( Segunda parte )
 

José María Sánchez Jáuregui
Licenciado en Historia, periodista y técnico del INE


 Aunque el título del artículo es lo suficientemente claro, es necesaria una puntualización previa. Al colocar las palabras Holocausto y ETA en la misma frase no pretendo reiterar la grosera y muy repetida idea de que los ciudadanos que se sienten españoles en Catalunya y Euskadi son los nuevos judíos perseguidos por las hordas nacionalistas e independentistas, homólogos a las SA nazis. Lo que pretenden las líneas que siguen es mostrar, de forma sucinta, la utilización de un discurso histórico con fines legitimadores de un sistema político, algo por otra parte habitual.

Todos fueron justos. El Holocausto como parque temático

En el año 2000 Norman G. Finkelstein publicó su  estudio La industrial del Holocausto. Reflexiones sobre la explotación del sufrimiento judío (Akal 2014). Este texto, que le reportó no pocos dolores de cabeza a este profesor universitario, fue tachado de negacionista a pesar de ser el autor hijo de un deportado de Auschwitz. Sostiene Finkelstein que la Shoah es un discurso ideológico del holocausto nazi, una construcción para legitimar al estado de Israel y hacer negocio económico con las víctimas reclamando indemnizaciones a Suiza y Alemania, sin que los dineros obtenidos pasaran a las víctimas reales, faceta esta última en la que no vamos a entrar.

Dicho discurso ideológico comenzaría a difundirse especialmente tras la guerra árabe-israelí de 1967, pero que Hannah Arendt, referencia básica de Finkelstein, ya había intuido desde años antes. Colectivos judíos, lobbies de influencia y todo tipo de asociaciones comenzaron a dar forma a esta construcción narrativa mediante conferencias, seminarios, becas universitarias y “festivales” varios, todo lo cual tuvo también su traslación a la cultura de masas, de novelas o ensayos a la cinematografía, uniendo así lo “académico” con lo popular y divulgativo en beneficio último de la impunidad política de Israel.

Simone De Beauvoir y Claude Lanzmann
Simone De Beauvoir y Claude Lanzmann

Por su parte, el profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Tel Aviv Shlomo Sand, autor de El siglo XX en la pantalla (Crítica 2008), expone, en el capítulo dedicado al Holocausto, una crítica que podemos incluir dentro de la misma dirección y sentido que la de Finkelstein. Sand muestra una doble utilización del discurso del Holocausto. La versión mainstream, cuyo paradigma sería La lista de Schindler (1993) de Steven Spielberg, que reduciría la visión del universo de los campos de concentración y exterminio a una especie de Disneyland del Terror, con buenos y malos integrales. Y, por otra parte, la versión haute culture, que estaría representada por el documental Shoah (1985) del director francés Claude Lanzmann, recientemente fallecido. Este documental-río, paradigma de la narración sobre el Holocausto, reduce el genocidio judío a un fenómeno centro europeo. El prólogo al guión, de Simone de Beauvoir, sirve para reafirmar la opinión de Sand.

La autora francesa afirma que los hechos descritos en el documental le habían resultado hasta entonces lejanos, pero que tras conocer el film se sintió afectada personalmente. Que la intelectual francesa para trabajar de docente tuviera que firmar una declaración obligatoria de no ser judía como parte de las medidas legales de la Ocupación y del Régimen de Vichy, o que parezca desconocer que en tal época se produjeron masivos arrestos y deportaciones de judíos, le parece al historiador israelita una desfachatez. En una obra posterior apostillará que la pareja de Sartre y éste mismo ocultaron a una alumna suya, con la que además sostuvieron una relación íntima, que tuvo que huir de París y vivir oculta en la zona colaboracionista para evitar ser deportada, mientras ellos miraban hacia otro lado. El anticomunista Tony Judt justifica con estas actitudes durante la Ocupación el hecho de que, tras la Liberación, muchos intelectuales, entre ellos la pareja citada, abrazaran el marxismo e ingresaran en el PCF, el Partido de los fusilados (Pasado imperfecto. Los intelectuales franceses 1944-1956, Taurus 2007).

Como señala en dicho texto y vuelve a abundar en ¿El fin del intelectual francés? De Zola a Houellebecq (Akal 2017), Shlomo Sand utiliza el mismo argumento para explicar la adhesión de ciertos intelectuales a la causa israelí conforme abandonaban el comunismo años después (como sería, entre otros, el caso del actor y cantante Yves Montand en el mundo del espectáculo). Una o dos décadas después, en el mismo escenario geográfico, tras el Mayo del 68, muchos de los maoístas airados pasaron a defender el humanismo, una suerte de humanismo “navideño” más bien, fundamentado en el Holocausto y el Gulag, como forma de tránsito al más rancio conservadurismo y a un posicionamiento proisraelí: de Pekín a Tel Aviv. Con el mismo fervor se sumaron intelectuales, algunos de ellos judíos, como Benny Levy, Bernard Henry Levi, André Glucksmann o Alain Finkielkraut, con una pasión que rozaría el fanatismo integrista. No deja de resultar contradictorio que personas que ahora se posicionaban en defensa de la política del Estado de Israel, defendieran con anterioridad al FLN argelino, a la ETA antifranquista o incluso a la curiosa mezcla de neomarxismo, sexo, drogas y Stasi (Rudi Dutschke, Ulrike Meinhof).

Finkelstein, Sand y otros autores como Ilan Pappé (citamos a los que su obra se encuentran con facilidad en castellano), son representantes del llamado revisionismo historiográfico judío, una corriente que cuestiona la legitimidad del Estado israelí que se basa en una doble perspectiva. La religiosa, que afirma que los territorios palestinos son un derecho de los judíos (el Pueblo Escogido por Dios) por las referencias en las Sagradas Escrituras. Y la histórica, que liga esta supuesta “legitimidad” con la reparación de la memoria de las víctimas y supervivientes de los campos de la muerte, justificando así la expropiación armada de los territorios a sus propietarios palestinos. Los autores revisionistas que desvelan la utilización del Holocausto como una forma de legitimación del Estado de Israel y sus políticas, a menudo son tachados de negacionistas de extrema izquierda, aunque en su mayoría -si no todos- son hijos de supervivientes del genocidio, que nacieron o residen en Israel (si bien alguno ha tenido que abandonar el país) y que incluso en algún caso han combatido en su ejército contra árabes o palestinos, experiencia que marcaría con posterioridad su trabajo profesional.

Aunque más moderado en sus críticas, el historiador social liberal Tony Judt también vivió la misma experiencia.  Sobre el papel y desde el concepto de victima utilizado por la “industria”, algunos podrían considerarse victimas indirectas del Holocausto.

Exodo
Exodo

Cuestionada desde la perspectiva del revisionismo histórico citado, la “industria” del Holocausto en sus inicios se centró en reflejar la gesta heroica del nacimiento de Israel, a través de productos para la cultura popular internacional, con películas como Éxodo (1960) de Otto Preminger, basada en el best seller homónimo del ex marine de extrema derecha León Urís, o La sombra de un gigante (1966), dirigida por el mediocre y olvidado director Melville Shavelson, film basado asimismo en un libro de Ted Berkman.  Por su parte, los lager ya habían sido representados cinematográficamente con anterioridad, como en el documental Noche y Niebla (1955) del francés Alain Resnais, con imágenes de los fondos visuales nazis,  o en la película Kapò (1960) del italiano Gillo Pontecorvo, que trataba un tema que años después se volvería controvertido (los guardianes judíos de los campos).
TP Serie Holocausto
Con todo, el punto de inflexión en la representación directa del genocidio judío todavía tuvo que esperar. Así, el 16 de Abril de 1978, en el canal NBC de los EE.UU., se presentó la serie Holocausto con guión de Gerald Green y dirección de un rutinario artesano del cine, Marvin J. Chomsky. La serie, una banalización del genocidio, tuvo una gran repercusión internacional y provocó, como no podía ser de otra forma, encendidos debates, en especial en la RFA. En países con dictaduras derechistas como Chile, en cambio, se tendría que esperar a las caídas de sus respectivas dictaduras para poder ser vista por los espectadores. En España la serie se programó en 1979. El éxito y el impacto popular en todo el mundo de la serie televisiva Holocausto desbordaron todas las previsiones. Su eficacia radicaba en que divulgaba el genocidio de una forma elemental y en un formato narrativo de cultura popular y realista, que serviría de modelo al alud de proyectos posteriores. La “industria” pasó, a partir de este momento, de mediana empresa a multinacional con métodos tayloristas de producción.

El nacimiento del Estado de Israel suscitó las simpatías mayoritarias en Occidente, incluyendo a buena parte de las izquierdas. En ese momento las victimas de Holocausto no formaban la parte más visible en su origen. Se trató de un proceso de descolonización como tantos otros que siguieron a la IIª Guerra Mundial contra el país colonialista por antonomasia, Gran Bretaña. Los primeros líderes de origen europeo eran socialdemócratas que dotaron de una estructura social al nuevo Estado, incluso con lo que se entendió como formas de autogestión, el kibutz (comunidad), pequeñas comunidades agrícolas que, según la expresión de la época, convirtieron el desierto en un vergel. Sus enemigos eran satrapías árabes que en la reciente guerra mundial simpatizaran con los nazis, como por ejemplo la admiración del Muftí de Jerusalén hacia Hitler o las unidades árabes integradas en las Waffen SS. Incluso países recientemente descolonizados  y en vías de modernización, como el Egipto de Nasser, acogieron a fugitivos nazis para su programa de rearme.
Si en los años sesenta esa imagen idílica y colectiva de la (re)construcción del pueblo israelí aún perduraba, ya empezaba a ser cuestionada por la imagen alternativa de los campos de refugiados y la diáspora palestina.

Israel pasaba de ser un Estado obligado a guerras defensivas a profesar un abierto expansionismo territorial. En septiembre de 1982 mostró abiertamente al mundo su cara más criminal con las matanzas de Sabra y Chatila, calificadas de genocidio por la ONU en su resolución 37/123. Si desde mediados de los sesenta las víctimas del Holocausto comenzaron a salir de su ostracismo ahora pasaban a ocupar todo el proscenio. Este protagonismo de las víctimas del nazismo tuvo, además, la virtud de ocultar la internacionalmente poco presentable épica fundacional que comenzaba a adoptar el discurso religioso del sionismo más ultraconservador, e incluso tapó argumentos biologicistas sobre la raza judía que, según Sand, hubieran gustado al propio Hitler.
Yad Vashem es la institución israelí con autoridad sobre la memoria de los mártires y héroes del Holocausto, subrayando lo de mártires y héroes. Si las víctimas son una pieza determinante en  el mito fundacional, estas han de ser no solo inocentes, sino además puras. Cualquier narración o ensayo sobre la realidad es examinado y eventualmente purgado si se sale de la ortodoxia sacrificial.

Asuntos espinosos como la existencia de kapos y de sonderkommandos judíos (prisioneros que, para ganar unos días de vida, llevaban los cadáveres a los hornos crematorios), la insolidaridad entre prisioneros o el síndrome de Estocolmo hacia los guardianes, son temas que, si es estrictamente necesario,  han de tratarse dentro de de determinados cánones interpretativos, tanto en la cultura de masa como en los ensayos o investigaciones históricas, so pena de arriesgarse a las críticas de la “industrial” o a las denuncias judiciales de organizaciones sionistas. En 1987 el comic Hitler=SS, dibujado por Vuillermin con guión de Gourio, y publicado por HaraKiri, fue multado con un simbólico franco pero prohibida su distribución por la denuncia de colectivos sionistas franceses. El comic, de estilo feísta y con un guión muy negro, se reía de los deportados, que lejos de ser presentados como mártires se mostraban como feroces supervivientes, con afectados por el síndrome de Estocolmo hacia sus carceleros que serían simplemente idiotas. No se trata, en realidad, de un comic antisemita o neonazi, sino una muestra sarcástica de la humanidad situada en los límites más extremos del humor más crudo. La publicación del comic en España sufrió una persecución peor.

Denunciado por los respectivos colectivos sionistas, el Tribunal Supremo en 1995 le impuso una sanción de cien mil pesetas, una cantidad enorme para una editorial underground como Makoki, y, además de la sanción y la prohibición, se obligó a la destrucción de las planchas de impresión. Menos radicales fueron las críticas que recibió la película La vida es bella (1995) Roberto Benigni, basada en las experiencias de un superviviente de los campos, pero que a los colectivos sionistas le pareció demasiado edulcorada y que daba una visión errónea del Holocausto. En una versión más personal, pero dentro del discurso de la “industrial”, Bernard Henry Levi criticó el revisionismo de Hollywood en el tratamiento del tema en películas como Malditos Bastardos (2009) de Quentin Tarantino y Shutter Island (2010) de Martin Scorsese, que se alejan de la versión canónica del genocidio. Me he centrado en algunos ejemplos de la cultura de masas, pero los diversos colectivos sionistas permanecen vigilantes a cualquier crítica académica o popular contra el Estado de Israel, considerada siempre como antisemitismo, y el antisemitismo es un delito de odio contra la memoria de los mártires y héroes del Holocausto.

Con la revolución conservadora y su hegemonía cultural, el neoliberalismo, el Holocausto pasa a la cultura occidental, y en especial la europea, con una industria propia aunque no competitiva, sino colaborativa con la sionista. En el prólogo de su Combatientes en la sombras. Una nueva perspectiva sobre la Resistencia europea (Taurus 2016), Robert Gildea analiza la evolución de la imagen social de la resistencia. Tras la guerra se la considera como el pueblo en armas, pueblo en la metrópolis y ejercito en ultramar. En los cincuenta, con el auge de la guerra fría, el pueblo va perdiendo protagonismo que pasa a ser ocupado por el ejército desde Londres o en los desiertos africanos. A partir de los años setenta, la Deportación sustituye al maquis como forma de resistencia, mediante lo cual ciudadanos anónimos, sacerdotes y judíos fugitivos serían la representación de la Francia auténtica bajo la ocupación. Volviendo a la cultura de masas, se pasa de La bataille du rail (1946) de René Clement, que describe la lucha de los sindicatos obreros del ferrocarril contra los nazis, a Lacombe Lucien (1974) y Adiós Muchachos (1987) de Louis de Malle, que ofrecen una fotografía de la ocupación con judíos de fondo. Ejemplos más convencionales podemos encontrarlos a decenas cada año desde entonces, como la actual Una bolsa de canicas (2017) de Christian Duguay.

La resistencia en general, entre ella la francesa, en la actualidad es representada como una forma de terrorismo tan criminal como inocuo. Esa es la línea de historiadores conservadores como François Furet, Michael Seidman o periodistas metidos a historiadores como Max Hastings, portavoces de los que el desaparecido filósofo Antoni Domenech definió como anti-antifascismo. Otro historiador revisionista, Sergio Luzzatto, ha ido más lejos recientemente al tomar como motivación los remordimientos de uno de los supervivientes de los campos que es más universalmente respetado y reconocido, aunque no del todo asimilable por la “industria”, el escritor y químico Primo Levi. Luzzatto investigó en Partisanos (Penguin Random House 2015) el paso de intelectual por un grupo partisano y cómo este grupo ejecuto a dos jóvenes por motivaciones no del todo claras,  dentro de la lógica dramática de una guerra civil. Con la excusa del remordimiento de un hombre fundamentalmente bueno se equipara la violencia partisana con la de los campos.

Entrada al campo de Auschwitz
Entrada al campo de Auschwitz

En el marco de la Unión Europea son frecuentes, enlazando con lo mencionado de la Industria del Holocausto, seminarios, reuniones de intelectuales y políticos, becas, departamentos universitarios, grupos de investigación en las instituciones comunitarias y viajes turísticos organizados a los lager en aniversarios. La diferencia con la “industria” original es que ahora se añade también el Gulag soviético a la narración. Nazismo y Estalinismo aparecen así unidos en el discurso neoliberal europeo. El primero como consecuencia del segundo, dentro de la más pura tradición del revisionismo conservador. Uno de los intelectuales que más “bolos” realizó por plazas y auditorios fue el francoespañol Jorge Semprún. Teórico de la Memoria, resulta paradójico por cuanto su obra no es tanto memorialista como de ficción. El mismo ha llegado a reconocerlo aunque bajando la voz. Semprún, sobreviviente del campo de Buchenwald, comete incluso un pecado nefando al parecer de Henry Levy, el de colocar en la entrada del Buchenwald, el Arbeitmachtfrei del frontispicio de Auschwitz. La paradoja puede ser mayor si establecemos una comparación con el caso de Enric Marco, el hombre que se hizo pasar por un superviviente de Flossenbürg y que al ser descubierto prácticamente fue crucificado.

Los clavos los puso el escritor cortesano Javier Cercas en una de sus novelas selfies y éxito de ventas, El Impostor (Literatura Random House 2014). La paradoja es que Marco disfrazó su impostura con un conocimiento exhaustivo del campo, prisioneros y guardianes, y su relato convenció a tanta gente, supervivientes y especialistas por su realismo. Semprún fue un superviviente real de un campo pero sus novelas son ficción: maneja los datos según el interés narrativo y si es necesario los inventa. El laureado adalid de la Memoria es un artesano de la ficción. Como ejemplo de la simbiosis de las dos industrias, sin salir de España, se puede citar el premio que las instituciones memorialistas israelíes concedieron al escritor, académico y gentil hombre de Palacio, Antonio Muñoz Molina por Sefarad (Alfaguara 2007), texto en línea con lo expuesto y que resume una larga serie de escritos del autor sobre los dos totalitarismos del siglo XX.

En estos días se estrena la película El Capitán de Robert Schwentike, una visión más de los campos. Si miramos cualquier revista de cine, o las páginas bajo demanda de las televisiones de pago, encontraremos no menos de cinco estrenos recientes con igual tema, lo mismo que en los anaqueles de las librerías. No todo, obviamente, se ajusta a las normas de la “industrial”, pues la marejada temática también atrae visiones interesantes y nuevos puntos de vista. La marea sigue, aunque el mercado esté saturado y ya no cause los mismos sentimientos que Noche y niebla o Shoah. Hace unos meses saltó a la luz el escándalo por unos jóvenes que se hacían selfies graciosos en Auschwitz. Evidencia sin duda un cambio de  mentalidad, pero también que el horror comienza a quedar lejos.
Por otro lado, Israel tampoco es visto ya desde una perspectiva épica, puesto que su evolución hacia un país ortodoxo en lo religioso y racial en lo legal o el desparpajo con que comete el genocidio palestino, hacen que los gritos de antisemitismo de los grupos sionistas en occidente hacia las voces solidarias no encuentren ya audiencia como antaño. Lo que queda es la utilización de las víctimas de un genocidio que no fue el primero ni el último.

Por ejemplo, Canal Historia lleva a cabo la misión imposible de narrar el nacimiento de los EE.UU. sustentado en la idea del espacio vital y el exterminio de sus pobladores, traduciendo los discursos de los Padres Fundadores al lenguaje postmoderno y políticamente correcto. El general Weyler, en nombre de la monarquía borbónica, utilizó en el  dominio español en Cuba las deportaciones y los campos de concentración, que también fueron usados en la Guerra Civil americana. Genocidios anteriores al Holocausto los hubo en Armenia y después en los Balcanes, y antes de ayer y quien sabe sino ahora mismo en el África Central. Sin embargo, una potente industria multinacional nos ha vendido el carácter excepcional del Holocausto nazi y sus víctimas, mitificadas y liberadas de cualquier humanidad, como motivo para crear un Estado sin más fundamentos que los religiosos. Grupos sionistas durante años han vigilado en Occidente que estos mitos no sean cuestionados, pues con ello se cuestiona el mismo Estado de Israel, querellándose legalmente o ahogando, cuando ha sido posibles, producciones culturales independientes.
 
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