El “problema del mal” en la Europa de posguerra
Demasiado Holocausto mata al Holocausto
Presentación de Le Monde Diplomatique (CSH)
Historiador británico y profesor en la Universidad de Nueva York, Tony Judt fue uno de los más brillantes intelectuales de nuestro tiempo; y de los de más influencia a través de los artículos publicados en prestigiosas publicaciones como ‘The New York Review of Books’, el ‘New York Times’ y ‘The Nation’. Judt sabía bien, por haberlo vivido en carne propia, lo que es el antisemitismo. Nació en Londres en 1948 en el seno de una famila judía. Su padre había nacido en Bélgica y llegó al Reino Unido con un estatuto de apátrida. El pequeño Tony se crió en una atmósfera que ha descrito como “un ambiente judío laico de izquierdas normal”, pero con lazos importantes con sus abuelos, todos judíos de Europa del Este, de lengua yidis. En su adolescencia, militó en una organización sionista de izquierdas y se enroló en el movimiento de los kibutz durante sus frecuentes estancias en Israel a principios de los años 1960.
En 1967, se alistó como voluntario e hizo la Guerra de los Seis Días. Al terminar ese conflicto, se quedó en el Golán protegiendo las fronteras de Israel con Siria. Pero, según cuenta, ya allí empezó “a descubrir un aspecto de Israel que nunca había visto antes, cegado como estaba por mi entusiasmo de voluntario en los kibutz”. Desde entonces, mientras prosigue su importante obra de historiador, milita por una paz justa y negociada que ponga fin al conflicto con los palestinos.
Poco antes de escribir este artículo se vio envuelto en una gran polémica por afirmar que, en Estados Unidos, resultaba casi imposible cuestionar la política del Estado de Israel sin correr el riesgo de verse acusado de antisemitismo. Varias de sus conferencias públicas fueron suspendidas a última hora por intervenciones de diversos grupos de presión pro israelíes. Algunos de estos grupos llegaron a acusarle de ser un “antisemita de izquierdas”.
Según Tony Judt, estas acusaciones constituían una forma moderna de intimidación y censura porque impedían abrir un debate necesario sobre algunos temas tabú, como, por ejemplo: “La comunidad judía de Estados Unidos y su influencia en la política exterior estadounidense”, o el que aborda aquí: “Demasiado Holocausto mata al Holocausto”. Judt afirmaba que, en Estados Unidos, el miedo a ser acusado de antisemitismo paralizaba a los intelectuales, los cuales no se atrevían a abordar temas como ésos. “Todo el mundo se ve reducido al silencio; los judíos porque tienen la obligación de apoyar a Israel, y los no judíos por temor a pasar por antisemitas. Resultado: nadie aborda el tema”.
Es obvio que el combate contra el antisemitismo es indispensable, pero Judt estima que se pierde credibilidad cuando sistemáticamente cualquier crítica contra el Estado de Israel se ve calificada de antisemita.
Repitámoslo: el genocidio nazi no tiene precedentes, porque –como escribía el historiador Eberhard Jäckel– “nunca antes un Estado ha decidido y anunciado, bajo la autoridad de su máximo líder, que un determinado grupo humano debería ser exterminado, a ser posible en su totalidad (…) decisión que este Estado, a continuación, ha aplicado con todos los medios que estaban a su alcance”.
Esta conducta arroja luz sobre el judeocidio. Lleva, por ejemplo, a no separar el antisemitismo hitleriano de su anticomunismo: ambos se fusionaron en la “cruzada contra el judeo-bolchevismo”. Si bien los nazis pensaban exterminar hasta el último de los judíos, también incluyeron a otros colectivos humanos: enfermos mentales, gitanos, empresarios polacos, militares y civiles soviéticos… Alemania imaginaba colonizar su “espacio vital” en Europa del Este, lo que implicaba la erradicación de los “sub-hombres”.
Como principales víctimas del Holocausto, los judíos cultivan –legítimamente– su propia memoria. Pero el judeocidio, afirma Tony Judt, no sólo les concierne a ellos: la humanidad entera, al tomarlo a su cargo, transforma a los millones de víctimas de los nazis en una muralla contra la repetición del horror.
“Nunca más”, se repite desde entonces, pero el planeta sigue ensangrentado por genocidios –Camboya, Ruanda– y masacres –Bosnia, Chechenia, Palestina, Darfur… Entonces, obtener una enseñanza universal del genocidio nazi supone en primer lugar esforzarse por comprender mejor los factores de ese vuelco hacia la barbarie. Además, la omnipresencia del Holocausto erigido como mal único hace que las víctimas entren en competencia con el propio Holocausto. A la inversa, el análisis del judeocidio que serviría para descifrar todos los procesos del genocidio incita a la convergencia. Por eso, lo que Judt escribe del antisemitismo nos concierne directamente a todos.
Tony Judt
Lejos de reflexionar sobre el problema del mal, en los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial la mayoría de los europeos decidieron desviar su pensamiento. En la actualidad esto nos parece difícil de comprender, pero la verdad es que durante muchos años el Holocausto –el genocidio de los judíos de Europa– no constituyó de ninguna manera una cuestión fundamental en la vida intelectual de la posguerra, ni en Europa ni en Estados Unidos. En efecto, la mayoría de la gente, tanto los intelectuales como el resto, hicieron todo lo posible por ignorarlo.
¿Por qué? En Europa del Este hubo cuatro razones.
En primer lugar, durante la guerra, fue allí donde se cometieron los peores crímenes contra los judíos; y aunque esos crímenes fueron ordenados por los alemanes, en las naciones ocupadas abundaron los colaboradores: polacos, ucranianos, letones, croatas y demás. En muchos países se hizo evidente una imperiosa necesidad de olvidar lo ocurrido, de arrojar un velo sobre los peores horrores.
En segundo lugar, muchos europeos del Este no judíos fueron víctimas de atrocidades (a manos de alemanes, rusos y otros) y, cuando rememoraron la guerra, en general no pensaron en el sufrimiento de sus vecinos judíos, sino en su propio dolor y sus propias pérdidas.
En tercer lugar, en 1948 una gran parte de Europa Central y Oriental estuvo sometida al control soviético. Los soviéticos hablaron en forma oficial de guerra antifascista –o en su país, de “Gran Guerra Patriótica”–. Para Moscú, Hitler era ante todo un fascista y un nacionalista. Su racismo tenía menos importancia. Por supuesto, los millones de judíos provenientes de los territorios soviéticos que murieron fueron contabilizados como pérdidas soviéticas, pero en los libros de historia y las conmemoraciones oficiales su judaísmo fue minimizado, incluso ignorado. Y por último, tras algunos años de gobierno comunista, a la memoria de la ocupación alemana le sucedió la de la opresión soviética. El exterminio de judíos fue relegado a un lejano segundo plano (1).
Aunque en Europa Occidental las circunstancias fueron muy diferentes, se produjo un fenómeno de olvido paralelo. La Ocupación –en Francia, Bélgica, los Países Bajos y después de 1943 en Italia– representó una humillación, por lo que los gobiernos de posguerra prefirieron olvidar la colaboración y otros ultrajes, y en cambio celebrar los heroicos movimientos de resistencia, los levantamientos nacionales, la liberación y a los mártires. Asimismo, en la Alemania de posguerra la tendencia nacional fue en primer lugar compadecerse del sufrimiento de los propios alemanes. Con el advenimiento de la Guerra Fría y el cambio de enemigos resultó inoportuno evocar los crímenes que cometieron los actuales aliados en el pasado.
Por esta razón, para citar un ejemplo célebre, cuando en 1946 Primo Levi sometió al gran editor italiano Einaudi su texto en memoria de Auschwitz Se Questo è un uomo (Si esto es un hombre [El Aleph, Barcelona, 2002]), le fue rechazado de entrada. En esa época y en los años que siguieron no era Auschwitz sino Bergen-Belsen y Dachau lo que encarnaba el horror del nazismo, los deportados políticos y no raciales. El libro de Primo Levi terminó por ser publicado, pero con una tirada de apenas 2.500 ejemplares y en una pequeña imprenta local. Tuvo muy pocos compradores; almacenados en un depósito de Florencia, las grandes inundaciones de 1966 destruyeron los ejemplares restantes.
Con posterioridad a la década de 1960 todo empezó a cambiar, debido a múltiples razones: el tiempo había pasado, una nueva generación manifestaba su curiosidad y también se aflojaban las tensiones internacionales (2). En los años 1980 la historia de la destrucción de los judíos europeos que evocaban los libros, el cine y la televisión pasó a ser conocida por un público cada vez más amplio. Desde los años 1990 y el fin de la Europa dividida, los arrepentimientos oficiales, los sitios y monumentos nacionales conmemorativos, los museos, pasaron a ser cosas comunes.
Hoy en día el Holocausto es una referencia universal. En los programas de enseñanza secundaria de todas partes es obligatorio estudiar la historia de la “solución final” del nazismo o de la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en Estados Unidos e incluso en el Reino Unido hay escuelas en las que es el único aspecto de la historia europea moderna que se enseña. En la actualidad existen innumerables testimonios, relatos y estudios sobre el exterminio de los judíos de Europa durante la guerra: monografías locales, ensayos filosóficos, encuestas sociológicas y psicológicas, memorias, novelas, films, archivos de entrevistas y muchas otras cosas.
¿Entonces, todo está bien actualmente? ¿Ahora que examinamos hasta el pasado más oscuro, que lo llamamos por su nombre y juramos que nunca más debía repetirse? No es así. La preocupación de nuestra época por el Holocausto plantea cinco problemas.
El primero concierne al dilema de las memorias incompatibles. En la actualidad la mirada que Europa Occidental arroja sobre la “solución final” es universal. Pero con la desaparición de la Unión Soviética y la consecuente libertad para estudiar y debatir los crímenes y fracasos del comunismo, aumentó la atención sobre los sufrimientos que la mitad oriental de Europa padeció en manos tanto de alemanes como de soviéticos. En ese contexto, la insistencia de Europa Occidental y Estados Unidos sobre las víctimas judías y Auschwitz a veces provoca una reacción de irritación. Por ejemplo, en Polonia y Rumanía se preguntan –se trata de una audiencia instruida y cosmopolita– por qué los intelectuales occidentales se muestran tan sensibles al exterminio de judíos. ¿Qué decir de los millones de víctimas no judías del nazismo y del estalinismo? ¿Por qué el Holocausto es tan particular?
Un segundo problema se refiere a la exactitud histórica y los riesgos de sobrecompensación. Durante muchos años los europeos del oeste prefirieron no pensar en los sufrimientos de los judíos durante la guerra. Hoy día nos alientan a hacerlo todo el tiempo. Lo mismo sucede en términos morales: “Auschwitz” es la cuestión ética central de la Segunda Guerra Mundial. Pero eso induce a error a los historiadores. Ya que la triste verdad es que durante la propia guerra muchos ignoraban la suerte de los judíos, y aun conociéndola, su preocupación no hubiera sido mayor. Sólo hubo dos grupos para los cuales la Segunda Guerra Mundial fue ante todo un proyecto que apuntaba a eliminar a los judíos: los nazis y los propios judíos. Para el resto, la guerra tuvo prácticamente sentidos muy diferentes: todos tenían sus propios problemas.
Es difícil aceptar el hecho de que el Holocausto juegue un papel más importante en nuestra vida actual que el que tuvo durante la guerra en las naciones ocupadas. Pero si deseamos comprender el verdadero sentido del mal, hay que recordar que lo realmente horrible del exterminio de judíos no reside en que haya tenido tanta importancia, sino en que haya tenido tan poca.
El tercer problema se refiere al propio concepto de “mal”, que desde hace mucho tiempo suscita malestar en la secular sociedad moderna. Preferimos las definiciones más racionales y jurídicas de lo bueno y lo malo, de lo justo y lo injusto, del crimen y el castigo. Pero en estos últimos años el término se fue reinsertando lentamente en el discurso moral y aun político. Dicho esto, ahora que el concepto de “mal” se ha reintegrado a nuestro lenguaje público, no sabemos qué hacer con él. Nuestras ideas se tornan confusas.
Por una parte el exterminio de judíos llevado a cabo por los nazis se presenta como un crimen singular, un mal que ni antes ni después tuvo su paralelo, un ejemplo y una advertencia. “¡Nie wieder!” ¡Nunca más! Pero por la otra hoy invocamos ese mismo mal (“único”) en muchos casos distintos que están lejos de ser únicos. Estos últimos años tanto políticos como historiadores y periodistas utilizaron la palabra “mal” para designar crímenes masivos y genocidios perpetrados en todo el mundo: de Camboya a Ruanda y de Chechenia a Sudán. A menudo se evoca al propio Hitler para designar la naturaleza y las intenciones de dictadores modernos que competen al “mal”: se nos dice que en todas partes hay otros tantos “Hitler”.
Y lo que es más, si Hitler, Auschwitz y el genocidio judío encarnan un mal único, ¿por qué se nos advierte constantemente contra el hecho de que esos crímenes podrían repetirse en cualquier lugar, o que están a punto de repetirse? Cada vez que en las paredes de una sinagoga francesa aparecen pintadas antisemitas se nos advierte que ese “mal único” está de nuevo entre nosotros, que regresamos a 1938. Perdemos la capacidad de distinguir entre pecados y estupideces normales de la especie humana –imbecilidad, prejuicios, oportunismo, demagogia y fanatismo– y el mal auténtico. Actualmente hablamos todo el tiempo del “mal”, pero con la misma consecuencia, ya que diluimos su sentido.
La cuarta preocupación concierne al riesgo de invertir toda nuestra energía emocional y moral en un único problema, por más grave que sea. El coste de este tipo de visión a través de un túnel reaparece en forma trágica en la obsesión de la Casa Blanca por los males del terrorismo, en su “guerra global contra el terror”. La cuestión no es saber si el terrorismo existe: por supuesto que existe. Ya no se trata de saber si hay que combatir el terrorismo y a los terroristas: por supuesto, hay que combatirlos. La cuestión es saber qué otros males vamos a descuidar, o crear, al concentrarnos exclusivamente en un solo enemigo y usarlo para justificar los cientos de crímenes menores que cometemos nosotros mismos.
Este argumento vale también para nuestra moderna fascinación respecto del problema del antisemitismo y nuestra insistencia acerca de su importancia única. A semejanza del terrorismo, el antisemitismo es un problema antiguo. Y con el terrorismo sucede lo mismo que con el antisemitismo: la más mínima manifestación nos recuerda las consecuencias que en el pasado tuvo no tomar la amenaza en serio. Pero el antisemitismo, así como el terrorismo, no es el único mal mundial y no tiene que servir de excusa para ignorar tantos otros crímenes y sufrimientos. Abstraer el “terrorismo” o el antisemitismo de su contexto –colocarlos sobre un pedestal para que representen la mayor amenaza contra la civilización occidental, o la democracia, o “nuestro modo de vida”, y hacer de sus autores el blanco de una guerra indefinida– crea un riesgo: ignorar los otros muchos desafíos de nuestra época.
En la era de la Guerra Fría el “totalitarismo”, así como actualmente el terrorismo y el antisemitismo, amenazaba con convertirse en una preocupación obsesiva entre los intelectuales y los hombres políticos de Occidente, excluyendo todo el resto de problemas. Y contra esto Hannah Arendt, muy consciente de la amenaza que ese fenómeno representaba para las sociedades abiertas, lanzó una advertencia que sigue siendo actual.
El mayor peligro de considerar que el totalitarismo es la maldición del siglo sería convertirlo en una obsesión hasta el punto de no ver los múltiples males, pequeños y no tanto, que pavimentan el infierno (3).
El último punto preocupante es la relación entre la memoria del Holocausto europeo y el Estado de Israel. Desde su nacimiento en 1948, el Estado de Israel mantiene complejas relaciones con el Holocausto. Por un lado, el casi exterminio de los judíos de Europa justificaba el sionismo. Los judíos no podían sobrevivir ni prosperar en territorios no judíos, su integración y asimilación en otras naciones y culturas europeas eran una trágica ilusión, de donde surgía la necesidad de un Estado propio. Por el otro, la idea difundida entre los israelíes de que los judíos europeos habían contribuido a su propia pérdida, que como se dijo fueron “como corderos al matadero”, significaba que la identidad primaria de Israel consistía en rechazar el pasado judío y ver en la catástrofe que había golpeado a los judíos la prueba de una debilidad: debilidad que el destino de Israel tenía que superar, engendrando un nuevo tipo de judío (4).
Pero estos últimos años la relación entre Israel y el Holocausto ha cambiado. En la actualidad, cuando los malos tratos a los palestinos y la ocupación de los territorios en 1967 reciben críticas internacionales, sus defensores prefieren anteponer la memoria del Holocausto. Si se critica con demasiado vigor a Israel, advierten que se van a despertar los demonios del antisemitismo. En realidad, insinúan que las críticas demasiado fuertes no hacen sino favorecer el antisemitismo. Son antisemitas. Y con el antisemitismo se abre la vía –para adelante o para atrás– hacia 1938, la Kristallnacht (Noche de los Cristales Rotos) y de allí a Treblinka y Auschwitz.
Entiendo las emociones que motivan tales afirmaciones. Pero son extremadamente peligrosas en sí mismas. Cuando alguien nos reprocha, a mí y a otros, que critiquemos a Israel con demasiada violencia temiendo que hagamos revivir el fantasma de los prejuicios raciales, les respondo que estan invirtiendo por completo el problema. Es precisamente ese tabú el que corre el riesgo de atizar el antisemitismo. Ya hace muchos años que doy conferencias en colegios de secundaria, en Estados Unidos y otros países, sobre la historia de la Europa de posguerra y la memoria del Holocausto. También enseño esas materias en la universidad. Y puedo dar cuenta de lo que he constatado.
Los alumnos no necesitan que se les recuerde el genocidio judío, las consecuencias históricas del antisemitismo o el problema del mal. Conocen bien la cuestión, como nunca la habían conocido sus padres. Y así debe ser. Pero en los últimos tiempos me asombra la recurrencia de nuevas preguntas: “¿Por qué nos centramos tanto en el Holocausto?”. “¿Por qué en algunos países se prohíbe negar la existencia del Holocausto, pero no la de otros genocidios?”. “¿No se exagera la amenaza de antisemitismo?”, y cada vez más: “¿El genocidio nazi no le sirve de excusa a Israel”. Son preguntas que no recuerdo haber escuchado en el pasado.
Temo que se hayan producido dos cosas. Al destacar el carácter histórico único del Holocausto y al mismo tiempo invocar constantemente problemas actuales, sembramos la confusión en la mente de los jóvenes. Y al gritar “antisemitismo” cada vez que alguien ataca a Israel o defiende a los palestinos, fabricamos cínicos. Dado que lo cierto es que hoy la existencia de Israel no se ve amenazada. Y que en Occidente los judíos actuales no se ven enfrentados a ninguna amenaza o a prejuicios comparables a los del pasado –o incluso a aquellos de los cuales son víctimas otras minorías en la actualidad–.
Hagámonos la siguiente pregunta: ¿Nos sentiríamos hoy en día seguros, aceptados, bienvenidos si fuéramos musulmanes o “inmigrantes ilegales” en Estados Unidos? ¿Como “paki” (pakistaníes) en el Reino Unido? ¿Marroquíes en los Países Bajos? ¿Árabes en Francia? ¿Negros en Suiza? ¿Extranjeros en Dinamarca? ¿Rumanos en Italia? ¿Rom (gitanos) en cualquier lugar de Europa? ¿No nos sentiríamos más seguros, más integrados, más aceptados si fuésemos judíos? Pienso que todos conocemos la respuesta a esta pregunta. Ya sea en los Países Bajos, Francia, Estados Unidos, por no mencionar a Alemania, los judíos están fuertemente representados en el mundo de los negocios, los medios de comunicación y las artes. Y en ninguno de esos países son estigmatizados, amenazados o excluidos.
La amenaza que tendría que preocupar a los judíos –y a cada uno de nosotros– viene de otra dirección. Hemos anclado tanto la memoria del genocidio en la defensa de un único país, Israel, que corremos el riesgo de provincializar su significado moral. El problema del mal, del mal totalitario o del mal del genocidio, es un problema universal. Pero si se manipula en provecho de un país, lo que va a suceder (lo que ya ha sucedido) es que aquellos que guardan una cierta distancia de la memoria del crimen perpetrado en Europa –porque no son europeos, o son demasiado jóvenes para acordarse de su significado– no entenderán en qué les concierne esta memoria y dejarán de escuchar cuanto intentemos explicarles.
Las admoniciones morales que provienen de Auschwitz y planean sobre la pantalla conmemorativa de los europeos son invisibles a los ojos de asiáticos o africanos. Y antes que nada, lo que parece evidente para la generación involucrada, quizá vaya perdiendo sentido para sus hijos y nietos.
Todos nuestros museos, monumentos conmemorativos y salidas escolares actuales tal vez no sean signo de que estamos preparados para recordar, sino de que pensamos haber hecho penitencia y ahora podemos empezar a ceder y olvidar, dejando que las estelas funerarias recuerden por nosotros. No sé: la última vez que visité en Berlín el monumento a la memoria del Holocausto, observé a unos niños que durante una visita escolar jugaban al escondite entre las lápidas para no aburrirse. Por el contrario, sé que si la historia debe cumplir con su tarea, que es preservar para siempre jamás la prueba de los crímenes pasados y todo el resto, más vale dejarla tranquila. Cuando hurgamos en el pasado para obtener un beneficio político –seleccionando los restos que pueden servirnos y encargando a la historia que dé lecciones oportunistas de moral– obtenemos a la vez una mala moralidad y una mala historia.
En el ser humano existe la banalidad tristemente célebre de la cual hablaba Hannah Arendt, el mal perturbador, normal, cercano, cotidiano. Pero existe otra banalidad: la del uso abusivo –el efecto que desinteresa, insensibiliza a fuerza de ver, decir o pensar lo mismo demasiadas veces, que embota a nuestro público y lo inmuniza contra el mal que evocamos. Hoy estamos enfrentados a esta banalidad –o a esta “banalización”–.
Inmediatamente después de 1945, la generación de nuestros padres dejó de lado el problema del mal porque para ella estaba cargado de sentido. El peligro que acecha a la próxima generación es descartarlo porque en la actualidad tiene muy poco sentido. ¿Cómo podemos impedirlo?
Notas
(1) Nota de la redacción: El fenómeno se acentuó entre 1948 y 1953 cuando Stalin, en sus últimos días, desencadenó una violenta represión contra los judíos de la URSS, que culminó con el complot llamado de las “Batas Blancas”. Ese decurso antisemita no le había impedido apoyar política y militarmente a las fuerzas judías en la guerra de 1948 contra los palestinos y el mundo árabe.
(2) Nota de la redacción: Es evidente que el secuestro Adolf Eichmann en Argentina y su proceso en Jerusalem, en 1960-1961, contribuyeron a esta toma de conciencia.
(3) Essays in Understanding, 1930-1954, publicado por Jerome Kohn (Harcourt Brace, 1994), pp. 271-272. (Ensayos de comprensión, 1930-1954, traducción de Agustín Caparrós, Caparrós ediciones, Madrid, 2005.)
(4) Idith Zertal, Israel’s Holocaust and the Politics of Nationhood, Cambridge University Press, 2005, traducido al inglés por Chaya Galai, en especial el capítulo 1, “The Sacrificed and the Sanctified”.
*Tony Judt
Este artículo fue extraído de una conferencia que Tony Judt pronunció en Bremen, Alemania, el 30 de noviembre de 2007, cuando recibió el premio Hannah Arendt. Toni Judt es autor, entre otros, de Postguerra, Editorial Taurus, Madrid, 2006.
Fuente: Le Monde Diplomatique en español Agosto 2008
Portada: muro de retratos en el museo memorial Kazerne Dossin, en Malina (Bélgica)(foto: Sascha-Kleinblatt)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
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