Las recientes elecciones en Castilla y León, Francia y Andalucía, donde los partidos de derecha radical han tenido un papel destacado, deben de mover a una reflexión que trascienda la dicotomía entre una democracia que se da por completa y el peligro que estos se dice que representan. La volatilidad del voto, la apatía política, el voto populista de grupos desfavorecidos, las diferencias entre regiones o entre esos mismos partidos, revelan una realidad mucho más compleja en la que azuzar el miedo ante los mismos juega en beneficio de los partidos tradicionales y sus políticas económicas. En nuestro texto se trata de poner sobre la mesa esa perspectiva más ancha sin prescindir tampoco de una visión larga que parta del conocimiento histórico de los apoyos sociales de los fascismos y las mutaciones que estos llevaron a cabo en su adaptación a los marcos democráticos. En último término, también se trata de pensar el evidente fracaso de la izquierda y el hecho de que de nuevo las derechas radicales se encuentran en condiciones de capitalizar el descontento y la frustración social.

 

 

 

Álvaro Castro Sánchez (*)

 Universidad de Córdoba

Introducción

Parece que aún hay en parte de la izquierda una tendencia a pensar, quizás como trasunto de su antigua creencia en las leyes de la historia, que las condiciones materiales y sociales en las que vive “la clase trabajadora” la dispondrán por sí mismas para el socialismo. Sin embargo, Marx ya vio que no hacía falta pertenecer a una clase social determinada para defender o adoptar, desde otra, su ideología, sus intereses materiales o sus deseos. La investigación histórica demuestra que no hay un nexo garantizado entre el origen de clase y las ideas, de tal modo que la gente puede consentir, aceptar o apoyar opciones muy alejadas de sus intereses objetivos, incluso contrarias a los mismos. También puede, simplemente, no manifestar sus preferencias políticas o directamente no tenerlas.

En las elecciones francesas del 24 de abril de 2022, en segunda vuelta, el partido de Emmanuel Macron obtuvo el 58,54% de los votos frente al 41,46% de Rassemblement National, de Marine Le Pen. Con un 28% de abstención, el antiguo Frente Nacional era votado por más de trece millones de franceses, entre los cuales hay un componente obrero. Atendiendo a las regiones y exceptuando la región la Alta Francia, con capital en Lille, donde obtuvo el 52% de los votos frente al 41% de Macron, Le Pen ganó claramente en el territorio de ultramar. Por ejemplo, en Guadalupe obtuvo el 70% frente al 30%, en Martinica o la Guayana el 61% frente al 40% y en Mayotte, el 60% frente al 41%.

Lo llamativo es que si se profundiza algo más en el análisis se observa que en la primera vuelta de las elecciones en Martinica, Guadalupe, Reunión o la Guayana había ganado la coalición de Jean-Luc Mélenchon. Es decir, buena parte del voto de la segunda vuelta que fue para Agrupación Nacional no era a favor de Le Pen, sino contra Macron. Solamente un dato: en la isla de Mayotte hay un 95% de población musulmana y en las dos vueltas electorales ganó Le Pen. Lo cual significa que la estrategia edulcorante del pasado neofascista del partido que arrancó ya en los años ochenta funciona y que el discurso centrado en la justicia social en lugares que se sienten abandonados por el Estado francés (cuando no son objetos de ensayos nucleares) trae más rédito electoral que seguir hablando a los que quedaron marcados por el fin del imperio. A pesar del racismo cultural, Le Pen encuentra apoyos entre quienes se sienten perdedores de la globalización, aunque ya suene a tópico decirlo.

Victorino García Calderón. Cigüeñas y nubes

En las elecciones legislativas del 19 de junio de 2022 la cifra de los 13 millones de votantes se ha vuelto a repetir, lo cual se va a traducir en una irrupción histórica en el parlamento francés con un total de 89 escaños. Por su parte, el mismo día de las elecciones francesas hubo elecciones en la comunidad de Andalucía. Los partidos de izquierda basaron la campaña en el miedo a la ultraderecha que representa Vox y sucedió que los resultados no fueron los esperados, pero aun así el partido ha alcanzado el medio millón de votos, lo cuales representan un tercio de los conseguidos por el Partido Popular y el mismo número que los conseguidos por los partidos situados a la izquierda del PSOE, con quien se diferencia por 300 mil votos. Es más, si se analiza el mapa electoral por sectores o calles, es frecuente encontrar que, en barrios marginales o de clase baja, la victoria del PSOE en caso de haberla suele ser pírrica y en general Vox suma los mismos votos que los partidos que quedaron a la izquierda de aquel, esto es, Por Andalucía y Adelante Andalucía.

Situados en una perspectiva comparada, la disparidad de resultados y la volatilidad de los mismos pone de relieve que la pregunta acerca del ascenso de la ultraderecha en la actualidad a veces encubre una realidad más compleja. En esta, los actores socio-políticos que precisamente más han influido en la transformación de las condiciones materiales de existencia de las poblaciones quedan opacados por la fascinación mediática de estos partidos o por el miedo ante un supuesto retorno del fascismo. No obstante, no hace falta que gobierne ningún partido xenófobo para que la valla de Melilla esté repleta de concertinas o mueran decenas de personas intentando saltarla. Tampoco lo hace cuando formar una familia o acceder a una vivienda en condiciones dignas de habitabilidad es cosa de privilegiados. Por ello quizás, la pregunta acerca de por qué asciende la ultraderecha habría que cambiarla por otra. ¿Por qué votar a Macron, al PP o al PSOE andaluz no representa un atentado aún más directo contra los intereses de las fracciones de clase dominadas que votar al nacional-populismo identitario? ¿cuáles han sido los agentes impulsores de las políticas neoliberales tras la aparición de estas en la década de los setenta? ¿acaso el fascismo no puede ser un fantasma al que se apunta para desviar la atención o en cualquier caso, un aliado del que los partidos progresistas y conservadores solo se diferencian en el plano cultural y moral?

Victorino García Calderón. Presos de conciencia. Libertad. Año 1992

Consensos fascistas

 

No se trata en este texto de restarle importancia al fenómeno del auge de la derecha radical, sino  de entender por qué de nuevo puede estar en condiciones de capitalizar y rentabilizar el descontento y la frustración de las poblaciones en detrimento de las opciones de izquierda. La cuestión no es nueva. La pregunta acerca de los apoyos de la extrema derecha o por el consenso hacia los regímenes fascistas apareció entre los historiadores a partir de los años sesenta. Dejando atrás las teorías del totalitarismo y en creciente declive de la tradición antifascista y del paradigma interpretativo de la Tercera Internacional, que hizo del fascismo una herramienta del capitalismo, se atendió de forma más individualizada a los contextos específicos y se sometió a prueba la tesis ampliamente aceptada que hacía de la pequeña burguesía la base social de la derecha radical (González Calleja, 2001: 17-68). Esta se matizó mucho, pues se puso de relieve que el fascismo fue más cosa de clases declinantes o de individuos en proceso de desclasamiento en general, además de que contó con un apoyo heterogéneo en consonancia con la transversalidad de su discurso. Este se dirigía a las masas y a la nación, no a las élites.

De tal modo que el historiador Renzo de Felice le daba la razón a Benedetto Croce respecto a su afirmación de que el fascismo no fue expresión de una clase social determinada. Manteniendo el protagonismo de la clase media, el fascismo representó una “tercera fuerza” alternativa a la corrupta democracia liberal y en reacción al comunismo que estuvo comandada por jefes reclutados entre aquella que habían tenido la experiencia de la militancia en la extrema izquierda y también de la Gran Guerra. Frente a la práctica de los partidos políticos clásicos que aspiraban al apaciguamiento y a la desmovilización de las masas, los fascismos las alentaron a estar siempre en movimiento y a sentirse protagonistas (De Felice, 1977: 331-361). Se trataba de hacerlas sentir que hacían historia, otorgando el papel principal a quienes solo podían esperar una vida anodina y servil.

Aportando la perspectiva sociológica a los estudios del fascismo clásico, Michael Mann concluía que si bien los fascistas de primera hornada estaban vinculados a las clases medias, estos obtuvieron un apoyo transversal de todas las clases (Mann, 2004: 30). Ni los nazis ni sus votantes eran especialmente clase media, ni hay datos que mantengan que los apoyos del fascismo italiano fueran fundamentalmente burgueses si se atiende a las diferencias regionales (algo que Antonio Gramsci ya vio), por lo que la perspectiva del conflicto o lucha de clases es del todo insuficiente para comprender el fascismo. No obstante, este siempre encontró el apoyo de determinadas élites económicas y la aquiescencia de buena parte de la Iglesia y de los partidos conservadores.

Para el caso español, Falange también fue un partido heterogéneo que si bien había sido minoritario durante la II República, vio crecer exponencialmente su filiación desde febrero de 1936. Que la fracción burguesa fuese dominante como en el resto de países no sustituye al hecho de que también había obreros o segundones de la clase aristocrática. Pero la aceptación del régimen de Franco impuesto tras la Guerra Civil no vino por la vía del protagonismo de las masas y tampoco primeramente por el papel de Falange, que se convirtió en un partido domesticado durante la dictadura. La aceptación de esta vino dada a través de una revolución pasiva comandada por el Opus Dei que tardó décadas en llegar y que hizo de la economía el elemento de consentimiento por la vía de la seguridad, la resignación y el desencanto. Como ha estudiado José Luis Villacañas (2022), tal revolución, política y culturalmente incompleta, no se hubiese podido llevar a cabo sin antes producirse un proceso brutal de eliminación física del adversario político, una extensión de la miseria durante la etapa de la autarquía que hizo del hambre un arma fundamental de control social y una desactivación maquiavélica de la posible disidencia dentro del Movimiento. Volveremos más adelante sobre este asunto, pues desde nuestro punto de vista esconde uno de los arcanos del presente.

Victorino García Calderón. El día rojo de Morille

¿Fascismo hoy?

 

En los tiempos de la importante pregunta acerca del consenso que se derivaba de la obra de Renzo de Felice, para algunos teóricos o intelectuales el fascismo dentro de la democracia importaba o preocupaba mucho más que el fascismo que aún (por ejemplo a través de la Red Gladio) se enfrentaba a la misma. Pier Paolo Pasolini advertía a finales de los años sesenta contra una nueva forma de fascismo más sutil que se instituía como normalización del egoísmo en la sociedad de la abundancia. Ese nuevo fascismo era el de la homologación cultural, que moldeaba uniformemente las vidas en la civilización del consumo, el cual tenía mucho más poder a la hora de vigilar y transformar las conductas que el totalitarismo de Hitler o Mussolini. De hecho, hacía falta mucha más fuerza para enfrentarse a ese “fascismo como normalidad” que a las manifestaciones delirantes y ridículas de los nostálgicos del fascismo clásico (Pasolini, 2021). Se podría decir aún con Pasolini y parafraseando la famosa – y ya manida- sentencia de Fredric Jameson, que es más fácil combatir por el fin de la ultraderecha que por el fin del capitalismo, porque aquel es imaginable y esto último ya no.

Por su parte, atendiendo a los neofascismos, T. W. Adorno, en una serie de conferencias impartidas en 1967 bajo el rótulo Rasgos del nuevo radicalismo de derecha, analizó la posibilidad del resurgir de un nuevo fascismo partiendo de la convicción de que las condiciones sociales para ello seguían vivas (Adorno, 2020). Adorno advertía que a los nuevos movimientos fascistas no se les podía subestimar por su “ínfimo” nivel intelectual o su falta de teorización, porque lo característico de ellos es una “perfección de los medios” propagandísticos, que acompañan con un encubrimiento de los verdaderos fines que persiguen. Dicha propaganda no se dirige tanto a difundir una ideología concreta, sino a tener a las masas ocupadas mediante trucos dialécticos estandarizados y cosificados que se reiteran sin cesar. Monopolizando para sí mismos el adjetivo nacional (“alemán” o el que toque) y los símbolos patrios, usan el victimismo y la retórica de la discriminación, identificando a los traidores interiores del pueblo y a la alteridad (el extranjero o inmigrante) que lo corrompe.

La historia le dará la razón al filósofo. La crisis monetaria y del petróleo iniciada en 1973 trajo consigo una lenta pero profunda transformación del capitalismo en el interior de todos los países occidentales y en muchos casos, una crisis de representación política en la que la socialdemocracia perdía la posición hegemónica alcanzada una década antes. En ese contexto, Stuart Hall observaba como en el péndulo del Estado deslizaba desde el polo del consentimiento al de la coerción, ante lo cual las acusaciones de fascismo ocultaban lo importante: el hecho de que su deriva autoritaria  podía contar con una amplia legitimación popular (Hall, 2019: 70-71). Por eso, ante los gobiernos autoritarios dentro de sistemas formalmente democráticos que hoy día proliferan desde narrativas tanto de derecha como de izquierda, cabría hablar de una coerción legitimada popularmente, no de fascismo ni dictadura. En concreto, sin ese presupuesto no se puede entender el auge de los posfascismos en la actualidad. De realidad heterogénea y plural, estos se han servido de la estrategia populista para escalar puestos en las instituciones del estado de derecho. Ahora bien, teniendo como punto en común el nacionalismo identitario y el uso de la inmigración como factor movilizador, muchos partidos de la ultraderecha del occidente europeo adoptan consignas de buena ciudadanía, de igualdad de género o de los derechos LGTBI para hacer del extranjero musulmán el peligro a combatir. Pero otros están más más pendientes de la Alt-Right norteamericana o de la ultraderecha conservadora de América Latina o los países del Este. Estos hablan directamente al hombre blanco heterosexual desde una esencialización y mitificación de la historia patria de la que tiene que sentirse orgulloso frente a la ideología de género y a los chiringuitos progresistas, lo que pasa por un mantenimiento de los valores religiosos tradicionalistas. Simplificando, esto es lo que hace Vox en España. En ese sentido, se podría diferenciar entre una derecha radical kitsch y posmoderna (que como dijimos en otro lugar, se da la mano con lo premoderno, Castro, 2019: 135-142), lastrada por su matriz ideológica de procedencia, de una ultraderecha moderna que hace de los valores ilustrados una coartada de marginación y exclusión del extranjero que en el caso francés ha traído grandes réditos electorales. Aunque algo de eso ya sabía Macarena Olona, la torpe candidata de Vox en las elecciones andaluzas del 19 de junio de 2022, cuando en el primer debate televisivo aludió a que mujeres y homosexuales no caminaban tranquilos por las calles andaluzas por culpa de la inmigración ilegal.

Victorino García Calderón. Camino y lluvia

La nueva “cruzada” de Vox

 

Como ocurrió con el fenómeno Podemos, ha habido una avalancha editorial que en medio de una saturación del mercado del ensayo se está dedicando a analizar el fenómeno Vox, identificando sus fuentes, sus líneas ideológicas, las trayectorias biográficas de sus líderes, etc. etc. Entre los analistas más rigurosos, hay cierto consenso en que se trata de un partido de derecha radical que, aceptando el sistema democrático (otra cosa son algunas de sus bases y votantes), destila un tipo de nacionalismo identitario y populista, con un agresivo discurso anti-inmigración y también un fuerte anti-feminismo. Esto último, junto a su carácter catolicista y la ausencia de la clase trabajadora en su discurso (que cambia por los españoles), le hace poco homologable a algunas derechas radicales europeas, tipo el partido de Marine Le Pen, o los que integraron el grupo parlamentario europeo Europa de las Libertades y la Democracia Directa, que estuvo encabezado por Alternativa para Alemania (AfP).

Un interesante estudio de la evolución de la derecha radical española desde sus orígenes  reaccionarios y anti-ilustrados, el cual sitúa a Vox en una tradición de solera que cuanto menos arranca a comienzos del siglo XIX, es el de Pedro Fernández Riquelme. Su originalidad radica en que se centra en el análisis del discurso desde el método semántico-pragmático, mostrando así  dicha continuidad. Uno de los hilos que la mantienen sería el militarismo, cuando defiende mediante una abundante semántica belicista el uso de fuerzas armadas contra la inmigración o la intervención militar en otros países (Fernández, 2022: 153). Los más desfavorecidos de la sociedad se encuentran ausentes en su discurso o se les señala como enemigos del bienestar y de la patria, todo ello con la abundancia del color verde “picoleto” en su simbología. De ese modo, Vox repite un esquema común a la extrema derecha clásica, aquella que arrancó tras la Primera Guerra Mundial: la agresividad hacia lo más vulnerables de la sociedad es directamente proporcional a su docilidad respecto a las élites económicas dirigentes.

Pero el mérito de Vox no ha residido en alcanzar cuotas de poder por la vía de ese nacional-populismo soberanista y autoritario, sino en condicionar enormemente a todo el tablero político, comenzando por el PP y terminando por los partidos de izquierda, incapaces de anteponer un proyecto unitario de sociedad en positivo. La transversalidad de su discurso le lleva a recibir votos de una amplia variedad de caladeros, si bien hay algunos perfiles que se imponen. Así, en las elecciones de Castilla y León del 13 de febrero de 2022, cuando por primera vez el partido entraba en un gobierno regional, hubo dos grupos que dentro de esa transversalidad destacan: el de las élites económicas locales y un voto volátil de desafectos con el sistema político. Frente al discurso que enfatiza el voto de una clase obrera olvidada por la izquierda, la propensión al voto a Vox en Castilla y León partió de sectores más cualificados. Por edad, la intención de voto se dio mayormente entre varones en adultez temprana con trabajo, empresarios o autónomos, no siendo relevantes ni el nivel educativo ni la procedencia rural o urbana (Negual y Sánchez-García, 2022: 16-37). De tal modo Vox ejerce atracción entre la juventud y entre un sector social que se imagina o se representa en público como clase alta a la vez que sufre los efectos de una economía globalizada y es votado transversalmente por todos los grupos sociales. El tiempo dirá, aunque todo apunta a que también viene recibiendo papeletas de un porcentaje de gente que en su día votó a opciones de izquierda. Movidos por el mensaje rupturista y anti-establishment, el “voto populista” y de castigo a los partidos tradicionales está presente aunque en tiempos de incertidumbre estos parecen reflotar de nuevo.

Para Fernández Riquelme el discurso de Vox, más que un discurso conservador, constituye un “retrodiscurso” que funda su utopía conservadora en un pasado que se construye míticamente y se mira con nostalgia. Un retrodiscurso que a su vez es retroreaccionario (Fernández, 2022: 171) porque no se opone a las conquistas del presente en materia de igualdad y libertad, sino a las del pasado. En ese sentido, Vox se sitúa sin lugar a dudas en la tradición nacionalcatólica y reaccionaria española, aunque también con ciertos guiños a Falange, de la que provienen algunos de sus miembros. Pero desde nuestro punto de vista, en Vox han desaparecido los elementos utópicos contenidos en el nacionalismo reaccionario de antaño o en la propia Falange, pues su discurso se limita más a la revancha y el rencor, participando del “realismo capitalista” que aquellos podían llegar a cuestionar.

La izquierda se va al paraíso

 

Herbert Marcuse recordaba en una conferencia en 1967 la imagen rescatada por Walter Benjamin de los revolucionarios de La Comuna disparando contra los relojes de las torres de iglesias y palacios. Para él esto respondía a la expresión directa de la necesidad de parar el tiempo, de hacer irrumpir un tiempo nuevo, que no sería otro el que de una sociedad libre que suprimiera los sistemas constitutivos de servidumbre. Eso solo puede ser realizado por personas que tienen tal deseo de liberación (Marcuse, 2011: 31-32). De ese modo, el cambio cuantitativo respecto a las condiciones materiales debía de desembocar en el cambio cualitativo que hiciera de la existencia libre un todo. La igualdad socialista tradicional necesariamente tenía que articularse con los nuevos deseos y necesidades y sobre todo, con las diferencias culturales y de género, no siendo posible el retorno a la sociedad homogénea y centralizada soñada por el socialismo ortodoxo. Sin embargo, la deriva de la izquierda ha conducido a que quien no se encuentra ubicado dentro de las luchas culturales o por la identidad, acusadas de fortalecer el sistema olvidándose de la clase obrera y descuidar lo material, lo está en la nostalgia y en una idealización del pasado y sus referentes, comenzando por toda la mitomanía en torno a la II República. Parece que en ninguno de los dos casos se ha hecho caso a Marcuse ni se han comprendido bien las transformaciones del capitalismo tardío.

Antonio Gómez Villar ha analizado como el marco de comprensión que presenta a la posmodernidad como una estrategia ideológica que ha ocultado las relaciones de clase, poniendo en primer plano las reivindicaciones culturales o identitarias, precisamente incapacita para un análisis materialista de las nuevas formas posfordistas (Gómez Villar, 2022). Posiblemente ha sido el filósofo esloveno Slavoj Žižek quien más ha contribuido – dado su impacto mediático-  a pensar de forma separada la lucha cultural de las luchas materiales, considerando la batalla cultural por la conquista del sentido común (donde se sitúan hoy quienes rescatan la operatividad de la obra de  Gramsci) un mecanismo de refuerzo más del capitalismo. Para el filósofo esloveno, este se realiza gracias a un sistema de explotación y dominación económica que es el que sostiene o articula el resto de dominaciones, por lo que tolera y rentabiliza toda “lógica de la diferencia” que se de dentro del mismo y no lo cuestione. No obstante, posiciones como la de Žižek se mueven en realidad dentro de un discurso idealista que no resiste, precisamente, un análisis materialista. ¿Qué fue o es realmente la “lucha de clases”?, es decir, ¿cómo se constata empíricamente la misma? ¿La huelga feminista del 8-M es cultural o material? ¿y las manifestaciones animalistas o vecinales contra las macrogranjas? Las luchas culturales están atravesadas de reivindicaciones económicas y viceversa. Lo normal es que quienes sienten nostalgia de la clase obrera o acusan a la izquierda de olvidarla lo hacen bajo una concepción esencialista y naturalizante de la misma (Gómez, 2022: 56) y una idealización del tiempo fordista, que fue un espacio cargado de altas dosis de machismo, homofobia, racismo y poca o ninguna consideración por la naturaleza. Su visión puede estar tan alejada de la historia que puede llegar a creer que las revoluciones pasadas, como La Comuna, las de 1917 o la española de 1936, fueron cosa de obreros industriales. Así que, en definitiva, ni la izquierda tradicional ha sabido asimilar las demandas que se concretaron en el mayo del 68 (y referentes, comenzando por la tradición libertaria, había de sobra) y la que acaba institucionalizándose no se enfrenta a las condiciones de vida impuestas por el capitalismo para los más desfavorecidos, lo que sustituye por luchas progresistas, precisamente como la única vía para distinguirse de los partidos de centro-derecha.

Victorino García Calderón. Paisaje de Cabrerizos

Efectos de una revolución pasiva

 

El relato aceptado por parte del progresismo español atribuye la llegada y consolidación del Estado del Bienestar como el mérito principal de los gobiernos de Felipe González (1982-1996). Si bien es cierto que en sus primeras legislaturas se extendió la cobertura social, como las pensiones o la sanidad y creció de forma sostenida el gasto en educación, el “gasto social” global se congeló respecto a los gobiernos anteriores (como el de UCD). Por otra parte, se depositaron en la familia los cuidados o protecciones a los que no llegaba el Estado, que arrastraba desde la década anterior un gran problema de paro y de economía sumergida. Se desatendió a los jóvenes, los salarios reales fueron mermando progresivamente y se mantuvo la desigualdad fiscal que durante la Transición había conseguido imponer la patronal. Asimismo, cabe recordar que fue durante los gobiernos del PSOE cuando se llevaron a cabo las reconversiones industriales y el desmantelamiento de la industria nacional, con toda la dramática situación social que ello provocó en diversas zonas de España (Rodríguez, 2015: 273-307). De tal modo, es posible que el felipismo fuese nuestro particular thatcherismo, por mucho Almodóvar o Alaska que lo disfrazara. También fue el momento en el que pareció completarse la revolución pasiva comenzada por el franquismo en la década de los cincuenta. En palabras de Gramsci se trataría de una “revolución sin revolución”, cuyo objetivo primordial fue el de la despolitización de las masas como vía para la institucionalización del Estado y del desarrollo de un capitalismo católico moderno, fruto dorado del franquismo (Villacañas, 2022: 442). Uno de sus artífices, Gonzalo Fernández de la Mora, publicaba un revelador libro en 1965 en la editorial Rialp bajo el título El crespúsculo de las ideologías. Su capítulo III estaba destinado a la “apatía política”, la cual sería una medida de “la salud de los Estados libres” (Fernández de la Mora, 1965: 59), lo que mostraba con los datos de abstención en diversas elecciones en los países democráticos del orbe occidental, siempre en torno al 50%. El futuro ministro franquista de Obras Públicas, que había redactado junto a Laureano López Rodó la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento en 1958, apuntaba otras razones para abandonar a las ideologías políticas como principios rectores del Estado y de la sociedad en favor de una “ideocracia” en la que los expertos debían de sustituir a los “ideólogos retoricistas” del modelo demoliberal. Entre ellas estaba la convergencia ideológica entre los grandes partidos.

La apatía política no es excepción en España y en Francia el grado de abstención es aún más alto. Pero para nuestro caso, posiblemente esa fue otra herencia del periodo franquista. La distancia entre la dirección del Estado y la población ha ido cimentando una desafección política y un desinterés generalizados en unas poblaciones que no perciben la utilidad del voto para la satisfacción de sus necesidades o la consecución de sus intereses, constituyéndose así en la mayoría silenciosa que soñó el dictador y en la que durante la democracia se ha sustentado el poder de los partidos mayoritarios. Por su parte, inmersa en disputas internas donde la posición en las listas importa más que las posiciones ideológicas, la izquierda seguirá bajo el viejo mantra de la consideración alienada de todos los demás menos de ella misma y pensando aún, con ese paternalismo característico, que hay un “pueblo” por “despertar”. Por su parte, todo parece apuntar a que la ultraderecha seguirá promoviendo tanto el miedo al comunismo, como el odio y rencor hacia unos partidos que, renovando el turnismo roto tras la ruptura del pacto con los clanes del nacionalismo catalán y vasco, seguirán haciendo del Estado su red de prebendados y de su política la vía para mantenerla en una democracia que nació ya domesticada.

(*) El presente texto resume algunas de las líneas generales de un ensayo en marcha, cuyo título será Ese pánico imbécil. Fascismos, izquierda y subjetividad neoliberal.

Adorno, T. W. (2020). Rasgos del nuevo radicalismo de derecha. Taurus: Madrid.

Castro, Álvaro (2019). El fascismo y sus fantasmas. Cambios y permanencias de la derecha radical, siglos XX-XXI. La linterna sorda: Madrid.

De Felice, Renzo (1977). El Fascismo. Sus interpretaciones. Paidós: Buenos Aires.

Fernández de la Mora, Gonzalo (1965). El crespúsculo de las ideologías. Rialp: Madrid.

Fernández Riquelme, Pedro (2022). El discurso reaccionario de la derecha española de Donoso Cortés a Vox. Doble J: Sevilla.

Gómez Villar, Antonio (2022). Los olvidados. Ficción de un proletariado reaccionario. Bellaterra: Barcelona.

González Calleja, Antonio (2001). Los apoyos sociales de los regímenes fascistas en la Europa de entreguerras: 75 años de debate científico. Hispania, 207, 17-68.

Gramsci, Antonio (2021). Antología. Selección, traducción y notas de Manuel Sacristán. Akal: Madrid.

Hall, Stuart (20189. El largo camino de la renovación. El thatcherismo y la crisis de la izquierda. Lengua de Trapo: Madrid.

Mann, Michael (2004). Fascistas. PUV: Valencia.

Marcuse, Herbert (2011). La sociedad carnívora. Ediciones Godot: Buenos Aires.

Negual, I. y Sánchez-García, A. (2022). “La semilla de Vox. ¿Quién votó a la derecha radical populista en Castilla y León?”. Revista SOCYL, 2, 16-37.

Pasolini, Pier Paolo (2021). El fascismo de los antifascistas. Galaxia Gutenberg: Madrid.

Rodríguez, Emmanuel (2015). Por qué fracasó la democracia en España. La Transición y el régimen del ‘78. Traficantes de Sueños: Madrid.

Villacañas, José Luis (2022). La revolución pasiva de Franco. Harper Collins: Madrid.

Fuente: Conversación sobre la historia

Portada: Protestando contra el fascismo en Castilla León. (Salamanca, 22  de abril de 2022) Vicorino García Calderón

Ilustraciones: Conversación sobe la historia

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