Las demostraciones de descontento del sector primario europeo no son un fenómeno nuevo. Aunque la reciente oleada de protestas presenta algunas particularidades (relacionadas sobre todo con la cuestión medioambiental), el problema hunde sus raíces en un proceso histórico de largo recorrido. La nueva cuestión agraria en los países ricos se enmarca en procesos globales cuya naturaleza intrínsecamente paradójica no sólo tiende a desconcertar al público en general, sino también a los economistas. Se trata de un tema complejo, que no se presta bien a la simplificación que a veces se pretende. En este texto se presentan algunas claves con el objetivo de situar las protestas de los agricultores europeos en una problemática económica que, en líneas generales, existe desde la Primera Globalización de finales del siglo XIX.

Ángel Luis González Esteban
UNED

 

No se puede tachar una parte de la
historia como el que traza una raya
sobre una cuenta saldada

John Berger

 

La oleada de protestas protagonizada por los agricultores europeos durante las últimas semanas demuestra un descontento general en el sector primario. Sin embargo, tanto las dificultades que lo originan como las reivindicaciones propuestas son profundamente heterogéneas. Se trata de un tema complejo, que no se presta bien a la simplificación. La disputa política por la capitalización de ese descontento no hace sino enmarañar una situación ya suficientemente enrevesada.

El sector agrario está lleno de paradojas. Su propia modernización ha llevado históricamente a una disminución de su importancia económica (es decir, a una reducción de su peso en el conjunto del PIB y del empleo). Además, su éxito productivo – la multiplicación de la oferta – ha causado graves dificultades a los propios productores: la abundancia, y no la escasez, es la que ha originado reivindicaciones relacionadas con una remuneración “justa”. A su vez, la respuesta institucional que se ha dado a la problemática de los bajos ingresos – en el caso europeo, la Política Agraria Común (PAC) en sus múltiples versiones – ha contribuido a generar nuevas complicaciones que a veces se confunden con el problema original. También se ha destacado una “paradoja del desarrollo”: las políticas públicas tienden a ser más favorables a los agricultores a medida que estos constituyen una fracción más pequeña de la población (y tienen, por lo tanto, un menor peso electoral). Una explicación de este fenómeno se basa en el modo en que el cambio estructural altera los costes y beneficios asociados a las políticas agroalimentarias (De Gorter & Swinnen, 2002). Por ejemplo, a medida que un país crece económicamente, el porcentaje del gasto total dedicado al consumo de productos agrarios disminuye (reduciéndose así el impacto negativo sobre el bienestar de los consumidores que generan los aranceles y otras medidas orientadas a incrementar los precios agrarios). Desde el punto de vista fiscal, los subsidios al sector primario requieren de un menor esfuerzo per capita conforme el número de beneficiarios merma. Todo esto contribuye a explicar el relativamente elevado grado de apoyo social con el que cuentan – según algunas encuestas – las recientes movilizaciones de los agricultores europeos.

En líneas generales, la PAC también ha contado con el respaldo del electorado europeo durante sus ya más de seis décadas de andadura. Originalmente concebida para asegurar el abastecimiento alimentario – objetivo alcanzado muy tempranamente –  y para garantizar unos ingresos “adecuados” para los agricultores, la PAC ha ido ampliando sus objetivos (incorporando progresivamente pilares relacionados con el desarrollo rural y la sostenibilidad ambiental), modificando sus instrumentos (el apoyo vía precios ha cedido terreno a las subvenciones “desvinculadas” de la producción) y mutando de política común a parcialmente “renacionalizada” (los Estados miembros tienen margen de decisión respecto a los criterios de concesión y modulación de las subvenciones). El resultado es un entramado institucional extraordinariamente complejo, a medio camino entre un modelo de capitalismo agrario coordinado y el monstruo de Frankenstein (Collantes, 2020).

Gráfico 1. Exportaciones e importaciones de productos alimentarios (excluido pescado). España, 1960-2022. Fuente: elaboración propia a partir de FAOSTAT (2024)

Volviendo al terreno de las paradojas, una de las particularidades de la protección otorgada al sector agrario es que, al contrario de lo ocurrido en otros sectores, en no pocas ocasiones los beneficiarios han sido los propietarios de explotaciones muy competitivas internacionalmente. En las calles cortadas no descansan las azadas, sino tractores brillantes excepcionalmente productivos. España es una gran exportadora neta de alimentos, de la misma forma que lo es Francia (lugar en el que comenzó esta oleada de protestas) y el conjunto de la Unión Europea (gráficos 1, 2 y 3). El apoyo público al sector primario europeo, aun practicándose ya mayoritariamente vía subvenciones y no vía precios – algo que ha permitido relajar los altos aranceles impuestos históricamente a muchos productos – distorsiona el comercio internacional. De hecho, es uno de los factores que explican la larga agonía del multilateralismo desde la Ronda de Doha.

Más allá del mantenimiento de los ingresos y la protección “desleal” frente a terceros países, existen, por supuesto, algunos argumentos que justifican el apoyo público al sector. La agricultura moderna – mecanizada y altamente dependiente de insumos externos como fertilizantes artificiales y pesticidas – presenta lo que algunos economistas llaman “externalidades negativas”: un conjunto de costes sociales y ambientales que no quedan reflejados en el precio del producto final (por ejemplo, la degradación de los suelos, el vertido de contaminantes o la emisión de CO2 a la atmósfera). A veces la intervención pública en estos mercados se plantea como una forma de internalizar esos costes, acercando los costes reales a los sociales (superiores y muy difíciles de cuantificar… aunque no por ello menos importantes). El asunto también puede plantearse a la inversa, como muchas veces hacen, agrupados en torno a La Vía Campesina, los defensores del discurso de la “soberanía alimentaria”: las formas de producción agroecológicas son más caras porque presentan externalidades positivas en forma de servicios ecosistémicos, promoción de la biodiversidad, etc. Pues bien, las modulaciones sociales y la ampliación de criterios (o requisitos) para recibir las subvenciones ha pretendido alejarse – muy tímidamente – de un modelo en el que el dinero del contribuyente regaba sobre todo las explotaciones con más externalidades negativas. Todo apunta, no obstante, a que la implementación efectiva de estos cambios ha sido manifiestamente mejorable.

La problemática podría caracterizarse esencialmente así: los productos agrarios son demasiado baratos. Ello se debe a dos razones fundamentales: (1) las tendencias generales de la oferta y la demanda y (2) las externalidades previamente mencionadas. La primera razón alude directamente a otra paradoja, planteada hace más de dos siglos por Adam Smith y conocida como “paradoja del valor”: ¿cómo es posible que el agua, recurso indispensable para nuestra supervivencia, valga considerablemente menos que un bien sin apenas utilidad práctica como, por ejemplo, un diamante? La respuesta está en la oferta y la demanda. Lo que importa es la cantidad disponible del bien en cuestión (con relación a las cantidades disponibles del resto de bienes) y cuánto se demanda ese bien (de nuevo, con relación a cuánto se demandan el resto de los bienes). Pues bien, en el caso de los productos agrarios el crecimiento de la oferta durante las últimas décadas ha sido absolutamente formidable. Además – y para perplejidad de muchos economistas – en un contexto altamente proteccionista como el europeo, ese crecimiento no sólo se ha debido a la inversión (incrementos en la cantidad de capital) sino también, y de forma determinante, a fuertes mejoras en la eficiencia del empleo conjunto de los factores productivos (es decir, a mejoras en la llamada Productividad Total de los Factores; véase Martín Retortillo & Pinilla, 2015). Por el lado de la demanda, sin embargo, y ajustándose a las regularidades empíricas identificadas por el estadístico prusiano Ernst Engel en el siglo XIX, en contextos de crecimiento de la renta per capita la demanda de productos agrarios tiende a crecer más lentamente que la del resto de productos. Que los precios de los productos agrarios sean bajos por esta razón es, en principio, una buena noticia, pues hace que el fantasma de Malthus se revuelva en su tumba. Es cierto que estas tendencias presionan a la baja la rentabilidad de las explotaciones agrarias – aunque, dicho sea de paso, las tendencias medias enmascaran una realidad heterogénea – y expulsan población del campo. A veces esto supone un problema.

Gráfico 2. Exportaciones e importaciones de productos alimentarios (excluido pescado). Francia, 1960-2022. Fuente: elaboración propia a partir de FAOSTAT (2024)

El otro motivo por el que los productos agrarios son baratos es que sus precios no reflejan ciertos costes sociales y ambientales en los que se incurre al producirlos (las famosas externalidades). Que los precios sean bajos por este motivo – un fallo de mercado – no es una buena noticia, pues quiere decir que el precio lo pagamos (o lo pagaremos algún día) entre todos (aunque no por igual y no necesariamente en dinero). Cabe distinguir entre las externalidades negativas globales (por ejemplo, la emisión de CO2 a la atmósfera) y las locales (aquellas cuyos costes solo asumen, de forma localizada, algunos individuos). Que las externalidades negativas asociadas a determinadas formas de producción agraria sean mayoritariamente “locales” o “globales” tiene, naturalmente, implicaciones en las negociaciones internacionales en materia de política comercial. No es lo mismo restringir las importaciones de un producto cuyas condiciones de fabricación afectan – siquiera indirectamente – a los individuos del país importador, que hacerlo de otro cuyos costes sociales o ambientales únicamente se materializan en el país productor (responsable de su propia regulación).

Respecto a este tema, el discurso esgrimido por los principales representantes del campo español durante estos días ha girado en torno a la siguiente consideración: la regulación ambiental de la PAC incrementa los costes de las explotaciones europeas exprimiendo su rentabilidad y discriminando en favor de los bienes importados (cuya producción no estaría sujeta a una regulación tan estricta). Ante esta situación existirían dos alternativas: a) eliminar o relajar sustancialmente las regulaciones, abandonando el intento de internalizar las externalidades (locales y globales) o confiando en que sean unos consumidores más concienciados los que, a través de su demanda, discriminen en favor de la producción ecológica (pagando el precio “completo” de sus alimentos), o b) incrementar las ayudas para compensar a los productores europeos por amoldarse a unas prácticas productivas “mejores” que las de terceros países. El problema de la primera opción es que resulta poco realista: el compromiso de los consumidores con la sostenibilidad tiende a flaquear en el momento de sacar la cartera. Además, el fallo de mercado no se corrige, pues los consumidores “sostenibles” no sólo pagan el extra de los productos que compran, sino también los platos rotos de los que no compran. El problema de la segunda opción es que resulta muy difícil cuantificar qué parte de los costes se debe a la regulación ambiental. Es fácil escudarse en pretextos ambientalistas para camuflar un proteccionismo cuya inspiración básica es, en realidad, mucho más mundana (existe, de hecho, una larga tradición en este sentido, cuya práctica no es exclusivamente europea). Tanto el descontento del sector primario como las ayudas de la PAC son fenómenos que preceden al auge de las regulaciones ambientales (recordemos que los precios no son bajos sólo por las externalidades). Y las organizaciones internacionales encargadas de fomentar un comercio libre y justo llevan años moribundas, un fenómeno a cuya gestación la PAC no es ajena. En este sentido, el silencio de una voz europea que clame por una verdadera cooperación internacional es atronador.

Es necesario un debate sobre qué modelo queremos. También debe debatirse si la PAC es el mejor marco para desarrollarlo. Y, desde luego, es importante tomar conciencia de que la mayor parte de los lemas que escuchamos estos días – “todo el apoyo para el sector agrario”, “nuestra alimentación está en juego”, etc. – están desprovistos de significado, pues pueden utilizarse para defender una cosa y su contraria.

Gráfico 3. Exportaciones e importaciones de productos alimentarios (excluido pescado). UE-27, 1960-2022. Fuente: elaboración propia a partir de FAOSTAT (2024)
Bibliografía

Berger, J. (2023): Trilogía de sus fatigas. Penguin (Debols!llo), España. Primera edición: 1979.

Collantes, F. (2020): ¿Capitalismo coordinado o monstruo de Frankenstein?: la Política Agraria Común y el modelo europeo, 1962-2020. Universidad de Cantabria, Santander.

De Gorter, H. & Swinnen, J. (2002): “Political economy of agricultural policy”, en Bruce L. Gardner & Gordon C. Rausser (eds): Agricultural and Food Policy, Handbook of Agricultural Economics, vol. 2, part B, pp. 1893-1913. North-Holland.

Martín-Retortillo, M. & Pinilla, V. (2015): “Patterns and causes of the growth of European agricultural production, 1950 to 2005”, The Agricultural History Review, vol. 63(1), pp. 132-159.

Fuente: Conversación sobre la historia (versión ampliada del articulo publicado en The Conversation 7 de febrero de 2024)

Portada: Tractorada en Madrid (foto: Philippe Marcou/AFP)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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