Dámaso de Lario*
Diplomático e historiador

 

El término “Nuevo Desorden Mundial” responde generalmente a la percepción generalizada de un estado de caos, inestabilidad y complejidad en las relaciones internacionales, caracterizado por una disminución de la influencia de los poderes y normas establecidos, y por la aparición de nuevos actores y dinámicas.

Se trata de un fenómeno poliédrico, cuyas características fundamentales son: la desintegración política, las perturbaciones económicas, el malestar social y la catástrofe ambiental. Un fenómeno, sin duda, complejo que prácticamente inaugura el siglo XXI, aunque su gestación venga de antes, y que —para entendernos— representa la otra cara —la cruz— del “Nuevo Orden Mundial” que surge de los rescoldos de la II Guerra Mundial, se populariza tras la Guerra Fría, y viene a calificar la era de cooperación e internacionalismo liberal apuntalada por la hegemonía estadounidense y la expansión de la democracia. Una era que empieza a hacer aguas a finales del siglo pasado.

De cualquier forma, los “nuevos órdenes” y los “nuevos desórdenes” mundiales han existido siempre a lo largo de la historia, aunque no siempre se llamaran así; son producto de la evolución de los tiempos y de las circunstancias.

Generalmente venían referidos al “antes” y al “después” de grandes conflictos, que solían terminarse con reparaciones económicos, cesiones de territorios y consecuentemente cambios de fronteras. Me referiré sólo a los de los siglos XIX y XX.

Así, el Congreso de Viena (1815) puso fin a la breve, pero muy intensa, era napoleónica que había impuesto “su” orden tras la Revolución francesa de 1789. Un siglo después del “nuevo orden internacional” de Viena, que se desbarata con la I Guerra Mundial provocada por el Imperio alemán y Austria-Hungría —a las que pronto se uniría el Imperio otomano—, se configura otro “nuevo orden” en Versalles en 1919, tras la rendición de Alemania y su firma de las condiciones del Armisticio un año antes. El Tratado de Versalles, sin embargo, con las severísimas condiciones impuestas a los vencidos, contenía la semilla que haría saltar por los aires en 1939 el “orden” establecido entonces.

El “Nuevo Orden Internacional” de 1947

Concluida la II Guerra Mundial (1945) las potencias aliadas imponían a las potencias del Eje el “Orden Internacional de 1947”, fecha de la firma del Tratado de París, orden básicamente que iba a “reinar” en el mundo el resto del siglo XX.

Para los occidentales que nacieron antes de 1945, se trataba de un mundo ordenado y tranquilizador que ponía fin a medio “siglo de extremos”, como Eric Hobsbawm calificó el pasado siglo (1). Medio siglo trágico y desconcertante, en el que el nuevo orden surgido tras la rendición de las potencias del Eje había eliminado, en palabras de Keynes, la incertidumbre que “había corroído la desconfianza y las instituciones del liberalismo”.
Para los que tenemos más de 50 años, se trataba de un mundo de certezas que nos hacía contemplar el futuro con un optimismo razonable.

Terminada la Segunda Gran Guerra, se crean una serie de instituciones que ordenan el mundo, un mundo diseñado y controlado por Occidente, ya que Asia y el Pacífico (con la excepción de Australia y Nueva Zelanda), derrotado Japón, tenían una importancia marginal.

En 1945, un año antes de que terminara la guerra, se firman los Acuerdos de Bretton Woods que configuran un Nuevo Orden Económico internacional y establecen las políticas económicas mundiales que estuvieron vigentes hasta principios de las décadas de 1970. De esos acuerdos nacen, entre otros, el FMI (Fondo Monetario Internacional), el establecimiento del patrón oro y el GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) —sustituido en 1995 por la OMC (Organización Mundial de Comercio)—. El sistema quiebra parcialmente con la Guerra de Vietnam, que concluye en 1975.

El mundo estaba dividido entre el Este y el Oeste (pasó un tiempo antes de que se hablara del Norte y el Sur): dos bloques controlados por la URSS y los Estados Unidos de América, nuestro “ángel protector”, que tenía tropas, misiles y bases desplegadas por el mundo para asegurar su autonomía y apuntalar nuestra tranquilidad.

Las dos Alemanias y el Muro de Berlín simbolizaban gráficamente ese “mundo partido”, un mundo bipolar gracias al cual, nosotros, los del lado de los “buenos”, dormíamos tranquilos.


La creación de la ONU (Organización de las Naciones Unidas) en 1945 garantizaba a nivel internacional los consensos ganados con las armas. Allí se escenificaba la “coexistencia pacífica” al amparo de los “grandes”, los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE. UU., Francia, Reino Unido, URSS y China), en los que los “nuestros” (EE. UU., Francia y Reino Unido) eran mayoría. En los años sucesivos florecieron conferencias internacionales, tratados y acuerdos en materia de desarme y control de armamentos, y medidas de confianza con las que se estabilizaba una relación armada pero pacífica. Ese fue el juego de la distensión el tiempo que duró la I Guerra Fría, en el que las dos grandes Alianzas militares —la OTAN (1945) y el Pacto de Varsovia (1955)— aseguraban las certezas de sus respectivos miembros. La Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CESCE), cuya Acta Final se firmaba en Helsinki en 1975, iba a ocuparse de que las tensiones de la Guerra Fría se mantuvieran bajo control.

En nuestra Europa, mientras tanto, seis países (Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo) firmaban en 1957 en Roma el Tratado constitutivo de la Comunidad Económica Europea, al que siguieron el de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA) y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom). La firma de esos tratados representó un rayo de ilusión, en cuyo despliegue varios países europeos ausentes en Roma queríamos estar. Las esperanzas apuntalaban nuestras certezas.

Y en 1967, con objeto de erigir un muro de contención frente al comunismo en Asia, cinco países del sudeste de ese continente (Tailandia, Indonesia, Malasia, Singapur y Filipinas) constituían la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN).

Se concluía así, en cierta medida, la configuración del orden internacional surgido a partir del Tratado de París de 1947.

Primeras grietas del Nuevo Orden Internacional

Pocos sospechaban en 1989 la importancia que iba a tener para nuestro mundo la aparición del “internet de las cosas”, inventada ese año, y que está en el origen de la red informática mundial [www]; fue —casi literalmente— la cuna de la “segunda globalización” que estamos viviendo. Tardaríamos en sentir los efectos de esa invención, pero en noviembre del año en que apareció la red caía el simbólico Muro de Berlín, lo que suponía el fin de la I Guerra Fría, el de los bloques y el de la Unión Soviética, que implosiona y termina dividiéndose en quince Estados independientes. Un año más tarde, en 1990, se producía la reunificación de Alemania.

El fracaso del ambicioso proyecto de Gorbachov, a partir de 1985, de transformar el sistema colectivista de la URSS en un sistema capitalista de corte occidental, la “perestroika” (reestructuración), produjo la disolución del país en 1991. La subsiguiente Federación Rusa pasó a ser un país basado en un capitalismo oligárquico entremezclado con las estructuras de seguridad del Estado, la Iglesia ortodoxa restaurada y el imperialismo euroasiático. Rusia dejó de ser una potencia, pero desde su llegada al poder en 1999 Putin no ha dejado de interferir en Europa, inspirado en las políticas de la inevitabilidad y de la eternidad de su mentor ideológico, Ivan Ilyin, difusor de culto de las ideas formuladas por el teórico político filonazi Carl Schmitt. Timothy Snyder —especialista en Historia de Europa Oriental— lo explica con claridad en su obra El camino hacia la no libertad (2).

Tras su jura como presidente de la Federación Rusa en mayo de 2012, Putin presenta su proyecto de Eurasia como un instrumento para disolver la Unión Europea y así simplificar el orden mundial, proyecto en el que el liderazgo, por supuesto, solo podía corresponder a Rusia. Su idea de la integración pasaba por nuestra desintegración.

Ahora bien, sueños neoimperiales rusos aparte, una de las preocupaciones de los gobiernos occidentales, tras la desaparición de URSS y el fin de la bipolaridad que se había instalado con el orden internacional de 1945, fue el control del arsenal nuclear soviético, diseminado en tres nuevos Estados independientes —Bielorrusia, Ucrania y Kazajistán—. La solidez del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP), en vigor desde 1970 y al que se adhirieron 190 países, permitió la repatriación a Moscú de los arsenales de esos tres nuevos Estados.

El respeto a los pactos internacionales nos permitía seguir durmiendo tranquilos. Ya no había dos bloques, pero nos seguíamos sintiendo seguros; aunque me temo que Ucrania se ha arrepentido en los últimos tiempos de seguir los dictados del TNP en su momento.
En 1989, el mismo año del inicio de la segunda globalización y la caída del Muro, el filósofo británico John Gray predijo que el fin de la Unión Soviética no iba a ser el fin de la historia, sino su reanudación. Y profetizaba que el mundo post URSS “Sería el del regreso al terreno clásico de la historia, el de la rivalidad entre las grandes potencias, las diplomacias secretas y las reivindicaciones irredentistas” (3). No se equivocaba.

El final de las certezas

El primer aviso de navegantes fueron las Guerras yugoslavas (1991-2001) (4), once años después de la desaparición del mariscal Tito, cuyas consecuencias fueron, entre otras, la descomposición de la República Federativa de Yugoslavia en seis Estados independientes (5), y una gran crisis humanitaria con decenas de miles de muertos y millones de desplazados.

Pero fueron los atentados de Al Qaeda, de las Torres Gemelas de Nueva York en 2001 —el tristemente famoso 11-S—, lo que dio al traste con la tranquilidad que el orden internacional de 1945 nos había dado. Allí fue donde el terrorismo se puso de largo en todo el mundo y cuando algunas de nuestras certezas se empezaron a tambalear.

El segundo aviso de navegantes fue la invasión y ocupación de Afganistán por Estados Unidos y sus aliados en octubre de 2001, como respuesta al 11-S. No cabe duda de que el régimen de los talibanes era merecedor de reprobación, pero su derrocamiento y los 20 años de ocupación (2001-2021) no han conducido a la creación de una democracia de estilo occidental. No podía hacerlo porque, entre otras cosas, faltaban muchos de los ingredientes de una sociedad liberal. Como es bien sabido, finalmente la ocupación no sirvió para nada; los talibanes regresaron a Kabul, apenas los ocupantes abandonaron el territorio, para restaurar el régimen islamista teocrático que había regido el país asiático hasta 2001. En ello siguen.

El 11-S cambió —me temo que para siempre— nuestra forma de viajar, de movernos por el mundo, de confiar. Exactamente un año después de la invasión de Afganistán, el 12 de octubre de 2002, se producía el atentado en el Sari Club de Bali (Indonesia). Y al año siguiente (2003) Estados Unidos y sus aliados (entre ellos España) invadían Iraq con la excusa de que el régimen de Sadam Hussein estaba en posesión de armas de destrucción masiva. Más tarde se demostraría la falsedad de esa sospecha, pero para entonces el daño era irreversible.

La guerra de Iraq, con la que Estados Unidos lanzó su “guerra contra el terrorismo” tuvo importantes consecuencias geopolíticas: (i) condujo a un conflicto prolongado en el territorio y tuvo repercusiones para la estabilidad de la región, en la que Irán pasó a ser el país hegemónico; (ii) remodeló las relaciones internacionales con un enfoque en la lucha antiterrorista y contra las ideologías radicales; y (iii) produjo cambios en las alianzas globales y en las relaciones diplomáticas. Algunos países, particularmente los aliados europeos de los Estados Unidos, tenían puntos de vista diferentes sobre esa guerra, lo que llevó a tensar algunas alianzas tradicionales.

El Nuevo Desorden Mundial

El nuevo desorden mundial estaba servido, como explicó con lucidez Tzvetan Teodorov. En 2003 se produce definitivamente el colapso del “Nuevo Orden Internacional” que había dado certeza a nuestras vidas. Arrancaba, así, el “Nuevo Desorden Mundial”.

A partir de entonces el terrorismo islámico campó a sus anchas. Baste recordar, entre otros, el 11-M de Madrid (2004), el atentado de Charlie Hebdo en París (enero 2015) o el 13-N de París y Saint-Denis (noviembre 2015). Sin olvidar los dos estados islámicos, de marcado cariz terrorista, que se crearon en este siglo: el Daesh de Iraq (2006-2013) y el Daesh de Iraq y Levante (2013-2014).

El miedo pasó entonces a convertirse en un ingrediente clave de las democracias del siglo XXI. Y a ese miedo, llamémosle físico, se han ido agregando paulatinamente otros miedos: a las crisis económicas (y el paro subsiguiente), las guerras y hambrunas en territorios no muy alejados —por sus efectos en nosotros—, la inmigración descontrolada, el cambio climático, las pandemias… Miedo, en definitiva, a la globalización, a un mundo en cambio constante e impredecible, fuera de todo control. Un miedo que, como ha escrito Álvarez Junco, desde el fin de la Guerra Fría ha venido nutriendo los nacionalismos, las guerras preventivas, la reducción de libertades so pretexto de protección a la ciudadanía, el extremismo de los que protestan y la acumulación de poder de los que nos gobiernan.

Por otra parte, los primeros años de la década de los 2000 marcaron una época en la que el avance de la globalización conectó economías y sociedades de nuevas maneras, y trajo oportunidades económicas que plantearon nuevos retos, como el aumento de la competencia y la propagación de problemas globales.

En esos años se inicia también el repliegue anglosajón de Europa, con el basculamiento de los intereses norteamericanos hacia la región de Asia-Pacífico, y se consolida con el “America First” de Trump. Giro político estratégico que se ralentiza tras la invasión de Ucrania de 2022. Un año antes se había constituido el ANKUS, nueva alianza militar de Australia, Reino Unido y Estados Unidos, precisamente para reforzar su presencia e influencia en el Pacífico.

Ahora bien, hay dos elementos particularmente importantes en el nuevo desorden mundial: el despliegue de China como potencia global y el retorno de Rusia a la escena internacional. A diferencia del enfrentamiento que hubo durante los Guerra Fría del siglo XX entre la URSS y China de un lado, y los Estados Unidos de otro, la pugna actual es de intereses de poder en el caso de China y, sobre todo, del mantenimiento del perímetro de seguridad en el de Rusia.

China ha pasado de tener el 2% del PIB mundial en 1980 al 19%. Hoy es la segunda mayor economía del mundo, sólo superada por los EE. UU. Su principal objetivo, que sin duda está consiguiendo, es el de ser la gran potencia global, para lo que está usando sin complejos su “poder blando” y su potencia económica, al tiempo que robustece sus Fuerzas Armadas para dejar claro que, si fuera necesario, utilizará también el “poder duro”. ¡Atención a Taiwan!

El retorno que Rusia quiere protagonizar es otro asunto, nada menor, que adquiere especial relevancia tras la invasión de Ucrania el 24 de febrero de 2022.

Tras el desmoronamiento de la Unión soviética, el interés principal de la hoy Federación rusa es el de garantizar su seguridad, como lo fue en los tiempos del imperio de los zares. No debemos olvidar que se trata de un país de 145 millones de habitantes (1,84% de la población mundial), el 73% de los cuales se concentra en la parte europea, y que ocupa el 3,34% de la superficie del planeta (17 millones de kms. cuadrados).

Su PIB, sin embargo —que representa al 1,8% del PIB mundial— limita sus posibilidades de expansión. Su geografía también. De ahí: la desconfianza, e incluso la hostilidad, rusa hacia las repúblicas bálticas independientes y los demás países que formaron parte del desaparecido Pacto de Varsovia; los conflictos de Ucrania y la península de Crimea, Azerbaiyán y el Cáucaso; y su entendimiento con la potencia china, factores que sólo pueden comprenderse si revisitamos la historia rusa (cinco invasiones en los últimos 400 años) y su geografía. Rusia tiene debilidades estructurales que la impiden ser una potencia global, pero no va a desistir de usar los instrumentos convencionales y no convencionales que precise —como la ciberguerra—, para garantizar su seguridad y ser percibida como una potencia (nuclear también) a tener en cuenta. A ello se ha dedicado con ahínco Vladímir Putin desde su llegada al poder. Su petróleo —Rusia es el mayor productor mundial— y sus reservas de gas —las mayores del mundo— son sus mejores armas en estos momentos.
Pero además de las cuestiones señaladas, hay otros elementos a tener en cuenta para tratar de comprender el desorden en el que nos hallamos sumidos: los 56 conflictos activos en el mundo, los problemas del agua, las migraciones irregulares, la emergencia climática, las crisis económicas, las pandemias y, desde luego, las guerras de Ucrania y de Israel/Palestina que están teniendo efectos en todo el mundo.

La guerra de Ucrania

La invasión de Ucrania por Rusia no es un “aviso de navegantes”, sino un efecto destacado del “Nuevo Desorden Mundial”.

Se trata de un conflicto muy activo que ha quebrado súbitamente la complacencia pacifista en la que habíamos estado viviendo en nuestro mundo, el occidental. Quiebra que ni siquiera llegamos a imaginar durante las guerras de los Balcanes de principios de este siglo. De repente —esa es, al menos, la apariencia— Europa —la Unión Europea— ha pasado de ser un proyecto de paz a una Comunidad de soberanía y seguridad, como ha señalado el Alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell.

La “guerra de Putin” ha supuesto una colisión geopolítica (OTAN vs Rusia) e ideológica (democracia vs autoritarismo), cuyo único “aspecto positivo” —permítaseme el oxímoron— está siendo el fortalecimiento de la UE y el de la unidad trasatlántica y de cooperación EE. UU.-Europa (sobre todo, por la cuenta que les trae a los norteamericanos). Frente a esa guerra se ha producido una reacción europea en cinco planos: económico, militar, humanitario, comunicacional y diplomático.

Ahora bien, de esa colisión Europa saldrá reforzada solamente si:

• Mantiene la unidad política en la ayuda militar y en las sanciones (lo que empieza ser dudoso ante el posicionamiento de Polonia y particularmente de Hungría).
• Es capaz de influir en la resolución del conflicto (lo que se avizora difícil por el momento).
• Tiene un papel activo en la postguerra, particularmente en la reconstrucción de Ucrania (lo que implicaría un sustancial desembolso económico por parte de los países de la UE).
• Plantea, cuando acabe la contienda, unas bases para diseñar una nueva arquitectura de seguridad para Europa CON Rusia (lo que, de un modo u otro, precisará de la aquiescencia de los EE. UU.

Las lecciones de esa crisis, por ahora, pueden resumirse en la necesidad de construir “varias Europas”:

(i) Una Europa de la energía, con el fin de alcanzar una plena soberanía energética (estamos en ello y parece que vamos por buen camino).

(ii) Una Europa de la defensa y de la autonomía estratégica (lo cual, por ahora, no pasa de ser una ilusión [wishful thinking]).

(iii) Una Europa de la Unión económica y la solidaridad con la creación de un fondo permanente para crisis, ligado a la mutualización de la deuda (los fondos next generation son un buen comienzo).

(iv) Una Europa de la migración y el asilo (en la que los avances son todavía tímidos, como prueba el Nuevo Pacto sobre Migración y Asilo recientemente aprobado).

Esas urgencias y esas lecciones se vieron desbordadas el 7 de octubre de 2023 con el despiadado ataque relámpago de Hamás a Israel desde la Franja de Gaza, mientras los israelíes celebraban la fiesta de Sucot, y con la apocalíptica respuesta israelí que actualmente sigue su curso.

Estamos posiblemente ante la encrucijada internacional más peligrosa desde la crisis de los misiles de Cuba de 1962.

La guerra de Hamás e Israel

En el momento que escribo estas líneas (31.12.2023), el balance aproximado de víctimas es de más de 21.000 bajas en Gaza, de las que un 70% son mujeres y niños, y de unos 1.500 israelíes (incluyendo los 1.200 asesinados por Hamás en su ataque a Israel), a los que hay que sumar 224 secuestrados, de los que 13 han sido liberados en intercambios con prisioneros palestinos, 5 han muerto en cautiverio y 3 han sido erróneamente “neutralizados” por fuego amigo. Hay, además, casi 8.000 gazatíes desaparecidos y más de 50.000 heridos. Por otra parte, un 85% de los dos millones de habitantes de la Franja han sido obligados a desplazarse por orden de las autoridades israelíes, o como consecuencia de los bombardeos, en un territorio cuya destrucción de viviendas e infraestructuras supera el 75% y sigue aumentando. Una cuestión importante es qué va a hacer Israel, cuando dé la guerra por concluida.

Como escribió el pasado octubre un antiguo corresponsal del New York Times en Israel, de origen judío, dos veces Premio Pulitzer y respetado columnista, Thomas L. Friedmann (6), si Israel reocupa Gaza (como parece), dinamitará los Acuerdos de Abraham (7), con lo que desestabilizará más todavía a Egipto y Jordania —dos de los aliados más importantes de los EE. UU. — y hará imposible la normalización de sus relaciones con Arabia Saudí, lo que supondría dos reveses estratégicos de importancia. Asimismo, esa reocupación permitirá a Hamás inflamar Cisjordania (ya está sucediendo) y activar una guerra larvada entre los colonos judíos y los palestinos, lo que, a su vez, jugará en favor de la estrategia de Irán de llevar al límite las capacidades de Israel y así debilitar desde dentro la ya frágil democracia judía.

No debemos perder de vista que el principal objetivo estratégico de Irán ha sido siempre el de mantener a Israel enredado en Cisjordania, llevarle a ocupar de nuevo el sur del Líbano y, sobre todo, que vuelva a ocupar la Franja de Gaza.

De ese modo, la debilidad moral, económica y militar israelí impediría que el programa nuclear y las ambiciones hegemónicas iraníes se vieran amenazadas. Concluye Friedmann que no es obvio cómo puede asegurarse el Estado hebreo de que un ataque como el de Hamás no vaya a repetirse “nunca jamás”. Pero, en todo caso, la solución no puede ser la de lanzar a 360.000 reservistas traumatizados a una guerrilla urbana en uno de los lugares de mayor densidad de población del planeta; acabará hundiendo la economía de Israel y su prestigio internacional. El vaticinio del distinguido columnista norteamericano (escribía poco antes de que Israel iniciara su guerra de exterminio en Gaza) se está cumpliendo.

Con su desproporcionada reacción en su operación de exterminio de los terroristas de Hamás —la llamada “Operación escudo y flecha”—, que se ha convertido de facto en una operación de castigo indiscriminado de la población gazatí, Israel está liquidando gran parte del apoyo afectivo existente hacia el país, lo que constituye la gran apuesta de Hamás.

Para Joshua Leifer , los caminos a seguir son sólo dos: la catástrofe o el compromiso. “Incluso si Israel logra sus objetivos declarados, lo que parece probable dado el respaldo que tiene de los Estados Unidos, el costo será mayor que cualquier otro en la historia del país. La humanidad exige que todos los rehenes israelíes sean liberados, que Israel cese sus bombardeos y el asedio a Gaza, que ponga fin a su ocupación de Cisjordania durante decenios, y que los dirigentes israelíes y palestinos comiencen de nuevo el proceso para alcanzar una solución justa y a largo plazo del conflicto”. No obstante, señala acertadamente Leifer —y los acontecimientos le están dando la razón— en estos tiempos inhumanos “nos esperan tiempos oscuros” (8).

Esos tiempos oscuros nos salpicarán a nosotros y al resto del mundo (no sólo a Oriente Medio). ¡Recuérdese lo que sucedió tras la destrucción del Irak de Sadam Hussein! Irán y Rusia no podrían tener mejor regalo.

De momento, y al margen de la catástrofe humanitaria y económica que supone esa guerra ¬—lo que no es poca cosa— las consecuencias inmediatas para todos son: (i) un alza de precios, mayor inflación y limitación del crecimiento, (ii) un incremento del costo de la energía eléctrica, el gas y el petróleo —de hecho, el conflicto está poniendo en peligro la seguridad energética mundial— y (iii) un incremento del costo de la vivienda y de los alquileres.

Pero ese conflicto, y el de Ucrania-Rusia, tienen también efectos de más larga duración, que se prolongarán más allá de la próxima década de este siglo. El primero, menos visible de inmediato, pero de mayor calado, es el de la aceleración del cambio climático. Un efecto que se suma a la crisis de refugiados y al aumento exponencial de las migraciones, que están poniendo a prueba, desde hace tiempo, las capacidades de acogida en Europa de las oleadas de refugiados y migrantes provocadas, entre otros, por los conflictos de Siria e Irak y la pobreza en el continente africano. Y esa tendencia va a continuar… El resultado de todo ello en nuestro —hasta ahora— plácido mundo occidental es la inseguridad y su corolario: el retorno del miedo.

Lo que queda de Europa

Cabe preguntarse entonces si, en estos tiempos en los que se ha quebrado definitivamente el orden mundial que nos cobijara desde mediados del pasado siglo, la Unión Europea puede ser todavía, para sus ciudadanos, la única certeza. Particularmente cuando intuimos las posibles consecuencias de no habernos dotado de una razonable autonomía estratégica para depender, casi exclusivamente, del paraguas protector de los Estados Unidos. Dejo al lector que elabore su respuesta.

En su libro Clásicos para la vida, publicado hace solo siete años, el filósofo italiano Nuccio Ordine nos recuerda el dramático testimonio que Primo Levi, en su imprescindible Si esto es un hombre (9), obra en la que nos habla de “la brutal humanidad de quien programa el exterminio de millones de inocentes”, en referencia directa a Auschwitz. Una humanidad —agrega Ordine— “que aún hoy se incuba en Europa en movimientos ferozmente partidarios del racismo e incluso del nazismo” (10). Lo relevante del testimonio de Levi es que, cuando la intolerancia hacia el otro se transforma en objetivo político, el peligro es inminente.

Y eso es lo que está ocurriendo desde hace algunos años en demasiados lugares. Ocurrió ya en los Balcanes a principios del siglo XXI y está ocurriendo hoy en Ucrania, en Israel y en Palestina… Yo llamo a ese fenómeno la “descivilización” del mundo. De ahí que, como señaló el malogrado Ordine, no convenga que bajemos la guardia ni subestimemos “palabras y gestos que contribuyen al odio y la violencia”.

Ante acontecimientos apocalípticos como la pandemia del Covid-19, la guerra y las catástrofes climáticas, miramos amedrantados hacia un futuro tétrico. El miedo nos ha hecho renunciar a las esperanzas. Nos hemos resignado a sobrevivir. Pero ¡cuidado! El miedo está siempre disponible, la cuestión es quién lo usa: “se crea y luego se cree en lo creado”, como nos ha recordado recientemente el historiador Carlo Ginzburg rememorando ese dictum genial de Publio Cornelio Tácito . Y el miedo —sigo con Tácito (11)— provoca hambre de autoritarismo.

Sin embargo, no todo el futuro tiene que ser frágil. En un alegato contra el miedo, Byung-Chul Han, filósofo germano-coreano que ha irrumpido en nuestras librerías en los últimos años, nos invita a la esperanza porque: “Nos abre los ojos para una vida distinta y mejor… La esperanza abre el futuro. Lo único que puede salvarnos es el espíritu de la esperanza. Solo ella despliega el horizonte de sentido, que reanima y estimula la vida, y hasta la inspira” (12).

Mantengamos la esperanza para no cerrarnos el futuro, pero seamos conscientes de la miríada de problemas en presencia para comprender el mundo desordenado que nos está tocando vivir.

En todo caso el mañana siempre será “un país extranjero”.

Notas

[1] Eric Hobsbawm, Age of Extremes. The Short Twentieth Century, 1914-1991, Londres, Michael Joseph, 1994. Publicado en español como Historia del siglo XX, Barcelona, Crítica, 2011.

[2]  The Road to Unfreedom, London, The Bodley Head, 2018, pp. 60-62. Versión Española de María Luisa Rodríguez Tapia, publicada en Galaxia Gutenberg, 2018.

[3] Entrevista de Rafa de Miguel a John Gray en El País, 19 octubre 2023.

[4] Guerra Eslovena (1991), Guerra de la Independencia croata (1991-1995), Guerra de Bosnia (1992-1995), Guerra de Kosovo (1998-1999), Conflicto del Sur de Serbia (1999-2001) y Conflicto de Macedonia (2001).

[5] Siete, si se incluye Kosovo que se autoproclamó República independiente, sin que hasta la fecha la hayan reconocido Serbia, España, Grecia, Rusia, China, India, Brasil, Rumanía y Eslovaquia. La República de Kosovo no es tampoco miembro de la ONU.

[6] “Why a Gaza Invasion and ‘Once and for All’ Thinking Are Wrong for Israel”, NYT, 16 octubre 2023.

[7] Los Acuerdos de Abraham, concluidos bajo supervisión norteamericana, fueron firmados en 2020 por Israel, Marruecos, Emiratos Árabes Unidos, Baréin y Sudán. Su objetivo principal, aunque no único, era el de impulsar el proceso de paz en Oriente Medio alumbrado por los Acuerdos de Oslo (1993). El problema principal de Abraham es la ausencia entre los firmantes de Palestina (OLP), directamente implicada en el conflicto.

[8] “Inhumane Times”, The New York Review of Books, 23 noviembre 2023. Leifer, periodista y escritor judío norteamericano, es miembro del consejo editorial de la revista Dissent [Disentimiento].

[9] Edición 75 aniversario en Barcelona, Península, 2022, en traducción de Pilar Gómez Bedate. En su obra Levi relata su experiencia como prisionero de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial

[10] Barcelona, Acantilado, 2017, p. 90. El original italiano es de 2016.

[11] Entrevista de Anatxu Zabalbeascoa a Carlo Ginzburg, El País, 10 de junio de 2023.

[12] Byung-Chul Han, “Seis motivos por los que hoy no es posible la revolución”, El País, 5 de noviembre de 2022.

*Dámaso de Lario: Doctor en Historia. Ha sido  embajador de España en varios países

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Ilustración de Ingram Pinn para Watching America

Ilustraciones: Dámaso de Lario

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2 COMENTARIOS

  1. Interensantíssimo anàlisis sobre el nuevo desorden mundial, que facilita la comprensión de estos primeros veinte años del siglo actual, me parece una buenísima aportación.

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