Noticia de libros
In Memoriam
Claude Morange (1937-2019) (*)

 

 

 

Presentación

« […] Con el tiempo, fui aprendiendo  que no existía un único e inevitable camino del pasado al presente, sino una multitud de posibilidades. […]  Y entendí, por consiguiente, que lo que había  estado estudiando no era la crisis y hundimiento de un régimen, sino el proceso por el cual unos protagonistas sociales crearon un determinado régimen nuevo, imponiendo una entre las diversas formas en que era posible construir el futuro […] ».   (Josep Fontana, Introducción a De en medio del tiempo, febrero de 2006, p. 10)

Este libro tiene una larga historia. Todo empezó hace casi medio siglo cuando, siguiendo los consejos de un admirado maestro, que acababa de defender una magnífica tesis sobre Larra, me lancé a estudiar la personalidad y la obra de Sebastián de Miñano, porque a dicho maestro le interesaba la filiación del «Pobrecito Holgazán» al «Pobrecito Hablador», no solo por la elección del seudónimo, sino por el superior manejo de la ironía, que hacía de esos satíricos dos maestros del panfleto político, aun si, por supuesto, no se le escapaba que ni la situación de 1832 era ya la de 1820, ni las convicciones políticas de Larra eran las mismas que las de Miñano. Se trataba de analizar los textos, según los métodos empíricos tradicionales, aunque estudiándolos en su entorno histórico. Esto me llevó progresivamente a operar una conversión a los estudios históricos, para los que no tenía ni la más mínima preparación. Debe tenerse presente que, para una generación que había recibido, en la antigua Facultad de filosofía y letras de la Sorbona, la tradicional formación literaria y lingüística, semejante conversión representaba un esfuerzo difícil. En vano recordaban algunos novadores que, al fin y al cabo, también la literatura es historia; los  historiadores miraban con cierta condescendencia a esos «espontáneos». En los departamentos de lenguas y literaturas extranjeras, los estudios de historia se llamaban púdicamente de «civilización», por no molestar a los «verdaderos» historiadores. Los que querían dedicarse a ellos eran en gran parte autodidactas. Muchos lo fueron en forma brillante, como demuestran las tesis de la generación de los François Lopez, Georges Demerson, Albert Dérozier, Robert Marrast, René Andioc y algunos más, cuyos trabajos han enriquecido considerablemente la historia de las ideas y la historia cultural de España en el tránsito del siglo XVIII al XIX.

Como otros muchos, pues, fui aprendiendo sobre la marcha, por así decirlo. Me lancé a investigar sobre el hasta entonces mal conocido itinerario de Miñano antes de 1820.  Los resultados los expuse en Paleobiografía, 1779-1819, del «Pobrecito Holgazán», Sebastián de Miñano y Bedoya, primera parte de una biografía, publicada en esta misma editorial. Lo lógico, y ese fue el proyecto inicial, hubiese sido seguir la trayectoria del personaje durante el Trienio constitucional, en que sonó mucho (y no siempre elogiosamente) el nombre de Miñano, primero por las graciosas, corrosivas y superiormente dibujadas, caricaturas que, en la primavera de 1820, dirigió contra los rancios partidarios del antiguo régimen, y luego por su colaboración en El Censor, de que fue, con Amarita, como luego se verá, uno de los fundadores. Pero, por importante que fuese en dicha publicación el papel desempeñado por Miñano, sus artículos no eran sino una parte de una empresa mucho más ambiciosa, que hizo del Censor, como han subrayado muchos autores, una de las principales publicaciones periódicas del Trienio o, en todo caso, una de las más densas, ideológicamente hablando. Los capítulos dedicados al Censor fueron cobrando tanta importancia que pronto me resultó evidente que se trataba de mucho más que de una segunda parte de la biografía del « Pobrecito Holgazán », y que había que considerarlos como un estudio por separado, aunque solo fuera porque en la empresa habían confluido los esfuerzos de cuatro redactores, siendo tan importante el papel  de Lista o Hermosilla como el de Miñano.

Sebastián de Miñano y Bedoya (1779-1845)(imagen: clasicoshistoria.blogspot.com)

No hay estudioso del Trienio que no haya destacado la importancia del Censor. Pero la que hoy llamaríamos revista ha sido más citada que realmente estudiada. Es tal la riqueza de aspectos que presenta y la multitud de problemas que plantea que se necesitarían varios tomos para estudiarlos todos detenidamente. En este libro, tampoco me ha sido posible abarcar toda la problemática. No he tenido más remedio que limitarme, centrando el estudio en la doctrina política de los redactores, por la sencilla razón de que este es el aspecto en el que ellos mismos hicieron hincapié, pues, como es bien sabido, El Censor no fue un noticiero, sino un periódico esencialmente doctrinal. Es esto tan cierto que la colección de los artículos de Lista (que pueden repartirse en dos bloques : los de teoría constitucional y los de política extranjera), una vez ordenados en forma algo sistemática, podrían constituir un pequeño tratado de liberalismo, en su vertiente moderada.

Al principio, todo parecía sencillo, sospechosamente sencillo : cien veces se había repetido que El Censor era el portavoz de un supuesto partido « afrancesado ». Pero, como bien advirtió Antonio Elorza, hace ya bastantes años, la cosa era un poco más complicada. Más allá de las clasificaciones superficiales, vio claramente que desde El Espectador Sevillano de 1809 (nada «afrancesado», sino al contrario, muy patriótico) hasta otras publicaciones de los años treinta, se iba afirmando una corriente de pensamiento antiabsolutista y, al mismo tiempo, muy crítica para con el liberalismo radical (que no me resuelvo a calificar de revolucionario, porque muchos de los llamados «exaltados» del Trienio lo fueron mucho menos de lo que suele decirse).  El Censor ocupó un lugar central en la gestación de lo que, justamente en aquel momento, empezó a llamarse «moderantismo», palabra que, desde el principio, tuvo connotaciones más negativas que la de moderación[1] . Pero no olvidemos tampoco que la galaxia de los moderados fue multifacética. Hubo en aquel momento otros muchos moderados (Martínez de la Rosa, Toreno, o los «anilleros») que siguieron su propia trayectoria, a veces muy distante de la de los redactores del Censor. Hablar de moderantismo en general es, pues, una simplificación engañosa. De todas formas, en esa prehistoria de los partidos, no se trataba, ni podía tratarse, de un grupo estructurado, y menos aun de un partido, en el sentido moderno de la palabra.

Luis López Ballesteros (1782-1853), retrato por Luis Ferrant (imagen: Real Academia de la Historia)

Por lo que hace al Censor, (como se verá en este estudio) sus redactores ni siquiera constituyeron un grupo ideológico del todo coherente. Pero, a pesar de su limitado número, desempeñaron un papel esencial en las batallas ideológicas del Trienio. Acasos de la historia y de la política reunieron a dos de ellos, primero en Sevilla, y luego en el exilio, mientras los otros dos coincidieron en el Madrid josefino, teniendo luego que refugiarse también en Francia. Itinerarios, pues, solo en parte paralelos, que reunieron a cuatro individuos de muy distinta personalidad, que luego seguirían juntos, aunque cada uno a su manera, después de 1823, al ponerse al servicio de Luis López Ballesteros, en quien vieron la encarnación de un soñado neoabsolutismo ilustrado. Esta trayectoria ha llevado con frecuencia a ver una admirable continuidad entre la última generación ilustrada y algunos sectores del primer liberalismo, lo que ha generado el tan manoseado tópico de un armonioso tránsito de la Ilustración al liberalismo moderado, que no es sino una de esas ideales construcciones que disimulan en el fondo una visión teleólogica de la historia (la que supone que los ilustrados estaban preparando el liberalismo). ¿No es esto lo que expresaba Josep Fontana en la frase que sirve de epígrafe a este texto ? Ni las vías del progreso estaban trazadas, ni venían determinadas por unas supuestas causas finales. Todo fue mucho más complicado.

Lo que sí es cierto, es que la referencia al 1789 francés (admirado por unos, aun cuando no se propusieran tomarlo por modelo; y vilipendiado por otros, hasta presentarlo como el mal absoluto), condicionó gran parte de las opciones políticas del primer tercio del siglo XIX. En la publicística del momento, acabó siendo un ejercicio obligado el tema de las diferencias entre revolución francesa y revolución española. Los liberales españoles hacían lo imposible para demostrar que ellos eran muy diferentes de los revolucionarios franceses, mientras que sus enemigos utilizaban el argumento opuesto para desconceptuarlos, instrumentalizando al efecto el trauma que había causado en los ánimos el enfrentamiento bélico y la ocupación militar napoleónica. A lo que los primeros se esforzaban en contestar que no se debía ni imitar servilmente a la revolución francesa ni desecharla globalmente, como querían los conservadores, sino sacar de ella las lecciones aprovechables por otros países tratando ante todo de evitar la violencia que la caracterizó. Por eso, celebró Lista en El Censor el que en las revoluciones de Nápoles y Portugal se hubiese seguido «la táctica moderna, puesta en práctica y enseñada a las demás naciones» por los españoles, de realizar una revolución sin violencia. En la historiografía (aunque en forma distinta según las opciones de cada uno), esa obsesiva referencia perduró durante decenios, tomando a menudo la forma de un modelo interpretativo según el cual la revolución española no había sido sino una modalidad particular del gran movimiento universal de liberación del absolutismo iniciado en Inglaterra, Estados Unidos y Francia. En España, el concepto adquirió formas polémicas: piénsese en el interminable debate en torno al parecido entre Constitución de 1791 y Constitución de 1812. Pero, de la misma manera que los liberales de 1820 oponían «moderación» y «moderantismo», ¿no convendría que los historiadores actuales  distinguieran con más cuidado «tránsito» y «transición»?

Escena de la revolución de 1820 en Nápoles (imagen: Istituto di Ricerca Storica delle Due Sicilie)

Sin duda, durante su exilio en Francia, los cuatro redactores pudieron conocer de cerca el rico y multiforme pensamiento liberal moderado de la Restauración, la animada vida política francesa y las polémicas de prensa que, a pesar de los límites impuestos a la libertad de expresión, permitían cierto intercambio de ideas. El estudio de esas influencias debe tener en cuenta la cronología, esto es, el contexto preciso de la política francesa, en sus sucesivos momentos: violenta reacción del Terror blanco, Chambre introuvable, relativa recuperación de los liberales hasta 1819. La trayectoria personal de los redactores pudo tener su importancia en algunos planteamientos. Miñano y Lista (lo mismo que Burgos), regresaron a España en 1817, es decir tres años antes que Amarita y Hermosilla. Cuando los cuatro hombres se reunieron para lanzar El Censor, el enfrentamiento político en Francia, después del asesinato del duque de Berry, se había deteriorado mucho. Los liberales franceses tenían que combatir en una relación de fuerzas muy desfavorable, y que iría empeorando para ellos durante los años finales del reinado de Luis XVIII y, más todavía, durante el de Carlos X hasta llevar a la reacción inversa en 1830. por uno de esos movimientos pendulares, que a veces aparentan determinar el curso de la historia.

Es esencial tener presente que, en 1820, se produce una imprevista inversión de situaciones y perspectivas. En Francia, domina la contrarrevolución; en España acaba de triunfar una revolución liberal que ha permitido restablecer el régimen constitucional más avanzado de la Europa del momento ; los liberales franceses procuran luchar contra los ultras ; los de España (al menos, los moderados) consideran urgente detener los progresos del ultraliberalismo, al que llaman anarquía; en Francia –afirman los redactores del Censor– «el abismo de la contrarrevolución es mil veces más temible que el de la anarquía», mientras que en España amenaza el peligro opuesto. Este es el sentido de la sorprendente utilización que hacen de un texto de Saint-Simon, en el que llamaba este a la unión del Trono con las «clases industriosas», para salvar a la dinastía de los Borbones. Algunas semanas antes, en marzo de 1820, en una de sus primeras publicaciones, Miñano había citado una gráfica fórmula del barón Trouvé, que caracterizaba la revolución española como «una democracia cubierta con el manto real»[2] .  Obviamente, en 1820, la voluntad de conciliar monarquía y régimen representativo tenía una significación muy distinta en Francia y en España.

Dicho esto, cuando se habla de influencias ideológicas francesas en El Censor, importa saber de qué estamos hablando. Obviamente, sería absurdo considerarlas globalmente, como una prueba más del tan borroso y manido concepto de afrancesamiento, comodín que ha originado no pocas ambigüedades. Aplicado mecánicamente al período de la Restauración, el concepto puede acabar siendo fuente de confusión.  Reunir bajo un mismo rótulo a pensadores como Constant, Guizot, Royer-Collard y Saint-Simon no dice gran cosa de la significación ideológica de sus obras respectivas. Ni siquiera basta colocar a algunos en unas casillas de imprecisa definición. Se ha hablado, por ejemplo, de «doctrinarios» españoles (calificativo que los redactores del Censor utilizaron, pero sin aplicárselo a sí mismos). Loable afán clasificador , con tal de que previamente se haya definido con exactitud el contenido de esta denominación, lo que no debe de ser tan evidente cuando los historiadores siguen polemizando sobre lo que fue y significó el doctrinarismo, e incluso, sobre quiénes fueron exactamente los llamados doctrinarios[3]

Benjamin Constant (imagen: Online Library of Liberty)

De ahí la importancia que he concedido en este trabajo al estudio de las fuentes, evidentes unas y otras más difusas. He reunido en un apéndice las que he podido identificar. El cotejo de los textos obliga a descartar una lectura demasiado mecánica y simplista de la utilización del pensamiento de los publicistas franceses. El liberalismo francés de la Restauración dista de ser monolítico. El de Constant, Mme. de Staël y el grupo de Coppet, individualista y moderado, es muy distinto del de Guizot, elitista desde el punto de vista social e intelectual a la vez, liberalismo de notables, para el que hay una primacía del grupo sobre el individuo. Y se podrían multiplicar los ejemplos: la distancia es considerable entre Royer-Collard y Dunoyer, entre Lanjuinais y Destutt de Tracy, entre Manuel y Saint-Simon, entre Pradt y Daunou, etc. A la altura de 1820, lo que reúne a esos hombres es la urgente necesidad  de  resistir a la contraofensiva reaccionaria. En este sentido, ven en Constant uno de los más valientes «atletas» (como entonces se decía) de la falange liberal, una de las grandes figuras del liberalismo, en la Cámara y fuera de ella. Pero, en materia de doctrina, todo es más complicado, sobre todo con un personaje tan polifacético y flexible como Constant, cuyo pensamiento, debe estudiarse, en sus diferentes etapas, como producto de las situaciones políticas concretas en que se encontró, y sin separar sus doctrinas de la praxis política. Es, pues, más compleja de lo que podría pensarse la cuestión de las influencias. Como es de sobra sabido, en España también hubo varios liberalismos, y muchos de ellos «tornasolados», como escribió graciosamente Juan Bautista Cavaleri Pazos[4] .

Y lo mismo puede decirse de las influencias inglesas, que también fueron importantes. Demasiadas veces se ha señalado, en términos generales, la de Bentham en algunos artículos del Censor. Pero la verdad es que, si Hermosilla (lo mismo que Lista y Reinoso) le profesaba una gran admiración, lo que en él le seducía no era el radicalismo político, ni el multifacético pensamiento de los Tratados de legislación, sino la virulenta denuncia de los «sofismas anárquicos» de los revolucionarios franceses, que tan perfectamente encajaba con su obsesiva execración de los jacobinos. Por algo incluyó en El Censor, en su etapa final, una traducción de los Sofismas.

¿Dónde situar al Censor en ese amplio abanico ? Para aquellos que no admiten más marco interpretativo que el esquema bipolar y maniqueo (liberales versus «serviles», revolucionarios y contrarrevolucionarios o, como decían los contemporáneos, «buenos» y «malos»), la cosa no ofrece duda: los redactores del Censor están irremediablemente clasificados entre los reaccionarios, y de la peor especie : la de aquellos que se disfrazan de liberales para mejor combatir el cambio. A los que así piensan, sin duda les van a  decepcionar algunas páginas de este libro, pues no encontrarán en ellas esa lectura unívoca de los enfrentamientos ideológicos. Debo confesar que yo también, al principio, acepté el esquema interpretativo imperante, que describía el mundo posnapoleónico como un enfrentamiento entre los nostálgicos del antiguo régimen y los herederos de la Revolución francesa, entre los trasnochados defensores del absolutismo monárquico y los partidarios de un régimen representativo, entre conservadores y liberales, entre una sociedad basada en el privilegio y otra que pretendía proclamar la igualdad legal. Pero me fui dando cuenta de que ese esquema difícilmente permitía dar cuenta de la complejidad del panorama  ideológico del Trienio.

Alberto Rodríguez de Lista y Aragón (1775-1848) (imagen: Red Municipal de Bibliotecas de Sevilla)

Me parece poco discutible que los artículos del Censor (sobre todo los de Lista) demuestran  una voluntad efectiva de ofrecer del cambio político de 1820 una imagen positiva. Pudo tratarse de una estrategia, como se ve cuando elude las posibles críticas al Código Sagrado de 1812, remitiendo una revisión ( que juzga necesaria) a la época fijada en la Constitución misma. De la sinceridad o hipocresía del autor, al respecto, no me atreveré a juzgar. Pero la tonalidad general de esos artículos es de defensa del sistema constitucional. No hay en ellos ninguna nostalgia del Antiguo Régimen. No sueña Lista con la vuelta de la aristocracia y de los valores feudales. No quiere que vuelvan el absolutismo y la arbitrariedad anteriores. Aprueba los principios básicos del régimen representativo. Incluso considera que la Constitución de 1791 fue la que permitió generalizar en Europa los principios liberales. Sin embargo, al mismo tiempo, rechaza la radicalización que luego se produjo en el proceso revolucionario francés. En su opinión, « la verdadera libertad » excluye la violencia y la intolerancia. Quiere, pues, una asimilación crítica de esos valores, en sintonía con el liberalismo europeo (sobre todo francés) moderado de la Restauración. Sueña con un liberalismo sin revolución, como resultado de un lento proceso educador y civilizador. Aunque, repetidamente, proclama su respeto a la Constitución de 1812, su liberalismo es antidoceañista. Dicho de otra manera, ese pensamiento, realmente liberal, es profundamente antidemocrático. Lo que de contradictorio pueda haber en esta postura (contradicción más aparente que real, porque, fundamentalmente, el liberalismo nunca ha sido popular) ha llevado casi siempre a los comentadores a encarecerla (por moderadamente revolucionaria) o criticarla (por poco rupturista). He procurado en este análisis evitar los dos escollos de apología o vituperio. Ni encomiar, ni descalificar: solo tratar de comprender en contexto los fundamentos, motivos y mecanismos de elaboración de un pensamiento que se declara partidario de una monarquía constitucional, pero acaba defendiendo posturas muy poco liberales.

Ahora bien, todo lo anterior se aplica sobre todo a los artículos de Lista. Al principio, di por sentado que era lógico considerar globalmente la ideología del Censor. Pero, cuando empecé a analizar más de cerca los artículos, para procurar atribuirlos, en la medida de lo posible, a cada redactor, me resultó evidente que, más que matices, había notables diferencias de orientación ideológica entre ellos. Esto fue  para mí un auténtico descubrimiento: globalmente, El Censor se situaba en una línea de justo medio entre los dos extremismos ; pero había grandes diferencias entre los artículos doctrinales de Lista, por un lado, y por otro, los panfletos antijacobinos de Hermosilla o las sátiras antiexaltados de Miñano. Esta disparidad de pareceres y de tonalidad podría explicarse, en parte, por la diversidad de los temas tratados y las diferentes circunstancias en que se redactaron los artículos, en un contexto muy conflictivo, que, a lo largo de los dos años de la publicación, no podía sino generar evoluciones y contradicciones. Pero solo en parte, porque creo que también refleja las convicciones personales de los redactores. Resulta evidente, por ejemplo, que las ideas de Hermosilla eran mucho menos liberales que las de Lista. Para el primero, el liberalismo conllevaba un peligro de exageración, desorden y anarquía ; para el segundo,  era, como filosofía y como forma de organización de la sociedad, «una consecuencia necesaria de los progresos de la civilización» (El Censor, núm. 55, t. X, p. 5). Tal vez esa pluralidad de pareceres hubiese debido llevarme a individualizar el estudio, en vez de realizar un análisis global de la publicación. Pero, aparte de que hubiese sido muy difícil, por la atribución todavía incierta de muchos artículos, lo que ante todo me interesaba era tratar de caracterizar la labor de conjunto de un grupo, que, al fin y al cabo, coincidió en lo esencial, no siendo los redactores del Censor meros observadores de la política contemporánea (ni sus artículos meros reflejos de esa realidad), sino protagonistas en las batallas de ideas del Trienio. No puede dejar de sorprender, en efecto, el lugar sobresaliente que ocupó El Censor en medio de la multitud de publicaciones que entonces aparecieron. Redactado por solo cuatro hombres, que estaban a medio camino todavía entre los «literatos» del siglo anterior y los intelectuales de nuevo cuño (si se me permite el anacronismo), que se proclamaban independientes de todos los poderes y grupos de presión, suscitó durante meses una multitud de reacciones y polémicas. En medio de ellas, figuró constantemente el cuestionamiento de esa supuesta independencia. 

Desgraciadamente, faltan datos indiscutibles sobre este aspecto. Porque si, como luego se verá, queda claro que los promotores estaban relacionados con algunos sectores del liberalismo francés moderado, de lo que ocurrió luego, esto es, de una posible conexión de los redactores con los adversarios del régimen, sabemos demasiado poco. Desde otra perspectiva, se echará de menos la falta de datos concretos sobre los aspectos editoriales y materiales de la publicación. Durante mucho tiempo, abrigué la esperanza de dar con un expediente que permitiera tener una idea, aunque solo fuera aproximada, de las tiradas, de las áreas de difusión, de la evolución de las ventas, etc. ¿Quién leía El Censor? Teniendo en cuenta el precio de la suscripción, y el contenido algo exigente de muchos artículos, muy probablemente, personas de las capas medias: «literatos», propietarios, rentistas, negociantes, fabricantes, empleados, covachuelistas, diputados a Cortes, y otros publicistas, si se ha de juzgar por la frecuencia de las polémicas de prensa. Además, circuló también fuera de Madrid, pues lo citan en otras cabeceras de provincias. Pero, obviamente, esas son afirmaciones excesivamente imprecisas. El resultado es que el enfoque de este estudio es demasiado ideológico, defecto que con frecuencia he lamentado en otros. Aunque solo fuera por eso, este libro no cierra la investigación, sino que debería abrir perspectivas.  Quedan en pie muchos interrogantes, por ejemplo sobre la atribución de los artículos. Tampoco se abarca en él el análisis de algunos importantes artículos sobre cultura, filosofía y bellas letras, que tal vez hubiese permitido plantear el problema de una posible correlación entre las ideas políticas y las doctrinas estéticas  y pegagógicas de Lista y Hermosilla. Tampoco me ha parecido coherente con la orientación del libro volver a abrir el expediente de los artículos de crítica teatral de Lista, cuyo estudio inició J. M. de Cossío en El Romanticismo a la vista, aspecto que está necesitado de una revisión, en el marco de un estudio sistemático de la vida teatral durante el Trienio, en Madrid y en provincias.

Permítaseme una última reflexión: si de este libro solo debiera conservarse algo, serían sin duda los índices, porque podrán ahorrar a futuros investigadores muchas horas de un trabajo largo y fastidioso. Por eso, aunque, por razones editoriales fáciles de comprender, he tenido que aligerar algo el proyecto inicial, me ha parecido esencial conservarlos, como instrumento de trabajo y de referencia.

Interminable sería la lista de las personas que, a lo largo de este medio siglo, me han ayudado en una forma u otra. Y, como suele ocurrir en semejante caso, muy injusto será citar a éste y olvidar a aquél. Así y todo, aparte de los hispanistas franceses a quienes cité al principio, me es particularmente grato reconocer la deuda que he contraído en diversas etapas de mi itinerario con varios amigos o colegas españoles, que me proporcionaron una valiosa ayuda, me ayudaron a seguir adelante y me convencieron de publicar algunos resultados de mis investigaciones. Quiero, pues, que encabece la lista el nombre de Manuel Tuñón de Lara, cuya importancia intelectual para una generación de historiadores, especialmente franceses, tal vez no calibre en su exacto valor la joven generación. También quiero expresar mi agradecimiento a Alberto Gil Novales, entrañable amigo, que desgraciadamente nos ha dejado, con quien me unieron lazos de amistad y de admiración y cuyo inmenso saber y amor a los libros tantas veces me sirvieron de estímulo; a Emilio La Parra, incansable y fecundo investigador, que, cuando todavía yo no había publicado sino pocos trabajos, me concedió su confianza ayudándome a reunir algunos en Siete calas en la crisis del Antiguo Régimen español (Alicante, 1990); a Lluis Roura, Antonio Moliner Prada, Juan Francisco Fuentes, Javier Fernández Sebastián e Irene Castells, a quienes tuve la suerte de tratar, en España o en Francia, y que me enriquecieron con sus profundos conocimientos, su inteligencia y  fina cultura; y, last but not least, al doctor Ricardo Robledo, con quien tuve la dicha y el honor de mantener intercambios siempre enriquecedores, especialmente cuando trabajaba en su excelente estudio sobre el gran Ramón Salas. Él me toleró siempre preguntas, observaciones y reparos, con una gran disponibilidad y apertura de espíritu; y, finalmente, en los momentos de desaliento,  él me animó a proseguir la investigación.

 

[1]         Véase, por ejemplo, en Francia el opúsculo Du modérantisme mal interprété et de ses funestes effets, de A. H. Eydoux (publicado en 1815, pero probablemente redactado en 1799), para quien el moderantismo  era un caballo de Troya que los partidarios del Antiguo Régimen procuraban introducir en la República, para debilitarla desde dentro.

[2]     «Fernando VII, nuestro adorado Monarca, ha jurado esa democracia cubierta con el manto real» (posdata a la Impugnación del discurso del vizconde de Chateaubriand, p. 40).  La imagen de «un liberalismo cubierto con el manto real», la había utilizado el barón, con motivo de la traslación del cadáver del duque de Berry (véase Le Conservateur, t. VI, 77a. entrega).

[3]     Recuerdo en este trabajo que P. Rosanvallon ha negado tajantemente que los doctrinaires fueran liberales. Hasta hay quien aplica el calificativo a Benjamin Constant. ¡Notable confusionismo!

[4]     Expresión que utilizó en 1821 para calificar irónicamente el liberalismo, en su opinión acomodaticio, de José Manuel de Vadillo (en Carta suasoria al señor diputado en Cortes don José Manuel de Vadillo, p. 5).


 

Índice de la obra

PRIMERA PARTE: LA EMPRESA DE EL CENSOR

I. Los promotores

  1. Génesis del proyecto
  2. El papel de Amarita y Miñano en el lanzamiento de la empresa
  3. Tres hombres de negocios
  4. Liberalismo, edición y especulación

II. El equipo redaccional

  1. El desistimiento de Reinoso
  2. El binomio inicial Amarita-Miñano
  3. Alberto Rodríguez de Lista
  4. Gómez Hermosilla

III. Anatomía de El Censor

  1. El prospecto y el título
  2. Las características formales ¿Unos modelos franceses?
  3. ¿Un éxito editorial?
  4. De la imprenta de El Censor a la editorial de Amarita

IV. Los contenidos

  1. Entre literatura y profesionalización
  2. La temática: análisis de conjunto
  3. La temática: visión diacrónica

V. El reparto de papeles en la redacción

  1. Los redactores
  2. Colaboradores ocasionales

SEGUNDA PARTE: HISTORIA Y GEOPOLÍTICA

I. Lecciones de la historia

  1. La Antigüedad greco-romana ¿referencia cultural o modelo?
  2. El movimiento de la civilización: la historia como progreso
  3. Lecturas de la historia nacional
  4. ¿Legitimidad histórica o «anticuomanía»?
  5. Lecciones de la historia europea
  6. La «asombrosa» revolución de Francia
  7. De Bonaparte a Napoleón

II. El entorno internacional

  1. Una epidemia de congresos
  2. Equilibrio europeo y sueños de paz
  3. Las monarquías absolutistas
  4. Inglaterra: un modelo cuestionable
  5. Imágenes de la Francia de la Restauración
  6. Italia: esperanza y desilusión
  7. ¿Hacia una confederación de pueblos libres del Mediodía europeo?
  8. La revolución española en el contexto europeo

TERCERA PARTE: LA DOCTRINA POLÍTICA

  1. La política como ciencia
  2. De las formas de gobierno
  3. Soberanía y representación
  4. La palabra «constitución»
  5. Modelos y contramodelos
  6. Una constitución «inmortal» pero revisable
  7. La gran cuestión del bicameralismo
  8. La clasificación de los poderes
  9. El poder ejecutivo: el rey y los ministros
  10. La delegación de soberanía
  11. El poder legislativo y sus relaciones con el ejecutivo
  12. Armonía de poderes o equilibrio de fuerzas? Ni colisión, ni colusión
  13. De la necesidad de un poder conservador
  14. El poder judicial

EPÍLOGO

  1. Guerra al anacronismo
  2. Amnistía sin reconciliación
  3. Desgeneralizar la cuestión de afrancesados»
  4. Sobre la acusación de «servilismo»
  5. «Reformar transigiendo»
  6. Liberalismo y liberalismos
  7. El criterio de las fuentes
—–
Claude Morange, En los orígenes del moderantismo decimonónico: «El Censor» (1820-1822): promotores, doctrina e índice. Ediciones Universidad de Salamanca, 2019

(*) Claude Morange (Paris, 1937) falleció el 4 de diciembre. Había ingresado en la École Normale Supérieure de Saint-Cloud en 1955, al mismo tiempo que Pierre Dupont, Jacques Maurice y Augustin Redondo. Antes de la etapa docente universitaria, fue profesor de Segundo Grado en el liceo de Nancy y luego en la región de París. Ha sido profesor de la Universidad de Poitiers, de la Universidad de Paris I (Sorbonne) y de la Universidad de Paris III (hoy Universidad de la Sorbona Nouvelle) donde ocupó el cargo de Master-Ayudante y luego de Profesor hasta su jubilación en 1997. Se especializó en el estudio de la Ilustración española y de la época del primer liberalismo. Ha sido miembro del  Comité de Redacción de la revista Trienio revista, en la que publicó varios artículos, y asesor del Comité Científico de Cahiers de civilisation espagnole contemporaine. Pero pasó por la academia sin hacer ruido. Su discreción está a la par con la fortaleza de su obra.

 La relación de sus numerosas publicaciones está disponible en Dialnet y Wikipedia. Destacan: Una conspiración fallida y una constitución nonnata (1819), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006. Juan de Olavarría, Reflexiones a las Cortes y otros escritos políticos, selección, presentación y notas, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2007. Paleobiografía (1779-1819) del “Pobrecito Holgazán”, Sebastián de Miñano, Salamanca, Ed. de la Universidad, 2002. Sebastián de Miñano. Sátiras y panfletos del Trienio constitucional (1820-1823), selección, presentación y notas, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1994. Siete calas en la crisis del Antiguo Régimen español y un panfleto clandestino de 1800, Alicante, Instituto de cultura Juan Gil-Albert,1990. (En colaboración con P. J. Guinard), Les Lumières en Espagne, choix de textes, Paris, Editions Hispaniques,1987. Si un historiador cuando utiliza el género biográfico suele asociarse con el personaje biografiado, qué duda cabe que Morange se identifica con Miñano. Pero también, en cierto modo,  con Luis Gutiérrez, Ramón Salas, Larra…No hay que olvidar tampoco, sus lúcidos análisis sobre la obra de D’Holbach,  Filangieri o Bentham.

Comenta Augustin Redondo (Accueil, 2019) que habiendo sido políticamente activo y militante desde la época de École Normale Supérieure de Saint-Cloud, mantuvo, a pesar del desencanto de los intelectuales de su generación, una fuerte sensibilidad por los problemas políticos y sociales, así como por los problemas académicos, especialmente los relacionados con la historia.

Ricardo Robledo


Ilustraciones: Conversación sobre la Historia
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