padecerlo que también en la Sevilla asolada por una epidemia de peste llevaba a la gente a tapiar las casas de sus vecinos enfermos. Cuarentena estricta ayer que, a la fuerza, tenía que pasar el común de los mortales afectados en confinamiento extramuros de la ciudad, en unos chamizos que, según parece, eran auténticos mataderos; y cuarentena estricta hoy, también en residencias de ancianos que, según se dice, han estado (y parece que siguen) medio abandonados a su suerte a pesar de ser el colectivo identificado como más vulnerable (residencias que también han sido calificadas como mataderos al conocerse la extraordinaria mortalidad que han sufrido).

Los bulos, que constantemente se difunden estos días sobre las más diversas cuestiones relacionadas con la pandemia, y que no repetiré por no darles pábulo, circulaban igualmente por la Europa de mediados del siglo XIV, pues las situaciones trágicas suelen crear el caldo de cultivo para ello, son fábricas imparables de rumores, noticias falsas o datos equivocados. Ya hemos mencionado cómo entonces se señaló a los judíos y a los extranjeros como culpables de diseminar el mal, pues aquí y allá alguien afirmaba haberlo visto, y cómo ahora se culpa a los chinos o a los americanos de hacer pérfidamente lo mismo; como también se decía que los niños no temían a la muerte negra sino que, felices, cantaban dando gracias a Dios y advirtiendo a los adultos sobre la inconveniencia de mantener sus pecaminosos hábitos; en muchos pueblos, se informaba, la gente se amortajaba en vida para estar así preparados cuando la muerte se los llevara; era fama que el humo de la combustión de plantas aromáticas podía prevenir el contagio, y por ello el papa Clemente VI se encerró en su palacio y, haciendo grandes hogueras, no quería ver a nadie[6]En fin, una vez satisfecha la ira de Dios, su misericordia permitió que se iniciara la recuperación de tales masacres, pues, dice el cronista, por todos los sitios se veían mujeres encintas albergando casi siempre tres criaturas en su seno…

Extremaunción a víctimas de la peste (foto: Getty Images)

Como sabemos, la gran manifestación en Madrid del pasado 8 de marzo ha sido insistentemente señalada por determinados sectores políticos, sociales y mediáticos como el origen de la extensión de la pandemia, imitando seguramente sin saberlo, y sin atreverse  de momento a decir tanto, a Iehan Platina (1421-1481), para quien la causa de la peste desatada en Italia (donde hizo estragos durante tres años, de modo que, dice, de mil apenas se salvaban diez)  fut pour ce que en ce temps estoit le Iubile et pour lefluence du peuple tout le pays de Romme fut contagieulx. Una multitud che da ogni banda era venuta a Roma, al jubileo[7], con fetore, sporchezza e puzza, precisa en la edición italiana. Información procedente de Petrarca y que con idéntico tono puede leerse en Schedel,  para quien el morbo se extendió entre la multitud zaparrastrosa que omnia inficerentur. Insinuación basada en la evidencia, también hoy constatable, de que el morbo siempre se ceba con mayor agresividad entre los pobres y los humildes, que no pueden refugiarse en casas de campo ni en segundas residencias, que no tienen holgura para confinarse y que día que no trabajan día que no comen. Así es como esta segunda ola de la COVID 19 que estamos padeciendo ha podido ser calificada como “la de los pobres”.

Petrarca, que vivió la pandemia de 1348 y nos dejó noticias de cómo la vivieron los contemporáneos, destacaba el hecho insólito del “silencio de los campos”, hasta entonces semilleros de vida y de alboroto, silencio atemorizante y anunciador de la catástrofe sin precedentes que, afirma, se está produciendo por doquier; silencio que, en nuestras ciudades, barrios y calles de hoy es destacado por observadores (“hay un silencio raro, estremecedor”, se lee en la prensa) y percibido igualmente como amenazador, como heraldo de las desgracias que se nos vienen encima.

Hay, pues, un patrón, un modelo narrativo para describir las tragedias humanas que se repite desde tiempo inmemorial[8] porque expresar el horror que se vive requiere siempre de máximos semánticos, de hipérboles, de adobar los hechos vividos o conocidos con otros imaginados, considerados como posibles en esas circunstancias, y que, efectivamente, consiguen inspirar relatos tremendamente efectistas, dramáticos, impresionantes…y del todo parecidos. Biraben y Le Goff explican que la descripción de la peste de Marsella de 588 hecha por Gregorio de Tours vale perfectamente para describir la de 1720 en la misma ciudad hasta en los detalles. El año 2018 se recordaba el centenario de la llamada gripe española y la prensa publicó algunas informaciones y entrevistas con especialistas; pues bien, en eldiario.es del día 28 de octubre de ese año aparece una información en la que el periodista pone en boca de un especialista en salud pública que esta gripe, como pandemia ha sido la peor de la historia, porque concentró una elevada mortalidad en un periodo relativamente corto de tiempo, al punto de que no fueron pocos los que temieron por el futuro de la humanidad; y es que las distintas estimaciones que se han hecho aseguran que la pandemia pudo afectar a una cuarta parte de la población mundial y la cifra de muertos pudo superar los cien millones. Claro es que desconocemos la cifra de la población mundial existente por entonces, que se estaba en medio de una guerra mundial (en la que es muy difícil evaluar las causas de tanto muerto como hubo) y que en la propia noticia las cifras de víctimas oscilan entre cincuenta y cien millones… Pero para enfatizar la gravedad hay que recurrir, como antaño, a frases como la peor de la historia, la humanidad en peligro, los sepultureros no dan abasto, cadáveres abandonados… En fin, esta pandemia del siglo XX, dicen, mató a más gente en un año que la peste negra en un siglo. En el verano del 2019 un historiador inglés sube la apuesta plaguifílica y afirma que el verdadero motor de la historia ha sido la malaria, ya que esta enfermedad, transmitida por la hembra del Anopheles, ha sido la causante, calcula, de la muerte de 52 mil millones de un total de 108 mil millones de humanos que, dice, han poblado la tierra desde sus orígenes (entiendo que se debe remontar a Adán, o quizás a Lucy…). Este mosquito, se lee en un artículo divulgativo firmado por un catedrático español, ha sido durante milenios la fuerza más poderosa para determinar el futuro de la humanidad y condicionar el moderno orden mundial, ni más ni menos.

Recogida de cadáveres (imagen: venetostoria.net)

Como se ve, la literatura apocalíptica en cada época tiene su afán. Y tampoco ahora, en estos primeros pasos que estamos dando para construir el relato del horror que vivimos, faltan expresiones como “estamos ante la epidemia más importante de la historia”, y en consonancia se adelantan cifras de los muertos que se han de producir sin más fundamentos que algunas inferencias derivadas de unas estructuras mentales, culturalmente heredadas, que nos impulsan a especular y poner números al horror. En el siglo XIV se dio la vuelta a la expresión “diezmar” para reflejar las pérdidas humanas de la pandemia, de modo que en lugar de significar que muriera uno de cada diez se afirmó que apenas se salvó uno de cada diez; un documento de San Pedro de Almedina (Coímbra) dice que en 1348 la peste por todo el mundo fue tal que non ficou hi uiua a dizima dos homees e molheres que entom hi auia; las evaluaciones globales en documentos como  el Cronicón Conimbricense hablan de dos tercios de muertos (asi que igualmente morreron as duas partes das gentes). En el Cronicón Gerundense puede leerse: Anno MCCCXLVIII fuit maxima mortalitas… taliter quod ex peste perierunt in ista diocesi Gerundae et etiam provintia Tarrachone duae ex tribus partibus hominum et mulierum…

Cuando las fuentes medievales dan cifras, dice un historiador británico, en realidad lo que hacen es manifestar su nulo sentido estadístico. Y así debe de ser cuando, por ejemplo, se ha dicho que hay documentos (yo los desconozco) que hablan de que en Alemania sucumbieron 124.434 frailes franciscanos a causa de la epidemia de 1348, o se menciona una estadística encargada por Clemente VI en la que se recoge la cifra de fallecidos por la Peste Negra en Europa: exactamente 42.836.486. También en nuestros días asistimos a vaticinios terroríficos que nos hablan de que casi seguro (¿?) en Irán morirán tres millones y medio de ciudadanos (de momento se cuentan 24.000), que las autoridades de ese país, añaden, no contarán, de modo que nos quedaremos sin saberlo, y que ya están preparando largas fosas comunes, de hasta 90 metros, para ir apilando los cadáveres. Algunos barruntan que en Italia las defunciones pueden llegar a 600.000 (de momento, en octubre no llegan a 36.000)… Claro es que hoy, como entonces, desconocemos el número real de infectados (algunos dicen que diez veces más de los identificados mediante pruebas clínicas y un estudio en California afirma que estamos calculando entre 50 y 80 veces menos infectados de los que hay realmente), las causas reales de muchos fallecimientos (¿de coronavirus o con coronavirus?), la letalidad y la morbilidad del virus, ; a finales de septiembre en ningún sitio se sabe con exactitud, ni siquiera por aproximación, el número real de muertos a causa de la pandemia, pues se revisa y modifica constantemente ya que, parece, la manera de contarlos deja de lado muchos decesos[9]); así es que, hoy como ayer, tenemos malas cifras, dice el conocido genetista Salvador Macip, de modo que apenas sabemos nada, lo que posibilita que muchos jueguen con los datos. Nulo sentido estadístico, pues, ciertamente, en el siglo XIV y, por no exagerar, nula claridad estadística en nuestros días, pues lo que tenemos en realidad es un auténtico guirigay de cifras con el que confusamente nos manejamos. Por lo tanto resulta harto arriesgado, y hasta contraproducente, difundir especulaciones de este tipo. Pero sin ellas los relatos de la catástrofe social quedan incompletos, y ya habrá tiempo de desmentir las cifras, si es el caso.[10]

Algo muy importante, sin embargo, diverge en las narrativas que estamos comparando; si en el siglo XIV reaparecieron los flagelantes, cohortes de desgraciados que recorrían caminos y ciudades fustigándose y orando para lograr el fin de la plaga, hoy los antivacunas celebran por doquier fiestas del coronavirus con el objetivo de extender el contagio y lograr así la inmunidad de grupo, a veces conocida, quizás con más tino en este caso, como inmunidad de rebaño. Y si entonces todo el mundo vivía horrorizado y no tenemos noticia de que nadie negara la apabullante presencia del morbo, hoy menudea el pintoresco movimiento de los negacionistas, estrambóticos personajes para quienes unas fuerzas oscuras tratan de dominar a la humanidad aprovechando la credulidad de las gentes.  Claro que negar la evidencia no impide darse de bruces con ella, como les ha ocurrido a millares de ellos y últimamente también a algunos próceres detentadores de altas responsabilidades (Bolsonaro, Johnson, Trump…).

Marsilio Ficino explicaba en el siglo XV que la única alternativa para salvarse de la pandemia era huir inmediatamente, irse lejos y regresar tarde, consejo que, se malicia un historiador, fue seguido en primer lugar por los médicos, que ya sabían lo que iba a ocurrir, pero en la actualidad el personal sanitario en todos los sitios permanece en su puesto al lado de los enfermos aun a riesgo de contagiarse (y se han contagiado muchos, entre otras cosas por las condiciones escandalosas en que deben desarrollar su trabajo), y seguramente serán algunos de los héroes en el relato que está por construir. Héroes que tampoco faltan en los relatos sobre la Peste Negra: los frailes de muchos conventos, se dice, fueron los únicos en reunir el valor necesario para atender enfermos, consolar moribundos y enterrar muertos, pagando con ello un duro tributo en vidas. También hubo entonces y hay hoy villanos, pero creo preferible ignorarlos.

Imagen: venetostoria.net

Sobre una realidad vivida, sobre una experiencia filtrada por el tamiz de las mentalidades de la época, de la cultura heredada y de los protagonistas que intervienen, se construye un relato. Relato que tarda en cuajar y que no es único porque no son únicas las experiencias humanas, ni tienen el mismo carácter ni se interpretan de la misma manera. Pero pasado un tiempo, las generaciones alejadas de los hechos que se narran fijarán un retrato canónico para dar cuenta de ese acontecimiento del pasado.

Y así resulta que si sobre una realidad vivida y entendida de forma subjetiva con las herramientas de la época se construye un relato, al final es el relato ya cuajado el que acaba construyendo la realidad histórica. Así ocurrió en 1348 y quién sabe si no ocurrirá lo mismo con esta pandemia del siglo XXI.

 

[1] No tratamos de negar la presencia de la epidemia de 1348 ni de minimizar sus consecuencias en la Península. La idea es que en las condiciones sociodemográficas medievales, con una multitud de pequeñas aldeas y lugares esparcidos a lo largo y ancho del territorio, el morbo puede, efectivamente, eliminar la mitad o dos tercios de la población de algunas de ellas y provocar la emigración de los demás, con el consiguiente abandono del lugar. El problema se produce cuando se extrapola esa incidencia al conjunto de la población de un reino. En fin, no es lo mismo aceptar la pérdida de dos tercios de los habitantes de unas cuantas aldeas de unas comarcas que afirmar que el reino de Aragón perdió el 50% de sus habitantes o que Cataluña o Galicia perdieron dos tercios.

[2] Narraciones que se repiten a lo largo de siglos llegando hasta la edad contemporánea; con frecuencia resuenan las voces de Homero, Sófocles, Tucídides, Galeno…Así es como se ha podido decir que la descripción de la peste de Marsella de 588 hecha por Gregorio de Tours vale perfectamente para describir la de 1720 en la misma ciudad hasta en los detalles.

[3] En el último cuarto del siglo XV Helías Capreolus, en su Chronica de rebus Brixianorum, redacta esta magnífica síntesis: Locustas praeterea multiplicato numero e caelo caecidisse ferunt, quae frondes frugesque despacentes eam famem mortalibus intulerunt ut ad inhumanum cibum plurimi hominum sint compulsi: Quarum etiam corruptione et foetore execrabilis admodum pestis secuta annis tribus per totum fere orbem debacchata adeo desaeuit ut decimus uix quisque hominum supersteterit. Pluribus derelectis uillis, oppidis et municipiis. Ciertamente en concreto de la epidemia en Brescia nada sabe, pero este brevísimo relato recoge ya muchos de los ingredientes que se ven en autores anteriores y posteriores.

[4] Es tal el miedo que se desata entre muchas gentes, que una de las primeras reacciones de muchos ciudadanos norteamericanos ha sido la de reponer armas y municiones, hasta el punto que el gobierno ha incluido a las armerías como servicio esencial, como los supermercados.

[5] Emilio de Miguel Martínez, Paseo entretenido por textos medievales. Ediciones Universidad de Salamanca, 2020.

[6] Pero como la Historia se escribe como se escribe, la biografía oficial de este Papa anuncia que durante la pandemia protagonizó heroicas y generosas acciones en defensa de enfermos y moribundos arriesgando la propia vida. No creo que tardemos mucho en ver cómo se reescriben y se blanquean las declaraciones y decisiones del presidente Trump y sus insólitas sugerencias de inyectar desinfectante a los enfermos para limpiarlos del virus, como se hace con las calles, edificios o enseres,  o, en su defecto, aplicarles una luz tremenda, incluso en el interior de su organismo para curarlos.

[7] En 1350 se celebra Jubileo en Roma a donde acude más de un millón de fieles, ocasión magnífica, por cierto, para desatar la codicia y la picaresca de los romanos, convertidos todos en hosteleros y especuladores autores de un largo rosario de fechorías, como impedir la entrada de alimentos a la ciudad para provocar una carestía de escándalo y desplumar a los peregrinos.

[8] Alsina, J.: “¿Un modelo literario de la descripción de la peste de Atenas?”, en Emérita, LV, 1 (1987), págs. 1-13.

[9] El 23 de abril de 2020 se lee en El Plural que Madrid ha incorporado a la cifra oficial de muertos otros 6334 que no estaban comunicados, y que en el Reino Unidos el número de fallecidos es seguramente el doble de los hasta entonces computados. Noticias de este tenor se han repetido en los últimos meses. Hoy, como entonces, carecemos de información fiable sobre los estragos de la pandemia. 

[10] Datos oficiales muestran que del 17 al 31 de marzo de 2020 han muerto en España un total de 23.714 personas (por cualquier causa, incluidos pues accidentes etc.),  8.632 de ellas por (o con) coronavirus, cuando por la media estadística anterior a la epidemia se esperaban 16.960; por tanto, ha habido un exceso de 6.754, lo que significa prácticamente el 40% de incremento en esos días; o sea que no podemos extrapolar  el dato a todo el año 2020. Y a mediados de abril se publica que durante el mes de marzo ha habido 18.000 fallecimientos más de los esperados por la tasa de mortalidad; a finales de septiembre las cifras oficiales hablan de más de 32.000; una tragedia, sin duda, pero obviamente muy lejos todavía de las apocalípticas previsiones que algunos difunden sin ton ni son, pues como se ha dicho, estamos muy lejos de conocer las cifras reales que nos permitan valorar. 

Portada: Triunfo de la muerte (1484-1485), fresco de Giacomo Borlone de Buschis en el Oratorio dei Disciplini de Clusone, reconstrucción por Giovanni Darif (1859)(imagen: Wikimedia Commons)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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