Sebastiaan Faber

 

Cuando el octogenario historiador José Álvarez Junco aceptó el doctorado honoris causa que le otorgó la UNED en febrero, aprovechó la ocasión para compartir una reflexión sobre la evolución que ha vivido su campo en lo que él lleva de vida profesional. En su lúcido discurso –cuyo texto íntegro se acaba de publicar en el suplemento literario de un diario nacional– demostró por qué se le considera uno de los historiadores más importantes de su generación. Por fortuna, también les hizo un gran favor a sus colegas del futuro al dejar claro cuáles son las limitaciones de esa misma generación, que no es otra que la de la Transición.

El relato que narró Álvarez Junco, sencillo y elegante, constaba de tres capítulos. En el primero, recordaba que él y sus compañeros de generación, como niños de la posguerra, se criaron en pleno franquismo. En el colegio, sus clases de Historia se centraban en un pasado nacional poblado de héroes y contado en la primera persona del plural. “[L]a visión del pasado que se nos enseñaba a los niños de mi época se veía dominada por grandes sujetos, individuales o colectivos”, en particular “España, un ente cuya existencia se remontaba casi al origen de los tiempos; y vinculado, desde luego, a una misión providencial, la defensa de la verdadera fe, privilegio que nos había concedido el Supremo Hacedor y que nos convertía, en definitiva, en Pueblo Elegido”.

José Álvarez Junco y Santos Juliá el 20 de noviembre de 2014 (foto: Luis Sevillano/El País)

En el segundo capítulo, ya en la Universidad, Álvarez Junco y sus compañeros desecharon este “enfoque mágico-infantil del pasado” cuando descubrieron el antifranquismo y el marxismo. Pero en realidad no abandonaron el impulso providencial de sus años infantiles. Solo lo desplazaron: “El relato se secularizaba, pero no se desmitificaba”: “Seguíamos viendo el pasado en términos trágicos, como lucha constante entre héroes (…) y malvados”. Al combatir al nacionalismo español desde el marxismo u otros nacionalismos, caían “en réplicas paralelas a lo que combatían”. En el fondo, “nuestra visión histórica, que tan precipitadamente declaramos ‘científica’, seguía estando regida por un esquema mítico” de “paraíso, caída y redención”. Un esquema, en fin, propio de “comunismos o fascismos”.

Fue solo al llegar a la madurez biológica y profesional cuando Álvarez Junco y sus compañeros fueron capaces de librarse de toda ideología y mistificación. Comprendieron por fin que lo que distingue al historiador que practica su disciplina con seriedad es que, en su investigación y narración del pasado, “renunciamos a conclusiones grandiosas” y que, al “narrar hechos”, es importante que el significado que se saque de estos no supere “su contexto concreto”. Al evitar “simplificaciones y maniqueísmos”, sus relatos son necesariamente “parciales y limitados”.

Hasta aquí todo bien. ¿Quién puede argumentar contra la desmitificación y la modestia como principios deontológicos? El problema del discurso no es ese; el problema son sus contradicciones. Y es verdad que, aquí, la voz de Álvarez Junco es la de todo un colectivo. Sus contradicciones son características de los historiadores de su generación que se han dedicado no solo a investigar la historia moderna de su propio país sino a vigilar, desde tribunas públicas, su salud moral y política. Apuntaré muy brevemente las tres principales.

osé Álvarez Junco y Juan Pablo Fusi (derecha), ante el cuadro ‘Episodio de Trafalgar’ (1862), de Francisco Sans Cabot, el 17 de julio de 2021 en el Museo del Prado (foto: Olmo Calvo/El País)

Para empezar, el mayor atractivo retórico del discurso de Álvarez Junco es también su mayor debilidad: confunde su propia biografía con la historia intelectual y con la historia de su país. De estos tres elementos, solo los dos primeros están explícitos. El orador empieza la historia de su visión del campo en sus años infantiles, como si los libros de texto representaran a la disciplina y la visión de los historiadores profesionales de los años cincuenta fuera tan ingenua como la de un niño. (La verdad, claro, es que, 70 años después, ni los niños ni los libros de texto han dejado de ser ingenuos en ese sentido.) El tercer elemento, la historia española, queda implícito, pero se sobreentiende: la madurez intelectual que celebra el autor de Mater Dolorosa, y que le permitió a su generación renunciar no solo a los mitos franquistas sino también a los mitos antifranquistas, corresponde al momento de madurez política que representa la España de la Transición. Convencida de su propia probidad, su generación ha minimizado, de paso, la relevancia que pueda tener para el presente la memoria cultural de las luchas políticas que antecedieron a las suyas propias, incluidas las que desembocaron en las dos experiencias republicanas.

En segundo lugar, Álvarez Junco insiste en una visión ascética de la deontología historiográfica que acaba por elevar al historiador a una posición de superioridad moral. Aquí los términos clave son “madurez”, “humildad” y, sobre todo, “seriedad”. Solo el historiador “serio, profesional, digno” –afirma– es capaz de resistir la tentación de los providencialismos y de abstenerse de ser “partidista o militante”. Desde luego, no todos los relatos sobre el pasado que se producen en la sociedad hoy responden a esos imperativos morales. Así –escribe– “el gran público, y los propios dirigentes políticos cuando dejan traslucir su visión de la historia (…) rodean de una faramalla sobrenatural propia de relatos más heroicos”. De hecho, es en su relación con el público y la vida política cuando el historiador “serio” realiza su verdadera misión, que es no solo moral sino política. Porque –argumenta Álvarez Junco– solo el ascetismo historiográfico que renuncia a “conclusiones grandiosas” y a relatos de héroes y víctimas es capaz de ayudar a que “generaciones futuras” no se vean “incitadas a concebir el pasado como enfrentamientos maniqueos” y a “predicar revanchas” y a que, en su lugar, abracen “la convivencia pacífica”. En fin: lo que el autor insiste en presentar como modestia se acaba revelando como algo más parecido a la arrogancia. La suya es una visión de la historiografía profesional que, primero, se complace en rechazar la mayor parte de los relatos sobre el pasado que construye la sociedad como poco “serios” y, segundo, en erigirse a sí misma como nada menos que un garante de la paz social.

Finalmente, no deja de sorprender el nivel de ceguera del que hace gala el historiador de la Transición al mirarse al espejo. Dejemos de lado que hay pocos gestos más ideológicos que declararse libre de ideologías, o que Álvarez Junco haya decidido narrar la historia de su paulatino rechazo de los esquemas providenciales echando mano de un esquema narrativo… providencial, cuyo clímax, además, es la revelación de una verdad eterna (que no hay providencia). Las preguntas más acuciantes que provoca el discurso del distinguido historiador son otras. ¿Cómo es posible que pierda de vista no solo su propia historicidad sino su institucionalidad? ¿Cómo puede ignorar que su visión del mundo y de su propio trabajo está marcada menos por su propia “madurez” que por las estructuras institucionales en que se ha desarrollado y, sobre todo, por el lugar que él ha ocupado en esas estructuras? Estructuras, recordémoslo, no solo académicas sino también políticas –fue Álvarez Junco quien redactó el preámbulo de la Ley de Memoria Histórica de 2007–, que le han conferido, cómo no, una porción no despreciable de poder.

Por fortuna, ese poder institucional de la generación de la Transición –ejercido durante cuatro décadas en el mundo académico y en la esfera pública– no ha impedido que hayan surgido nuevas generaciones de historiadoras e historiadores de España que se niegan a asumir que ser “serios” exige un abandono de la militancia; que tienen una concepción más compleja de lo que significa “narrar hechos” y que no renuncian de antemano a que el significado de la narración del pasado  trascienda “su contexto concreto”; que rechazan una distinción nítida y jerárquica entre la historiografía académica y los muchos relatos sobre el pasado producidos por otras voces de la sociedad y otras disciplinas; y que no son tan ingenuos como para pensar que las y los historiadores, por más serios que se crean, son inmunes al condicionamiento de su propia época y entorno institucional.

Fuente: Ctxt 16 de marzo de 2023

Portada: José Álvarez Junco, durante su discurso de investidura como doctor honoris causa del pasado 3 de marzo

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

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