La fascinante vida de un bibliotecario que vivió intensamente el siglo XX

 

 

Ana Martínez Rus
Universidad Complutense

 

Las diferentes presentaciones del libro de José Fernández Sánchez, Vida y exilio. Memorias de un español en la URSS (Gijón, Impronta, 2021), que han tenido lugar recientemente en Asturias y en Madrid son el pretexto para comentar este texto tan maravillosamente escrito y de contenido tan suculento. Pepe el Ruso, como era conocido desde que regresó a España definitivamente en 1971, debió ser un personaje fascinante, al que le atravesó la traumática historia del siglo XX. Fue hijo de minero asturiano, huérfano de padre en la guerra, y niño evacuado a la Unión Soviética que vivió la segunda guerra mundial (la gran guerra patria para los soviéticos). También sufrió el estalinismo y el deshielo con Kruschev, se hizo bibliotecario y pasó hambre, miedo y frío. Perdió a su hermano en el país de los bolcheviques durante la contienda mundial. Se trasladó a Cuba durante varios años como traductor de los asesores militares soviéticos que apoyaron al régimen de Fidel Castro. Vivió en los Urales, pero acabó trabajando en la Biblioteca Lenin de Moscú, la equivalente a la biblioteca nacional del país. Y regresó a la España franquista como un hombre maduro, casado y con hijos, pero con mucha vida por delante. La reedición de estas memorias por la editorial Impronta era una deuda con José Fernández y con los lectores ya que no se podía acceder a la edición de 1999 de Planeta, titulada Memorias de un niño de Moscú. Cuando salí de Ablaña, o los libros anteriores editados por el Museo Universal al principio de los años 90. De este modo había ha dado a conocer parte de su vida en Cuando el mundo era Ablaña, Mi infancia en Moscú y Memoria de la Habana.

José Fernández Sánchez en su infancia (foto: Educación y Biblioteca) y
la portada de una de sus obras de memorias

Yo conocí a este bibliotecario que odiaba las matemáticas, gracias a mi buen amigo, Carlos García-Alix. Me descubrió a un ser excepcional, muy culto, muy leído y bilingüe, que escribí deliciosamente. Carlos siempre me ha hablado con gran admiración de Pepe, que le ayudó en su investigación sobre los asesores soviéticos que estuvieron en la guerra civil española. Además de manera muy respetuosa me reveló a una persona muy honesta, divertida y profesional. José Fernández conocía a la perfección el ruso y por ello tradujo innumerables obras de literatura y ensayo al castellano, idioma que tampoco tenía secretos para él. Por esta labor recibió y, en particular por la traducción del Cantar de la gesta del príncipe Igor, recibió el prestigioso Premio Pushkin de la Unión de Escritores de la URSS.

Lo mejor de este libro es lo que cuenta y cómo lo cuenta, pero también su ironía, brillantez, agudeza y hasta socarronería. Asimismo, refleja un hombre vital, apasionado y esperanzado. Vivió realidades muy duras, pero no se aprecia rencor ni resentimiento alguno. Incluso las cuenta con mucha gracia y delicadeza. En las páginas de este libro vamos a encontrar el descubrimiento del mundo de un niño espabilado en un pueblo asturiano como Ablaña. Si alguien quiere saber cómo vivía una familia minera en los años 20 y 30 tiene que leer a José Fernández. Si alguien está interesado en la peripecia de los niños evacuados y la experiencia del exilio republicano en el país de los soviets debe acercarse a las memorias de Pepe, el Ruso. Si se tiene inquietud por la trayectoria de las generaciones a las que las tragedias del siglo XX las atravesaron, condicionando su vida también debe leer este texto.

Algunas obras de la literatura rusa que fueron traducidas por José Fernández Sánchez

El trauma de la guerra y la pérdida del padre dieron paso a la dura experiencia del exilio en la URSS. Atracó en Leningrado el 4 de octubre de 1937 donde fueron recibidos como héroes. La aventura inicial y el período de acomodo en las Casa de Niños dio paso a otra guerra, tras la invasión alemana en 1941. La paradoja de su vida fue que huyendo de la contienda española se dio de bruces con la segunda la guerra mundial, y no pudo salir del país hasta décadas después. Además, sus páginas son valiosas tanto por lo que cuenta como por lo que elude, o cuenta con la inocencia de un adolescente como las purgas estalinistas a través de los profesores que desaparecen de un día para otro del colegio.

“Peor aún era cuando me preguntaban:
-Tu padre era comunista, ¿verdad?
Para ellos los socialistas eran Kautski, Kerenski y la Segunda Internacional, una caterva de renegados. A mí me tenía sin cuidado la Segunda Internacional. Yo sólo conocía a los socialistas de Ablaña y ellos eran honrados. Pero Ablaña era una cosa tan pequeña, que nadie me la aceptaría como argumento. Y yo les respondía:
-Sí, mi padre era comunista.
Por lo menos que nadie dudara de la honestidad de mi padre.
Yo tuve muy pronto la sensación de que nuestro mundo español menguaba inexorablemente”.

Cuenta con gran empatía el sufrimiento y la represión que sufrió el pueblo soviético. También destaca la poética manera en que describe el fin a la guerra civil cuando desapareció el mapa de España con las banderas. Aunque pasó todo tipo de penalidades durante el conflicto mundial lo más terrible fue la desaparición de su hermano. Las redes de solidaridad entre los exiliados y los problemas de adaptación aparecen junto a anécdotas como la de los violines en los funerales que son memorables. En contra de lo que le aconsejaban ni fue ingeniero ni médico porque detestaba las matemáticas, pero se hizo bibliotecario porque amaba la lectura y los libros. Mientras estudiaba Biblioteconomía trabajó de obrero ajustador en una fábrica en Moscú. Llegó a trabajar en la Biblioteca Lenin de la capital soviética en 1957, pero antes pasó siete años de bibliotecario en Izhevsk, en Udmurtia, una remota región de los Urales. También trabajó en Radio Moscú. Harto de la vida en la Unión Soviética se marchó de traductor con los asesores militares que llegaron a la Cuba de Fidel en 1961. Allí vivió en primera persona la mayor crisis de la Guerra Fría.

José Fernández Sánchez de camino a Cuba, donde vivió entre 1961 y 1964 (foto: web del Conceyu de Mieres)

A mí encanta la primera parte, Cuando el mundo era Ablaña, porque con los ojos de un niño despierto nos cuenta su vida cotidiana, pero también las lecturas de un futuro bibliotecario, de un lector voraz para siempre. Nos describe los títulos que le marcaron, las ediciones y las condiciones en que los saboreó. O su experiencia como usuario de la biblioteca del Centro Obrero que cerraron tras la revolución de Asturias de 1934. Para una historiadora de la edición y de la lectura esas páginas son impagables. La figura del novelero, las lecturas colectivas y orales que su padre realizaba en su casa los sábados para los vecinos, y los cupones que coleccionaba con la suscripción de los libros para conseguir la vajilla. La compra paterna de los periódicos El Socialista y Avance, aunque él prefería leer El Heraldo de Madrid, que sustituía a la prensa socialista cuando estaba secuestrada o censurada. Pero nunca se atrevió a confesárselo a su padre un trabajador siderometalúrgico de la mina, afiliado a la UGT. Como era un estudiante aplicado su padre había depositado sus esperanzas en él para que cursara el bachillerato en Gijón.

“En Ablaña no teníamos librería ni quiosco de prensa. De tarde en tarde mi padre me traía de Mieres un tebeo, o un librito, que cuando me gustaba llegaba a aprendérmelo de memoria. Esos libros después me servían para el intercambio con otros muchachos. Los libros ajenos había que devolverlos poco menos que a fecha fija, de lo contrario podías quedar privado de lecturas hasta que pudieras ofrecer un libro lo suficientemente apetecible como para que te perdonaran la infracción. Pero todos estábamos interesados en la fluidez del intercambio.

De esta forma me acostumbré a leer pronto y a barrisco: libros de la editorial Molino, argumentos novelados de películas de la Colección Cinema, La Novela Aventurera, números atrasados del Campeón y del As, tebeos. Y muchas novelas de Nick Carter, unos libritos en octavo en sesenta y cuatro páginas. El hecho de que todas las historias ocuparan el mismo número de páginas me tenía un tanto mosqueado.

Tampoco me perdía El Socialista y el Avance, a los que estaba suscrito mi padre. Entre los libros serios me conmovió uno, al que le faltaban los primeros capítulos; más tarde supe que se trataba de La buena tierra, de Pearl Buck. También me agradó un libro del ruso Nikolái Garin. Eran ejemplares muy sobados, con la cubierta resbaladiza como baraja de taberna, que olían a hogar de pobre.

Yo soñaba con un armario lleno de libros nuevos para mí solo. Para leerlos y para alinear sus lomos y pasarles de cuando en cuando revista, como a una guardia de honor.

El día que abrieron la biblioteca del Centro Obrero, mi padre eligió para mí La vuelta al mundo en ochenta días, de la editorial Sopena. Era un ejemplar completamente nuevo. El autor se llamaba Julio, un nombre excesivamente simple para un libro tan hermoso. Las pastas de cartoné crujían al abrirlas y las páginas olían a tinta reciente y a papel intacto. Ocurrió esto en sábado y lo estuve leyendo en la cocina, hasta que mi madre me mandó a la cama. A la mañana siguiente reanudé la lectura recogiendo sobre las páginas el resplandor que se colaba por las contraventanas. Mis hermanos se levantaron, en la cocina ya había ruido de vajilla, pero yo continuaba leyendo frenéticamente, temiendo que mi madre me obligara a levantarme, con la consiguiente pérdida de tiempo para lavarme, vestirme y desayunar. Era el primer libro estrenado por mí y por eso lo que en él se decía era como escrito para mí solo. Ningún otro libro me ha gustado tanto: solo éste excitaba la vista, el olfato, el tacto y hasta el oído y todo ello de un golpe.

Poco después estalló la Revolución de Octubre de 1934 y durante la represión fue clausurado el Centro Obrero y requisada la biblioteca”.

Paso a nivel junto a la estación de Ablaña (foto: Estudios Jubar / La Nueva España)

Desde el punto de vista humano también existen muchos motivos para abordar esta lectura. La ausencia del padre, la separación de la familia española, de la madre y del hermano Francisco en Asturias, el recuerdo de su infancia, la pérdida del otro hermano, Joaquín, en la URSS. El miedo a que sonaran los violines en su funeral, las privaciones, los personajes anónimos que desfilan por la narración, así como los históricos a los que conoció y con los que se relacionó son otro aliciente más para recomendar este magnífico libro.

“De pronto me preguntó si tenía familia en España y al responderle se me quebró la voz y rompí a llorar con desconsuelo. Con las lágrimas me iba saliendo toda la soledad, la amargura y los fracasos que había estado acumulando tanto tiempo. Lloraba por el descalabro en que se había convertido mi vida. Por mi hermano perdido, por el otro, aquel niñito rubio que yo había dejado, cuando salí de España, y ahora en la foto que había recibido era un apuesto mozo extraño, que vivía en su casa, mientras que yo hasta llorar tenía que hacerlo en público”.

Yo reconozco que cogí tanto cariño al personaje, al que me hubiera encantado conocer, por la lectura de sus memorias y los recuerdos de Carlos García-Alix, que en abril de 2022 visité Ablaña. Con motivo del Día del Libro, Manuela Busto, la gran directora de la mítica Biblioteca Popular Circulante de Castropol, me invitó a impartir una conferencia en ese establecimiento, que además estaba celebrando su carácter centenario. Y aunque esta localidad se encuentra en el Oriente asturiano y alejada de Ablaña, gracia a la generosidad de Javier Ballina y de Eva Menéndez pude cumplir mi ilusión de visitar el pueblo donde nació Pepe, aunque ya no tenga nada que ver con el ambiente que vivió de niño. Desde allí partió temporalmente en 1937 para no volver a España de forma definitiva hasta 1971. Demasiado tiempo, pero nunca olvidó el terruño, sus orígenes, ni el idioma, ni, por supuesto, la familia. Siempre recordaba el paisaje y el clima de la infancia, y la lluvia en Rusia le trasladaba a su Asturias natal.

En la presentación del libro en Madrid junto a Pablo Fernández Miranda, hijo también de niño asturiano exiliado, su hijo Dimitri Fernández Brobovski, contó que no le costó mucho adaptarse a España porque, primero, le trataron muy bien, y, segundo, todo le resultaba muy familiar porque su padre siempre tuvo su pasado asturiano y todo lo español muy presentes. Aprovecho para agradecer a Dimitri su empeño por reeditar este libro, que yo le insistí encarecidamente, y a la editorial Impronta, que ya publicó en 2022 un cómic El sol na escombrera, ilustrado por Alberto Vázquez, que se corresponde con la entrañable etapa de su infancia y adolescencia.

Por último, quiero señalar que me hubiera gustado saber más de su vida en España, de su regreso y de la integración en su trabajo en la Universidad Autónoma de Madrid, como bibliotecario y profesor, y en Biblioteca Nacional de España. Él apunta que le impresionó lo atrasada que estaba España en materia bibliotecaria respecto a la Unión Soviética. En el Paseo de Recoletos, él y su mujer Gala Brobovski, también bibliotecaria, se hicieron un nombre en la sección de ruso, que mejoraron notablemente, y donde todavía hoy les recuerdan profesionales y usuarios. Pero la enfermedad disfrazada con traje de ictus impidió que José Fernández nos contase esta otra parte tan interesante de su vida. Una pena. También hubiera sido muy interesante conocer las vivencias de su esposa Gala, que renunció a su familia y a su país, para acompañar a José en su sueño de regresar a su tierra natal.

Viñetas de la novela gráfica El sol na escombrera (2022), ilustrada por Alberto Vázquez

Sólo me queda volver a recomendar encarecidamente la lectura de las memorias de José Fernández, obligatoria para muchos interesados en el exilio en la Unión Soviética, pero no sólo dirigida a ese público. Resulta un libro muy interesante y apasionante para otros muchos especialistas y curiosos, y para la ciudadanía en general, incluida toda la interesada en biografías y autobiografías. En estas páginas descubrirán a un hombre sencillo, marcado por el siglo XX, que transitó de la mejor manera posible y que vivió intensamente. Esta es la trayectoria de una persona que amaba la vida, que sufrió y disfrutó de ella apasionadamente, con el telón de fondo de todas las tragedias del novecento.

“La vuelta es una cirugía brutal, sin anestesia. Es como lanzarse a una piscina que ni siquiera sabes si tiene agua. Vuelves sin haber podido hacer una exploración previa del terreno. El dinero que te han canjeado ni siquiera te alcanza para pagar una semana la posada más mísera. Vuelves a una edad en la que ya nada tiene sentido, pues te retuvieron más allá del límite razonable. Es España ni siquiera te encontrarás a ti mismo. Eso es lo que te dice la lógica. Pero las leyes de la lógica no son leyes de vida. Y volvíamos, como esas ballenas misteriosas que porfiadamente acuden a suicidarse a una playa. Creíamos, con Tácito, que en el riesgo hay esperanza”.

Reseña de José Fernández Sánchez, Vida y exilio. Memorias de un español en la URSS, Gijón, Impronta, 2021.

Fuente:  Conversación sobre la historia

Portada: postal histórica de Ablaña (foto: Memoria digital de Ablaña)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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