Álvaro Castro

Universidad de Córdoba (*)

Introducción

La investigación acerca de la ética del oficio historiador, o más en concreto, lo que vendría a ser una Ética de la investigación en Historia, es un ámbito poco explorado desde el campo de la filosofía práctica española, aunque los historiadores han escrito y debatido de forma frecuente respecto a problemáticas de esa índole. Ha sido en la tradición anglosajona donde se ha atendido de forma más específica a la ética del trabajo historiográfico (Beauchamp, 1982; Lahman, 2018; Stuart McIntyre, 2004; Wiener, 2005). Dicho vacío en la filosofía moral continental contrasta con el magnífico desarrollo que en las últimas décadas han tenido la ética de la investigación en ciencias naturales, la Bioética o la ética ecológica.

En el volumen colectivo The Ethics of History (Carr, 2004), se plantean preguntas que atañen de forma específica a la ética y responsabilidad social de los historiadores: sobre el escrutinio ético de la metodología, la relación entre valores morales y estilo narrativo, entre epistemología y ética de la investigación, entre verdad y deber moral, la apelación de las vidas del pasado a la sociedad presente y cómo nos conciernen moralmente (justicia, reparaciones, etc.), los contornos de la responsabilidad profesional o la relación entre ideas políticas, temática elegida, objetividad y producción de conocimiento histórico, etc. etc. Todas ellas son cuestiones fundamentales para tener en cuenta de cara a las buenas prácticas del oficio de investigación y transferencia científicas en ese terreno. Para evitar que las declaraciones de tipo ético, como a veces ocurre con los códigos deontológicos, se queden en meras muestras de intenciones o no promuevan la asimilación de normas y valores, debe de partirse de la práctica investigadora real.

Las tensiones en términos morales parece que se incrementan conforme más se acercan los acontecimientos o procesos que se estudian, más abiertos permanecen y más traumáticos fueron estos socialmente hablando. Especialmente en estos casos, hay dilemas morales que se presentan directamente en el trabajo de investigación con fuentes primarias u orales.  ¿Cuáles son los límites de la intimidad, de la privacidad o del derecho al honor familiar cuando por ejemplo aparecen cartas privadas confiscadas por autoridades, nombres y apellidos de represores o declaraciones que delatan a otros vecinos investigando la procesos de guerra o represión? ¿hay que dar los nombres de los victimarios o colaboradores? En otra dirección, ¿no hay implicaciones morales en términos de paternalismo, por ejemplo, en la intervención del historiador en la memoria de la comunidad? ¿qué ocurre también con la tergiversación o mal uso de las fuentes de forma consciente o inconsciente? Además, la tarea historiadora puede ir más allá de la del narrador veraz del pasado, pues también en ámbitos como el de la “Historia del presente” -aquella de la que quedan supervivientes en la actualidad y que se suele cifrar a partir de 1945-  se puede ser llamado como “perito” o testigo experto por las instituciones de Justicia (Allier, 2011: 151-171).

Por lo tanto, nos podemos plantear en qué sentido se puede constituir la problemática moral derivada de la investigación y narración histórica como objeto específico de estudio por parte de la ética aplicada. ¿Contribuiría la reflexión filosófica a no solo orientar la labor de los historiadores sino también a enriquecer su actividad desde un punto de vista epistemológico? Estas son las preguntas que abren este trabajo, que se va a centrar en una cuestión debatida dentro del campo historiográfico y de relevancia pública: la de la relación entre valores, neutralidad y objetividad científicas, en un momento en el que la polarización política de la historia se ha vuelto persistente.

Se va a tratar de defender la imposibilidad de anular el sujeto político por parte de quien investiga y narra unos acontecimientos históricos. La dificultad de separar lo subjetivo y de lo objetivo, y más en particular, la ideología de la investigación, cuenta con un debate filosófico e historiográfico. Aquí se defenderá que la parcialidad no está reñida ni con la objetividad ni con el desarrollo de la excelencia profesional. Dada la inabarcable literatura al respecto generada en el ámbito de la historiografía se tomará un caso de estudio concreto: el de las últimas interpretaciones sobre la victoria electoral del Frente Popular en las elecciones de Febrero de 1936. Aún así, aquí solamente habrá espacio para apuntar algunas líneas de reflexión que se ampliarán en otros trabajos.

Matanza de los inocentes, copia de Pieter Brueghel el joven, 1610, de la versión original de la obra del mismo título de Pieter Brueghel el viejo, de 1567. Foto: historia-arte.com
1. Posición política y objetividad histórica

Los últimos años del influyente historiador Josep Fontana (fallecido en 2018) estuvieron marcados por las críticas que recibió por su apoyo manifiesto a la candidatura de Ada Colau a la alcaldía de Barcelona en 2015 y por su reivindicación de la existencia de los catalanes como comunidad diferenciada de la de los españoles en obras como La formació d’una identitat. Una història de Catalunya (2014)[1]. Años antes, en 2012, la muerte de Eric Hobsbawm también provocó debate acerca de la valía de la obra de un historiador que se declaró abiertamente marxista y que solo tardíamente había criticado el estalinismo. ¿Restaba ello valor a su legado intelectual?

El problema que nos planteamos con estos ejemplos concierne a la calidad científica de quienes no esconden sus afinidades políticas, sobre lo cual no hay consenso en el gremio. Así, en las páginas de Cultura del diario ABC apareció una encuesta firmada por Tulio Demicheli (2012) en la que José Alvarez Junco señalaba, a propósito de Hobsbawm, que no es posible ser objetivo cuando se escribe sobre temas humanísticos pero que ello no implica necesariamente arbitrariedad. La honestidad reside en la no deformación de las fuentes y en la no ignorancia o marginación de aquellos datos o informaciones que no gustan. Por su parte Juan Pablo Fusi recuperaba en la misma página la figura de Leopold von Ranke, fundador de la ciencia histórica, y su llamada a la objetividad, la exhaustividad y la mesura narrativa. Pero si la historia como ciencia racional que rompía con la propensión a la mitomanía anterior fue establecida por la escuela histórica alemana que encabezó Ranke, sus postulados parecen contradichos por trayectorias de enorme éxito editorial y de respeto historiográfico como las de Hobsbawm o Fontana.

Eric Hobsbawm durante la celebración en París del triunfo electoral del Frente Popular francés

La ciencia histórica surgió como resultado de un “maridaje” entre la tradición literaria o narrativa anterior con la erudición documental, lo que vendría a suplantar a la mera crónica de hechos pasados (Moradiellos, 1994: 31-37). Ranke, profesor en la Universidad de Berlín que elaboró una ingente obra sobre historia política y diplomática de Europa, declaró que su trabajo consistía en mostrar con transparencia lo que realmente sucedió. Ello se interpretó como que el uso racional y contrastado de las fuentes conllevaría la anulación de la subjetividad de un investigador que se convertiría en notario del pasado y se limitaría a transmitir lo que ocurrió libre de valoraciones y juicios personales. Tal postura, de inspiración empirista, daría lugar a lo que se llamó “historicismo”. Frente al influjo del idealismo hegeliano dominante en la Universidad alemana, se reivindicaba la radical historicidad de los fenómenos humanos, los cuales deben de interpretarse en su concreción y no en base a leyes universales que trascienden la singularidad de los hechos históricos. Así, el material fundamental de la tarea historiadora radica en las fuentes primarias y la investigación archivística es la medida de todo buen profesional. Sin embargo, el desarrollo de la ciencia histórica durante el siglo y medio que le siguió parece más bien demostrar la imposibilidad de eliminar los valores del proceso interpretativo de las fuentes y de construcción del relato histórico.

Como puso de relieve el propio Fontana, la escuela de Ranke no estaba libre de motivaciones políticas e ideológicas al desarrollarse esta en el curso de la construcción del Estado alemán. Toda historia ha tenido siempre una función social, se enmascare esta o no y desde antes incluso de la escritura, defendió Fontana en su clásico Historia: Análisis del pasado y proceso social (1982). Ranke tuvo su mejor público en las élites prusianas que le abrieron las puertas de la Universidad y lo pusieron en la dirección de la conservadora Revista Histórico Política. Pero su famosa aseveración acerca de contar las cosas como sucedieron ha sido objeto de un equívoco, pues el alemán decía que la misión del historiador era no solo recopilar datos, sino comprenderlos y explicarlos: solo así podía trabajar para la idea de que el Estado debía de fundarse en una identidad nacional (Iggers 2012: 52-57). Así que el trabajo se desarrolla en dos niveles: el de las fuentes y el de la narración.

La tesis de la neutralidad del historiador parece que no fue implícitamente asumida en los orígenes de la historiografía en Inglaterra o Francia, de las que surgió la llamada interpretación whig de la historia, la cual juzga los hechos del pasado desde el metro de un presente en progreso. Por su parte, el marxismo no renunció a la motivación política porque el materialismo histórico se presentaba como un modo de investigación del pasado que servía de herramienta para transformar el presente y proyectar un futuro igualitario.

Marx reconoció explícitamente el ser social de toda conciencia. No obstante, el modelo empirista o historicista se impuso académicamente a comienzos del siglo XX en un contexto de creación y expansión de las áreas académicas dedicadas a la ciencias humanas a las que había que, por necesidad de consolidar un campo profesional, legitimar como tales. Eso se hizo tomando a las naturales como modelo, iniciándose la larga controversia entre la cultura científica y la humanista. El primer gran debate importante fue la Methodenstreit, es decir, el debate acerca del método apropiado para las ciencias sociales. Desde el momento en el que las acciones humanas responden a un intencionalidad y están orientadas tanto por determinantes internos como externos, requieren que sus análisis impliquen una interpretación, siendo el neokantismo de la Escuela de Baden el principal exponente del problema acerca del método a seguir para que puedan legitimarse como ciencias empíricas independientes. Ahí residió el esfuerzo de Wilhelm  Dilthey de establecer un campo propio e independiente del modelo naturalista ya que no era posible anular al sujeto.

Marc Bloch (foto: nocierreslosojos.com

Tras la Gran Guerra (1914-1918), la llamada escuela de Annales fundada por Marc Bloch y Lucien Febvre amplió el ámbito de estudio de la historia más allá de la historia política o militar practicada en el siglo anterior, sentando las bases temáticas y ejes de la moderna historiografía, aunque sus enfoques no se popularizaron hasta después de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, era una exigencia al menos formal que trayectoria intelectual y trayectoria vital se mantuvieran separadas, dominando el ideal rankeano de la neutralidad ideológica aunque se hubieran transformado los intereses y enfoques de estudio. Sin embargo, después de 1945, cuando desde Francia se irradia la figura del intelectual de izquierdas, surge una valoración explícita de la persona historiadora como militante, especialmente cuando a partir de los años sesenta eclosionan los movimientos sociales y aparece la llamada historia “desde abajo” y de “la gente pequeña”, es decir, aquella que le daba voz a los marginados, a las mujeres y, en definitiva, a los olvidados por las historias oficiales. Era también el contexto de surgimiento de la historiografía marxista inglesa de la mano de Christopher Hill o Hobsbawm, a los que se sumó Edward P. Thompson entre otros (Iggers, 2012: 129-191). Desde entonces, el transcurso de la historia como ciencia se ha visto marcado por un pluralismo metodológico y una apertura hacia otras fuentes al margen del archivo (oralidad, arte, literatura, etc.), lo cual a ojos de algunos ha situado a la disciplina al borde de un acantilado pues las fronteras académicas respecto a otras disciplinas, como la Antropología, la Historia Económica o los Estudios Culturales, cada vez son más difusas. Posiblemente, ha sido a partir de la llamada “querella de los historiadores” llevada a cabo en Alemania entre los años 1986 y 1987 y las problemáticas asociadas a lo que Jürgen Habermas llamó el uso público de la historia (Habermas, 2007: 77-84), así como los posteriores debates acerca de la memoria histórica, el negacionismo o el revisionismo historiográfico lo que, junto a la cuestión nacionalista, más ha puesto de relieve la tensión entre neutralidad política y objetividad científica.

 

2.  Círculo de la interpretación y posthistoria

(Este apartado puede leerse en la publicación original del artículo)

Hayden White (foto: Wikimedia Commons)
3.  Historia y juicios de valor. Un viejo debate en ciencias sociales 

Para dilucidar la cuestión de la posibilidad o imposibilidad de la imparcialidad política y el papel que las posiciones ideológicas desempeñan en la propia construcción del relato histórico, es interesante recordar un debate que atravesó el campo de la sociología durante buena parte del siglo XX. Este tuvo en su centro el postulado de Max Weber de la eliminación de los juicios de valor como una condición necesaria para que un trabajo de ciencia social pueda considerarse como tal (Weber, 2010).

Unos años antes, en 1911, Émile Durkheim había disertado sobre la diferencia entre juicios de realidad y juicios de valor (Durkheim, 2006: 83-101). Los juicios de realidad son aquellos que remiten a hechos, es decir, son juicios de existencia, del tipo «la hierba es verde». A veces, se emiten juicios de realidad que pasan o se confunden con juicios de valor. Eso ocurre con apreciaciones o preferencias personales del tipo «me gusta el verdor de la hierba». En realidad, son juicios de realidad también, porque remiten a algo que pasa en el mundo (la relación entre un hecho y la valoración que hace el sujeto). En cambio, los juicios de valor son los que atribuyen un valor objetivo a una cosa: «la hierba verde es lo más bello del mundo». No son juicios que hagan referencia a un estado del sujeto en relación a una cosa, sino que sitúan dicho valor, negativo o positivo, en la cosa misma al margen de su relación con el sujeto. Así, llevando la distinción a cuestiones históricas, habría que diferenciar entre un juicio de realidad, del tipo «el teniente coronel Casado formó parte de la organización de un golpe de Estado contra el gobierno de Negrín» (pues lo confirman las fuentes) o «Pienso que Casado se equivocó porque la guerra aún podía ganarse» (que seguiría siendo un juicio de realidad), y otro del tipo «La acción del teniente coronel Casado contra el gobierno de Negrín fue un acto de cobardía», porque en este caso atribuye a la acción de Casado un valor basado en una realidad que pretende ser objetiva y que es muy difícil de contrastar. Los juicios de valor quedarían para la vida privada o pública del investigador o para sus lectores, pero al margen de la exposición de su trabajo científico.

Segismundo Casado (foto: fiseus.com)

Para Weber son este tipo de valoraciones y modos de prejuzgar los que deben quedar al margen de las ciencias sociales, proclamando la neutralidad axiológica e intentando alejar las cuestiones políticas de las científicas. Una influencia importante, el neokantiano Heinrich Rickert, llevó a cabo una serie de críticas al ideal de la transparencia de Ranke. Para Rickert esta no era posible totalmente desde el momento en que es el sujeto historiador quien selecciona su objeto de estudio pues, ¿desde qué posición o valoración lo hace? Si este apagara su yo (Rickert, 1942: 141), el resultado de su estudio sería realmente incomprensible, al no establecer un orden o una jerarquización en términos de importancia en sus análisis y procesamiento de las fuentes o una organización expositiva de lo que se quiere narrar.

¿Cómo se procesan datos o se construye un texto sin estimaciones de importancia respecto a la información que se recolecta? ¿Sería tarea historiadora limitarse a exponer tablas de conjuntos de datos inconexos? Aun así, ¿la clasificación de las mismas estaría libre de subjetividad? Presuponer una objetividad total supondría que todo resultado sería intercambiable, de tal modo que los libros de historia podrían prescindir de la autoría como lo pueden hacer las constantes en física. Sin embargo, no solo forma parte de la atracción de los lectores el estilo narrativo propio, sino que la tarea historiadora sería imposible sin una valoración previa de lo que a la persona que investiga le interesa investigar, que acota el objeto consciente o inconscientemente. Y, si no se jerarquiza en importancia lo estudiado, será extraño que el resultado sea inteligible para sus lectores. Ahí reside la pertinencia de la distinción de Durkheim, pues la crítica de Rickert salva los juicios de realidad que suponen estimaciones personales, del tipo: «me resulta más importante, en la estimación de la represión franquista y su orden de exposición al público, los fusilados por bando o consejo de guerra que los muertos por tifus en la cárcel en una ciudad determinada». Se dejan aparte los juicios de valor propiamente dichos. Aun así, también para Weber, los valores tenían una función fundamental: orientar la investigación, seleccionar temáticas, ordenar resultados… Pero ¿es posible la asepsia ideológica que postulaba? ¿Y por qué esta sería más deseable?

Émile Durkheim, Max Weber y Heinrich Rickert

Para Durkheim los valores no estarían objetivamente en las cosas o en los hechos, sino que vienen determinados por el colectivo social al que pertenece quien los enuncia. La significación respecto a un hecho social depende de un aparato conceptual previo y, a veces, inconsciente, el cual predispone el enfoque teórico, esto es, la gama de conceptos que vamos a aplicar a la interpretación de los hechos y la terminología para narrarlos. Así, en el ejemplo anterior, hay quien cambiaría represión por violencia política, edulcorando la primera, o muertos por tifus por muertos por hambre, tal y como parece que ocurrió en muchos casos y se acerca más a la verdad (a pesar de lo que reza en los documentos de prisiones). Por ello es problemático defender que los términos o las categorías de análisis historiográfico son políticamente neutros. Sobre ello llamó la atención Robert K. Merton (2003: 544-545, 617-618). Cuando, por ejemplo, se usa el término delincuencia para clasificar el conjunto de hechos delictivos de las clases populares, pero se elude para la conducta de un rey; cuando se usa el de biopolítica para analizar procesos de gobierno de las poblaciones en la Prusia de Federico II o el de bando nacional para hacer referencia a los sublevados contra la Segunda República, ¿se está haciendo un uso aséptico de los mismos o esconden una predisposición ideológica previa? ¿Se apaga el yo para elegir estudiar la marginalidad gitana en la Sevilla del siglo XVIII en lugar de sus arzobispos?

Fontana recordaba la queja de Thompson sobre cierto revisionismo que cambiaba términos como feudal, capitalista, burgués o patriarcal por otros como preindustrial, modernización o paternal (Fontana, 1992: 79-80; Thompson, 1995: 32-33) y se resistió a abandonar, reformulándolo, el concepto de clase. Los condicionantes ideológicos parecen claros tanto en él como en los otros, pero no se pueden obviar las determinaciones inconscientes de otros campos sociales que, comenzando por el académico, se ejercen sobre los agentes investigadores, tal y como ha puesto de relieve la sociología intelectual de Pierre Bourdieu. Dichas determinaciones no se dan directamente, sino mediadas por las propias estructuras (repartidas especialmente en la división dominantes/dominados) del campo y los intereses del individuo con su propia subjetividad. Tampoco hay que olvidarse de la posición del campo en el que trabaja res-pecto al campo de poder y de las injerencias políticas o económicas (con-tratos, subvenciones, becas, etc.) externas a la investigación. Las estructuras del campo académico en sí, como puedan ser las formas de progreso profesional en la universidad y las relaciones de poder que constituyen sus departamentos, crean un habitus o conjunto de disposiciones en dos sentidos: por una parte, estructuras mentales desde las que se eligen temas de estudio, se adoptan términos, se recolectan datos, se los interpreta y expone y, por otra, disposición corporal a actuar de un modo determinado ante los demás según su posición relativa en el campo de poder. Así, quienes trabajan en un ámbito profesional determinado tienden a asumir como naturales los esquemas de pensamiento, los problemas o los intereses de estudio previamente establecidos, en definitiva, «el sistema de supuestos que está ligado a la clase intelectual como grupo de referencia privilegiado» (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2002: 105). Igualmente, el espacio académico se constituye de subespacios (áreas, materias…) que se reproducen como espacios sagrados a través de rituales de interacción y vigilancia de fronteras frente a áreas vecinas consideradas como profanas: eso redunda en la necesidad de afianzar una terminología propia que diferencie a una ciencia social de la otra (o de la propia filosofía) y la legitime como campo profesional independiente frente a otros.

El cuestionamiento de los preconceptos es una exigencia epistemológica que todo buen profesional de la historia tiene en cuenta. Someter a revisión las categorías de análisis, cambiarlas por otras consideradas más adecuadas o ser consciente de la incapacidad de las mismas para abarcar la totalidad de lo pasado es una demanda interna del propio trabajo de investigación y divulgación, ¿pero no lo es también la ética? Se terminará de examinar más adelante. Por ahora, solo recordar que el principio de neutralidad axiológica promulgado por Weber como dogma asumido por los enfoques metodológicos en las ciencias sociales fácilmente incorporable a códigos éticos o de buenas prácticas puede incitar en sus formas rutinarias a cometer los errores epistemológicos y los fallos morales que aspira a prevenir porque, entre otras operaciones, bajo su valor simbólico puede enmascarar motivaciones ideológicas menos explícitas. Es más, el imperativo ético de la neutralidad corre el peligro de funcionar más como fórmula ritual en la constitución de fronteras académicas y de justificación de carreras profesionales o editoriales que como autoexigencia moral y epistemológica real. Por ello, la asimilación de una ética del campo en cuestión contribuye de forma honesta a legitimar e identificar al cuerpo profesional que lo trabaja.

4.  Un estudio de caso

El historiador Manuel Álvarez Tardío publicó en 2016 un artículo dedicado a las “intimidaciones” a las que se pueden ver sometidos quienes se acercan al estudio de la II República española por parte de algunos círculos historiográficos. Desde su óptica, la hegemonía del enfoque de izquierdas  implica una serie de coerciones de origen ideológico para los investigadores que se acercan a dicho periodo, de tal modo que resultan sospechosos de falta de calidad o de imparcialidad quienes tienen algún vínculo con partidos o instituciones de derecha pero no ocurre igual aunque se sea un destacado militante de izquierdas. Así, desde dicha hegemonía historiográfica de izquierdas en el estudio de aquel periodo, se usa el término “revisionista” en sentido peyorativo, como forma de historia neofranquista. Pero bajo las rúbricas de la defensa de la verdad y la justicia la acusación esconde un modo de inquisición y de blindaje de círculos intelectuales y académicos de izquierda. En ese sentido, señala la excesiva presencia de la dicotomía fascismo-antifascismo a la hora de interpretar el periodo, pues impide entender la lógica de partidos -y la lógica de la propia sociedad- antes y después de febrero de 1936 (Álvarez, 2016).

La denuncia de este historiador podría ser un caso de lo que Marta Fricker ha llamado “injusticia epistémica” y más en concreto, de “injusticia testimonial”, que se produce cuando los prejuicios adquiridos socialmente de un oyente le condicionan para que el discurso del hablante lleguen disminuidos o minusvalorados desde el punto de vista de su veracidad (Fricker, 2017: 17-18). Así, en tiempos de polarización política como el nuestro, dicho tipo de injusticia estaría ampliamente extendida: el juicio sobre el grado de veracidad de un discurso o texto está condicionado por la vinculación que tenga su autoría con una determinada ideología, unas instituciones o familia política y no se mediría únicamente por su verificabilidad con las fuentes.

Colaborador en publicaciones de la FAES o de Libertad Digital y profesor en la Universidad Rey Juan Carlos, Álvarez Tardío ha destacado en los últimos años por su renovación del estudio de la figura de José María Gil Robles pero sobre todo, por la publicación junto a Roberto Villa del libro 1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular (2017). La publicación de esta obra desató una larga serie de reacciones y contestaciones que analizadas con distancia constituyen un interesante caso de estudio tanto de epistemología de las ciencias sociales como de ética de la investigación, pues protagonizó el debate historiográfico durante meses y saltó a la batalla cultural de la política, como se comprueba con una simple búsqueda en la red.

Reivindicando y haciendo gala de objetividad histórica y de uso de una amplia base empírica frente a la interpretación ideológicamente instituída de aquellas elecciones, los autores demostraron que en algunas circunscripciones se habían manipulado las actas electorales sin que eso implicase luego un resultado significativamente distinto. Rápidamente las redes sociales y los partidos políticos de derechas se avinieron a hablar de “pucherazo del 36”, deslegitimando así al gobierno del Frente Popular presidido por Manuel Azaña. Como ya se sabe, esa acusación de ilegitimidad fue una de las primeras justificaciones que el Franquismo hizo del fallido golpe militar que trajo consigo la Guerra Civil. De ese modo el libro fue aplaudido por la extrema derecha, desde Hermann Tertsch y Federico Jiménez Losantos a la Fundación Francisco Franco. Sin embargo, los mismos autores niegan en su obra que se pueda cuestionar la legitimidad del gobierno del Frente Popular (2017: 380, 517) eso sí, a pesar del título (“Fraude” y “violencia”) o a que el capítulo 8 se titule “¿Una victoria del Frente Popular?”.

Unos años antes, los historiadores Stanley Payne y Jesús Palacios (2014) habían planteado algunos interrogantes sobre la legalidad del gobierno republicano en una biografía política sobre Franco que presentaron como definitiva y que motivó una contestación por parte de un grupo de historiadores en un número colectivo de Historia Nova (1, 2015) coordinado por Ángel Viñas. De ese modo, 1936 era un libro recibido en el seno de un debate ya preexistente que vino a situar a sus autores, a ojos de historiadores como Francisco Espinosa, en el marco de una segunda ola del revisionismo neofranquista que a diferencia de la de los años noventa (que protagonizaron Pío Moa y César Vidal), ahora se encontraría dentro de lo académico: revisionismo porque los hechos se reinterpretan para distorsionarlos con una intención política. Para Espinosa, trayectorias así son ejemplos de “absorción de las tesis revisionistas desde el seno de la Universidad” (2020).

Ya hablamos en el apartado anterior de la elección de términos y de la exigencia doblemente ética y epistemológica de cuestionar los mismos, sobre todo cuando aparecen en el título de una obra de la que se pueden anticipar las reacciones. Moradiellos (2017), en un minucioso y desapasionado comentario del libro, de las elecciones y de la polémica, analizó la organización y diseño del título basándose en instrumentos semióticos. 1936 aparece en tamaño grande y rojo, FRAUDE Y VIOLENCIA en tamaño medio en mayúsculas y en negro, mientras que “en las elecciones del Frente Popular” aparece en menor tamaño y minúscula. Obviamente, las connotaciones del título son evidentes: las elecciones quedan vinculadas al fraude y a la violencia y como tal, favorece las tesis revisionistas y la visión dominante en la derecha española. Lo dicho nos lleva a ejemplificar lo explicado en el apartado anterior: la llamada a la objetividad y neutralidad axiológica puede nublar motivaciones ideológicas reales o al menos, a eludir la necesaria autocrítica ética y epistemología sobre los términos empleados. Doble responsabilidad en un contexto de creciente polarización política. Por su parte, Espinosa, en el artículo citado, también acusa a Moradiellos de edulcorar lo sucedido en su Historia mínima de la Guerra Civil española (2016) al hablar de “violencia aplicada” respecto a la represión y la estrategia del terror por parte del ejército sublevado o de “orientación fascistizante” en lugar de “fascismo” para referirse al franquismo.

A problemáticas no menores conducen las llamadas a la equidistancia a la hora de estudiar la Guerra Civil, la Posguerra, los cuarenta años de dictadura militar franquista o los años de plomo de la Transición. Tal llamada transmite la idea de una “tercera España” víctima de las otras dos, que quedarían igualadas en responsabilidad sobre desastres que no parecen provocados por sujetos responsables sino por una especie de irracionalidad patria. Por ello, Francisco Moreno Gómez, señala que la llamada a la equidistancia o a la neutralidad  “es la posición más ideologizada que existe” (Moreno, 2014: 52). Evitar los juicios de valor sobre los agresores, verdugos y vencedores de la Guerra Civil supone renunciar a influir en una memoria que aún hoy viene legitimando la dictadura militar franquista, que mantiene una leyenda rosa de la Transición y de una democracia que se ha olvidado de los cuerpos de sus víctimas y de sus familiares hasta tiempos muy recientes. En ese sentido, para este historiador la llamada a la equidistancia o enarbolar la bandera de la objetividad puede esconder un afán militante, si no en la derecha, al menos sí en las agencias de evaluación académica. Pero Moreno Gómez también ha sido objeto de críticas por tildar a la matanza llevada a cabo por las fuerzas sublevadas en Córdoba de “genocidio” en su libro más conocido, siendo acusado de falta de reflexión “conceptual” y de empleo “acrítico y militante” (Míguez, 2012). Dado que la represión franquista se ejerció fundamentalmente por motivos políticos y de estrategia militar y no por motivos étnicos, no cabe hablar de genocidio. Así, el introducir el vocablo “genocida” en un título como El genocidio franquista en Córdoba (2008) buscaría los mismos efectos que el título de Álvarez Tardío y Villa aunque sobre un público ideológicamente distinto.

5. Conclusión abierta

A lo largo de este trabajo se ha intentado profundizar en la imposibilidad de negarse como sujeto político durante la investigación y narración histórica. Desde ahí, se trataría ahora de esbozar una orientación para el análisis ético que se hace cargo de la misma y que en este trabajo se ha centrado en los presupuestos ideológicos que se esconden mejor o peor en la terminología usada por los historiadores. Es ese uno de los sentidos en los que la exigencia ética puede enriquecer la auto-reflexión epistemológica.

Frente a la ilusión de la transparencia, parece que no existe un terreno neutro a partir del cual se elige tomar o no partido porque no hay sujeto sin lugar donde este esté posicionado más allá de la imaginación (Jenkins, 2009: 70-71). Por eso, se toma partido tomándolo explícitamente pero también negando que se toma en beneficio de la objetividad, especialmente cuando se trabaja sobre acontecimientos que generaron y generan mucho dolor. Así que puede ser una mejor praxis profesional no ocultar las preferencias y valores personales siempre y cuando estos no enturbien ni falseen la evidencia de las fuentes que no hacerlo. En ese sentido, puede ser útil la distinción de Durkheim entre valoraciones personales (que serían juicios de realidad), de juicios de valor que expresan una verdad fuera del sujeto: mientras que los primeros son de esperar, al menos en las conclusiones, los segundos estarían legitimados si las fuentes así lo hacen.

Un problema de la historia durante su proceso de institucionalización como disciplina académica radicó en considerarse una ciencia dominada respecto a las ciencias naturales en lugar de delimitarse en su propia especificidad no solo metodológica, sino desde el punto de vista de la teoría de la verdad en la que se manejaba. A diferencia de aquellas, el saber en las ciencias humanas raramente funciona en el marco de una teoría de la adecuación o correspondencia con lo real, porque lo que estudia ya no tiene realidad. A diferencia de las ciencias naturales, la Historia sería un saber de participación y de formación humanista donde se adquieren explicaciones del pasado por procedimientos científicos y donde estas constituyen experiencias de sentido que ayudan a leer el presente.

Como se ha dicho, la ausencia de compromiso parece ya ideológica especialmente si entramos en el terreno de la historia contemporánea y en la explicación de acontecimientos traumáticos. ¿Eso significa que no quedan criterios para evaluar la calidad de una producción historiográfica en estos tiempos de posverdad? La ciencia histórica debe de tener en cuenta una serie de principios: el de la verificabilidad de las pruebas o fuentes, el del desarrollo inmanente (es decir, racional y no providencial o teleológico) del devenir histórico y la ordenación y significación temporal (Moradiellos, 1995: 10-22). A partir de este punto, podríamos elegir tres modelos o perspectivas para evaluar éticamente un texto historiográfico, seamos o no los responsables de su autoría. El primero sería formal y se centraría en el mero contenido del texto, evaluándolo en función de la objetividad que presente, por lo que la parcialidad sería signo de falta de rigor científico, siendo este el modelo al que aspira la tarea historiadora bajo el ideal rankeano. Otra opción puede ser considerar la posición personal como parte de la propia obra, la cual enriquecería la misma pues el resultado no hubiese sido así sin una motivación ideológica declarada. Tal impronta personal sería también objeto de interés historiográfico y podríamos acordarnos, sin más, de las interpretaciones de Marx del ciclo revolucionario francés. En tercer lugar, una reflexión ética que evaluase tanto la veracidad de la obra como la proyección en la misma de la posición personal desde la honestidad intelectual, lo que obliga a juicios de valor bien fundados. Es decir, no negándola ni ocultándola y tampoco pensando que la enriquezca necesariamente, porque su efecto puede ser distorsionador. Respecto a esto último, cabe recordar que aunque no se pueda ser imparcial ante el sufrimiento, sí se puede ser objetivo respecto a lo pasado. Esta tercera opción es la que pensamos como más propicia para el desarrollo de la virtud (areté), que convierte la producción académica en praxis histórica, es decir, aquel tipo de acción que tiene un valor inmanente independientemente del beneficio obtenido y que es el principal signo de excelencia profesional (Camps, 1990: 117). Es ahí donde debería de residir el valor distintivo de las Humanidades: en el hecho de ser un fin en sí, una búsqueda del saber que directamente conlleva la función social de formar ciudadanos críticos y con una conciencia histórica que reconoce que el pasado es complejo y plural y no algo que sirva (primeramente) para otra cosa, sea una carrera profesional, una institución, un partido o una ensoñación política.

Bibliografía

Allier Montaño, Eugenia (2011). Ética y política en el historiador del tiempo presente. Teoría de la Historia, vol. 1 (151-171). México D. F.: Universidad Iberoamericana.

Álvarez Tardío, Manuel; Villa García, Roberto (2017). 1936: Fraude y violencia en las elecciones del Frente Popular. Madrid: Espasa.

Beauchamp,  Tom L.; Faden, Ruth R.;  Wallace, R. Jay;  Walters, Jr. Leroy.  (Eds.) (1982).  Ethical Issues in Social Science Research.  Baltimore: Johns Hopkins University Press.

Bolaños de Miguel, Aitor Manuel (2011). Historiografía y postmodernidad. La teoría de la representación de F. R. Ankersmit. Historia y Política, 25, 271-308.

Bourdieu, Pierre; Chamboredon, Jean-Claude; Passeron, Jean Claude (2002). El oficio de sociólogo. Presupuestos epistemológicos.  Buenos Aires: Siglo XXI.

Camps, Victoria (1990). Virtudes públicas. Madrid: Espasa.

Canal, Jordi (2015). Historia mínima de Cataluña. Madrid: Turner.

Carr, David; Flynn, Thomas Robert; Makkreel, Rudolf A. (2004). The Ethics of History. Evanston: Northwestern University Press.

Demicheli, Tulio (2012). Juicio a la objetividad del historiador. ABC, 7 de octubre de 2012.

Durkheim, Èmile (2006). Sociología y Filosofía. Granada: Comares.

Espinosa, Francisco (2019). El revisionismo en perspectiva: de la FAES a la Academia. Recuperado de https://conversacionsobrehistoria.info/2019/09/14/el-revisionismo-en-perspectiva-de-la-faes-a-la-academia/ [Consultado el 15 del 07 de 2020].

Fontana, Josep (1992).  La historia después del fin de la historia. Barcelona: Crítica.

Fontana, Josep (1982). Historia. Análisis del pasado y proyecto social. Barcelona: Crítica.

Fricker, Miranda (2017). Injusticia epistémica. Barcelona: Herder.

Gadamer, Hans Georg (1992a). Verdad y método I. Salamanca: Sígueme.

Gadamer, Hans Georg (1992b). Verdad y método II. Salamanca: Sígueme.

Habermas, Jürgen (2007). Del uso público de la historia. La quiebra de la visión oficial de la República Federal de Alemania. Pasajes: Revista de pensamiento contemporáneo, 24, 77-84.

Iggers, Georg G. (2012). La historiografía del siglo XX. Desde la objetividad científica al desafío posmoderno. Santiago de Chile: Fondo de Cultura Económica.

Jenkins, Keith (2009). Repensar la Historia. Madrid: Siglo XXI.

Juliá, Santos (2015). Catalanismos: de la protección a la secesión. El País.  Recuperado de: https://elpais.com/cultura/2015/08/27/babelia/1440676636_155219.html [Consultado el 23 de octubre de 2020].

Lahman, Maria K. (2018). Ethics in Social Science Research: Becoming Culturally Responsive. California: SAGE Publications, Inc.

Merton, Robert K. (2003).  Teoría y estructuras sociales. Madrid: Dykinson.

Míguez, Antonio (2012). Práctica genocida en España. Discursos, lógicas y memoria (1936-1977). Historia contemporánea, 45,  545-573.

Moradiellos, Enrique (1994). El oficio de historiador. Madrid: Siglo XXI.

Moradiellos, Enrique (2017). Las elecciones generales de febrero de 1936: una reconsideración historiográfica. Recuperado de https://www.revistadelibros.com/discusion/las-elecciones-generales-de-febrero-de-1936una-reconsideracion-historiografica [Consultado el 20 de marzo de 2020].

Moreno Gómez, Francisco (2014). La victoria sangrienta 1939-1945. Un estudio de la gran represión franquista, para el Memorial Democrático de España. Madrid: Alpuerto.

Nandy, Ashis (2021). El enemigo íntimo. Pérdida y recuperación del yo bajo el colonialismo. Madrid: Trotta.

Rickert, Heinrich (1942). Ciencia cultural y Ciencia natural. Madrid: Espasa-Calpe.

Stuart Macintyre, Anna Clark (2004). The History wars. Melbourne:  Melbourne University Publishing.

Thompson. Edward P. (1995). Costumbres en común. Barcelona: Crítica.

Tortella, Gabriel (2015), Una historia para catalanes convencidos. Recuperado de: https://www.revistadelibros.com/discusion/una-historia-para-catalanes-convencidos [Consultado el 23 de octubre de 2020].

Vattimo, Gianni (1995). El fin de la modernidad. Nihilismo y Hermenéutica en la cultura posmoderna. Barcelona: Gedisa.

Weber, Max (2010). Por qué no se deben hacer juicios de valor en la sociología y en la economía. Madrid: Alianza.

White, Hayden (1992). Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México D.F. : Fondo de Cultura Económica.

Wiener, John (2005). Historians in Trouble: Plagiarism, Politics, and Fraud in the Ivory Tower. New York: The New Press.

[1]     Entre ellas, por apuntar algunas, fueron duras las palabras de Gabriel Tortella (2015), así como las de Santos Juliá (2015) , o la réplica en forma de libro de Jordi Canal en Historia mínima de Cataluña (2015).

Publicado originalmente en . RECERCA. Revista De Pensament i Anàlisi. https://doi.org/10.6035/recerca.5856, el enlace concreto es https://www.e-revistes.uji.es/index.php/recerca/article/view/5856

(*) Autor de La utopía reaccionaria de José Pemartín y Sanjuán (1888-1954). Una historia genética de la derecha española (UCA, 2018) y El fascismo y sus fantasmas. Cambios y permanencias de la derecha radical (siglos XX y XXI) (La Linterna Sorda, 2019).

Portada: El censo de Belén, obra de Peter Brueghel el viejo (1566)(foto: arte-historia.com)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Artículos relacionados

Revisionismo ¿calificación sectaria u obligación científica?

Usos y abusos de la educación histórica

El revisionismo en perspectiva: de la FAES a la Academia

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí