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Dan Stone

Profesor de la Universidad Royal Holloway (Reino Unido). Ha publicado «Histories of the Holocaust «(2010); «The Oxford Handbook of Postwar European History» (2012); «The Liberation of the Camps: The End of the Holocaust and its Aftermath» (2015); y «Concentration Camps: A Short History» (2017).

 
 
 
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En 1946, se estrenó uno de los mayores hitos de la, por entonces, recientemente restablecida industria del cine alemán, la DEFA. El asesino está entre nosotros (Die mörder sind unter uns), dirigida por Wolfgang Staudte, no es sólo un magnífico ejemplar del cine negro, heredera de la tradición cinematográfica de Hollywood a pesar de haber sido rodada en la zona soviética, sino una clara exposición del hecho de que gran parte de los altos cargos de la Alemania occidental de posguerra (que más tarde se uniría para formar la República Federal) ya ostentaba puestos privilegiados durante el periodo nazi, encarnada en este caso por el dueño de una fábrica, responsable de haber asesinado a civiles. En una escena especialmente impactante, reunidos por navidad los dos  protagonistas, Susanne Wallner (Hildegard Knef) y el Dr. Hans Mertens (Ernst Wilhelm Borchert), la atmosfera de calma se resquebraja cuando casi sin pensar Wallner dice: «La paz, la navidad, cómo he anhelado este día. Pero ahora ya no estoy tan seguro. Todo parece irreal de alguna manera». Mertens le responde con un comentario igualmente instintivo: «Quizás sea porque no hay paz en nuestros corazones».

El argumento de este libro es que no había paz en el corazón de los europeos justo después de la guerra por todo lo que se había ocultado, como por ejemplo la carrera profesional de muchos alemanes durante la guerra que consiguieron evadir las consecuencias del fin del nazismo. Esto no es ninguna novedad. Sin embargo, este estudio enfatiza que esta ausencia de paz —en oposición a la ausencia de guerra, que acabó trasladándose a otras partes del planeta y a las luchas de poder por las colonias europeas y la Guerra Fría— persistió durante todo el periodo de la Guerra Fría. Fue cada vez más analizada a partir de los años 60, pero sólo al final de la Guerra Fría pudo examinarse completamente la documentación de la guerra en Europa. Desde entonces, hemos podido observar que esta falta de paz en el corazón de la gente no sólo sigue influyendo en el pensamiento de los europeos, sino que su peso es aún mayor que durante los primeros años posteriores a 1945. En la Europa contemporánea, los recuerdos contrapuestos de la guerra todavía constituyen la esencia del debate político.

Aunque éste es un libro de historia, se encuentra firmemente anclado en el presente. Para la generación que se hace adulta ahora, nacida tras el fin de la Guerra Fría, los años 40 y 50 pueden parecer tan lejanos como la Conquista Normanda o la Guerra de las Dos Rosas. De hecho, la II Guerra Mundial y su posguerra conformaron el mundo en el que vivimos hoy de múltiples maneras. Es más significativo incluso el hecho de que, de forma paradójica y como trata este libro, si analizamos los extraordinarios cambios que han tenido lugar en Europa desde 1945 —socialmente, económicamente, tecnológicamente y en muchos otros aspectos, de tal manera que si alguien que se hubiera quedado dormido en 1950 y se despertara en el año 2000 apenas reconocería el mundo a su alrededor—, cuanto más tiempo pasa desde la guerra, mayor es su impacto y el debate que provoca.

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Muro de Berlín junto a la Puerta de Brandemburgo (foto: Bundesarchiv, Bild 145-P061246 / o.Ang. / CC-BY-SA 3.0)

De hecho, como mostraremos más adelante, aunque la «posguerra» ha de entenderse fundamentalmente como un periodo cronológico, en la línea de los que señalan que el fin de la Guerra Fría marca el fin de la posguerra, en otro sentido casi filosófico, los años posteriores a 1989 deberían considerarse como la verdadera posguerra. Lo que quiero decir con esto es que la ausencia de paz en los corazones europeos, como dice Susanne Wallner en la película, sólo podía explicarse de cierta manera oficial y políticamente correcta durante la Guerra Fría: la ideología antifascista en la Europa del Este y la devoción por la reconstrucción, unidas al silencio sobre el extendido colaboracionismo con los nazis —o el fracaso al evitar su auge— en la Europa Occidental conducen a que sólo se haya podido realizar un análisis claro y completo de lo sucedido durante la II Guerra Mundial después la Guerra Fría, entendida como la conclusión definitiva de un proceso que se encontraba en marcha: la desaparición del consenso de posguerra. Este concepto de «consenso de posguerra» debe entenderse en sus dos vertientes. Primero, desde un punto de vista socio-económico, como la creación de estados de bienestar capitalistas y una tendencia favorable para las relaciones industriales corporativas en la Europa occidental y la construcción del comunismo y su inherente supresión de cualquier otra alternativa en el Este (siendo la península ibérica una excepción a esta regla ya que, como veremos más adelante, no existía un «consenso», sino la continuidad del autoritarismo heredado de Franco y Salazar, con la connivencia de Occidente, y su progresivo declive). En segundo lugar, pero no menos importante, el consenso implicaba el triunfo del antifascismo (institucionalizado como herramienta legitimadora en la Europa del Este, siendo para el Oeste una base intelectual para la estabilidad política y social), el anticomunismo y el cambio hacia el consumismo y el crecimiento económico.

La tesis principal de este libro es, por lo tanto, que el consenso de posguerra se encontraba vinculado con un determinado tipo de memoria de la II Guerra Mundial, y que el fin del consenso no debe entenderse sólo desde un punto de vista económico (el
paso desde las industrias primaria y secundaria hacia la terciaria, la «modernización» [=desmantelamiento] del estado del bienestar, o el abandono de los valores  socialdemócratas, por ejemplo), sino también político, sobre todo en el ámbito de las políticas de memoria. El colapso del proyecto político de la socialdemocracia en el Oeste y del comunismo en el Este está ligado a la muerte del antifascismo, de ahí la reaparición de ideas y valores que se creían extinguidas desde hace tiempo, o al menos consideradas marginales o disparatadas. Si queremos entender las raíces del populismo de derechas, que está en auge incluso en países tan tradicionalmente predecibles como Dinamarca, Países Bajos y Bélgica, no debemos centrarnos exclusivamente en los recientes debates sobre «el islamismo radical», «la guerra contra el terrorismo», la inmigración o la crisis financiera, sino también en el resurgimiento de una memoria —principalmente relacionada con la experiencia de los europeos y sus filiaciones durante la II Guerra Mundial— que revela un profundo estado de resentimiento contra los valores  normativos de los años 1945-89, cuando muchos, al parecer, tuvieron que permanecer callados.

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Trauermarsch, marcha neonazi conmemorando la derrota alemana de 1945 bajo el lema «1945: No celebramos, no olvidamos»

Este análisis no debe interpretarse como un tipo de nostalgia por la brutal estabilidad de la Guerra Fría, lo que nos dejaría en una posición incómoda. El «antifascismo», que fue inicialmente una fuente de inspiración, terminó siendo un argumento cínico esgrimido por el orden establecido para aferrarse al poder en los países comunistas. En su equivalente occidental, impedía que se analizaran con claridad los aspectos más turbios de su pasado durante la guerra. Sin embargo, el argumento de este libro sigue la simple lógica de «no tirar la fruta sana con la podrida», o en otras palabras: el fin del antifascismo, tanto en la Europa oriental como en la occidental, iba de la mano con el
continuado ataque a la socialdemocracia, que ya se encontraba en dificultades desde las crisis del petróleo y las recesiones de los años 70 y 80 (además de que, como veremos,
la democracia es ya de por sí un término difícil de aplicar en una Europa occidental dominada en su mayoría por cristianos demócratas de centro-derecha). La política de la memoria y el cambio socioeconómico han estado vinculados de una forma que los historiadores hasta ahora no han reconocido lo suficiente. Tony Judt apunta a esa
conexión, cuando dice que «el concepto generalmente extendido del pasado reciente de Europa unía la memoria de la Depresión, la lucha entre democracia y fascismo, la legitimidad moral del estado del bienestar y —para muchos a ambos lados del Telón de Acero— la fe en el progreso social». Pero incluso en su obra maestra, Postwar (2005), este vínculo no se analiza explícitamente en detalle. (1)

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Tony Judt

En este libro se muestra que para poder comprender los años de posguerra se necesita conocer no sólo lo que pasó («el historial de eventos») sino también lo que la gente pensaba en cada época acerca de esos acontecimientos, especialmente durante la guerra («la historia de la memoria»). Si bien es liberador y emocionante estar expuesto a tantas ideas de una manera inimaginable durante la Guerra Fría, también da miedo ver cómo renacen ideas y conceptos que amenazan los fundamentos de la estabilidad europea. Ciertamente es mejor poder hablar libremente acerca del pasado para poder desentrañar los viejos mitos sobre la resistencia o la neutralidad, por ejemplo. Pero esto permite a su vez que los nostálgicos del fascismo resurjan para defender su postura. Además, no deberíamos subestimar el reto de mantener el estado del bienestar en una era que ve aumentar la esperanza de vida a la vez que disminuye la necesidad de mano de obra. No deberíamos culpar a los arquitectos del estado del bienestar por no haber previsto las consecuencias del éxito de su propio sistema. Pero los cambios políticos y económicos que han tenido lugar desde 1989 se han visto acompañados por un ataque cuya vehemencia estridente ha ido en aumento contra el discurso de la «guerra buena» contra el fascismo. A veces parece que los europeos de hoy han olvidado el origen de su estabilidad y riqueza sin precedentes. Por ejemplo, las críticas contra la Unión Europea están justificadas en muchos casos —por su secretismo, ambiente elitista y compleja estructura burocrática entre otros aspectos, por no mencionar el presente fiasco del euro—, pero aun así merece la pena destacar que la integración de Europa ha conseguido su principal objetivo: el de evitar la guerra. ¿Abandonaremos la reforma de la UE por una vuelta al proteccionismo y a los nacionalismos locales? En tal caso, podemos estar seguros de que en Europa resurgirán elementos culturales muy desagradables.

Algunos expertos mantienen desde hace tiempo que el nazismo nunca llegó a morir ni a estar enterrado del todo, sino más bien embozado, «como un perro rabioso», y que continúa fascinando a muchos, como vemos en diseñadores de ropa, anuncios de coches, exposiciones de arte, o incluso etiquetas en botellas de cerveza. Esto nos recuerda que el rechazo a los valores socialdemócratas no es sólo un asunto político. Como mostraremos en este estudio, el auge de la socialdemocracia en la Europa occidental y del comunismo en el Este supusieron la supresión del legado fascista. La caída de la socialdemocracia no sólo implica una mayor desigualdad socioeconómica, un aumento de la pobreza, el desempleo y la criminalidad y un empobrecimiento de la vida cultural que se centraría principalmente en los personajes famosos, sino también forzosamente un nuevo aliento para el fascismo europeo, independientemente de cómo se quiera disfrazar, de Front National, de Vlaams Belang o de los diferentes «Partidos de la Libertad» que se han multiplicado en la última década —por no mencionar el auto-aislamiento y falta de responsabilidad con respecto a la sociedad de la llamada «élite salvaje» (entre los políticos, banqueros y la prensa) que utilizan al populismo derechista como marioneta para mantener su apariencia «razonable»—.

La memoria de la II Guerra Mundial es la clave para comprender la historia europea a partir de 1945, ya se trate del desarrollo institucional de la UE y la CEE, la Guerra Fría en Europa, la descolonización, los levantamientos de 1968 o la caída de los regímenes comunistas. Lo que más sorprende al analizar las «guerras de la memoria» de las décadas de los 90 y 2000 es la significativa reinterpretación de la guerra con el fin de justificar todo tipo de posturas. Por tanto, la II Guerra Mundial no forma parte de la historia antigua. Toda historia, como se suele decir, es historia contemporánea, puesto que nuestra idea del pasado viene filtrada por las normas, costumbres y preocupaciones del presente. Quizás esto sea más pertinente que nunca cuando se escribe acerca del origen de lo contemporáneo.

(1) Judt, Tony, Postwar: a history of Europe since 1945 (Londres: William Heinemann, 2005), p. 559.
 

Introducción

Primo Levi es famoso por ser el autor de uno de los mejores testimonios de la catástrofe europea. De hecho, sin él, sería inconcebible el auge del género testimonial a finales del siglo xx. Pero Levi fue también el autor de muchos relatos cortos, que publicó en los periódicos italianos en los 60 y 70. Historias como Si esto es un hombre o La tregua  acabaron definiendo el Holocausto y Auschwitz como el epítome del mal en la Europa de posguerra. Gladiadores, publicado por primera vez en L’Automobile en 1976, parece ser la suma de las características del periodo de posguerra: tecnología, riqueza, deporte y relaciones de género cambiantes; pero también del consumo masivo, la alienación, la masificación y la violencia. Todas ellas presentes en la obra de Levi, en la que los luchadores epónimos —en su mayoría reos— son lanzados a la arena donde, armados sólo con un martillo, deben enfrentarse a los coches que intentan abatirlos.[1] Los espectadores aplauden cuando un gladiador realiza una maniobra acrobática que facilita su escapada, pero los mayores aplausos se reservan para el gladiador que hunde su martillo en la cabeza de un conductor. La violencia de esta historia es impactante, sobre todo en yuxtaposición al automóvil, símbolo del ocio y el esparcimiento de la cultura popular de posguerra. Pero viniendo de la pluma de Levi, con la inquietante amenaza de Auschwitz siempre de fondo, Gladiadores también sugiere que la aparente estabilidad de la sociedad consumista de la Europa de posguerra apenas oculta la presencia de los capítulos más oscuros de la historia europea. En contraste con una novela como W o el recuerdo de la infancia de Georges Perec (1975), en la que la sociedad entera se basa en las estrictas normas del deporte —una alegoría del intento de acotar el belicismo—, la visión de Levi es la de una sociedad que no está movilizada como durante el fascismo, pero que se encuentra preparada y dispuesta a emplear y disfrutar de la violencia.

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Primo Levi

La Italia de los años 70, donde Levi escribió Gladiadores, era una sociedad traumatizada por el recuerdo del fascismo. En su manifestación más violenta, las Brigate Rosse de extrema izquierda buscaron, mediante el ataque, desvelar el fascismo objetivo del estado moderno provocando un giro a la derecha. La idea era mostrar el verdadero rostro del estado, tras la fachada de democracia cristiana. Como en el caso de la Fracción del Ejército Rojo en la Alemania occidental por aquel tiempo, las Brigadas Rojas ayudaban involuntariamente al fascismo. De hecho, su inmadurez proclive a la violencia las convertía en herederas del fascismo europeo de manera compleja. En un tiempo definido tanto por el eurocomunismo como por la euro-esclerosis, el caos cotidiano de la realidad política italiana se caracterizaba por la violencia, la corrupción (sobre todo por el «Estado dentro del Estado» de la logia masónica P2), la inestabilidad y el terrorismo que a su vez convivían con una prosperidad económica sin precedentes en el nuevo y pacífico contexto de la CEE.

Sería tentador dividir la historia europea del siglo xx en dos partes: la primera sería una desoladora historia de pobreza, guerra y genocidio; y la segunda, un cuento con final feliz caracterizado por la estabilidad y el triunfo de la normalidad monótona sobre el peligroso activismo y la vehemencia política. Esto no iría desencaminado del todo, especialmente si nos guiamos por el «breve siglo xx» que va de 1914 a 1989 de Eric Hobsbawm.[2] Sin embargo, como vemos en el caso de Italia, aunque durante el periodo entre 1945 y 1989 se dejó atrás el extremismo de la «segunda guerra de los treinta años», debemos rascar un poco la superficie para descubrir las otras capas de la narrativa redentora que se ha intentado vender. Aparte del hecho de que Europa no tenía para comer en 1944-1945 —lo que debería ser suficiente para alejarnos del triunfalismo positivista— existían muchas fracturas, algunas muy peligrosas, en la política, la cultura y la sociedad. La más notoria de ellas es obviamente la Guerra Fría, que dividió el continente de una manera determinante durante cuarenta años y cuyas consecuencias son todavía evidentes. Hablaremos más adelante acerca de la Guerra Fría, pero primero debemos aclarar que no ha de equiparse este concepto simplemente con el periodo de posguerra, puesto que dejaría fuera de su análisis muchos de sus aspectos clave.

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Ruinas de Dresde en 1945 (fotografía de Richard Peter)

El impacto de la II Guerra Mundial, el conflicto más largo y sangriento de la historia, que dejó a su paso tantas muertes que «pareció que la tierra misma dejara de respirar»,[3] no se extinguió en 1945. Sin entender la naturaleza de la II Guerra Mundial sería imposible comprender sus consecuencias. La guerra no consistió en la clásica contienda territorial entendida en términos de estrategia militar; fue una lucha ideológica, en la que una visión racista de una Europa unida bajo dominio alemán se enfrentó, tras 1941, a una complicada alianza entre liberales y comunistas (complicada no sólo por sus diferencias ideológicas, que allanaron el camino a la Guerra Fría, sino también porque hasta el ataque nazi en junio de 1941, la Unión Soviética había sido aliada del Tercer Reich). Esta guerra de ideologías se inspiró principalmente en el quiliasmo nazi, lo que le otorgó a la contienda su carácter milenarista y explica el hecho de que en cada estado se produjera una guerra propia, con una gran parte de la población europea —especialmente entre 1941-1942— que creía que el dominio nazi de Europa sería una realidad inevitable. El colaboracionismo militar e ideológico con el nazismo equiparó la lucha a una guerra civil.[4] Como escribía el novelista fascista italiano Curzio Malaparte:

por toda Europa, una terrible guerra civil se extendía como un tumor bajo la superficie de la batalla que los aliados estaban librando contra la Alemania de Hitler. En su lucha por liberar a Europa del yugo alemán, los polacos mataban a polacos, los griegos a griegos, los franceses a franceses, los rumanos a rumanos y los yugoslavos a yugoslavos… Mientras los aliados se exponían a morir en su intento por liberar Italia de los alemanes, nosotros, los italianos, nos matábamos los unos a los otros.[5]

En el contexto yugoslavo, el comunista renegado Milovan Djilas lo expresaba de forma más sucinta aún: «Un pueblo luchaba contra los invasores, mientras los hermanos se mataban entre ellos en una guerra aún más encarnizada».[6] Ya la liberación en sí fue un proceso sangriento y aterrador para millones de europeos, desde los ciudadanos de Normandía cuyos pueblos fueron bombardeados por los aliados en y tras el Día D, hasta los presos en los campos de concentración nazis que se encontraban demasiado débiles y perplejos para asimilar lo que estaba sucediendo y siguieron pereciendo de forma masiva tras ser «liberados».[7] Durante los  años inmediatamente posteriores a la guerra, millones de personas —sobre todo alemanes— se vieron desplazados por el cambio de las fronteras y la expulsión o «traslado» forzoso de la población, durante la mayor migración interna de la historia europea.[8] Como señala Mark Mazower, cerca de noventa millones de personas fueron asesinadas o desplazadas en Europa entre 1939 y 1948. «No podemos esperar entender el rumbo posterior de la historia europea», escribe, «sin enfatizar esta enorme conmoción y evaluar sus consecuencias sociales y políticas».[9] Para el final de la guerra, los aliados estaban de hecho fomentando lo que los nazis habían defendido en los años 30: «la homogeneidad étnica como rasgo favorecedor de la independencia nacional y la estabilidad internacional».[10] Las purgas de colaboracionistas —a menudo llevadas a cabo por personas cuyo propio pasado también estaba en entredicho— provocaron miles de muertes antes de que volvieran los gobiernos exiliados, cuya mayoría se había establecido en Londres durante la guerra.[11] Es incluso sorprendente que después de la magnitud de la violencia durante la guerra, las represalias no fueran aún más terribles.[12] Los campos de desplazados, especialmente los de supervivientes judíos de los campos nazis y de la violencia antisemita en la Europa del Este, fueron una lacra en el paisaje de Europa central hasta más diez de años después de la guerra.[13] La violencia y la guerra civil continuaron en muchas partes de Europa. Las autoridades comunistas no extinguieron los últimos focos de resistencia nacionalista en Polonia hasta principios de los 50; la guerra civil en Grecia precipitó la pérdida británica del estatus de gran potencia y la intervención de EEUU en Europa, encarnada en la Doctrina Truman y el Plan Marshall (el Programa de Recuperación Europea). Inmersa en la más sangrienta guerra de descolonización europea, la de Argelia, Francia casi sucumbe a la guerra civil en 1958, debido a un complot militar derechista. Las descolonización en general afectó significativamente a las nociones de superioridad y potencia, que se daban por sentadas desde hacía mucho tiempo pero que la guerra desveló como falaces al ser expulsadas estas potencias coloniales de sus bastiones en África y Extremo Oriente sin contemplaciones. Los líderes de los movimientos descolonizadores no hicieron más que continuar luchando, como hicieron contra los japoneses o al servicio de los europeos durante la II Guerra Mundial, contra las potencias coloniales que quisieron restablecer su control después de la liberación. Incluso durante el proceso de neocolonialismo y clientelismo, que benefició a las antiguas potencias coloniales, la descolonización supuso nuevos retos: la inmigración masiva de razas no caucásicas hacia Europa, el tercermundismo y otras posturas políticas asociadas generalmente con la «Nueva Izquierda» y que no encajaban bien en los paradigmas tradicionales. Las dictaduras siguieron existiendo en España y Portugal hasta los 70 ya que Franco y Salazar jugaron las bazas de su anticomunismo y supuesta neutralidad para persuadir a los EEUU y sus aliados de la OTAN de que eran un mal menor en el contexto de la Guerra Fría. Veinte años después del final de su guerra civil, Grecia cayó en las garras de la dictadura militar en 1967, un gobierno brutal que surgió y cayó por la cuestión de Chipre, uno de las traumas políticos más duraderos dentro de la posguerra.

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Alemanes desplazados de Europa del Este en un campo de refugiados

La misma Guerra Fría —dentro del contexto de la rivalidad entre EEUU y la URSS— no  ólo amenazaba la estabilidad de Europa sino la del mundo entero. La crisis cubana de los misiles de 1962 condujo al mundo al borde de la aniquilación nuclear —es imposible leer las discusiones del presidente Kennedy con el Excomm (el Comité Ejecutivo del Consejo Nacional de Seguridad) y el Estado Mayor Conjunto sin que a uno le suden las manos—[14] y la vuelta a la carrera nuclear en los 80 despertó nuevamente el temor de la Destrucción Mutua Asegurada, contribuyendo además a la sorpresa de la caída de la Europa comunista tan sólo unos pocos años después. Desde la toma comunista de la Europa del Este en la posguerra hasta las diversas crisis de Berlín, pasando por la creación de la OTAN, el Pacto de Varsovia, la represión violenta de los levantamientos de los trabajadores en 1953, la Revolución húngara de 1956, la Primavera de Praga de 1968, la Guerra de Corea y Vietnam y muchos otros episodios, la Guerra Fría afectó y se vio afectada por todos ellos.[15]

Ningún libro sobre la posguerra europea puede excluir la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética en el contexto de la historia europea. No obstante, la Guerra Fría no es el único foco o marco conceptual de este estudio. Silvio Pons y Federico Romero escriben que «la omnipresencia de la Guerra Fría ha servido a menudo como argumento para estudiarla aparte: el sistema bipolar y su dinámica dominaban todos los rincones de las sociedades a las que pertenecían. Pero esta misma omnipresencia significa también que era receptiva a la infinidad de influencias y tendencias transformadoras».[16] En otras palabras, se puede mostrar cómo la ubicuidad del contexto de la Guerra Fría le dio forma al resto de aspectos de la vida y no sólo a la política, en el sentido de relaciones internacionales o estrategia militar. La Guerra Fría, como bien nos recuerdan, «fue más que un drama de alta política».[17] El cine, la televisión, el deporte, las relaciones de género, las relaciones industriales y el desarrollo tecnológico, por citar unos cuantos aspectos, se vieron afectados por el simple hecho de la división de Europa en dos campos ideológicos opuestos. La influencia no sólo se produjo a nivel institucional, en cuanto a fondos o estatus, sino también a nivel imaginativo, puesto que el temor y la inseguridad creados por la Guerra Fría, por ejemplo, pasaron a formar parte de la cultura popular o la vida familiar. También sucedía en sentido inverso: la manera de desarrollar las relaciones internacionales políticas de la Guerra Fría también fue permeable a los estereotipos de género, con Jruschov en actitud de macho dominante y su imaginería fálica de la carrera espacial como ejemplos evidentes en los que las costumbres sociales y culturales se colaron en la agenda política.[18] Theodor Adorno dijo de las «bombas robot» de Hitler que eran la manifestación del «espíritu del mundo», refutando al mismo tiempo la filosofía de la historia de Hegel.[19] Quizá fue incluso más difícil ser hegeliano durante la Guerra Fría, frente a la amenaza de la aniquilación nuclear.[20]

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Si bien es cierto que la Guerra Fría fue un fenómeno permeable, también se debería destacar que no tuvo influencia en todas los aspectos de la vida europea de posguerra. Al centrarnos en explicar los orígenes y el curso de la Guerra Fría corremos el riesgo de dejar de lado la importancia de los dos o tres primeros años de posguerra, en los que el futuro estaba abierto y la división oficial del continente no era aún inevitable. El rock and roll, la píldora y las vacaciones en el extranjero formaban parte de la Europa de posguerra y, para mucha gente, eran más reales que la idea de la destrucción nuclear, que muchos preferían descartar para no volverse locos —siendo temas igualmente válidos de análisis histórico—. Los numerosos estudios que han aparecido recientemente sobre turismo, consumismo, vida familiar, religión, industria, moda y diseño, ciencia y tecnología, arte, arquitectura, música, cine, prensa y fotografía, todos ellos se entrecruzan con el discurso convencional del periodo de posguerra que lo equipara a la Guerra Fría, pero también ofrecen una manera de entender la sociedad, cultura y economía de posguerra más allá de la rivalidad entre capitalismo y comunismo.[21] Todos estos temas han sido integrados en el relato cronológico estándar de la Europa de posguerra.

Más allá de la alta política, muchos otros aspectos de la vida se vieron afectados de forma dramática durante el periodo de posguerra, por lo que las nociones simplistas de estabilidad y normalidad no se sustentan a la luz de la compleja realidad del periodo. En el campo de la sexualidad y las relaciones de género, este periodo fue el primero de la historia en el que las mujeres pudieron tomar el control sobre el proceso reproductivo. Incluso aunque el feminismo y la «revolución sexual» puedan parecer conceptos harto visitados desde la perspectiva del siglo XXI, ante la reimposición de los estereotipos de género contra los que luchó el feminismo, el fenómeno de los derechos de las mujeres (igualdad de salarios; derecho al divorcio; protección frente a las violaciones, especialmente dentro del matrimonio; acceso a medios anticonceptivos y derecho al aborto), apoyado por la legislación, fue pionero en la historia mundial y hemos de recordar que tan sólo unas pocas generaciones de mujeres europeas han disfrutado de estos derechos. La homosexualidad era un tema tabú para la mayoría de los europeos, impensable dentro de la sociedad «respetable» de los años 40; a partir de finales de los 60, los derechos del colectivo gay (en contraste con los términos de «desviado» o «invertido»), aunque de forma desigual y a menudo enfrentados a un violento rechazo, empezaron a tener presencia en la legislación de la Europa occidental. La implantación de la educación secundaria, el auge del consumismo y el turismo de masas, la obsesión por las «cosas», la propiedad y la riqueza, y los créditos baratos son todos ellos fenómenos del mundo de posguerra. Como señala un historiador de economía, «el aumento de la prosperidad material fue probablemente la característica más importante del desarrollo económico y social de la Europa occidental a partir de 1945».[22] Esto puede aplicarse también a la Europa oriental; aunque el nivel de vida era notoriamente menor al del oeste, las condiciones mejoraron con respecto a antes de la guerra para la mayoría y era generalizada la impresión de que todo iba a ir a mejor. Los indicadores económicos básicos mostraban, de hecho, que en términos de creación de riqueza y avance tecnológico, la mitad comunista de Europa podía estar orgullosa de sus logros en comparación con el Oeste.[23]

En términos de riqueza, salud, tecnología, viajes y calidad de vida, la Europa de posguerra posterior a 1960 marcó un punto de inflexión con su pasado, puesto que por primera vez una gran parte de la población se vio capaz de cubrir las necesidades básicas en cuanto a comida y cobijo, sobrando incluso dinero para ahorrar. Sin embargo, no todos los fenómenos de posguerra fueron positivos, incluso dejando a un lado por el momento el impacto negativo sobre el medio ambiente y la cohesión social.

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En la Europa occidental, los años de posguerra fueron testigos de un mayor carácter racial de la perspectiva sobre inmigración y descolonización, que a menudo dio como resultado revueltas y el auge de nuevos partidos de extrema derecha, a veces directamente ligados al fascismo de entreguerras; el terrorismo radical tanto de la izquierda como la derecha, además de grupos terroristas nacionalistas tales como el IRA irlandés o ETA en el País Vasco español y francés; la supresión del pensamiento crítico al utilizar las viejas élites todo su poder rehabilitador a costa de la nueva ideología política de corte antifascista. En la Europa del Este, tuvo lugar la creación de estados policiales apoyados por una omnipresente y poderosa policía secreta de mucho mayor alcance que la Gestapo; la homogenización de las condiciones laborales y sociales; y el predominio de la ideología por encima de la esfera privada, con resultados a veces tragicómicos.[24] De hecho, si se compara las Europas del Este y el Oeste en 1945 con la Europa del 2000 en cada aspecto —político, económico, cultural, social, educativo y sexual— la diferencia entre el comienzo y el final del periodo es tan grande que probablemente nunca en la historia europea se hayan producido tantos cambios en tan poco tiempo. Reconocer esos cambios y explicarlos es la tarea de los historiadores y es por eso que la posguerra europea se está convirtiendo rápidamente en historia. Este proceso historiador se pone en marcha de muchas maneras, pero parece evidente que las sencillas nociones de estabilidad y progreso no son suficientes. En 1895, durante su ponencia inaugural en Cambridge, Lord Acton decía que «existe mucho más miedo a ahogarse que a la sequía» cuando se refería a las fuentes de la historia moderna —y eso en una época en la que la historia escrita se limitaba a la historia diplomática—. Se necesitan por tanto algunos parámetros conceptuales inequívocos para darle claridad a ese amasijo de material que cubre cada aspecto posible de la actividad humana.

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París, 8 de mayo de 1945: celebración de la capitulación alemana (Getty Images)

Mi estrategia para aproximarme a ese periodo en este libro es centrarme en el auge y colapso del consenso de posguerra europeo. Esto quiere decir que la guerra precipitó la creación de un discurso antifascista en ambas Europas —aunque ampliamente diferente en cada aspecto— que dio forma y significado a lo que de otra manera podría haber parecido un vasto panorama de futilidad y anarquía como fue la II Guerra Mundial. En el Este, el discurso se implantó eliminando de forma violenta a sus opositores, permitiendo en el proceso la destrucción del antiguo orden social en el nombre del socialismo. Bajo la asunción de que los terratenientes, propietarios, empresarios y profesionales (una pequeña minoría, por supuesto, de la población de la Europa del Este) eran colaboracionistas o simpatizantes fascistas, sus propiedades fueron «redistribuidas» «entre el pueblo»; o lo que es lo mismo, el Estado y sus arribistas, a menudo matones de la administración y sus beneficiarios. El discurso se basaba en una realidad: el Ejército Rojo, aunque con ayuda americana, había derrotado realmente al fascismo en Europa con un tremendo coste social y de vidas soviéticas. Incluso los no comunistas se vieron obligados a reconocer sus logros. Muchos unieron su suerte al comunismo, si no con entusiasmo, al menos pensando que era la única manera de apostar por el futuro.

En la mitad occidental del continente, el «antifascismo» no se convirtió en dogma estatal como lo hizo en lo que pronto se conocería como «el Telón de Acero». No obstante, era otra forma de antifascismo y tenía un considerable predicamento en las vidas de los europeos del Oeste. En Gran Bretaña, el orgullo de haber derrotado a Hitler fue un sentimiento muy extendido entre todas las clases durante muchos años, lo que contribuyó a la sensación de superioridad en lo referente a Europa, basada en la ficción de que el Reino Unido era todavía una gran potencia mundial.[25] El Gobierno laborista británico de Clement Attlee era más radical que la mayoría del resto de las naciones europeas occidentales, dominadas por demócratas cristianos de centro-derecha, pero en todas partes se estaba fraguando un nuevo consenso basado en la cooperación de las diferentes clases, el estado del bienestar de uno u otro tipo y la sólida adhesión a la democracia parlamentaria de los partidos de la derecha que se habían mostrado contarios al sufragio universal antes de la guerra.

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El antifascismo como ideología de Estado: conmemoración del 25 aniversario de la República Democrática Alemana

En otras palabras, el antifascismo se convirtió en la base de la estabilidad de la posguerra europea. No obstante hemos de aclarar algunos puntos: el término «antifascismo» se asocia normalmente con la ideología comunista y de hecho este término fue instrumentalizado por los regímenes del bloque del Este para justificar su «reorganización» social. El uso del término, utilizado para disfrazar la profunda reforma de las relaciones sociales, llegó a convertirse en «el antifascismo como ideología total». Hemos de recordar que la legitimidad de los regímenes comunistas siempre estuvo basada en un hecho real, pero un hecho que fue perdiendo paulatinamente su significado con el pasar de los años, según iban muriendo aquellos que contribuyeron a la caída del fascismo, dejando a sus descendientes con poco más que el discurso oficial de la victoria sobre Hitler y la triste realidad del bloque del este.[26] Sin embargo, como escribe otro historiador, «el antifascismo no puede reducirse a la variante del comunismo soviético».[27] Habrá quien, no sin razón, piense que el término «antifascismo» ha sido tan trillado y mal utilizado históricamente que ya no puede servir como herramienta conceptual. No obstante, mi intención es la de indicar que reducir el antifascismo a la ideología comunista no sólo es una imprecisión histórica —sería una ofensa para muchos individuos o grupos antifascistas insinuar que habían sido meras marionetas de los manipuladores comunistas—[28] sino que además nos impediría comprender la verdadera esencia del periodo de 1945 a 1989.

Al utilizar el concepto del consenso antifascista como la clave para comprender la Europa de posguerra, se ve con mayor claridad que el colapso de tal consenso revela que la difícil estabilidad del periodo de posguerra (1945-1989) fue una excepción en la historia europea. Si bien la noción de «antifascismo» de la Europa del Este ha sido vapuleada tras el colapso del comunismo, también ha sucedido lo mismo con el «antifascismo» en el occidente, lo que supone un ataque a los valores socialdemócratas que fueron la base de las tres primeras décadas de posguerra en la Europa occidental. Estas décadas, todavía veneradas como los años del boom económico sin precedentes, se van dejando atrás en el sentido en que los valores que defendían —democracia, cooperación entre las clases, buena relación entre trabajo y empleado, nacionalización de los servicios esenciales, impuestos altos para financiar el estado del bienestar— son atacados constantemente por aquellos que han olvidado que surgieron como antídoto contra la mayor catástrofe que Europa ha sufrido.

El caso es que no sólo coinciden estos años en que el discurso antifascista era significativo e importante para la gente en Europa durante el periodo de posguerra (1945-1989), sino que fue este discurso el que estructuró y dio forma a la posguerra. De hecho, para poder comprender el periodo posterior a la Guerra Fría debemos primero entender que el antifascismo se ha visto desacreditado no sólo por los que sufrieron su abuso a mano de los comunistas —muchos de los cuales rechazan todo lo relacionado con el antifascismo, como por ejemplo la conmemoración del Holocausto, lo cual conlleva lamentables consecuencias como veremos más adelante— sino por muchos del bloque occidental, que se alegran de ver cómo se pierden los valores de antaño. En otras palabras, la noción del auge y colapso del consenso de posguerra debe entenderse de forma conjunta con la memoria y las interpretaciones de la II Guerra Mundial.

Es por ello que considero el antifascismo como una herramienta conceptual útil, y no sólo por su originalidad. Como veremos más adelante, no tendría sentido obviar que la Guerra Fría y los cismas y enfrentamientos que produjo fueron el factor principal que estructuró los años posteriores a 1945. Pero no fue lo único que sucedió en Europa en los años posteriores a la II Guerra Mundial, como querría hacernos creer el discurso de la Guerra Fría que lo ve todo a través del prisma del conflicto entre la democracia liberal y el comunismo o entre las superpotencias. El «antifascismo», incluso aunque los mismos protagonistas renieguen del término, nos ayuda a explicar por qué hasta los demócratas cristianos y otros partidos conservadores, que dominaron la política en la Europa occidental de posguerra, se unieron a la lucha por el estado del bienestar, los acuerdos laborales y la supresión de las historias de colaboracionismo durante la guerra. La insistencia de los aliados en desnazificar Alemania y Austria se unió al discurso nacionalista liberal de la resistencia antifascista en Francia, los Países Bajos, Italia, Escandinavia y otras partes de Europa, con la excepción de las dictaduras ibéricas —e incluso allí fue importante la ficción de la guerra contra el nazismo—. Por último, el concepto de antifascismo necesita ser rescatado del ostracismo histórico para mostrar que fue algo más que retórica comunista, si no queremos perder algunos de los ideales que motivaron los mejores aspectos del consenso de posguerra.

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Mapa 1. Europa durante la Guerra Fría, 1945-1989 (en Wasserstein, Bernard, Barbarism
and Civilization: A History of Europe in Our Time (Oxford University Press, 2007), p. 426)

 

[1]   Levi, Primo, Gladiators, en A Tranquil Star: Unpublished Stories (Londres: Penguin, 2008), pp. 83-9. La versión española de Gladiadores, en traducción de Bernardo Moreno Carrillo, está incluida en Lilit y otros relatos, (Barcelona, Península / Ed. 62, 1989), y en Cuentos completos (Barcelona, El Aleph, 2002).

[2]   Hobsbawm, Eric, The Age of Extremes: A History of the World, 1914-1991 (Londres: Michael Joseph, 1994). Versión española: Historia del siglo XX, 1914-1991, Barcelona, Crítica, 1995.

[3]   Djilas, Milovan, Wartime (Londres: Secker & Warburg, 1980), p. 447.

[4]   Ver Stone, Dan, Histories of the Holocaust (Oxford: Oxford University Press, 2010), capítulo 1.

[5]   Malaparte, Curzio, The Skin (Londres: Ace Books, 1959), pp. 228-229. De esta obra, cuya versión italiana se publicó por primera vez en 1948, hay dos traducciones españolas bajo el título de La piel: la de Manuel Bosch Barrett (Barcelona, José Janés, 1949), y la de David Paradela López (Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2010).

[6]   Djilas, Milovan, Conversations with Stalin (Harmondsworth: Penguin, 1969), p. 19. La versión española es anterior: Conversaciones con Stalin, Barcelona, Seix Barral, 1962, traducción de Mª Rosa Virós y J. A. González Casanova.

[7]   Hitchcock, William I., Liberation: The Bitter Road to Freedom, Europe 1944-1945 (Londres: Faber and Faber, 2009).

[8]   Ther Philipp y Ana Siljak (eds.), Redrawing Nations: Ethnic Cleansing in East-Central Europe, 1944-1948 (Lanham, Md.: Rowman and Littlefield, 2001); de Zayas, Alfred-Maurice, A Terrible Revenge: The Ethnic Cleansing of the East European Germans, 2.ª ed. (Houndmills: Palgrave Macmillan, 2006); Ahonen, Pertti; Corni, Gustavo; Kochanowski, Jerzy; Schulze, Rainer; Stark, Tamás y Stelzl-Marx, Barbara, People on the Move: Forced Population Movements in Europe in the Second World War and its Aftermath (Oxford: Berg, 2008).

[9]   Mazower, Mark, Dark Continent: Europe’s Twentieth Century (Londres: Allen Lane, The Penguin Press, 1998), p. 224. Hay versión española: La Europa negra, desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo, Barcelona, Ediciones B, 2001, traducción de Guillermo Solana.

[10]   Mazower, Mark, No Enchanted Palace: The End of Empire and the Ideological Origins of the United Nations (Princeton: Princeton University Press, 2009), p. 143.

[11]   Martin Conway y José Gotovitch (eds.), Europe in Exile: European Exile Communities in Britain 1940-45 (Nueva York: Berghahn Books, 2001).

[12]   István Deák, Jan T. Gross y Tony Judt (eds.), The Politics of Retribution in Europe: World War II and its Aftermath (Princeton: Princeton University Press, 2000); Roderick Kedward y Nancy Wood (eds.), The Liberation of France: Image and Event (Oxford: Berg, 1995).

[13]   Wyman, Mark, DPs: Europe’s Displaced Persons 1945-1951 (Ithaca, NY: Cornell University Press, 1998); Königseder, Angelika y Wetzel, Juliane, Waiting for Hope: Jewish Displaced Persons in Post-World War II Germany (Evanston, Ill.: Northwestern University Press, 2001); Avinoam J. Patt y Michael Berkowitz (eds.), We Are Here: New Approaches to Jewish Displaced Persons in Postwar Germany (Detroit: Wayne State University Press, 2009).

[14]   Ver <http://www.hpol.org/jfk/cuban> para las transcripciones del audio.

[15]   Westad, Odd Arne, The Global Cold War: Third World Interventions and the Making of our Times (Cambridge: Cambridge University Press, 2005). Ver también Suri, Jeremi, «The Cold War, Decolonization, and Global Social Awakenings: Historical Intersections», Cold War History, 6:3 (2006), pp. 353-63 y los ensayos de Richard H. Immerman y Petra Goedde (eds.), The Oxford Handbook of the Cold War (Oxford: Oxford University Press, 2013).

[16]   Silvio Pons y Federico Romero, ‘Introduction’, en Pons y Romero (eds.), Reinterpreting the End of the Cold War: Issues, Interpretations, Periodizations (Londres: Frank Cass, 2005), p. 9.

[17]   Isaac, Joel, «The Human Sciences in Cold War America», Historical Journal, 50:3 (2007), p. 731.

[18]   Costigliola, Frank, «The Nuclear Family: Tropes of Gender and Pathology in the Western Alliance», Diplomatic History, 21:2 (1997), 163-83; Dean, Robert D., «Masculinity as Ideology», Diplomatic History, 22:1 (1998), 29-62; Carlson, Peter K Blows Top (Londres: Old Street, 2009).

[19]   Adorno, Theodor, Minima Moralia: Reflections from Damaged Life (Londres: Verso, 1989 [1951], la versión española, en traducción de Joaquín Chamorro Mielke, Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Alfaguara, 1998), 55. Para estudios clásicos sobre la bomba, ver Hersey, John, Hiroshima (Harmondsworth: Penguin, 1946; versión española: Madrid, Turner, 2002, traducción de Juan Gabriel Vásquez); Jungk, Robert, Brighter Than a Thousand Suns: A Personal History of the Atomic Scientists (Harmondsworth: Penguin, 1960 [1956]; versión española: Más brillante que mil soles. Los hombres del átomo ante la historia y ante su conciencia, Barcelona, Argos, 1959, traducción de Ana M. Schlutr Rodes); Jaspers, Karl, The Future of Mankind (Chicago: University of Chicago Press, 1961; versión española La bomba atómica y el futuro de la humanidad, Buenos Aires, Compañía General Fabril, 1961).

[20]   Como muestran dos famosas obras del periodo: Popper, Karl, The Open Society and its Enemies (2 vols., 1944; hay versión española, La sociedad abierta y sus enemigos, Buenos Aires, Paidós, 1957, traducción de Eduardo Loedel, con numerosas reediciones), con su famosa condena del hegelianismo como precursor del terrorismo y Fukuyama, Francis, The End of History and the Last Man (1992, cuya versión española, El fin de la historia y el último hombre, se publicó en Planeta el mismo año en traducción de P. Elías), que marcaba la vuelta al hegelianismo, aunque con efímero entusiasmo.

[21]   Más sobre cultura en los útiles ensayos de Patrick Major y Rana Mitter: «Culture», en Saki R. Dockrill y Geraint Hughes (eds.), Palgrave Advances in Cold War History (Houndmills: Palgrave Macmillan, 2006), 240-62; «East is East and West is West? Towards a Comparative Socio-Cultural History of the Cold War», Cold War History, 4:1 (2003), 1-22. Como destacan («Culture», 255), «lo que parece innegable es que la cultura popular utilizó la guerra fría tanto como los agentes de la guerra fría se sirvieron de la industria cultural». Para saber más acerca de estos temas ver los ensayos del OHPEH.

[22]   Schulze, Max-Stephan, «Introduction», en Schulze (ed.), Western Europe: Economic and Social Change since 1945 (Londres: Longman, 1999), p. 1.

[23]   Aunque en realidad las cifras del PIB en la Europa del Este no reflejaban el hecho de que la inmensa mayoría de esta riqueza se destinaba a la infraestructuras industrial y militar, y que la población en general se beneficiaba muy poco de ella.

[24]   Por ejemplo, Manea, Norman, On Clowns: The Dictator and the Artist (Londres: Faber and Faber, 1994). Hay traducción española: Payasos: el dictador y el artista (Barcelona, Tusquets, 2006; traducción de Joaquín Garrigós).

[25]   Griffiths, Richard, «Anti-Fascism and the Post-War British Establishment», en Nigel Copsey y Andrzej Olechnowicz (eds.), Varieties of Anti-Fascism: Britain in the Inter-War Period (Houndmills: Palgrave Macmillan, 2010), pp. 247-64.

[26]   Kettler, David, «Antifascism as Ideology: Review and Introduction», p. 16. On line en <www.bard.edu/contestedlegacies/lib/kettler_articles.php?action=getfi le&id=362394>.

[27]   Traverso, Enzo, «Intellectuals and Anti-Fascism: For a Critical Historization», New Politics, 9:4 (2004), on line en: <http://nova.wpunj.edu/newpolitics/issue36 /Traverso36.htm>. Hay traducción española de Esther Cohen y Melina Balcázar: «Los intelectuales y el antifascismo: por una historización crítica», en Acta Poetica, 24-2 (2003), pp. 51-72.

[28]   Ver, por ejemplo, Copsey y Olechnowicz (eds.), Varieties of Anti-Fascism; Moyn, Samuel, «Intellectuals and Nazism», en OHPEH, pp. 671-91.

 
 
Prólogo e Introducción  del libro de D. Stone, Adiós a todo aquello. Una historia de Europa desde 1945, Comares: Granada, 2018. 400 págs.
 
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